I.
Moscú, Rusia
El ligero manto de la niebla sobre la bien iluminada y nívea ciudad le generó una melancolía irreparable, reacción que ya era inmediata desde el día que partiera por primera vez hace años. Para su desgracia, emociones como esa no habían cambiado en él y por ellas sentía que seguía estancado en esos dulces años. En papeles, era claro que continuaba siendo un niño, pero cuando se veía reflejado en una mirada ajena, en los cristalinos ojos ahora lejanos, sabía que era inevitable distanciarse de la figura pura y angelical que el mundo conocía de él.
Pero de esa forma había sido feliz sin importarle que el obstáculo de los años no cediera jamás. Admirando al patinador más experimentado casi en secreto, esperándolo con cierta impaciencia para compartir cada día en la pista y, por último, siguiéndole hasta donde escapaba. Mientras probaba poco a poco el disgusto de lo insípido de ese acecho como quien se acostumbra a recibir un veneno letal en el desayuno diariamente rechazando las consecuencias.
Sus ojos pesaban por el cansancio y, bajo otras circunstancias, eso habría bastado para caer en un sueño que le hiciera olvidar los últimos días y el mismo viaje que emprendía de vuelta. Sin embargo, esa situación no era como otras y el simple acto de cerrar la cortinilla de plástico de su ventana o apoyar la cabeza al respaldar no contribuía en mitigar ese obstinado insomnio. Por el contrario, sólo lograba desesperarse por el final de ese largo viaje y ansiar el pronto desvanecimiento de la nostalgia con un pensamiento: Pronto estaría en casa.
Cuando la distorsionada voz del capitán resonó en los altavoces advirtiendo las condiciones climáticas de la ciudad a la que arribarían, dejó escapar un suspiró prolongado con la intención de deshacerse de la incómoda desazón que se avivaba cada segundo, distinta a la rabia que siempre lo poseía para convertirlo en el típico adolescente malhumorado. Por fin, estaba en casa pero dudaba sí eso remediara su problema en tanto este se hallara a millas de distancia.
Tomar el último vuelo no había sido la idea más brillante como tampoco había ayudado huir sin escuchar lo que seguro debía oír. Si lo pensaba, se había comportado como un estúpido cobarde y la sacudida del avión, afianzando las ruedas en la pista, agitaba el malestar de esas actitudes impropias de él. Se comportaba como una vaga imitación del cohibido katsudon y no distinguía qué le molestaba más: haber actuado de tal forma frente a toda la familia y amigos del cerdo incluida Yuko y las trillizas o descubrir que Victor prefería a aquel reivindicado patinador en lugar de alguien que estuvo más tiempo a su lado.
– Todos estos años y le bastó unos minutos y un vídeo para que se largara. –susurró desconociendo el tono que empleaba. Era la quinta o sexta vez que recordaba ese instante, pero la primera que usaba una voz tan baja y casi llorosa para repetírselo.
Descendió con el resto de pasajeros, manteniendo la cabeza baja, hundiendo ésta en el corto cobijo de la capucha con la que contaba su abrigo. A pesar que el aeropuerto estuviera desierto a esas horas, no deseaba que en su descuido tuviera que interactuar con alguien que nunca faltaba en esas situaciones y su expresión como paradero fueran de conocimiento público. Así que en cuanto se hubo a unos pasos de la sala de espera, desvió su rumbo hacia el único lugar que se le ocurrió libre para esconderse por unos minutos.
"¡Maldito katsudon!" – Espetó apretando los dientes en cuanto soltó la puerta del baño oyéndola rechinar sobre los goznes. Consciente de que, por fin, algo de irracionalidad se le estaba devolviendo para retomar los mismos patrones erráticos de su adolescencia.
¿Por qué debía soportarlo? ¿Por qué lo había seguido? Se preguntó sujetando el borde de la cerámica blanca de los lavabos y de inmediato la respuesta se presentó encarándolo frente a frente. La ferocidad previa de su rostro había desaparecido y su pálida piel exponía una fragilidad que aborrecía.
¿Qué quedaba? –un susurro interrogó a la par que el sonido del chorro de agua proveniente de la llave, resonaba caudaloso, cubriendo una senda por la que se habían deslizado unas solitarias gotas suyas.
– ¡maldito viejo!– gritó abatido mientras sus manos desordenaban sus cabellos rubios. No podía describir cómo esa locura lo arrastraba cuando una parte luchaba por sobrevivir a esa otra emocional. Él era un Plisetsky, un medallista de oro, una promesa del patinaje y ahora sólo se veía como un imbécil depresivo, quien no despertaría de un desvarío porque ya lo había hecho cuando tomó el vuelo para ir tras la pareja actual de patinadores. Esa era la única realidad y le quedaba aceptarla conservando su orgullo. – ¡Es todo su culpa!
Afuera, el reducido flujo de pasajeros había disminuido por completo, quedando los empleados y Yuri, sorprendido por una exhausta encargada de limpieza que se había limitado a recordarle que el aeropuerto cerraría hasta la hora de embarque del primer vuelo de ese mañana.
Recoger su peculiar maleta de la cinta transportadora y salir airoso hacia la inclemente noche de Moscú no había implicado mayores contratiempos, salvo…
– ¡Tsk! ¿y ahora qué? ¿Un rayo? –estalló recuperándose de la estrepitosa caída. Como cada día malo, lo peor debía pasarle sin detenerse. Así lo sentenciaban los caprichos de la suerte. No había bastado que su preciada maleta se atorara en una descuidada fisura en el pavimento, ni que en una inmensa ciudad no hubiera un transporte disponible, sino que además debía golpearse sobre el pavimento recubierto de hielo. Lo bueno era que aquel golpe brusco le había devuelto un poco de lucidez, dándole cuenta que no quedaba otra que contactar a su abuelo. La peor opción era la única y por mucho que le invadiera el miedo de encender su celular y encontrarse con los cientos de mensajes y llamadas disponibles a un botón de lastimarlo, no quería morir congelado ahí.
En cuanto el diapasón monótono fue interrumpido por un quejido ronco y luego la voz angustiada de su abuelo, su voz se aprestó a contestarle con la alegría otrora invariable. No lo logró. Aquella ingrata le había traicionado al simple recuerdo de su derrota frente a la inexperiencia y provocado una respuesta inquieta en la otra línea. Al instante de oír la desesperada pregunta de su abuelo, Yuri quiso gritar una disculpa por todo, sobre todo ser ese muchacho inmaduro e impetuoso y aceptar que estaba equivocado.
¿E-qui-voca-do? –balbuceó con la voz entrecortada por el castañeo de sus dientes, respuesta automática a la sensación térmica. Con cada minuto que pasaba, el frío se percibía más recio y a Yuri no le asombraba que todo perdiera su esencia en ese impasible clima de la noche. Ese era el lugar perfecto para olvidar lo sucedido, y la sola idea lo aliviaba y conseguía que el ritmo de su respiración no se alterara demasiado. No era la primera que retornaba vencido, pero debía admitir que ésta era la definitiva pues aquello que le había sido arrebatado no regresaría por mucho que se esforzara o entrenara.
– Tú te lo pierdes –exhaló observando las luces moverse delante y percibirlas arrastradas por un viento violento que acompañaba el brusco sonido de las ruedas de los vehículos resbalar por la vía.
– ¡Yuratchka! – se oyó por la calle.
– ¡Abuelo! –correspondió agitando su brazo para luego correr hacia él ignorando las reglas en el caso de cruzar una calle transitada como esa. Y las habría seguido obviando si no hubiera visto a su abuelo alterarse por su imprudencia y después tornar una expresión severa que no sólo juzgaba ese acto suicida, una mirada que podía ver más allá de su agotado semblante.
Era su culpa, en parte. Un joven irreflexivo, un muchacho que apenas había probado la vida, como él, tenía que cruzarse con la persona más desconsiderada y perdonarle todo a su manera. Dolía, dolía demasiado ser otro idiota.
Ni bien se plantara frente al mayor de sus familiares su nombre fue pronunciado una vez más con un tono de extrañeza que correspondía más a una pregunta que no requería ser formulada. Yuri sabía que era inevitable que su abuelo escudriñara su rostro para averiguar lo que le afligía, más después de limpiar el dejo de humedad en un acto reflejo.
– Hace frío. Subamos. – sentenció el mayor tratando de superar la perplejidad y las ganas de resolver todo el asunto con más preguntas.
Esa no era una visita ordinaria, ni ese viaje se sintió el mismo. Ambos lo comprobaban desde el hecho que el menor no ocupaba el mismo asiento del copiloto hasta el silencio que remplazaba las inagotables historias que siempre tenían que contarse. Y en verdad, Yuri extrañaba esas conversaciones tanto como detestaba las aburridas emisoras nocturnas. Pero comprendía que si no resistía el impulso, de su boca saldrían esos patéticos sentimientos y nada más.
Así que no esperó que esas interrogantes lo alcanzaran en cuanto el vehículo aparcara. Se había preparado para presionar la manija de la puerta lateral en cuanto divisó los árboles desprovistos de hojas que rodeaban la manzana donde se hallaba la casa de su familia, haciéndolo fácil el salir disparado al interior de su único refugio sin entrar en nuevas conversaciones.
– ¿Vas a dejar a tu pobre abuelo cargando esta maleta? –interrogó el mayor retumbando la serenidad del apartado lugar.
– ¡Lo siento! –lanzó de inmediato regresando sobre sus pasos para acompañar a su abuelo que cargaba con su mano derecha lo que él había abandonado en el maletero.
– Bueno ya está aquí. –indicó arrinconando el objeto en la entrada y dirigiéndose a su estimado nieto. –No es tan malo. Estoy mejor ahora y esto es una tarea simple para tu abuelo. –añadió apoyando su mano sobre el hombro del rubio. –No hay dolor que pueda con este viejo más que el ver a un nieto así. ¿Lo sabes, Yuri? Puedes confiar en tu abuelo. – carraspeó mientras se quitaba y sacudía su boina. – Tu entrenador ha estado llamando todos los días. Está preocupado y no lo culpó. Primero dijo que te habías saltado las prácticas, luego que saliste de viaje detrás de ese patinador japonés, y lo último que te había perdido el rastro.
Yuri lo observó incapaz de sostener la mirada compasiva de su único familiar y seguir ocultándole la verdad. Titubeó un poco, repitió monosílabos apartados buscando con cual comenzaría. Iba a revelárselo y pedirle que le protegiera de eso que significaba crecer. Ni siquiera había terminado de meditar en una forma para confesarle lo que sucedido y sus manos se habían alzado en un ruego infantil que su abuelo no comprendió.
– Yo… No- No es nada –mencionó desganado y sus brazos cayeron como su mirada.– Yakov exagera. Me conoces. No puedo evitar darle disgustos. –Intentó sonreír– Las clases con Lilia y el entrenamiento… ¡Necesitaba unas vacaciones!
– ¡Yuri! ¡No trates a tu abuelo como un viejo! – el mayor resopló indignado. Mentirle era una de esas conductas que nunca perdonaría de su nieto, pero verlo sensible y aturdido como aparentaba, era demasiado para el desvelo. – Descansa. Habrá tiempo para discutirlo por la mañana. Sin excusas – dijo como una orden que se perdía en aquella mirada comprensiva del mayor.
Yuri pudo oír todavía a su abuelo bostezar un par de palabras de buenas noches, siendo luego reemplazado por el abrumador sonido de las manijas del reloj que marchaba paso a paso hasta cerrar en un redoble que significaba que había perdido un minuto más. O quizás ganado a su favor. No recordaba cuanto tiempo aquel artilugio hubiera estado allí o las veces que había recurrido a él para marcarse la hora. Para esa tarea, había estado su abuelo, siempre disciplinado, o su celular…
Victor (65 mensajes)
Leyó primero al bajar la vista al dispositivo, pero no era el único en esa larga lista de mensajes. Los remitentes incluían a sus actuales tutores, compañeros y otros patinadores a los cuales les había llegado la noticia al parecer como una desaparición. El resto, un montón de notificaciones que no cesaban a esas horas y que correspondían a su mayoría al tema que pretendía no interesarle más. Que hicieran con su vida lo que les apeteciera mientras se mantuvieran fuera de su vista, se recalcó a pesar que temía no cumplir con su promesa en el futuro. Después de todo era otro adolescente sometido a los desaciertos de la edad.
Mientras se arreglaba para fingir dormir, distinguió la melodía que había fijado para las llamadas en general y se sintió invadido por el ansia de contestar e imaginar que esa insistencia provenía de un lugar preciso en el mundo. Guiado por ese anhelo, sus piernas comenzaron a avanzar convocadas por esa música corta, dejándolo de pie frente al sitio donde había acomodado su teléfono. Extendió el brazo pero cuando se disponía a tomarlo, decidió que era mejor así, dejar a aquella persona en un anónimo que se preocupaba por él incluso en una madrugada hostil como esa, como hubiera sido mejor dejar que su admiración por la leyenda del patinaje sucumbiera en la clandestinidad.
En el interior del arsenal de cobijas apropiadas para el invierno, presionó el botón para encender la pantalla del celular y dibujó el patrón de bloqueo. Las llamadas anteriores aparecieron cifradas con el letrero de desconocidas y aunque eso hacía crecer la expectativa también buscaban darle cuenta de las explicaciones que debía. Desde su posición aún percibía el frío filtrarse, acariciarle con crueldad parte de sus cabellos y absorber el débil calor que expelía de su cuerpo, recordándole la hora de su llegada y el tiempo que quedaba para un nuevo y gélido amanecer, tan bien como lo hacían los números digitales en la pantalla.
– ¡Hey! ¿No pensé que me extrañarías tanto? –espetó a modo de saludo. La escasa luz de la pantalla apenas iluminaba parte de su rostro, siendo perfecta para ocultar lo demacrado que se notaba. Aunque sí no lo hubiera hecho, tenía listo un par de excusas excelentes para la ocasión.
– Es tarde ¿Lo sabes, Yura?
– ¡Ha! ¿Quién ha estado molestado a quién durante todo el maldito día? –soltó simulando un pésimo enojo. Si había alguien con quien no se permitía discutir, ese era Otabek. Tal vez esa era el motivo por el cual no había aceptado vivir juntos, temiendo que ello destruyera una amistad tan reciente.
– Estaba preocupado. –respondió a la vez que bostezaba. –Mila me lo ha contado.
– ¡Esa bruja! … –protestó ahogando el volumen de su voz– Y bien. Aquí estoy completo y a salvo. ¿Contento?
– La pregunta es si estás bien o no. Mila ha dicho poco. Escapaste de la pista ante todos y una vez más ibas detrás de Victor o eso es lo que piensa ella.
El rubio no tuvo el valor de negar lo que era cierto. No era capaz. Mila lo conocía mejor que nadie y por lo mismo ella comprendía que la admiración de Yuri a las elaboradas rutinas del patinador estrella del equipo ruso había evolucionado a un grado de no ser admisible.
– No te reconozco. –agregó el kazajo vigilando la próxima reacción de su amigo tras ese prolongado silencio.
– No soy yo. Pero voy a arreglarlo.
– ¿Qué harás?
– Esperar –alzó los hombros. Era un gesto imperceptible donde se encontraba, pero el tono displicente con que había mencionado su determinación manifestaba lo ausente de la respuesta.
– ¿Esperar a qué? –indagó enarcando una ceja ante la furtiva réplica.
– Quien sabe… Buenas noches, Otabek. –se despidió cortando la videollamada apenas mencionara el nombre del contrario. Al segundo recibió una nueva solicitud de videollamada cruzada con otra que venía exactamente del lugar de dónde acababa de partir. Su amigo tenía razón, era tarde y debía dormir así como dejar que otros descansaran. Abrió la casilla de mensajes con el kazajo para dejarle el mensaje que importaba. Lo que había hecho era básicamente reportar su regreso y dar las explicaciones que le correspondían. Ese era el plan, las noticias correrían rápido y al día siguiente la zozobra a causa de su supuesta desaparición culminaría.
"No voy a hacer algo estúpido. Puedes decírselo a Mila. Sé cuidarme y estoy en casa"
Al menos, aquí no tendré que verlo… por un tiempo. Se dijo parpadeando, viendo su habitación desvanecerse en la oscuridad de una pesadilla recurrente, vívida y reciente que atravesaba la realidad y se introducía a sus sueños en susurros cargados de rechazo.
¿Por qué él… siempre él?
…
…
…
(Corregido)
Gracias por leer.
