Fic escrito para el evento FrUk de la Entente Cordiale 2013 en la comunidad de Livejournal fruk-me-bastard.
Disclaimer: Hetalia Axis Powers es una obra de Himaruya Hidekaz, ninguno de sus personajes me pertenece, salvo los originales creados por mí.
Cuento utilizado: La niña de las cerillas.
Prompt utilizado: Enamorarse y corrupción.
Notas de Autor: Espero no haber fallado con los caracteres de los personajes, sobre todo teniendo en cuenta que son humanos, están en la época que están y la edad que tienen. Por Dios, rezo. La idea de este fic surgió después de semanas de depuración, y ni siquiera recuerdo la idea inicial. Espero que les guste leer esta historia tanto como a mí -me hizo sufrir- escribirla (XD). Sobre los filósofos utilizados, obviamente jamás dijeron esas cosas, pero me pareció un detalle interesante para añadir al fic.
«Los seres humanos producimos ingentes cantidades de energía. Los briskers fueron creados para reunirla y que no se quedara anclada para siempre».
Michel de Montaigne. Sobre los briskers.
«Sin ellos, los briskers no pueden completar su trabajo. Son los que transportan la energía de un lado a otro. Por eso nacen por pares. Un drifter por cada brisker, ni más ni menos».
John Locke. Sobre los drifters.
1.1
Febrero de 1939. París, Francia.
No había nada de romántico en honrar la memoria de un ser querido ante su tumba durante una tormenta. En los libros quedaba muy bonito que el protagonista llorase bajo la lluvia y que el fantasma de su amada o padre estuviera junto a él, sin este saberlo. Pero la realidad distaba mucho de ese tipo de ficción y Francis maldijo mil veces en su fuero interno el haber ido a dejar flores junto a la lápida de su abuelo mientras caía granizo del tamaño de monedas de diez francos.
Francis suspiró y contempló por última vez el epitafio esculpido en la piedra antes de darse la vuelta para regresar a casa, mientras las pequeñas piedras de hielo caían sobre el armazón del paraguas con un golpeteo contundente y pesado.
«No somos más que juguetes en manos de Dios que, como un niño, lo único que quiere es seguir jugando por los siglos de los siglos».
Julien Bonnefoy. 1870-1938.
El viejo había dejado en su testamento que se escribiera eso en la lápida y Francis pensaba a menudo que parecía como si hubiese querido que alguien entendiera algún tipo de mensaje oculto. El muchacho se había preguntado muchas veces a qué se debía el desprecio de su abuelo por todo lo Divino pero nunca había intentado averiguarlo directamente. Lo que hubiese tenido Julien Bonnefoy con Dios era asunto suyo, más desde que había abandonado el Reino de los Vivos. Cuando pensaba en él se le escapaba un suspiro resignado y tenía que aguantarse las ganas de enjugarse los ojos para que las lágrimas no cayeran como plomos por sus mejillas.
Julien había sido la única figura paternal de su vida. Su abuela había fallecido dando a luz a Mireille, su madre, y ni siquiera conservaba recuerdos sobre sus padres, que según el viejo Bonnefoy habían muerto en un desafortunado accidente de coche cuando él era un bebé. De ellos conocía anécdotas que su abuelo le había ido contando y si podía darles un rostro en su imaginación era gracias a viejas fotografías que Julien había guardado en una caja de zapatos. De pequeño siempre le había rogado al anciano para que le diese alguna, y así poder mirarla por la noche antes de acostarse o enseñarlas y decirles a los otros niños que sí que tenía papás pero que estaban en el Cielo. Aunque poder contemplar ahora las imágenes sonrientes de sus padres y abuelos muertos ya no era tan satisfactorio.
Francis salió del cementerio y pasó junto a la fachada de la iglesia, en donde algunos transeúntes se resguardaban de la tormenta. Un pensamiento fugaz sobre entrar y encomiar una pequeña oración por las almas de sus familiares revoloteó por su cabeza pero la desechó en cuanto recordó que tenía una cita para limpiar. Realmente le habría gustado salir, quizá conocer a alguna chica en la cafetería de turno o sencillamente poder llegar a casa y acurrucarse en el gran sillón verde del salón con una copa de vino y la estufa crepitando suavemente como única compañía. Pero no, ya llevaba mucho tiempo posponiendo el recoger las cosas de su abuelo para despejar la habitación y se había prometido a sí mismo que pondría orden en su vida cuando se cumpliera un año de su muerte.
El día ya había llegado y con él, la realidad a la que Francis debía enfrentarse irremediablemente. Estaba solo y tenía que valerse por sí mismo.
Casi parecía que el tiempo se quería adecuar al estado de ánimo de Francis, reflejando la angosta agonía que le sacudía por dentro. De camino a Montmartre, el granizo se transformó en una llovizna ligera. La calle estaba casi vacía. Algunos valientes habían decidido plantarle cara al mal tiempo para salir a comprar el pan o el periódico. No debían ni ser las nueve de la mañana, a juzgar por la tenue oscuridad que ya empezaba a disiparse tras las nubes altas y la lluvia.
Francis cerró el paraguas antes de internarse en el portalón de su edificio, sacudiéndolo un poco mientras abría la puerta de hierro que daba acceso al patio interior. Subió las escaleras exteriores de la parte izquierda y accedió al primer nivel, en cuyo final estaba su piso. La cerradura chirrió al abrirse y Francis cerró, mascullando un improperio sobre las reformas que tenía que hacer también. Aquel era un bloque de apartamentos bastante viejo pero al joven le gustaba porque se respiraba tranquilidad y los vecinos eran amables y discretos que no le hacían preguntas estúpidas sobre el trabajo o el precio del queso, y que sólo de vez en cuando comentaban lo que estaba pasando en Europa.
Había vivido allí desde que era un mocoso y todos los viejecitos de su escalera eran capaces de contar alguna pequeña historia sobre el antaño revoltoso y encantador Francis. Si había un sitio al que pertenecía, era ese. Pero no habría podido decir lo mismo de su abuelo, ya que incluso en los últimos tiempos, a pesar de lo estúpidamente feliz que había sido cuando paseaba por el jardín del patio o charlaba con los otros ancianos junto a la fuente central, Francis sabía que el corazón de Julien siempre había estado en la calle Jaures, en el estudio de su adolescencia.
El sueño de Julien había sido siempre el de ser pintor y ganarse la vida exponiendo cuadros en galerías de prestigio y museos internacionales, convertirse en un artista conocido y famoso. Su padre, Maurice Bonnefoy, un distinguido hombre de negocios, pensaba que eso sólo eran pájaros locos e ideas tontas que no llegarían a ninguna parte. De modo que cuando Julien expresó su deseo de trasladarse desde la mansión familiar en el barrio residencial de Saint Louis a un pequeño estudio en el Montmartre, Maurice se rió de él y le llamó estúpido por querer convertirse en un desharrapado muerto de hambre. Discutieron dos veces sobre esa cuestión, sin conseguir que Julien cambiara de idea o Maurice aceptara al menos que era eso lo que quería hacer.
Julien había ido ahorrando dinero para poder empezar a pintar y alquiló el estudio de la calle Jaures, que era bastante modesto y barato. Los días de sol se pasaba las horas pintando retratos en la Place du Tertre, que era cuando más turistas pasaban y más cuadros podía vender. Julien economizaba todo lo que podía, sabiendo que la vida de un pintor no era llegar y vender cuadros como baguettes. Pero aún así había meses que pasaba muchas estrecheces, sobre todo durante el invierno, cuando gastaba gas, agua y luz mucho más de lo normal y no tenía medios para obtener dinero suplementario. Sus únicos ingresos reales eran los que podía obtener en Tertre.
Cuando Bonnefoy padre vio que su hijo no iba a volver con la cabeza gacha pidiendo disculpas, le repudió por completo, negándole el contacto general con la familia, la herencia y cualquier tipo de ayuda económica que pudiera necesitar. Ni siquiera su esposa o sus hijas menores pudieron hacer que Maurice recapacitara. Para él, el orgullo y las tradiciones eran lo primero y si Julien no pensaba recapacitar, entonces prefería no tener hijo alguno.
Francis había escuchado esa historia de labios de Julien un montón de veces y de vez en cuando había visto de lejos a esos parientes que ni siquiera sabían que él existía. La rama familiar de Julien era un misterio para todos los demás Bonnefoy de París. En otras ocasiones, muy a pesar del joven, el anciano le contaba otra vez sobre sus «aventuras» trabajando con la inteligencia francesa durante la Gran Guerra —que Francis se sabía de memoria— o sobre cómo había conocido al amor de su vida, Charlotte, esa abuela que nunca llegó a conocer.
«—Mira, Francis —decía Julien enseñándole la foto de ella que siempre guardaba en su cartera—, si hubieras podido conocerla… estoy seguro de que la habrías amado también. ¿Te he contado ya cómo nos conocimos?, fue muy bonito.
—Me lo has contado mil veces, abuelo —protestaba Francis.
—Sí, pero no todo, ¿no? —el anciano reía y meneaba la cabeza, hundiéndose un poco más en su sillón verde, abstrayéndose y olvidando que el niño estaba harto de oír siempre lo mismo. Aunque Francis estaba seguro de que si se lo contaba cada dos por tres era más bien por no olvidarlo él—. Charlotte siempre atravesaba la plaza de camino a casa desde el trabajo. Era cocinera en una cafetería, ¿sabes?, hacia unas tartas deliciosas, te habría gustado mucho su tarta de queso… y la de arándanos...
»Una tarde se paró delante de uno de los pintores que estaban junto a mí. Yo, que casi nunca apartaba los ojos de mis cuadros, levanté la vista en ese momento, no sé por qué, y la vi, mientras los últimos rayos del crepúsculo incidían sobre sus curvas y coloreaban su cabello de suaves tonos dorados y brillantes. Me quedé embobado mirándola hasta que ella se dio cuenta. Creo que se sonrojó. Yo fui idiota y aparté la vista, sin decir siquiera una palabra o sonreír, aunque hubiese sido de cualquier forma completamente estúpida. Cuando se fue la seguí con la mirada hasta que se perdió entre otras personas, no podía dejar de mirarla...
»Ya sé que me repito muchas veces pero tu abuela era una de las mujeres más hermosas de París, Francis, incluso cuando salía del trabajo con el pelo aprisionado bajo la redecilla, la cara colorada por culpa de los fogones y la ropa manchada de crema o salsa de tomate. Nunca había querido formar una familia pero conocer a Charlotte me hizo cambiar de idea por completo… ».
Francis sonrió al recordar la voz de su abuelo, tan ensoñadora, mientras colgaba la gabardina húmeda en el perchero y dejaba el paraguas mojado en la bañera. El café que había preparado antes de salir hacia el cementerio todavía estaba caliente así que tomó una de las tazas secas del fregadero y se dispuso a desayunar por segunda vez esa mañana. Encendió la radio y giró el dial hasta que sonó jazz suave. Luego se sentó a la mesa y contempló el pequeño salón repleto de cajas, lienzos en blanco, cuadros viejos y columnas de libros casi tan altas como él. Iba a convertir la antigua habitación de Julien en un despacho y colocar allí todos sus libros.
Ese año terminaba sus estudios de arte en la universidad y planeaba entrar a trabajar en algún museo modesto antes de intentar acceder al Louvre. Quería conservar los cuadros de su abuelo, simplemente por pura nostalgia. Ni siquiera se desharía de los que estaban a medio terminar desde hacía años y años. A veces estos parecían esconder algún tipo de sentimiento oculto e indescifrable y mirarlos le producían emociones similares a las que experimentaba cuando recordaba el epitafio de la lápida.
Francis admiraba mucho a su abuelo después de todo, porque había sido la clase de hombre que no cejaba en su empeño por cumplir un sueño, el que encaraba un problema con determinación y una sonrisa seria. Su ejemplo era muy importante para él y por eso no se rendiría a la hora de alcanzar su meta. Bastante había lloriqueado ya por los rincones.
Por alguna extraña razón, meter todas las cosas en las cajas se le hizo mucho menos duro que sólo mirarlas desde el umbral de la puerta. Era como si se estuviera liberando del sentimiento agridulce que llevaba todo ese año amargándolo. Abrir el armario, sacar la ropa y doblarla quizá fue lo que peor llevó porque el olor del viejo, cálido, dulzón y reconfortante seguía adherido a las prendas. Francis se llenó la nariz con los recuerdos de infancia dormido en el regazo del abuelo y dejó colgados los tres trajes, la gabardina marrón y varias camisas de seda. También se quedó con los cinturones de piel y los tirantes, y con un par de sombreros. Ni siquiera se molestó en revisar la ropa interior o los calcetines. Todo lo que no pensaba aprovechar en un futuro iría a las cajas.
Después de terminar con la ropa se centró en los libros. Muchos de ellos eran muy viejos y a su alma de estudiante le dolía siquiera pensar en guardarlos. De modo que únicamente los fue trasladando hasta el salón, en donde esperaban todos los que no cabían ya en su propio cuarto. Cuando habilitara el despacho tendría que encargar un montón de estanterías.
«¿Qué tenía este hombre en contra de las máquinas de escribir?», pensó Francis, dejando una pequeña pila de cuadernos encima de la mesa del salón, junto al destartalado magnetófono de alambre que había encontrado debajo de la cama. Había abierto algunos y al leer por encima se había encontrado con que eran diarios personales, que junto con las cintas del magnetófono, parecían constituir una recopilación de todo lo que Julien había vivido desde que se marchó de la casa Bonnefoy. En el testamento, Julien había dejado dicho que Francis heredaba todas sus pertenencias y que como propietario de las mismas tenía derecho a usarlas de la manera que creyese más adecuada. En un principio, a Francis le había parecido extraño que su abuelo apuntara una directriz así pero ahora, viendo aquellos diarios, entendía el porqué.
Con cuidado, dejando a un lado el resto de su tarea por culpa de la curiosidad, el muchacho abrió uno de los cuadernos y leyó, esperando encontrar los mismos relatos que una y otra vez el viejo le había ido contando a lo largo de su niñez. Sin embargo, fue algo completamente distinto a eso lo que saltó entre las páginas:
«Julio de 1888.
Estoy preocupado. Kendrick se fue hace dos semanas. Empiezo a sospechar sobre la posibilidad de que haya quedado atrapado en algún conflicto. La energía negativa está creciendo demasiado deprisa y no soy capaz de purificarla tan rápido como se genera. Si le está afectando… bueno, eso ya no puedo saberlo. Sólo quiero que vuelva».
¿Quién era ese tal Kendrick? Que pudiera recordar, su abuelo nunca había mencionado ese nombre jamás. ¿De qué conflicto estaba hablando?, ¿qué era eso de la energía? Estaba todo escrito deprisa y corriendo, como si Julien hubiera temido algún tipo de interrupción. La letra inclinada y apretada denotaba miedo y de las líneas destilaba la falta de decisión. Francis entreabrió los labios, desconcertado e intrigado, pasando a la siguiente página.
«Septiembre de 1888.
Kendrick ha vuelto de Londres. Dice que está pasando, que la energía negativa está afectando a los seres humanos. No es como si no lo hubiésemos esperado pero saber que realmente sucede me asusta. No sé si estaré preparado para esto, no he hablado con los otros briskers. ¿Estará pasando en los otros sectores? No lo sé… lo único que sé es que no puedo acumular sin más toda esta energía oscura y dejar que Kendrick la traspase. Sería como tirar tu basura en el jardín del vecino y no puedo, no debo hacer eso. Por Dios, ojalá todo esto se termine pronto».
—¿Pero qué… demonios? —musitó Francis, pasando más páginas y examinando otros trozos, cada vez mucho más confuso porque no entendía absolutamente nada de lo que estaba leyendo. La palabras brisker se repitió varias veces y en un par de párrafos, junto al nombre de dichoso Kendrick, apareció escrito drifter.
Francis dejó ese cuaderno a un lado y buscó el primero. Este estaba fechado en mil ochocientos ochenta y tres, cuando Julien debía de tener trece años. Francis aguantó la respiración sin querer, apretando cada vez más los labios presa de un miedo ciego que por alguna extraña razón le estaba atenazando el estómago.
«Octubre de 1883.
¡Hoy es el día! ¡Hoy he conocido a mi futuro drifter! Se llama Kendrick y es de Escocia. Mi abuelo dice que su familia y la nuestra llevan siendo Libra desde siempre y que tengo que llevarme bien con él. Me cae bien, es simpático. Lo único que no sé es cómo vamos a comunicarnos porque vive muy lejos, pero el abuelo me ha dicho que eso no importará porque cuando esté listo, él vendrá a mí siempre que lo necesite.
Sigo sin entender mucho de lo que tendré que hacer, el abuelo no me cuenta casi nada. Pero espero hacerlo bien algún día. No tiene que ser muy difícil eso de reunir la energía, ¿verdad?»
Sus ojos recorrieron las frases una y otra vez, sintiendo la boca completamente seca y una sensación de ardor palpitante en la cabeza, como si alguien estuviera golpeando rítmicamente con un martillo contra su cráneo. El latido furioso del corazón se le subió a la garganta. Luego, completamente ido, se sentó en una silla y dejó el diario sobre la mesa, casi con temor, con la última página abierta en la que se podía leer una sentencia:
«Diciembre de 1885.
Tal como me dijeron, cuando el abuelo muriese tendría que asumir su puesto. Son las reglas, supongo, o las leyes. Ni siquiera sé quién nos ha hecho ser así. Del abuelo pasa al nieto, siempre, no importa si no estás listo.
La carta de Kendrick me deja claro que una vez formalicemos la Unión Libra, se activarán sus habilidades de drifter y su abuelo dejará de poder usarlas. De modo que parto para Escocia. Sé que mi padre estará en contra, él nunca aceptó lo que era su padre, ni lo que era yo, ni tampoco que él se hubiese quedado al margen. Sé que son celos… y que me impedirá hacer lo que debo hacer.
Pero se acabó. Soy el nuevo brisker. Y a los briskers no se nos puede someter. Si no entra en razón, tendrá que desheredarme… ».
1.2
Septiembre de 1940. Londres, Inglaterra.
Kendrick sabía que el tiempo se había acabado. Lo que estaba pasando en Europa era tan parecido al conflicto energético de la Gran Guerra que le daba lástima. En los viejos tiempos habría intentado al menos ponerse en contacto con los demás sectores para buscar alternativas. Pero estaba cansado. ¿Cuánto llevaba sin salir de casa o caminar más allá del cruce de la calle? Años. Desde que fracasara como drifter. Desde que muriese Julien…
El anciano suspiró mientras encendía su pequeña pipa de madera y miraba por la ventana. Estaba amaneciendo. Su yerno había salido hacia la fábrica hacía media hora y su hija trasteaba en la cocina, terminando de fregar los platos del desayuno de su marido. Él se sentó en la silla junto a la ventana y fumó, pensativo.
Con Julien muerto, las cosas se habían complicado tanto que no sabía por dónde empezar a arreglarlas. Si él no hubiera fallado… Kendrick pensaba sin dudar que todo aquello era por su propia culpa. El Destructor había apostado fuerte esa vez y desde el principio había ido a por ellos. ¿Acaso no les había advertido varias veces? ¿El asesinato de su esposa Brenna no había sido suficiente aviso? ¿Y el de Pierre y Mireille? Kendrick había llorado las muertes de ambos como si hubieran sido sus propios hijos, como si Mireille hubiera sido también de su sangre, como si él hubiera sido Julien. Había llorado de rabia e impotencia cuando el Destructor les amenazó con matar también a Francis o a lo que quedaba de la familia de Kendrick.
Julien había cedido sin pensar, prometiendo que después de él no habría ningún brisker más, que Francis moriría sin saber qué era y qué podía hacer. Y Kendrick había consolado su pena en silencio mientras a los dos les devoraba la culpabilidad. Ninguno de sus nietos debería saber lo que eran por su propio bien. Y sin un brisker y un drifter en el sector, la balanza se desequilibraría, como estaba pasando.
El Destructor había ganado por fin. Se había acabado.
—¿Papá? —la voz de su hija le despertó. Se había quedado medio dormido—. Te he dejado una taza de té en la mesa, ya he llamado a los niños.
Kendrick gruñó al comprobar que se le había apagado la pipa, pero la dejó en la mesita que estaba cerca de la ventana y se levantó con algo de dificultad. El dolor de huesos a veces era un verdadero problema, detestaba haberse hecho mayor. Le dio un beso en la mejilla a su hija y murmuró un rasposo «buenos días» cuando sus nietos aparecieron en la cocina.
Scott se sentó con un suspiro. Tenía veintidós años y estaba de permiso. Le habían llamado a filas nada más entrar Inglaterra en guerra y llevaba todo ese tiempo entrenándose para convertirse en piloto de la Royal Air Force. Sus instructores decían a menudo que tenía talento y que sus reflejos eran muy buenos pero que tenía que mejorar en lo referente al mal genio. Scott pecaba de prepotencia, vanidad y temeridad y eran cualidades que de poco servían en la cabina de un avión.
Kendrick le observó desde su extremo de la mesa y se pasó la mano por el pelo, tan corto y ralo que no sabía por qué no se había quedado calvo ya. Hubo un tiempo en el que había sido igual de vigoroso, joven y guapo que su nieto mayor y pensar en que se había convertido en un viejo achacoso le desanimaba. De los tres, Scott había sido el único en heredar la sangre escocesa por completo. Arthur sólo podía contar con los ojos verdes del clan McAlvein y Emily ni siquiera eso. Ella era como una de esas niñas que salían en los anuncios de televisión, rubias, con unos ojos grandes y azules y las mejillas tan gorditas como manzanas maduras.
Arthur se había sentado a su derecha. Era cinco años menor que Scott y eso para él constituía casi una desgracia. No era ningún secreto que los dos hermanos no se llevaban muy bien y que chocaban por todo. Si uno decía «negro», el otro replicaba «blanco». Si Scott alardeaba de su progreso con las simulaciones de vuelo, Arthur se burlaba diciendo que se estrellaría hasta conduciendo un cochecito de bebé. Si Scott hacía algún comentario sarcástico sobre las gruesas cejas de Arthur, a este último le faltaba tiempo para catalogarle de «bastardo», aunque sus padres pudieran oírlo.
Sólo había dos cosas en las que coincidían sin discutir. Una era el gusto por la lectura, la otra el vínculo fraternal que ambos tenían con Emily, la dulce, encantadora y a veces rebelde hermanita pequeña que siempre lograba hacerles pedirse perdón.
—Buenos días, abuelito —saludó la niña, feliz, mientras se subía a la silla y se aupaba para darle un beso en la mejilla rugosa.
Kendrick le pellizco la nariz con suavidad y esbozó una sonrisa.
A veces se preguntaba cómo habrían sido las cosas si el Destructor hubiese decidido purgar a su familia en lugar de a la de Julien. Seguramente Scott sería un huérfano solitario a su cuidado y Arthur y Emily ni siquiera habrían nacido. Pensarlo le dolía mucho pero luego recordaba el sufrimiento de Julien, las lágrimas amargas y la venganza ácida quemándole en las entrañas y sentía que tenía que hacer algo, que no era justo que las cosas acabaran así.
Kendrick desayunó sin prisas, observando la riña de sus dos nietos discutiendo por la mermelada de naranja.
«Realmente tiene que haber una manera, porque si no, habría ganado hace mucho tiempo», pensó de pronto, consciente de que nunca habían intentando siquiera darle un sentido a las acciones del Destructor, más que el de desencadenar guerras por puro ocio.
Quizá… quizá sí que podría hacer una última cosa antes de que el tiempo finalmente se agotase.
—Arthur, ¿puedes cuidar de tu hermana?, tengo que salir a por leche.
—¿No puede hacerlo Scott?
—Ha salido con sus amigos.
Arthur se apoyó en el umbral de la puerta que conectaba el vestíbulo con la sala de estar, mascullando algunos insultos bastante soeces contra su hermano mayor. Su madre estaba poniéndose el abrigo. Al oírlo le regañó con severidad, pasando a mirarse en el espejo junto a la puerta para colocarse mejor el moño. Desistió en tratar de recoger los pocos mechones rubios que le caían sobre las sienes y sonrió satisfecha. Luego se acercó a su hijo, dejándole un beso en la mejilla después.
—No te enfades, cariño.
—No estoy enfadado —mintió el muchacho, apartando la cara con un refunfuño—, es que siempre se escaquea.
—Pensaba que te gustaba cuidar de Emily.
—Y me gusta, es sólo que a veces prefiero estar solo y no pendiente de una niña que si te descuidas te hace un mural con tiza en la pared.
—Te prepararé tarta de manzana cuando vuelva, ¿vale? —ella sabía que sería suficiente compensación—. Sé un buen caballero Kirkland y cuida del castillo.
—Vale, vale.
Arthur dejó que su madre le acariciara el pelo, mucho más tiernamente de lo necesario. Luego ella cogió las llaves, enumerando todos y cada uno de los consejos de siempre cuando dejaba a sus hijos menores solos en casa: «No abráis a nadie, tomad el recado si llaman por teléfono, no juguéis a piratas en la bañera, no toquéis las cerillas».
Cuando se hubo marchado, el chico suspiró resignado y subió las escaleras hasta el primer piso. Scott había aprovechado su licencia y había salido a divertirse, como si el ser un aprendiz de piloto de pacotilla le diera derechos para todo. Su abuelo tampoco estaba y eso era raro. Que él recordara, el viejo nunca había dejado la casa más que para tomar el sol en la acera de enfrente. Sin embargo no le dio muchas más vueltas y pronto se olvidó del asunto. Tenía que estar pendiente de su hermana.
Sabía que Emily estaría en su habitación, jugando con los coches de juguete y los soldaditos. La niña prefería jugar con las cosas viejas de Scott y Arthur antes que cualquier muñeca que pudieran comprarle. Sin embargo, en cuanto él puso un pie, ella asomó la nariz por el quicio de su puerta y salió corriendo hacia él con un libro en las manos.
—¡Arthur, Arthur, ¿me lees?!
Él tomó el volumen y le echó un vistazo a la portada, arqueando escépticamente una ceja después.
—«En las montañas de la locura» —recitó. Aquel libro se lo habían regalado a Scott hacía dos años porque tanto él como Arthur adoraban a Lovecraft como si este fuera un santo. Pero no estaba seguro de que fuera buena idea leérselo a una niña de seis años, podría ganarse una buena bronca si sus padres se enteraban—. No sé…
—Por fa… no se van a enterar, mamá está fuera y papá también, y el abuelo… por favor, Arthur, quiero que me lo leas, siempre estáis hablando de estos libros y yo quiero...
Arthur frunció el ceño, haciendo que sus gruesas cejas casi formaran una única línea. Por más que Emily le fuera a insistir, esa vez no cedería en algo como eso. No quería ser responsable de las posibles pesadillas de su hermanita.
—No es algo que debas leer todavía, quizá dentro de seis años más.
—Pero, pero, pero…
—No hay más que hablar, ve a tu cuarto y juega a algo —sentenció el chico, bajando por las escaleras.
«Es sábado por la tarde, mierda, tengo mejores cosas que hacer», barruntó mentalmente.
Emily hizo un puchero, decepcionada más consigo misma que con su hermano porque no había conseguido su objetivo. Normalmente era capaz de convencerlo para que le concediera todos sus caprichos pero ese día Arthur estaba de mal humor y cuando Arthur estaba de mal humor era mejor no insistir, no demasiado.
—¿Y si me lees «Los tres cerditos?», eso sí vale, ¿no? —pregunto yendo detrás del joven. Arthur se volvió hacia ella, un poco hastiado.
—En serio, Emily, no…
Entonces retumbó un estallido. La pequeña casa tembló y los cristales se agrietaron y Arthur sujetó a su hermana para que no se cayera, mientras él mismo se tambaleaba. Por un instante, él pensó que algo había explotado por culpa de una fuga de gas. Pero cuando a la primera explosión le sucedió otra, y luego otra y otra más, empezó a tener miedo.
—Quédate aquí —le dijo a su hermana.
Emily asintió, agarrándose a la baranda de metal de la escalera. Arthur corrió y abrió la puerta, saliendo al pequeño jardín delantero. Igual que él, muchos vecinos habían salido a ver qué estaba pasando. El muchacho tragó saliva, sobrecogido, cuando a lo lejos vio un avión sobrevolando el puerto del East End, seguido de un grupo mayor que empezaba a desplegarse por encima del barrio. Arthur no sabía mucho de aviones pero sí lo suficiente —por culpa de Scott, claro— como para poder distinguir a los de la Royal Air Force. Y los que estaban sobre Londres no eran británicos.
«Mierda… ».
Del puerto a su calle había sólo ocho manzanas. Arthur no perdió el tiempo mucho más, volvió a la casa y cogió a Emily en brazos, sin siquiera pensar en salir a buscar a su madre o a su hermano mayor. Estuvieran dónde estuvieran, tendrían que buscar un refugio, si es que podían llegar a alguno a tiempo.
—Arthur, Arthur, ¿adónde vamos? —preguntó la niña, asustada, mientras su hermano la llevaba en volandas.
—Al sótano —Arthur encendió la luz del nivel inferior y cerró la puerta, luego bajó las escaleras y dejó a su hermana en el suelo. La casa volvió a temblar. Las explosiones se oían cada vez más cerca y Arthur no estaba seguro de si allí estarían a salvo. Pero al menos…
Emily apretó la mano de Arthur, inquieta. Sentía muchas ganas de llorar, aunque a pesar del miedo trataba de mantener la calma tal y como hacía siempre Scott cuando algo no iba bien. Arthur se mantuvo en silencio, mirando hacia arriba como si así pudiese saber cuándo llegarían. Una nueva explosión, mucho más fuerte que las anteriores, tronó cerca. La luz se apagó de golpe, Emily gritó. Cayó polvo del techo al sucederse otra sacudida. Arthur sintió la adrenalina quemándole la sangre momentos antes de que las bombas cayeran alrededor de la casa. Protegiendo a la pequeña con su propio cuerpo, se acurrucó contra la pared sin pensar, escondiéndose junto a un montón de baúles y cachivaches, mientras los escombros caían sobre sus cabezas y el rugido de los aviones les taladraban los oídos.
1.3
Marzo de 1941. París, Francia.
La pluma rascaba el papel. Era de mala calidad, demasiado áspero y amarillento, y la tinta se emborronaba enseguida. Las letras eran gotas brillantes a la luz de las velas, que temblaban cuando la brisa entraba por la ventana. Nada rompía el silencio salvo el canto de la escritura y el crujido mismo de la habitación.
Francis adoraba ese silencio.
Sentado e inclinado, con el aliento acelerado y los dedos recorriendo sistemáticamente las líneas de los cuadernos abiertos sobre el escritorio, podía llegar a escuchar la voz de su abuelo, susurrándole, enseñándole: «Si no tomas mi lugar, el Mundo se morirá, Francis».
La vieja cantinela resonaba en su mente como un salmo todos los días. Era lo único que conseguía hacerle estudiar más rápido, casi con desesperación. Se pasaba muchas noches en vela tratando de averiguar qué era exactamente lo que tenía que hacer, aparte de encontrar al drifter heredero de Kendrick para completar su propia Unión Libra. Y eso es lo que llevaba haciendo todo ese tiempo desde que descubriera aquella verdad tan sorprendentemente surrealista sobre su origen y condición, sin éxito, porque a Julien jamás se le había ocurrido dejar por escrito el apellido familiar del escocés.
Con la guerra que había estallado en Europa tampoco podía emprender una alocada aventura así como así, menos cuando los alemanes habían cerrado todas las vías francesas para ponerse en contacto con cualquier país aliado. El servicio postal se había interrumpido, las líneas telefónicas internacionales también, y las salidas desde París hacia el resto de ciudades estaban sometidas a un control severo y sistemático porque los nazis ya estaban llevando a cabo las purgas de judíos y de cualquier persona sospechosa de serlo. Y aunque Francis estuviera fuera de dudas por haber hecho hasta de monaguillo en su niñez, empezaba a cansarse de que cada dos por tres viniera una patrulla al edificio a revisar, por si acaso a alguien se le había ocurrido esconder a un judío.
Francis suspiró, se levantó de la silla y se asomó por la ventana, echando un vistazo hacia el cielo oscuro y nublado. Se sentía perdido. Todo lo que supuestamente sabía de su abuelo era una mentira, o al menos una mentira a medias. ¿Lo había sabido su abuela? Julien no mencionaba nada en ninguna parte, como tampoco a sus padres. Entre las cintas del magnetófono había un par que no tenían nada que ver con el tema porque sólo se escuchaba música clásica con ellas. Francis quería pensar que su abuelo había grabado encima de esas cintas a propósito, para que nadie supiese lo que había dejado atrás. Lo cual era estúpido porque entonces tendría que descartar su teoría sobre el deseo de Julien de que Francis acabara sabiendo su historia.
Por lo que había leído en los diarios y escuchado en las cintas del magnetófono, le constaba que el planeta estaba dividido en cuatro sectores y que había un brisker encargado de reunir la energía de cada sector, para que luego el drifter pudiera distribuirlo hacia otro. El planeta se mantenía vivo y en equilibrio gracias al flujo de energía que los seres como ellos mantenían en constante movimiento. Pero él llevaba tres años dejando que la energía de su supuesto sector se acumulase sin más. Además de todo eso, los seres humanos generaban energía aparte de la que ya existía y si no la enviaban al sector siguiente en un plazo de tiempo determinado esta se corrompía y se volvía oscura, provocando malestar, el deterioro general del equilibrio y la aparición de algo llamado obscorins.
Estaba seguro de que aquella guerra la había provocado la desazón que generaba la energía negativa estancada. En los diarios estaba registrada la anécdota sobre la guerra franco-prusiana, que se había generado de la misma forma cuando el tatarabuelo de Julien murió y el sucesor tardó demasiado tiempo en tomar el relevo. De modo que al morir Julien y desatender Francis el trabajo del brisker, su sector estaba saturado de energía corrupta y eso había hecho estallar el conflicto.
Lo que no entendía era por qué Julien no le había contado nada de todo eso, si sabía que algún día tendría que hacer lo mismo que él y conocía el riesgo de no seguir con la Tarea.
«Ojalá me lo hubiera dicho, así ahora no estaría dando palos de ciego», pensó con amargura, sentándose de nuevo ante el escritorio. Paseó la vista por el otrora cuarto de su abuelo, convertido ya en sala de estudio, y encendió un cigarrillo, pensativo. No sabía nada de la familia de Kendrick, no podía ir a Escocia a intentar averiguarlo y por supuesto, no tenía medios para comunicarse con otros briskers o drifters para que le ayudaran.
Estaba empezando a desesperarse.
1.4
Septiembre de 1941. En algún lugar de Inglaterra.
No sabía dónde estaba, qué estaba haciendo en aquel lugar, ni lo que pasaba. Pero no podía parar de correr. Arthur se había visto de repente rodeado por un extenso bosque, con la hierba marrón por las rodillas, los árboles secos y el aire viciado, enfermizo.
«Correr, tengo que correr. Tengo que encontrarlo, todavía tiene que quedar tiempo», era lo único que pensaba una y otra vez.
No se sentía cansado. De alguna manera, algo le daba fuerzas para seguir adelante, un anhelo, un soplo de aire, como si aún quedase alguna esperanza para la Tarea, fuese lo que fuese eso. Era una vaga sensación de expectativa, nada más, porque Arthur sabía viendo el paisaje a su alrededor mientras atravesaba el enjambre de follaje muerto, que había fracasado. Quería pensar que no, que podía conseguirlo, encontrarlo —¿encontrar a quién?— y no condenar al planeta.
Arthur corría y corría mientras la oscuridad de la noche iba rodeándolo. Y de repente, al oír un tintineo agudo, se volvió y vio una silueta oscura que se acercaba hacia él a una velocidad endiablada. La figura flotaba por encima de aquel mar de hierba y árboles, dejando tras de sí una estela vacía y lóbrega. Arthur giró repentinamente a la derecha, internándose aun más entre la maleza, y apretó el paso… aunque eso no pareció importar a su inesperado perseguidor. El miedo le estranguló las piernas, haciendo que tropezara y cayera al suelo. Sintió dolor en las rodillas y las manos e inexplicablemente sangre que le bajaba por la sien. Arthur notó como dos dedos fríos le rozaban la nuca. Un olor seco y quemado le inundó la nariz y empezó a caer ceniza, como si lloviera del cielo. Apretó las manos sobre la arena y cerró los ojos, sintiendo la aspereza del polvo arañándole la frente. Quería levantarse y echar a correr, alejarse de «eso».
«Despierta, Arthur, despierta», dijo una voz suave y dulce.
De pronto comenzó a caer al vacío, rumbo a la Nada.
«Ya basta, por favor, ya basta», imploró él.
«Arthur, tienes que encontrarlo, por favor… tienes que encontrar a tu brisker».
«¿Pero qué es?, ¿qué es un brisker?».
Arthur continuó cayendo, sin obtener respuesta a su pregunta y gritó, desesperado y confuso, con el remolino de voces zumbando en el aire, repitiendo su nombre una y otra vez y pidiendo ayuda…
Entonces abrió los ojos, asustado, con el corazón latiendo desesperadamente en el pecho y el aliento entrecortado. Tardó dos segundos en recordar que no se había caído a través de un pozo negro y que en realidad estaba tumbado en la cama, con los ojos fijos en el techo de madera y la boca seca, aspirando aire a bocanadas. Arthur se incorporó en el lecho todavía con la sensación de agobio y presión hincada en la cabeza. La desazón del sueño le había hecho temblar y estaba empapado en sudor frío. Se pasó una mano por el pelo y la frente, tratando de tranquilizarse, escuchando el lejano piar de los pájaros.
—Otra vez… —dijo en voz baja, como queriendo comprobar que estaba despierto porque en sus sueños nunca hablaba de verdad.
Arthur se levantó en silencio y descorrió las cortinas que ondeaban tenuemente al son de la brisa. La luz de la aurora le hizo daño en los ojos. A lo lejos, al este, estaba el bosque, coloreado de un suave amarillo lechoso. Suspiró, sintiéndose cansado.
Llevaba soñando con esas extrañas situaciones y voces desde hacía un año, sin saber exactamente qué significaban o a qué se debían. Personas sin cuerpo poblaban sus noches, exigiéndole algo, llamándole, y él nunca recordaba lo suficiente como para siquiera intentar darle un sentido. Se despertaba agotado y enfermaba muy fácilmente. Pensaba que era un milagro el haber sobrevivido en una granja de pacotilla en medio de la campiña inglesa, sin médico o medios suficientes como para tratar un resfriado complicado.
«Aunque total, no es como si a alguien le fuera a importar», pensó con algo de tristeza.
Habían trasladado a Arthur al quedarse huérfano. Sus padres habían muerto durante el primer ataque al que ya denominaban «Blitz» en la prensa. Sus parientes más cercanos residían en Escocia sin saber que él existía, y a Arthur no se le habría pasado por la cabeza ir a buscarlos ni en cien años. Rozaba la mayoría de edad y casi estaba listo para que le llamaran a filas, aunque aun así le habían exiliado al campo junto con su hermana Emily. De vez en cuando recibían una carta de Scott, que seguía en Londres y ya pilotaba su propio caza para combatir a los bombarderos alemanes. De Kendrick nadie sabía nada. Se había marchado el día del ataque y se le daba por muerto, aunque no se había encontrado el cuerpo. Arthur quería pensar que estaba vivo, por más descabellado que pudiera parecer.
Arthur se ocupaba de muchas tareas que el dueño de la granja ya no podía —o no quería más bien— hacer, como echarles un ojo a los animales o reparar los desperfectos de la casa o el granero. Pero eso no le importaba. Al fin y al cabo aquel sitio era mucho más seguro que estar en Londres, la comida no era mala y siempre había suficiente, el trabajo no era demasiado duro en realidad y gozaba de una holgada libertad para hacer lo que quisiera una vez hubiera terminado su deberes.
Salvo por los sueños, las noticias que daban por radio sobre el avance nazi por Europa y la idea de que al año siguiente le darían un uniforme y un fusil, Arthur podría haber pensado que estaba de vacaciones.
Dejó la ventana abierta para que entrara un poco más de aire y se quitó el pijama, colocándose la ropa de trabajo después. Ese día le tocaba ordeñar a las dos vacas, dar de comer a las gallinas y recoger sus huevos, y si quería terminar antes de la hora del almuerzo tenía que darse prisa.
En la cocina estaba la señora Fellow preparando té. Era una mujer gruesa, ancha de caderas, con el pelo corto y negro y los ojos azules. No pasaba de los cuarenta años, todavía conservaba un ánimo joven y vivaracho que la hacía simpática y encantadora. Arthur murmuró un «buenos días» y se sentó a la mesa. La mujer se dio la vuelta y sonrió, dejándole un plato de tostadas justo delante.
—Buenos días, querido, enseguida te pongo el té, ¿has dormido bien?
—Como siempre —respondió el muchacho, untando la primera tostada con mantequilla y mermelada de naranja.
—Mi marido quiere ir al bosque hoy, tiene pensado ir a por algún ciervo, me dijo que si querías ir con él le avisaras.
—Ah, vale.
Arthur solía acompañar al señor Fellow cuando este iba de caza porque era una actividad que solía relajarle mucho. Estaba aprendiendo a rastrear bastante bien y muy pronto podría usar la escopeta sin que el hombre anduviera histérico subiéndose por los árboles, chillando que era un niño y que no tenía el pulso suficiente como para lograr acertar a la pieza. Esperaba que ese fuera el día al fin.
El muchacho terminó rápido con las tostadas y devoró los huevos fritos, bebiéndose el té tan caliente que casi podía sentir cómo se le agujereaba el estómago. Después se levantó como una exhalación y salió por la puerta de la cocina que conectaba con el huerto. La señora Fellow le siguió hasta el umbral mientras secaba una de las tazas recién fregadas.
—¡Arthur, acuérdate de darle de comer a Phil! —exclamó cuando el chico ya estaba abriendo el portón del granero. Phil era el caballo percherón del señor Fellow.
—¡Sí!
Arthur inspiró profundamente. El olor del establo, el estiércol y los animales era fuerte pero ya estaba acostumbrado a él. Se remangó hasta los codos y se acercó a la primera vaca con un cubo y un taburete. Se sentó tranquilamente, apoyando la frente en el costado suave y caliente del animal, dejando el cubo bajo las ubres.
—Buenos días, Miggui, ¿lista para bailar? —preguntó. La vaca mugió con una pequeña sacudida—. Lo tomaré como un sí, nena —Arthur sonrío con algo de ironía y comenzó a ordeñarla.
Le resultaba tristemente gracioso pensar que esas serían las únicas tetas que podría tocar en mucho tiempo.
El señor Fellow dejó que Arthur cargara con la escopeta de camino al bosque, pero en cuanto descubrió el rastro de un corzo se la quitó de las manos y le indicó que guardara silencio. Arthur siguió los pasos de su patrón como siempre hacía, resignado y a veces tentado de patearle el culo para demostrarle que podía acertarle a un animal en la sesera. El joven ya era capaz de derribar todas las latas colocadas sobre la valla exterior de la granja y apenas fallaba cuando practicaba tiro al plato. Se consideraba perfectamente preparado de probar con animales vivos, aunque el señor Fellow no estuviese de acuerdo.
Cuando perdieron el rastro en el cruce de un sendero silvestre, el señor Fellow se detuvo en seco y se quitó la gorra, enjugándose el sudor que le corría por la frente. Arthur se quedó quieto tras él, oteando a su alrededor. Algo se le estaba antojando extraño aunque no lograba deducir el qué, como si ese algo concreto estuviera fuera de lugar pero no tuviera la capacidad para notarlo del todo. Se preguntó si el señor Fellow tendría la misma impresión.
—Arthur —llamó el hombre de pronto.
—¿Sí?
—No sé si encontraremos a ese corzo antes del mediodía así que pararemos a almorzar, ¿te parece?
—Claro.
Cerca estaba el arroyo que también pasaba por los terrenos de la granja, así que se sentaron a la orilla para devorar los emparedados que la señora Fellow les había entregado antes de marcharse. Arthur se deleitó con la tranquilidad del bosque, observando el fluir del agua y el chapoteo de los peces casuales. Sabía que el señor Fellow era callado, igual que él, y que no le gustaba hablar por hablar si no tenía motivos para hacerlo. Ese era la razón por la cual, a pesar de sus pequeñas discusiones por manejar la escopeta, se llevaban bien y podían pasarse horas tranquilamente sentados en la misma habitación sin sentirse incómodos.
El crujido de una rama hizo que el señor Fellow alzara la vista, intrigado e interesado. Varios patos salieron revoloteando de entre las cañas, justo enfrente de ellos. Crujió otra rama. Y se hizo el silencio.
Al decir que se hace el silencio, uno siempre se refiere a que una persona deja de hablar pero cuando estás en un bosque y de repente los pájaros dejan de piar de sopetón e incluso el agua deja de sonar al correr entre las rocas, es que algo no anda bien.
Arthur miró en derredor, desconcertado, sintiéndose repentinamente erizado y tenso.
—Señor Fellow… ¿qué pasa?
El hombre se levantó despacio, tomando firmemente su arma, como si delante estuviera un león a punto de atacar.
—No lo sé, muchacho.
Las ramas de los árboles crujieron de pronto todas a la vez y las cañas de la rivera del arroyo se agitaron al unísono, como si bailaran. Entonces algo pareció salir de entre el follaje de la orilla opuesta. Arthur abrió la boca para gritar pero lo único que logró articular fue un gañido débil. El señor Fellow bajó el cañón de la escopeta, sobrecogido y completamente abrumado. Una masa negra y vaporosa, como una especie de nube muy espesa con una forma grotescamente humana estaba delante de ellos. Dos ojos redondos y amarillos sin pupila estaban abiertos sin parpadear. Una sonrisa, igualmente redondeada y amarilla, se abrió, y una voz aguda, parecida al chirrido que hacía un tenedor arañando un plato, resonó en el silencio del bosque, diciendo:
—Drifter, drifter, te he encontrado, drifter…
Arthur empezó a temblar sin control. Aquella criatura le estaba mirando a él.
Y aquí termina el primer capítulo de este fic en conmemoración a la Entente Cordiale 2013. Espero que os haya gustado y queráis seguir leyendo los restantes capítulos. Ya sé que no es una historia muy típica pero disfruté bastante con ella. Cualquier comentario ya sabéis que sois libres de dirigiros a mí de la forma que creáis conveniente, no muerdo ~
Gracias por leer.
