Gira el mundo, gira el hambre y un revólver en la mesa...
Capítulo 1
Esta mañana al despertarme tengo el cuerpo helado de frío, y eso es inusual si tenemos en cuenta que prácticamente vivo en el desierto. El día es igual de soleado y tiene el mismo calor seco e inmisericorde de siempre, pero mis dedos están rígidos y helados al desperezarme.
Sé que no debo tener miedo, pero este día es lo que tiene. Hoy, un año más, se va a hacer la Cosecha y, sinceramente, ¿quién puede estar tranquilo con algo así? Llevo soportando esto seis años, pero de verdad que no me acostumbro.
Noto un nervioso movimiento al lado de mi mejilla. Al moverme descubro los ojitos tan redondos de Kamatari, mi preciosa comadreja, que duerme siempre enroscada alrededor de mi cuello. Su presencia disipa mis preocupaciones y en agradecimiento la beso y acaricio.
Llego a la cocina para desayunar y Gaara ya está despierto, por supuesto. Su insomnio crónico se agrava en estas fechas, aunque él no dé muestras externas de algún tipo de preocupación. Tan sólo se limita a estar sentado en la silla con las piernas recogidas en los brazos, balanceándose ligeramente y susurrando cosas que prefiero no escuchar.
–¿Has desayunado? ¿Te preparo algo? –le pregunto a modo de saludo mañanero. Él niega con la cabeza sin tan siquiera mirarme. Gaara es así.
Pongo en el fuego la cafetera –sí, esa maravillosa reliquia que rescaté hace unos meses de un desguace y que mi otro hermano y yo conseguimos arreglar – y para acompañar me sirvo dos sardinas fritas que sobraron de la cena con un trocito de pan, también de ayer. A Kamatari le tiro una al suelo. A Gaara le pongo en un platito dos sardinas y lo dejo delante de él: café no le hace falta para estar despierto las veinticuatro horas del día, y el pan no es lo suyo.
Kankurô, quizá atraído por el silbido de la cafetera al hervir el agua, aparece en la cocina entre bostezos reclamando una taza que yo, ya acostumbrada a su habilidad para llegar con la mesa puesta, he preparado junto a la mía.
–Ponme algo sólido, porfa –me pide sentándose.
–No tengas morro y póntelo tú mismo –murmuro mordiendo mi pan vorazmente.
Él gruñe pero hace caso. Está tan dormido y lento que para cuando se está sentando de nuevo yo ya me he levantado para fregar mis cosas. Cinco minutos más tarde estoy saliendo por la puerta al grito de:
–Me voy al río a lavarme... Dentro de una hora tenéis que estar listos, ¡que salimos para la ciudad!
No muy lejos de nuestra casa, a unos quince minutos andando, pasa uno de los ríos más importantes de nuestro distrito. Su caudal es considerable, pero en la orilla que queda cerca de mi casa se forman pequeñas bañeras en las que se puede estar tranquilamente sin peligro de que la corriente te arrastre y te ahogue. Más adelante, en cuanto te acercas a la costa, el río se ensancha y el agua empieza salarse, pues el mar se adentra en la tierra. Sin embargo, en mi zona es completamente dulce. La verdad es que es increíble que sea el desierto lo que rodee un río tan maravilloso.
He hecho esto los seis años que mi nombre ha entrado en la urna: ir a lavarme cuando no es demasiado pronto pero tampoco tarde, a modo de ritual relajante. Me voy acercando al agua, introduciéndome en el lodo hasta la espinilla, mientras Kamatari parece danzar a mi alrededor, histérica de felicidad. En esta tierra semiárida las aguas crecidas del río siempre dejan a su paso una gruesa capa de limo en los costados, que luego será usado para cultivar por sus nutrientes y su renovada humedad. Aquí, en el Distrito 4, tener un buen terreno para cultivar es una gozada. Sin embargo, con este cultivo no empezaremos hasta quizá la semana que viene, pues siempre se espera a que terminen los Juegos para empezar con él.
Mi distrito siempre ha sido de los mejores en la arena. La gente está curtida y en buena forma por el exigente trabajo que es el mundo de la pesca. Es cierto que oficialmente no se debería empezar a trabajar antes de los dieciséis, pero exceptuando las grandes fábricas de pescado del Capitolio la mayor parte de la gente tiene su propio barquito en el que hace horas extras, y generalmente aunque el barco es del padre los encargados de usarlo son los hijos adolescentes o todavía sin emplear. Así lo que se consigue es el doble de dinero –o más– y encima comida propia y de buena calidad –se creerán acaso los del Capitolio que nosotros, los orgullosos habitantes del Distrito 4, vamos a malgastar la pesca de las mejores calas con sus pedidos faraónicos...
Sin embargo, todo esto es un problema para mis hermanos y para mí. Nosotros nunca hemos vivido de la pesca, ni hemos tenido barco, ni padre pesquero o trabajador en una fábrica. Hemos vivido casi siempre en la aduana del Distrito, donde prácticamente se junta con el Distrito 11 y el Distrito 8, y nuestro padre se encargaba de llevar cuentas, controlar la mercancía que entra y que sale, pero sobre todo, de traficar con comida, metales preciosos y alcohol. Incluso llegó a traficar con droga que escondía en nuestras habitaciones cuando éramos niños.
Bueno, he mentido: sí he estado alguna vez en contacto con la pesca. Mi madre fue pescadora. Pero se murió cuando era muy pequeña como para aprender, así que ni siquiera cuenta. Por lo tanto de cara al resto de los adolescentes del Distrito, somos inútiles y no contaríamos oficialmente como los llamados "profesionales" del distrito.
Dejo mi ropa sobre una enorme piedra cuya superficie está seca, preparada ya para mi baño. Me zambullo en el agua con la misma efusividad de siempre, pero para mi sorpresa, en vez de deleitarme con el agua refrescante me recorre un escalofrío desde el cuello hasta los dedos de los pies. Siento miedo en el estómago, miedo repentino e irracional. Saco la cabeza del agua, respiro agitadamente y en seguida me amarro a la orilla, preocupada: ¿qué ocurre? Ha sido la misma sensación de pánico helado que he tenido al despertar. Lo mismo que paralizaba mis dedos y entumecía mis movimientos. ¿Desde cuándo el agua de este río me ha hecho sentir incómoda? Hoy es todo tan raro...
Kamatari, que está comiéndose algún bicho no muy lejos de mi, parece percibir algo preocupante porque se acerca a olisquearme, como si el miedo o las preocupaciones provocasen algún olor característico. De nuevo produce un efecto analgésico en mí y mi mente se aclara. Vuelvo a darle un besito de afradecimiento. Cojo la pastilla de jabón que he traído y me froto rápidamente, deshaciendo los cuatro moñitos que llevo y desenredando mi asqueroso pelo como puedo, con los dedos.
En realidad sé por qué estoy tan incómoda: es el primer año que vamos a entrar en la urna sin que esté mi padre para apoyarnos. ¿O debería decir para someternos?
Mis padres fueron de esos pocos afortunados que sobrevivieron a unos Juegos... y en el caso de mi padre se convirtió en su obsesión. Al morir mi madre nos alejó del mar y nos trajo aquí donde, exceptuando los otros pocos trabajadores de la aduana, la población más cercana está a treinta kilómetros, por no hablar del colegio más cercano. Su trabajo tampoco requería muchas horas de esfuerzo continuado, así que mi padre tuvo tiempo suficiente para convertirnos a los tres en auténticos salvajes. Porque sí: somos muy, muy violentos.
Salgo pitando del agua con la sensación de que el tiempo me pisa los talones. Tras diez minutos de correr llego a casa, donde Kankurô está terminando de acicalarse con su estúpido maquillaje de guerra –mi hermano es imbécil, y a veces sospecho que retrasado – y Gaara está en la misma silla donde me lo encontré esta mañana, todavía con los calzoncillos con los que se pasea desde hace una semana y jugueteando distraído con la sardina que le he puesto para desayunar.
–¡Joder, Gaara! –grito bastante nerviosa. Tiro de su brazo y le obligo a levantarse, pero él tropieza con sus propios pies y le tengo que arrastrar hasta la habitación. –¡Corre Kankurô, ayúdame!
Kankurô protesta pero acude en mi socorro. Entre los dos conseguimos inmovilizarle los brazos y después las piernas para ponerle una camiseta y un pantalón respectivamente. De los calzones mejor ni nos ocupamos. Mientras le lavo un poco la cara con un paño mojado Gaara no para de gritar como un poseso, pero al final consigo callarle con un violento bofetón. Me mira durante un segundo con intenso odio, pero en seguida sus preciosos ojos claros se pierden de nuevo por el techo de la habitación.
Preparo corriendo comida para Kamatari, aunque a estas alturas es lo suficientemente adulto como para buscar comida por su cuenta, como bien ha demostrado en el río. Después cierro y salimos corriendo hasta el inmensísimo camión que nos espera en la aduana. El sustituto que cubrió la plaza de mi padre se fuma un pitillo tranquilamente mientras nos ve llegar, azorados. Del camión se baja un hombre que ya conozco de sobra.
–¡Mis chicos! ¿Qué tal os va todo? –le unas palmaditas a Kankurô y a mi me pellizca cariñosamente la barbilla, como si todavía tuviese cuatro años. Ignora deliberadamente a Gaara, que se balancea a mi lado como un drogado –. Madre de Dios, cada día estáis más guapos. Y tú, Temari, debes estar muy contenta, ¿no? Para ti hoy acaba esta estupidez –me dice guiñándome un ojo.
Se llama Chôza, es inmensamente gordo y tiene razón, tan sólo me queda hoy. Además a nosotros nunca nos ha faltado comida, por lo que nuestro nombre sólo ha entrado en la urna una vez cada año. Hoy entran con mi nombre siete papeletas, con el de Kankurô cuatro y con el de Gaara, tres. Mi papeleta de más es de este último año, pues al morir mi padre tuvimos unos meses muy apurados. Pero no es para nada alarmante si tenemos en cuenta que otros años han sido seleccionados chicos y chicas con cuarenta papeletas o más. No me quiero ni pensar cómo estaría yo si tuviera tanta mala suerte...
Chôza ayuda a Gaara a subir al camión, poniéndolo en un hueco que hay detrás de los asientos. Kankurô decide subirse encima de la lona del camión y yo me quedo adelante, sentada junto a Choza. Es un hombre fantástico, del Distrito 8, de esos que se pueden considerar afortunados por haber viajado a más de un distrito.
Se encarga de traer una vez al mes muestras de distintos árboles de su distrito para los astilleros, donde los ingenieros que se encargan de constituir los barcos pesqueros son bastante exigentes. Es un hombre que me agrada, de esos que llevan bien visible en el camión la foto de su mujer y de su hijo, que son también bastante orondos y parecen bastante afables, exactamente como él.
El viaje dura unas tres horas a través de la gran llanura que nos lleva hasta la costa. La carretera se mantiene cerca del río –que poco a poco se va convirtiendo en ría – y la verdad que es un paisaje bonito, lleno de aves acuáticas que se agachan al limo de las orillas en busca de semillas que pueda haber arrastrado el agua o de pequeños peces y crustáceos que se hayan quedado atrapados fuera del cauce.
El paisaje se transforma con facilidad. El sol de justicia que reina en el desierto se endulza y el aire parece humedecerse por instantes, cosa que se refleja en los caracolillos que me salen en el flequillo. Pronto el mar se vislumbra en el horizonte y empezamos a atravesar pequeñas aldeas y ciudades hasta finalmente acercarnos hasta la capital del Distrito, Ciudad H. La entrada está abarrotada de vehículos que traen a la gente de las distintas aldeas, pues hay que desplazar hasta la Plaza del Mercado a todos los que vamos a participar en la Cosecha.
Nos despedimos de Chôza en la periferia, pues él se marcha hacia el otro lado de la ciudad, donde están los astilleros. Antes de que me baje me da un beso en las dos mejillas, cosa que nunca ha hecho, dejándome sorprendida. Me mira a los ojos con ternura.
–Sé que no estás hecha para el cariño, pero no lo he podido evitar. Espero que tengas suerte; tú y tus hermanos.
–Yo espero que Chôji también la tenga –le digo refiriéndome a su hijo.
Chôza suelta un suspiro y después me sonríe, pero en el fondo de sus pupilas puedo leer el pánico contenido. Su hijo, Chôji, al que no conozco, estará a mil kilómetros o más preparándose para una urna que guarda quince papeles con su nombre. Ellos han tenido que pedir bastantes teselas.
Una vez que hemos bajado los tres el camión arranca y se va alejando despacio, acorralado entre la marabunta de coches y autobuses. Espero de verdad verle el mes que viene o al siguiente, cuando todo esto haya pasado ya para mí y pueda dedicarme oficialmente a la marinería, a la pesca o a lo que sea.
Desde ahí nos dirigimos andando durante media hora hacia el puerto de la ciudad, donde mi tío Yashamaru vive. Tiene una habitación en una pensión desde hace varios años, en concreto desde que mi madre murió. Antes vivía con nosotros, pero se negó en rotundo en seguir a mi padre en su alocada huida del mar y del ruido donde poder "educarnos" a gusto.
Es la persona a la que más quiero en este mundo.
Cuando llegamos a su calle él nos está esperando sentado en una silla al lado de la puerta. Tiene entre las manos una red que está reparando minuciosamente, tan concentrado que ni siquiera nos ve. En seguida siento como se me estiran los labios en una sonrisa.
–¡Tío!
En cuanto oye mi voz vuelve la cabeza, y se levanta justo a tiempo para recibirme entre sus brazos. Huele a sal y curiosamente a arena, como a playa.
–Cariño… te he echado de menos –susurra en mi oído.
Cuando deshacemos nuestro abrazo mis hermanos también se abalanzan sobre él. En especial Gaara. No me extraña que todos le queramos tanto: físicamente es muy parecido a mi madre, incluso su belleza es algo afeminada, pero luego es fuerte, alto y varonil, con esa forma tan digna de andar y desenvolverse.
–Venid, os compraré algo en el mercado para que comáis, y ya sólo queda hora y media para la Cosecha.
De repente me doy cuenta de Kankurô está titubeando. Parece querer decir algo, pero le debe dar bastante vergüenza porque se ha sonrojado. Nuestro tío también se percata:
–¿Qué pasa?
–¿Te importa si… eh… me uno mejor con vosotros a la cena? –Tenemos por costumbre cenar todos juntos después de la Cosecha para celebrar que no hemos sido seleccionados, pero irse antes de ella resulta un poco forzado.
Le lanzo una mirada asesina.
–¿Qué demonios pasa? –le espeto con agresividad.
–He quedado con alguien –se pone más rojo aún.
No sé por qué pero aquello me molesta bastante. Le digo que es un gilipollas, que dentro de unas horas podríamos estar despidiéndonos y que si no tiene nada de vergüenza. Pero Yashamaru posa su mano cálida en mi hombro y murmura:
–Déjale, Temari. Vuestros nombres han sido metidos pocas veces en la urna. Esta noche os podré invitar a cenar de una forma más decente, ya verás. Y estaremos los cuatro, ¿verdad, Kankurô?
Sé que intenta animarme, pero un repentino frío sacude mi cuerpo nuevamente. Kankurô me lanza una mirada de ira y se marcha. Yo veo cómo se aleja mientras siento en mi interior formarse un tornado de frío. ¿De dónde sale esto? ¿Es algún tipo de intuición acaso? ¿Por qué tengo miedo por Kankurô? Siempre ha sido Gaara el que me ha preocupado, pues él es el que tiene un arraigado instinto asesino... Pero Kankurô, quizá porque siempre ha sido el hermano pasota que se dedica a hacer sus muñecos y máquinas de madera en el patio de casa, no me ha dado nunca un dolor de cabeza y ha tratado inclusive ayudarme con Gaara cuando lo he necesitado.
Noto cómo Yashamaru tira de mi ropa, intentando dirigirme en la dirección opuesta que ha tomado mi hermano. Lleva también a Gaara de la mano. Consigue arrastrarnos con delicadeza hacia el puerto, donde generalmente hay mucho ajetreo, aunque hoy se respira cierta tensión por la inminente Cosecha. Mi tío nos dirige a una pescadería donde venden calamares a la plancha y nos compra varias raciones. Es de las pocas personas que consigue que Gaara coma decentemente y hoy le hace engullir el triple de lo que acostumbraría. Al rato estoy riéndome, feliz de estar allí y bebiendo una aguada cerveza que me compra como detalle especial, por supuesto en negro.
Mi tío no es excesivamente joven, pues tiene unos quince años más que yo, pero goza de una belleza y frescura especiales que le hacen aparentar veintimuchísimos. Eso provoca que en vez de verle como el típico adulto sea como el hermano mayor que no he tenido, o incluso como un gran amigo que siempre tener cerca. Es una pena que estemos tan lejos.
Es en medio de ese momento tan bonito cuando me sugiere:
–Podríais veniros a vivir conmigo. Si vendéis la casa que tenéis donde la aduana podríamos trasladarnos a una casa por aquí y podría enseñaros a pescar a los tres.
–No veo a Kankurô pescando –objeto, arrugando el ceño–. Lo suyo son los juguetes y los cachivaches. Recuerda cuando de pequeño vendía muñecos a los hijos de los vecinos.
–Bueno, podría intentar entrar en algún taller de por aquí. Seguramente alguien valoraría sus habilidades. Pero en serio, Temari –me coge la mano entre las suyas, callosas y ásperas, y la acaricia con una delicadeza impropia en un pescador–, ¿no te gustaría vivir otra vez aquí?
No hace falta que me plantee demasiado la posibilidad para que el corazón se me acelere. ¡Sería tan genial...! Viviríamos al lado del mar, Gaara estaría con alguien que le estabilizaría emocionalmente, Kankurô podría buscarse un trabajo de provecho y yo... yo simplemente sería feliz. No necesito mucho para serlo y con todas esas cosas me basto y me sobro. Siento calor en las mejillas, tan intensa es la emoción. Yashamaru se percata y se ríe.
–¿Eso es un sí?
–Hay que esperar a Kankurô para tomar la decisión... pero sí, ¿por qué no? –soy tan escueta siempre que no sé expresar mejor mi entusiasmo, pero sé que mi tío me entiende.
En ese momento suena una fuerte sirena que sacude el puerto entero. Sé perfectamente qué significa: llama a la gente para reunirse en la Plaza del Mercado para iniciar la ceremonia. Un nudo se me hace en la garganta y la piel se me pone de gallina. De nuevo el frío. Descubro que estoy conteniendo la respiración cuando noto que mi tío me sacude, preocupado:
–¿Temari? ¿Tem? No estás respirando. Exhala, cariño, exhala. No pasa nada, en media hora todo habrá terminado.
Nunca había estado tan nerviosa. Nunca. Apenas me entero de cómo llegamos hasta la plaza. Yashamaru nos lleva a mi hermano y a mi de la mano, lo cual me hace sentir tan oligofrénica como Gaara. Nos lleva para que nos pinchen en el dedo y así aparezcamos como presentes. Si alguien no viene puede ser buscado y encerrado en la cárcel... o algo peor, la verdad es que no lo sé. Llegamos primero a la zona de las chicas más mayores, es decir, las de mi edad. Sé que mi tío prefiere dejarme sola a mi antes, pues es menos irresponsable que dejar a Gaara a su libre albedrío. Antes de alejarse me da un beso en la mejilla y me susurra al oído:
–Recuerda, sólo media hora.
Mientras me quedo ahí esperando voy volviendo a la realidad. Señor, estoy perdiendo hoy tanto el dominio de mí misma... Pienso en Kamatari, mi bichito, que estará solo en nuestra parcela y que no podré ver hasta mañana. Un momento: ¿y Kankurô? Es en ese momento cuando de repente se oye un chirrido proveniente del escenario, donde nuestra querida acompañante del Capitolio, Tsunade Senju, berrea:
–¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre de vuestra parte!
Es una mujer alta que va sobre unos atrevidos tacones, el hermoso pelo rubio cayendo por la espalda y luciendo un vestido que tiene un vertiginoso escote que desvela sus inmensos pechos. Resulta imposible concebir un cuerpo en el que semejante pechonalidad no produzca una estabilidad suficiente como para tirarte al suelo por el desproporcionado peso.
Detrás de ella están nuestro alcalde y nuestros mentores, que son antiguos ganadores de los Juegos: la archiconocida abuela Chiyo y el seco Baki.
El alcalde se levanta de su sitio en el escenario y comienza a leer el maldito discursito de todos los años. Mi mente se evade y sigo buscando entre la multitud: ¿dónde estás, Kankurô? Finalmente consigo localizarle: está en el grupo de los chicos, más o menos a la misma altura que yo con respecto al escenario –separan por edades y nos llevamos tan sólo un año. Habla por lo bajo con un chico de pelo rojo que me suena bastante. En seguida caigo: ¡es Sasori! Antes vivía en la aduana, pero hará cosa de año y medio que se trasladó a otro lugar. Ahora está bastante más alto de lo que recuerdo.
Nuestro alcalde comienza a leer la lista de ganadores del distrito, que son unos quince. Si el discurso va por ahí significa que se acerca el peor momento del día.
Veo a Tsunade levantarse y acercarse a la urna de la izquierda, que es la de las chicas, y no sé por qué se me aparece el rostro de mi padre en la mente, ese hombre al que una vez quise pero tanto daño nos hizo, sobre todo a Gaara. Su rostro se me aparece cuando no paro de rogar en mi interior "que no sea yo, que no sea yo, que no sea yo". Su rostro es lo único que ven mis ojos cuando la mujer rubia alza un papelito, lo eleva para poder leerlo y proclama con intensidad al público a la elegida. Oigo un grito.
Tardo unos segundos en comprender que ha dicho mi nombre.
Encontramos el cadáver de mi padre no muy lejos del río. Llevaba ya dos días allí; se había hinchado y comenzaba a descomponerse. Los gusanos se habían adueñado de su rostro, haciendo de él una masa de carne repugnante e irreconocible.
Los agentes de la paz se acercan a mí y me agarran por los hombros. Deben haberme llamado... pero yo no oigo nada. Quizá estoy sorda.
Pregunté mil veces a mil personas quién había matado a mi padre. Nadie en este último año ha venido a darme ninguna repuesta. Nadie se ha molestado en investigar. En la aduana apenas viven unas cuarenta personas, aunque es cierto que por allí pasa gente de dentro y fuera del distrito... y sin embargo sigo sin figurarme quién puede haber sido.
–¡Demos un aplauso a nuestro tributo femenino!
Asesinato. Asesinato.
Siempre he sabido que fue un asesinato. Aunque apareciese una pistola al lado de mi padre con sus huellas era imposible que fuera un suicidio. Imposible.
Mi mente martillea intentando sacar algo en claro. Tengo los dedos entumecidos de frío, la piel de la espalda de gallina. De repente todo empieza a cobrar sentido.
Asesinato. Mentira. Asesinato. Engaño. Engaño.
–¡Ahora daremos paso a mas emoción! ¡Todavía nos queda el tributo masculino!
¿Podría haber intentado alguien deliberadamente asesinarle? No hablo de una pelea en la que las cosas se van de las manos y se termina mal. Hablo de premeditación. ¿Había razones para querer quitar de en medio a mi padre?
La respuesta de mi cerebro es inmediata: sí. Ahora ya entiendo las señales que mi subconsciente lleva mandándome todo el día. Ato hilos mentalmente. Quieren quitar de en medio a mi familia.
Asesinato. Planificación. Engaño. Asesinato.
Todo está pensado.
Y en ese preciso instante el destino me otorga la prueba necesaria para confirmarlo.
–¡Kankurô de la Arena!
Bueno, pues aquí va el primer capítulo :P Tengo la impresión de que os esperábais otro tributo masculino... pero bueno, ya se verá lo que pasa ... ^^
Espero no tardar en subir el próximo. Nos vemos!
Y.L.
