LemonCake
El atardecer se derretía sobre su melena roja, refulgiendo bajo los últimos retazos de un sol que moría, derramando su sangre sobre un infinito manto blanco.
Desde las alturas, la contemplaba. Embelesado, bebía de ella cada lágrima que, nocturna, escapaba de sus ojos claros, cada palabra, cada gesto, cada canción. Era la última de su familia, la única que había vuelto, que había regresado.
Su nueva vida acababa de empezar; todo lo que nunca ambicionó ahora le pertenecía. Ya no había negro, sólo gris y blanco; el miedo, la desesperación, el dolor, su pasado, sus tormentos, desaparecían, humo y jirones, fragmentos que se volvían aire y partían, lejos, casi sueños, pesadillas de una vida anterior.
Olía a cítrico, a dulce, a su pequeña. Caminó, perdido, siguiendo ese extraño aroma que lo impregnaba todo, hasta la cocina, donde la encontró. La harina pintaba el suelo, sus manos estaban cubiertas de una masa pegajosa que dejaba rastro sobre todo lo que tocaba, las cáscaras de los limones estaban abandonadas en la mesa, desparramando su fragancia por todo el lugar, mientras ella danzaba por el desorden, sonriendo, sin pensar, con su cabello agitándose a su alrededor, la cara llena de crema que huía de entre sus labios quienes, vanos, intentaban apresarla, atraparla, saborear esa cálida acidez.
No podía creer lo que veía, ese hermoso caos del que ella era protagonista, esa confusión de elementos, de dulce, de amargo, de esa extraña felicidad que le embargaba al verla de esa manera, libre, pura, como jamás se había comportado.
Se acercó sigiloso hasta alcanzarla, cogiendo su mano entre la suya y haciéndola voltear, recoger su cuerpo en un abrazo y besar aquella crema que cubría labios prohibidos, labios que el mundo había sellado y que, ahora, se abrían de nuevo para mostrar aquella sonrisa delirante que desbordaba inocencia. Y sus besos sabían a tarta de limón.
