Capitulo I

"Entonces los Edain se hicieron a la vela sobre las aguas profundas, detrás de la Estrella; y los Valar pusieron paz en el mar por muchos días, y mandaron que el Sol brillara, y enviaron vientos favorables, de modo que las aguas resplandecieron ante los ojos de los Edain como ondas cristalinas, y la espuma volaba como la nieve entre los mástiles de los barcos… Y navegando hacia él, al cabo de múltiples leguas de mar los Edain llegaron a la vista de la tierra que les estaba preparada, Andor, la Tierra del Don, que resplandecía en vapores dorados."

Las flores plateadas de Nimloth comenzaron a despertar con tan solo una caricia de la luz crepuscular, como un regalo del sol menguante que en esas horas se sumergía en las aguas occidentales. La fresca fragancia de las flores era esparcida por todo el reino, llevada abordo de la brisa que llegaba desde el puerto más cercano a Armenelos, la ciudad de los Reyes de antaño, y ahí en el patio marmóreo del palacio, la gloria de Núménorë era como una ola que llega de imprevisto bañando todo ser y toda alma, y que más allá del sueño y del recuerdo, despertabas en un mundo nuevo y maravilloso.

El rumor de pasos apresurados rompió con el adormecimiento en el que se encontraba el patio real en aquel atardecer de tiempos inmensurables, pero todo volvió a ser como antes cuando la gran puerta que introducía al palacio retumbó tras ser cerrada. Las amplias galerías se sucedían unas tras otras por un gran pasillo revestido de insignias y estandartes que identificaban a las Casas más nobles de los Hombres de Oesternesse, y colgado sobre el umbral de mármol de una puerta, se encontraba el estandarte de su Casa, señal de que había llegado a su destino. El sirviente llamó a la puerta y después de recibir una respuesta afirmativa, la abrió lentamente dejando ver un espacioso despacho iluminado por un gran ventanal que se abría a un balcón de piedra.

Buenas tardes, hija mía, pasa por favor- dijo un hombre alto de cabellos oscuros, tomándola de la mano- siento hacerte venir desde Eldalondë, pero necesito que le hagas un favor a tu querido padre.

Buenos días, attô (padre), no te preocupes, el viaje fue tranquilo, y en verdad me hizo bien salir de la monotonía de mi vida en el puerto- todo cuanto decía era mera cortesía, pues en realidad amaba esa monotonía de la brisa entrando en su habitación, y del rumor de las olas que la arrullaban por las noches, y también amaba el canto monótono de las aves marinas que a menudo se posaban en su ventana.

Me alegro- y volviéndose hacia una figura que observaba silenciosamente dijo- Te presento a Ancalimon, hijo de Tar-Atanamir, príncipe de Númenor.

Es un placer conocer a la noble hija de Imrazôr, Señor de Andunie- dijo el joven heredero besando la suave mano de la doncella- Espero que su nombre le haga justicia.

Soy Inziladûn, para servirlo mi Señor- pronunció haciendo una reverencia, como se lo habían enseñado desde que tenía memoria.

Flor del Oeste- repitió como analizando- un nombre justo. Desafortunadamente tengo que retirarme, mi padre espera mi presencia en algunos deberes que ha dejado inconclusos. Que pasen buena tarde, y bienvenida sea a Armenelos- con estas palabras se despidió y desapareció tras la puerta de madera.

¿Cuál es el favor que me pides attô?- dijo tomando asiento en una silla frente al gran escritorio de su padre.

Nos ha llegado un mensaje desde Eressea anunciando que mañana antes del alba llegará una comitiva de Eldar, necesito que los recibas en el puerto y los guíes hasta Armenelos, y a la presencia del Rey.

¿Qué es lo que quieren tratar con Tar-Atanamir?

Lo desconozco, pero es un asunto de suma importancia, pues son emisarios portadores de un mensaje de los Valar- dijo empinándose el último trago que contenía su copa de plata.

¿De parte de los Valar?- dijo impresionada- has acrecentado mi intriga, attô, esta noche el sueño no recurrirá a mi, aun que tampoco habrá mucho tiempo que dedicarle- dijo incorporándose- tengo que partir en este momento hacia el puerto para poder recibirlos a la hora indicada- dijo despidiéndose de su padre.

Cuando salió al patio real, el sol había cedido su lugar en el firmamento a la gran luna de Octubre, y bajo el claro resplandor de las estrellas, cruzó las extensas llanuras y los bastos bosques de Elenna, acompañada por una escolta integrada por algunos de los consejeros del Rey. El tiempo apenas fue suficiente para deshacerse de las ropas de viaje y arreglarse debidamente, como lo hacían las mujeres nobles de los Días Antiguos.

El puerto guardaba un silencio expectante, mientras que el sol aún dormía detrás de las montañas del Este. El viento otoñal soplaba desde el Oeste, haciendo revolotear los estandartes de los hombres que esperaban a los navíos inmortales, pero cuando los primeros rayos dorados del sol comenzaron a iluminar la tierra, una luz apareció surcando las pacificas olas, y al cabo de unos momentos la forma de cinco navíos cisnes se dejó ver en el horizonte. Los ojos violetas de la joven engrandecieron ante la imponente belleza de los primeros rayos del día tocando las finas velas y los altos mástiles, y del canto que rompía con el silencio de la mañana que desde el océano era arrastrado por el viento occidental. Jamás en su corta vida su corazón había sido testigo de un amor tan grande como el que estaba sintiendo, porque en verdad esa mañana en el puerto de Eldalondë quedó tatuada en su alma, y ningún pesar futuro pudo menguar ese sentimiento.

Los barcos arrivaron al puerto, y de ellos desembarcaron las fuentes de donde provenían los cantos, como estrellas que resplandecen después de una larga lluvia. Eran Elfos, tan hermosos como jamás había visto, tan luminosos como el reflejo de la luna sobre los estanques, en la penumbra de los bosques elficos. A la cabeza de la comitiva se encontraba un Señor Elfo de especiales características, sus cabellos eran plateados al igual que sus ojos, y era de una estatura mayor que los demás. Sus ropajes azules índigo eran de ricas y pesadas telas.

Aun sin haberse recuperado de su asombro, la joven emisaria caminó hacia la comitiva, y sus oscuros cabellos eran llevados por el viento, y las níveas gasas de seda que vestía eran como la espuma del mar en la orilla de la playa, y Ciriáran, Señor de los Teleri, la miró como una niña de una belleza élfica atrapada en el mortal destino de los Hombres.

-Maare tulde marilmanna, Amaneldi (bienvenidos a nuestra Tierra, Elfos de Aman)- dijo haciendo una reverencia. Uno de los hombres le facilitó una corona hecha con pequeñas flores de una dulce fragancia, y la coló en la plateada cabeza del Elfo. Era costumbre que a los Elfos, que antaño visitaban frecuentemente las costas de Númenor, se les diera una corona de una flor muy peculiar llamada Lissuin.

-Hantale, Alassea Ree (Gracias, Buenos Días)- La voz salió suave y firme de los labios de Ciriáran. A su vez un elfo le facilitó una corona de plata que llevaba engarzadas en sus ramificaciones, las blancas perlas de los teleri, y la posó en la cabeza morena de la joven numenoreana- Un regalo para los hombres, como símbolo de la aun persistente amistad entre las dos razas- Inziladûn esbozó una sonrisa, pero le pareció que una melancolía entrañable se entrelazaba entre las últimas palabras que llegaron a sus oídos.

-El Rey los espera en Armenelos para celebrar consejo- dijo dando una señal a un portaestandarte para que preparara las cabalgaduras- ¿Nos acompañará toda su comitiva, o se escogerá a sus representantes?

-Solo cinco de nosotros viajarán hasta la presencia del Rey, los demás permanecerán en el puerto esperando nuestro regreso.

Cuando los pertrechos de los Elfos fueron trasladados a sus monturas, la compañía estuvo presta a partir. El viaje fue tranquilo. Inziladûn esperaba recibir algunas preguntas acerca de Númenor por parte de los Elfos, o por lo menos que entonaran alguna canción con sus presumibles voces teleri, pero nada de esto pasó, y su primera intervención en la política del reino se presentó desanimada y hasta un tanto aburrida para los implicados. Bueno, en verdad ella era la única que la nube de ensueño no había desaparecido en su corazón, pues la hermosura de esa gente la había cautivado, y de vez en cuando miraba de reojo a los cinco inmortales de rostros pálidos. Cruzaron las grandes puertas de la ciudad, y pronto se hallaron cruzando los extensos pasillos de palacio llenos de galerías y salones, que a esas horas del día eran bulliciosos a causa de los deberes políticos que se trataban día a día en cada estancia.

-Mi Señora- dijo un hombre acercándose a la comitiva de hombres y elfos- el Rey espera a los Eldar en la Sala de las Siete Piedras, y el Señor Imrahil la espera a usted en el jardín Este, para su práctica de arco.

-Pero…

-Lo siento hija mía- interrumpió su padre que acababa de hacerse presente- pero no puedes asistir a este consejo, los grandes asuntos deben de ser tratados por los grandes Señores- el comentario de Imrazor causó que leves carcajadas se hicieran sonoras entre la comitiva que hasta entonces ella había dirigido con un liderazgo que creía inquebrantable.

-Si Señor, con su permiso- dijo haciendo una reverencia a los Eldar, y se alejó llena de una enfadada resignación.

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-¿Me harías el favor de calmarte? Si sigues así podrías errar un tiro y acabar con mi vida- decía Imrahil, que sostenía el blanco alfilerado por la saetas cerca de su pecho.

- Si eso hace que mejore mi ánimo, sientete feliz de que tu muerte no haya sido en vano- decía Inziladûn colocando una nueva flecha en el arco de madera laminado de mithril.

-Por lo menos dime que es lo que te ha hecho…- la voz se le quebró al recibir el impacto de la flecha a través del blanco de madera- ¡Es suficiente!- dijo arrojando el blanco con todas sus fuerzas- ¡o me dices ahora mismo lo que te pasa, o haré que tomes horas extras de clases de bordado!-Inziladûn suspiró y se dejó caer en la alfombra verde del jardín.

-Esta bien, te contaré que me pasa, aun que tal vez para ti sean solo niñerías.

-Más vale que no sean niñerías mí querida damita- dijo sovandose el pecho con la mano.

-Ya te habrás enterado de que me encomendaron recibir a los Eldar en Eldalondë- Imrahil asintió tomando asiento junto a ella- ¡pues llegando a palacio y cuando pensaba que el momento de aplicar toda la educación de política, idiomas y muchas más cosas, mi padre me humilla mandándome a practicar el tiro con arco!

-Y…

-Y que no me permitió asistir al consejo.

-sabes que a ese tipo de reuniones solo asisten los consejeros del Rey, no veo por qué tienes que enfadarte de esa manera.

-¡Claro, como tu no te pasas la vida acatando las ordenes de los demás, o bajando la cabeza a cuanta persona cruza por tu camino, es fácil para ti decirlo!

-Creo que te estas apresurando, eres muy joven aún, llegará el día en que hasta el hombre más noble, exceptuando al mismo Rey, haga tu voluntad- Inziladûn quedó pensativa, tal vez después de todo Imrahil tuviera razón- por lo pronto- dijo el sobrino del Rey incorporándose - debes aprender a protegerte a ti misma- y seguido de estas palabras empujó a la frágil doncella haciéndola caer en la alfombra tapizada de flores.

-¡Imrahil!- gritó persiguiendo a su amigo- ¡no sabes en la que te has metido!

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Las sombras eran largas en los jardines alrededor de palacio. La reunión se había prolongado casi todo el día y cuando el consejo cerró sesión el sol se ocultaba tras las olas del Gran Mar, y las primeras estrellas comenzaban a brillar.

-El orgullo de los hombres será la causa de su caída- decía una figura luminosa que paseaba por el jardín.

-Desean derechos que van más allá de su naturaleza, incluso esos que ni siquiera a nosotros, los inmortales, a quienes ellos envidian, se nos están permitidos- las palabras estaban cargadas de una mezcla de tristeza e impotencia. Al parecer la reunión no había sido lo que los Eldar esperaban, y la decepción pesaba sobre sus almas, porque sabían cual era el final del camino que toman los que, impulsados por las alas del orgullo, desobedecen a los Poderes de Arda- pero al fin de cuenta nuestro consejo se ha dado, y será decisión de ellos si lo toman o lo ignoran.

-Solo temo por los que serán arrastrados hacia la decadencia de su pueblo inocentemente.

-Ciriáran, no se puede salvar a todos. Erú ha tejido el destino de cada persona, mortal e inmortal, antes de que el tiempo empezara a contarse, y nadie puede escapar de él- la noche cayó de súbito sobre sus cabezas, y desde la bóveda celeste las estrellas los observaban en silencio- Extrañaré las estrellas de Numenorë- dijo mirando hacia el cielo- me retiro amigo, no te quedes mucho tiempo solo.

-No te preocupes, aun podemos confiar en los numenoreanos- dijo vislumbrando una sonrisa- Alassea Lome, Anardil.

-Alassea Lome- con estas palabras el rubio elda bajó las escalinatas en dirección a las habitaciones que les habían asignado, que en verdad eran un palacio de dimensiones no tan descomunales como el palacio de Tar-Atanamir, pero si de un tamaño considerable.

Ciriáran quedó solo en la inmensidad de esa noche de otoño, parado sobre la hojarasca de los árboles desnudos. El viento helado soplaba ahora desde el Este, y como por un encantamiento, remontó sus pasos en la dirección que le indicaban las corrientes de aire. Es así como llegó a una de las colinas que circundaban a Armenelos, a las afueras de la ciudad. Atrás las blancas murallas eran iluminadas por las antorchas, y frente a él el imponente Meneltarma se erguía coronado de estrellas, como un recuerdo de la antigua gloria de Númenor, que hoy caía bajo el lecho arenoso y profundo del olvido.

"Autar i lumbor, ar Naira
Las nubes pasan, y veo
kénan anúta Númenna,
al Sol poniéndose en el Oeste,
et Rómello Tilion orta,
y en el Este la crecida de la Luna,
ar undómess' elen síla.
y en el crepúsculo la estrella brilla".

Una voz dulce como la aurora le obligó a bajar su mirada al suelo verde de la colina, y donde el pasto y las flores crecían altos, una delgada figura se encontraba recostada mirando al firmamento. Se acercó lenta y desapercibidamente, pero justo en ese momento la figura se incorporó, y se topó con los mismos ojos violetas que había visto esa mañana en el puerto.

-Disculpe mi Señor- dijo la doncella haciendo una reverencia, y retomando su paso.

-Espera- dijo el elda deteniéndola con sus solas palabras- ¿Dónde aprendiste esa canción?

-No lo recuerdo, tal vez de niña la escuche en Eldadoldë, pero siempre la he cantado.

-Es una de las canciones de mi pueblo- dijo mirando por sobre las montañas y los bosques hasta llegar a unas costas blancas e incorruptas.

-Señor, ¿puedo acompañarlo?-dijo tímidamente

- Por supuesto.

-Disculpe mi curiosidad, pero ¿cuantos años tiene?

-Es difícil contestarte esa pregunta-dijo esbozando una sonrisa ante la inocencia de la doncella- porque el tiempo transcurre de diferente manera en Aman, pero aun así va más allá de tu imaginación.

-Yo soy joven aun entre los Hombres, quienes no posen el don de los inmortales. Mi vida no es ni siquiera un suspiro para usted.

-Pero ¿eso ha impedido tu felicidad?-dijo adivinando una sombra sobre sus ojos violeta- No estoy acostumbrado a dar consejos, aun si me los piden, pero esta vez haré una excepción: no vivas esperando la muerte o esperando que algún poder te salve de ese don, sino tus días se oscurecerán bajo la constante inconformidad que albergue tu alma.

-Le agradezco su consejo, mi Señor.

El silencio emergió desde las profundidades de la noche, y las dos presencias permanecieron inmóviles contemplando sus pensamientos. Era una noche fría, el abrigo que cubría el cuerpo de Inziladûn no alcanzaba a detener las gélidas brisas que desde el puerto de Rómena venían, en cambio Ciriarán, que no poseía más que una capa ligera, conservaba los colores de su rostro como si se encontrara en una calida noche primaveral.

-Mi Señor, la tradición de mi pueblo cuenta que a menudo los barcos inmortales llegaban desde el lejano oeste, porque entre los numenoreanos y los Eldar existía una unión fraternal entrañable. Y grandes humos blancos salían desde el Meneltarma, y las canciones y las alabanzas a Erú reinaban estas colinas en las que estamos parados. Pero mi intuición me dice que no es la noche la que silencia las voces sobre las colinas, ni los barcos son los que han cambiado su rumbo, entonces, ¿Cuál es el motivo por el que los Eldar ya no vuelven más sus ojos a estas tierras? ¿Por qué el Meneltarma yace vacío y silencioso?- las amables facciones del Elfo cambiaron drásticamente al oír estas palabras.

-Me es difícil creer que no sepas lo que acontece a tu alrededor ¿que no te fijas en el creciente orgullo de los de tu pueblo, de su creciente miedo a la muerte, y de su decadente amor a los Valar?

-Discúlpeme mi Señor, soy nueva en este mundo y muchas cosas han pasado antes de que mis ojos se abrieran para contemplar un Númenor decadente en el que me ha tocado caminar.

-Pues bien, hija del crepúsculo de tu pueblo, esas son las razones del abandono por parte de los Eldar, porque los hombres nos han cerrado las puertas de sus corazones, y ahora el Meneltarma esta vacío porque los hombres han renunciado a la lealtad a Iluvatar.

Inziladûn enmudeció, le pareció que la oscuridad de la noche se cerraba a su alrededor, y la respiración se le detenía en el pecho. Cristales de lluvia comenzaron a manar de sus ojos nublando su vista, dejando ver, donde antes contemplará a un Señor de los Elfos, un as de luz de una forma indefinida.

Las semanas pasaron como hojas sobre la brisa e Inzildûn no volvió a conversar con Ciriáran mientras duró su estadía en Armenelos, pero a menudo lo observaba pasear por los jardines de la ciudad, la mayor parte de las veces a solas, y cuando ella buscaba su mirada, ésta yacía perdida en los laberintos de sus pensamientos. Las semanas se convirtieron en meses y cuando el año se encontraba bajo el umbral del invierno, los Eldar partieron hacia sus tierras benditas.

Parada sobre el puerto de piedra de Eldalondë, miró por última vez en mucho tiempo el hermoso navío cisne de los teleri, alejándose más allá de su alcance, y su corazón se apesadumbró como si se le hubiera arrancado un pedazo de vida. ¡Que frío tenía su cuerpo!, ¡que impetuoso el viento de aquel día sobre el puerto!, que soplaba como si quisiera arrancarla del suelo. Sintió cómo unos cálidos brazos la rodeaban desde su espalda, y la seguridad que estos le manifestaban terminaron por adormecerla.

-Imrahil, tengo frío, llévame a casa- el caballero besó la gélida frente de la doncella y tomándola de la mano la guió hasta el calor de su hogar.