Disclaimer: a pesar de que la historia sigue la línea de la película, la trama y los personajes pertenecen en su totalidad a C.S. Lewis... a excepción de algunas escenas que serán modificadas para —tratar de— integrar a los personajes de mi creación.


De sueños rotos y jinetes que cabalgan por sus vidas.

Coleen abrió los ojos de golpe y se reincorporó sobre el colchón, sobresaltada. Un grito había roto la quietud de la noche... y la tranquilidad de sus sueños. Cerró los parpados con fuerza y tomó una bocanada de aire en un intento por normalizar su respiración.

El alarido de aquella pobre mujer parecía estar a punto de desgarrarle la garganta; con cada segundo que pasaba, se volvía más fuerte, más angustiante, más desesperado.

La chica frotó sus ojos y apoyó su espalda en el respaldo de la cama. Luego, pasó una mano por su rostro y resopló.

La situación comenzaba a tornarse irritante.

De pronto, el bramido —que antes parecía interminable—, se detuvo, y fue remplazado por el llanto... de un recién nacido.

Un bebé.

La muchacha estuvo a punto de dar un paso fuera de la cama, pero la puerta se abrió y una figura encapuchada entró rápidamente a la habitación. Coleen sintió como sus ojos casi se salían de las órbitas y, como si se tratase de un instinto, deslizó la daga que escondía debajo de su almohada para apuntarle al intruso.

Al notar el brillo metálico de la hoja, el forastero colocó las manos a ambos lados de su cabeza.

—Milady, me alegra encontrarla despierta —dijo en un susurro, ignorando el gesto de la joven. No fue necesario que retirara la capucha de su rostro para que la pelinegra adivinara de quién se trataba.

—¿Profesor Cornelius? —se arriesgó a preguntar, entre aliviada y confundida. Él asintió—. ¿Qué sucede?

—Guarde las preguntas para después, tenemos que apurarnos —dio un fugaz vistazo al pasillo y tomó la perilla de la puerta—. Busque algo cómodo y vístase rápido, estaré esperándola afuera.

Coleen no tardó ni de cinco segundos en asimilar las palabras de su mentor antes de, literalmente, saltar fuera colchón, abalanzarse sobre el armario y tomar lo primero que encontró: unos pantalones de montar oscuros, una blusa de lino y un par de botines marrones; se deslizó ágilmente dentro de la ropa y tocó la puerta para anunciar que estaba lista.

Una vez afuera, estuvo a punto de insistir con las preguntas, pero al parecer el profesor notó su intención porque se apresuró a colocar el dedo índice sobre sus labios, indicándole que guardara silencio y le siguiera.

La pelinegra soltó un suspiro y puso los ojos en blanco. La resignación era su única opción, además de que no tenía ni la menor idea de por qué hacían eso; caminar por los pasillos del castillo, de noche, en medio del silencio sepulcral, mientras intentaban pasar desapercibidos, era un verdadero dolor de cabeza: tenían que detenerse cada vez que llegaban a una puerta, esperaban tres segundos y, si nada ocurría, daban otro paso.

Coleen suspiró, impaciente, y apresuró un poco el paso, dejando atrás al hombre de largas barbas grises. Estuvo a punto de doblar una esquina cuando el profesor atrapó su brazo. Paró bruscamente; la sombra de una pared cubriendo su silueta.

Alguien se acercaba.

Retrocedió un poco y apoyó su espalda en los fríos ladrillos. Esperaron en la penumbra, atentos, mientras contenían el aliento. Para su suerte, los pasos comenzaron a alejarse. El profesor se asomó un poco para inspeccionar el lugar y asintió con la cabeza como señal de que podían continuar al comprobar que no había nadie cerca. Doblaron en otra esquina y caminaron por un pasillo que daba a una única puerta; una imponente puerta de hierro similar a la de la habitación de Coleen.

El profesor giró la perilla y se hizo a un lado, dándole paso para entrar primero. Coleen solo tuvo que dar un par de zancadas para llegar a la cama; el joven que dormía plácidamente en ella dio un gran respingo cuando la chica de ojos pardos cubrió su boca con su mano.

—Tienes que levantarte —musitó ella, y tuvo que morder su labio inferior para no reírse de la expresión dibujada en el rostro de Caspian. El profesor Cornelius llegó a su lado; el pelinegro parpadeó con pesadez e inhaló con fuerza al notarlo. Tomó la mano de la muchacha y la apartó de su rostro con la misma delicadeza con la que ella lo había despertado, mientras volvía a acomodarse en sus aposentos.

—Cinco minutos más...

—No observará esta noche las estrellas, príncipe —advirtió el profesor, mientras zarandeaba sus hombros desesperadamente—. Venga, apresúrese.

—Profesor, ¿qué sucede? —inquirió, una vez que estuvo de pie.

—Su tía dio a luz hace poco... —declaró con ansiedad, mientras tomaba a ambos jóvenes del brazo y los guiaba hacia el armario. El tutor se detuvo a observarlos con detenimiento, como tomando fuerzas para terminar la oración—, a un niño.

Coleen sintió que su corazón daba un vuelco y fue testigo de cómo el rostro de su hermano se volvía dos tonos más pálido. De inmediato, supuso que se veía igual que él... o peor.

Nada pudo prepararlos para lo que acababan de oír.

Y, desde luego, ambos comprendían la gravedad de la situación y lo que aquello significaba.

Sí.

Estaban muertos.

La voz del profesor se encargó de sacarlos del trance en el que se encontraban; Coleen se sorprendió al notar que el armario era realmente un pasadizo secreto. La muchacha entró sin pensarlo dos veces. Caspian estuvo a punto de dar un paso cuando escuchó ruidos afuera de la estancia; la princesa tiró de su camisa y él se apresuró a saltar dentro del armario; cerró las puertas dejando una pequeña abertura para poder ver lo que pasaba en el exterior, la curiosidad ganándole al miedo.

La puerta de la habitación rechinó lenta y tortuosamente, seguida por el ruido de pasos y el ligero tintineo de metal contra metal. Un grupo de soldados se arremolinaba alrededor de la cama, y lo siguiente que se escuchó fue el sonido de varias ballestas accionándose; Coleen no necesitó echar un vistazo para adivinar de qué se trataba: la lluvia de flechas inundaba el colchón en el que antes dormía su hermano.

La pelinegra tragó con fuerza.

Si todavía no estaban muertos, iban a estarlo si no salían de ahí.

—Caspian, tenemos que irnos.


Coleen terminó de acomodar la cota de malla que llevaba encima y amarró su cabello en una trenza improvisada. Tomó una alforja y guardó en ella una daga y una docena de flechas. El arco colgaba sobre uno de sus hombros, en forma cruzada. Cogió una espada y amarró la correa a su cintura.

El profesor Cornelius la tomó desprevenida cuando colocó una capa sobre sus hombros. Luego, se alejó de ella y se acercó a Caspian para hacer lo mismo.

Una vez acabaron de equiparse, siguieron descendiendo la escalera del pasadizo, cuyo final daba a una decadente puerta de madera. Coleen había tomado la delantera, por lo que se aventuró a girar la perilla, pero no había dado ni un paso fuera del arco cuando sintió el tacto del frío metal sobre su cuello; un movimiento más y la daga cortaría su garganta.

—Joven Jackson, somos nosotros —la voz del profesor sonó apacible; estaba seguro de quién se trataba.

Coleen ladeó la cabeza y se encontró con un par de iris grisáceas que la observaban gélidamente. Le mantuvo la mirada y se irguió tanto como pudo.

La sangre le hirvió cuando el chico de cabellera cobriza estalló en una carcajada.

—Deberías ver tu rostro —logró decir, apoyándose sobre una pared para tomar aire.

—No es gracioso —farfulló, y puso los ojos en blanco—. Profesor Cornelius, ¿qué hace él aquí?

—¿Qué pasa, Cole? ¿No te alegra verme? —se mofó el muchacho—. Pensé que éramos amigos...

—¡Acabas de darme un susto de los mil demonios! ¡¿Qué esperabas?! —exclamó la pelinegra, dándole un golpe en el hombro.

—Me parece que el joven Jackson les será de mucha ayuda —intervino el profesor, contestando la pregunta que había quedado en el aire.

Coleen suspiró.

Jackson era su mejor amigo y confiaba en él tanto como confiaba en su hermano y el profesor Cornelius. Por supuesto que iba a serles de ayuda.

—Lord Glozelle va a enfadarse cuando se entere de que te fugaste con nosotros —la muchacha subió al lomo de Ergo, un corcel de pelaje gris que le pertenecía desde su doceavo cumpleaños.

—Sabes que me importa un cuerno lo que piense mi padre —el chico de cabellera cobriza imitó a la pelinegra y montó a Malka. El caballo pifiaba impaciente, como si anticipara lo que venía a continuación; listo para la aventura—. Además, ustedes no sobrevivirían sin mí allá afuera...

—Cierra la boca, niño engreído.

Coleen pensó que Caspian no podía haberlo dicho mejor.

A veces Jack podía ser insoportable.

—Deben ocultarse en el bosque —aseveró el profesor.

La confusión se hizo notar en el rostro de los muchachos.

—¿El bosque? —Caspian se encargó de manifestar el desconcierto colectivo. Destrier se estremeció debajo de él; el pelaje del animal brillaba como el alquitrán esa noche.

—Le temen y no los seguirán.

El hombre se acercó al mayor de ellos; sacó de entre sus túnicas una vieja alforja y escudriñó en su interior.

—Encontrar esto me ha llevado muchos años —declaró, y tendió al joven un cuerno tallado en algo parecido al marfil que conocemos; los detalles en oro relucían con brillo propio. Coleen lo admiró en silencio; estaba segura de que se trataba del cuerno mágico de la Reina Susan de Antaño. Caspian se apresuró a guárdalo dentro de su bolsa—. No lo usen a menos que sea necesario.

—¿Volveremos a verlo alguna vez? —Coleen no pudo evitar hacer esa pregunta.

—Eso espero, milady —se detuvo un par de segundos solo para observar con detenimiento al par de hermanos—. Aún hay mucho más que debo contarles...—su mirada hacía juego con su voz; ambas cargadas con una pesadumbre que nunca se había apoderado de ellas—. Todo lo que conocen, cambiará ahora.

—¡Suban el puente! —la orden se escuchó por todo el lugar; la voz de un soldado que se encontraba en el exterior.

—Huyan de aquí —y una vez dijo eso el profesor, los tres jinetes espolearon las riendas de sus caballos.

—¡Alto!

—¡Atrápenlos!

La plaza a la que daba el establo estaba repleta de soldados. Caspian, que lideraba la marcha, logró arrebatarle una lanza a un guardia y se aferró a ella para abrirse paso entre los hombres armados hasta que estuvieron fuera del castillo. Cuando cruzaron el puente, el camino que tenían por delante se despejó completamente; el ruido de los cascos era lo único que acompañaba los latidos de sus corazones.

Y luego el sonido de una explosión.

La luz y el color inundaron el cielo de la noche.

Coleen tuvo que sujetarse con las piernas a la silla de montar; Ergo se había parado en sus cuartos traseros, agitado por los fuegos artificiales.

—¡So, Destrier! —Caspian frenó el galope cuando escuchó el relinchar del caballo de su hermana.

El chico de mirada metálica también se detuvo al notar el espectáculo sobre ellos.

—¡Un hijo! ¡Un hijo! ¡Esta noche lady Prunaprismia le ha dado un hijo a lord Miraz! —la noticia llegó a cada rincón de Telmar; el mensajero real gritaba la buena nueva a diestra y siniestra.

—¡Tenemos que irnos, ahora! —Jackson fue el primero en advertir que la caballería se acercaba por el puente.

La muchacha apartó la mirada del cielo y se apresuró a reanudar la carrera.

La llanura se extendía delante de ellos, la luna brillaba con todo su esplendor, las estrellas se habían escondido, el aire frío chocaba contra su rostro. La guardia real parecía quedarse atrás conforme avanzaban, y desapareció de su vista cuando cruzaron la frontera entre el llano y el bosque.

Coleen pensó que quizá los soldados telmarinos, supersticiosos hasta la médula, se habían negado a entrar en el boscaje, regresando al castillo con las manos vacías. Pero aquella efímera ilusión se desmoronó en cuanto escuchó el galope de casi una decena de caballos detrás de ellos.

Los árboles se dispersaron hasta llegar a un vado. Cuando estuvieron en medio del río, el nivel del agua cubría a los corceles hasta el lomo. Coleen tenía las rodillas hundidas; sentía que el frío le calaba hasta los huesos.

Al menos, la tortura no duró mucho.

El bosque apareció de nuevo frente a ellos; el follaje se espesó a medida que avanzaban. Jackson, quien para ese momento llevaba la delantera, visualizó una rama a la altura de su cabeza y la esquivó justo a tiempo. Coleen hizo lo mismo. Dos segundos después, escuchó un ruido seco detrás de ella, seguido del crujir de las hojas.

La muchacha regresó la mirada.

No podía ser cierto.

—¡Caspian!

Destrier arrastraba a su hermano; se había caído cuando chocó con la rama y uno de sus pies estaba atorado en el estribo. Sin embargo, y a pesar de que el equino no se detenía, el joven logró liberarse luego de varios intentos. Quedó tendido en medio del bosque.

No se movía.

—¡Caspian! —Coleen jaló las riendas tan fuerte que casi se cayó del caballo. Se bajó tan rápido como pudo y corrió hacia su hermano.

Jackson se había detenido con intenciones de ayudar, pero vio que el corcel de pelaje azabache desaparecía en las profundidades del bosque. Y de verdad necesitaban esos caballos.

—¡Cole! —gritó, llamando la atención de la pelinegra—. ¡Iré por Destrier! —anunció, mientras espoleaba a Malka para que avanzara.

La muchacha asintió, confiando en que se reencontrarían ahí, y lo vio alejarse. Luego, se arrodilló al lado de su hermano y zarandeó su hombro.

Tenía los ojos cerrados.

—¿Caspian? —lo llamó. No obtuvo respuesta—. Caspian... ¡Caspian!

—Coleen —la voz del muchacho fue un susurro casi inaudible. La pelinegra suspiró aliviada al ver que sus parpados se abrían—. Coleen... —repitió con dificultad. Ella se acercó un poco más a su rostro—, estás aplastando mi brazo.

Bajó la mirada y notó que era cierto: su rodilla izquierda había caído ahí sin que se diera cuenta. Una risa muda escapó de sus labios y se apartó un poco.

—¿Estás bien?

—Creo que sí —Caspian se reincorporó con un poco de dificultad hasta quedar sentado. Aquello bastó para saber que al menos no se había roto nada.

Después de verificar que Ergo seguía donde lo había dejado, Coleen se detuvo a estudiar con la mirada el lugar en el que estaban. El silencio era escalofriante y el bosque era tan espeso que los troncos parecían largas manchas negras que se erguían alrededor de ellos; al levantar la mirada, notó el resplandor platinado de la luna en la cima de los árboles. De repente, escuchó el rechinar de una puerta abriéndose y volteó hacia dónde provino el ruido. Lo que vio la dejó petrificada: dos enanos, uno de cabellos claros y el otro, moreno.

Coleen sintió que el corazón le daba un vuelco por milésima vez esa noche. Durante un instante, no se atrevió ni a respirar.

—Nos vieron —dijo uno, con ansiedad palpitante.

Caspian ladeó la cabeza; su espada yacía a casi un metro de donde él estaba. Se arrastró hacia atrás con ayuda de sus manos, con intención de tomarla, pero el enano rubio corrió hacia ellos blandiendo la suya en el aire.

La muchacha sintió que un frío la atravesaba; ni siquiera había tenido tiempo de colocar su mano sobre la empuñadura de su arma.

Para sorpresa de ambos, el enano se detuvo de pronto y echó un vistazo hacia donde se encontraba la espada del joven telmarino. Sin embargo, fue otra cosa la que captó su atención: el cuerno de la Reina Susan se había salido de la alforja y había caído cerca de ella. Luego, escudriñó a ambos príncipes con la mirada, desconcertado. El relinchar de unos caballos se oyó a lo lejos, interrumpiendo el encuentro.

Caspian y Coleen reconocieron aquel ruido de inmediato: la guardia real estaba cerca.

—Encárgate de ellos —dijo el enano a su compañero, quién se sorprendió ante sus palabras, y salió disparado hacia dónde se escuchaba la caballería.

—Tienes que irte —susurró Caspian, aprovechando el momento de confusión del enano negro.

—No.

—Coleen, vete.

—No voy a dejarte aquí —la pelinegra procuró que el miedo no se percibiera en su voz, a pesar de que sus ojos se cristalizaron y sus piernas quisieran sacarla de ahí.

—Prometo que iré a buscarte —dijo, clavando sus ojos en ella. Luego, depositó un beso en la frente de su hermana y tomó su rostro entre sus manos.

—Pero...

—Lo prometo —enfatizó, limpiando con su pulgar una lágrima que se resbalaba por su pálida mejilla. Coleen tuvo que contener el impulso de abrazarlo, pues, justo cuando iba a hacerlo, el enano negro salió del trance en el que se encontraba y fijó su mirada en ellos.

La muchacha se levantó y dio un paso hacia atrás.

Caspian yacía todavía en el suelo.

El enano no podía ir por ambos al mismo tiempo, y mientras intentaba decidirse por uno de ellos, Coleen corrió hacia Ergo; el diminuto hombre la siguió en un intento inútil. La muchacha subió al lomo del caballo y espoleó las riendas, alejándose del lugar.

No pudo mirar atrás.

Caspian recordó las últimas instrucciones del profesor Cornelius; aquella era la oportunidad perfecta. Se arrastró hacia atrás y recogió del suelo el extraño objeto que le había entregado.

—¡No! —exclamó el enano negro, al momento en el que se daba la vuelta y reconocía qué era aquella cosa. El cuerno de la Reina Benévola resonó por todo el bosque y se detuvo cuando el enano golpeó la cabeza de Caspian con la empuñadura de una daga, dejándolo inconsciente.

El sonido del cuerno llegó hasta los oídos de Coleen.

La muchacha temblaba.

Tal vez era el miedo.

O el dolor de dejar a su hermano mayor atrás.

Y ahí, sobre el lomo de Ergo, y con el frío aire de la noche golpeando su rostro, dejó que las lágrimas escaparan a tropel de sus ojos.