¡Hola! Ésta fue la primer historia que subí en Amor Yaoi. Como su nombre lo dice, es el cinematic record de Sebastián antes de volverse demonio por lo cual Ciel aún no aparecerá en la historia pero les prometo que la trama es buena (:

Gracias por su tiempo. Saludos.

JokerFunthom

…Mi fuerza entonces no era suficiente… Las imágenes atravesaron velozmente por mi cabeza… Y en ese momento, todo se envolvió en penumbras…

Fue él quién rompió mi corazón, y al hacerlo, lo creó.

Capítulo 1. Gravado en aire.

"Son tiempos difíciles" Aseveraba aquella anciana al percatarse de la situación de la menor de sus hijas; era cuestión de unos pocos meses para que se desatara el escándalo y fuera mal señalada por la sociedad. Se vio forzada a apresurar el matrimonio que se había arreglado para ella, ocultándole a su futuro esposo la situación creyendo que rechazaría a la muchacha siendo éste creyente que profesaba ciegamente la palabra de Dios impuesta en la iglesia; por lo cual consideraría una falta sin perdón el traer al mundo a un niño de un hombre que jamás podría ser su marido ya habiéndose unido ante Dios con otra mujer; sellando de esta manera su sentencia de muerte ante los inquisidores.

Así pensado, lo hizo. La muchacha contrajo nupcias con el hombre. Al poco tiempo nació el niño; dos años más tarde vino una niña.

"No es normal" reprochaba el padre a su mujer hacía seis años atrás desde el nacimiento de su pequeño hijo. El niño poseía unos hermosos ojos color chocolate, cabello negro azabache, piel de un tono níveo y facciones tan finas que parecía un lindo muñeco de porcelana. El padre era un hombre alto y delgado, de cabellos castaños donde se podía notar el paso del tiempo en las canas que comenzaban a habitarlo y sus ojos color gris, que comenzaban a perder brillo. La madre era una mujer de no más de veintidós años de edad, era muy bella; su cabello era rizado de color oro, su piel era de un tono blanco casi traslúcido y sus ojos eran color azul zafiro. La hija de ambos era idéntica a su madre, exceptuando el color de los ojos semi grisáceos y el cabello castaño, como su padre.

Incontables veces el marido acusó y agredió a la muchacha por las diferencias entre ambos hijos, no encontraba parecido alguno entre el niño y él; confirmando con esto la existencia de un amante.

Aquellos niños muy rara vez convivían juntos. El padre consentía cuanto podía a su hija pero le tenía estrictamente prohibido tener demasiado contacto con su hermano; no quería que formaran relaciones afectivas estrechas; como los hermanos típicamente hacen. El niño careció del afecto paterno; éste nunca le dedico una palabra de cariño ni un trato amable, parecía ser solo otro más de sus perros. La mujer dedicaba su tiempo entero a su casa y a su familia, pero el niño gozaba de la especial atención, cuidados y cariño de ella; cosa que también era reprochada y reprendida por el padre.

Era invierno. Cierta noche el niño dormía profundamente, cuándo despertó sobresaltado por el sonido proveniente de la habitación contigua del crujir del suelo de madera al hacer contacto con el cuerpo de la madre, que a su vez emitía un sonido apenas audible que denotaba el dolor causado. Bajo de su litera, los lamentos lo aterrorizaban al tornarse más agudos y prolongados y dudoso avanzó, se asomó por la puerta entreabierta donde presenció cómo su padre alcoholizado lanzaba injurias a la mujer al tiempo que la sujetaba por el cabello levantándola del suelo para después lanzarla contra la pared mientras ésta lloraba, cayendo de nuevo. Las lágrimas brotaban desenfrenadas por sus ojos; cuando observo un nuevo movimiento del hombre que se aproximaba hacia ella, al tiempo que levantaba el brazo para propinarle una nueva agresión, el niño corrió para agarrarse fuertemente del brazo del hombre en un vano intento de frenar el golpe, cayendo la pesada mano sobre la mejilla del infante tirándolo bruscamente contra el piso. La mujer de inmediato lucha hasta sostenerse de nuevo de pie, toma al niño en sus brazos y salen de la casa lo más rápido que sus piernas le permitían avanzar, escuchando a sus espaldas las blasfemias y amenazas del hombre enfurecido.

Aquel pueblo donde vivían no era muy grande ni lo habitaba mucha gente, aun así, las moradas de sus pobladores se encontraban separadas unas de otras por las grandes extensiones de tierra donde trabajaban los campesinos. Recorrieron un trayecto largo, hasta llegar frente a las ruinas de un viejo molino donde la muchacha pasó sus mejores y más felices años antes de que éste ardiera en llamas junto a su único y muy querido hermano, con quién vivía antes de volver a casa de su madre. Muy poco del edificio aún se encontraba en pie.

Juntando un montón de paja la chica se acomodó junto al niño, cubriéndolo tiernamente con sus brazos. Lo arrulló tratando de que conciliara el sueño pero aún se encontraba bastante intranquilo como para querer caer dormido dejándola sola velando por su descanso.

-Te quiero.- susurró el menor escondiéndose en su pecho soltando el llanto.

Ante aquellas palabras de debilidad, la chica no puede contener las lágrimas y llora amargamente estrechándolo más contra su pecho.

-También te quiero…- dijo con un susurro besando la frente del menor cuando cayó dormido. Presentía que a su regreso algo pasaría.

En la madrugada, antes de que el sol saliera emprendieron el camino de regreso. Ambos tenían la intención de comenzar sus quehaceres diarios antes de que el señor de la casa despertara, queriendo apaciguar un poco su ira de la noche.

-Escúchame bien- Le dijo al pequeño deteniéndose en la puerta, antes de entrar a la casa. – No importa qué sea que escuches… la siguiente vez… por favor… no intervengas mi amor…- Se quebró su voz al momento que desataba de su cuello una cadena de plata con un pequeño crucifico que el pequeño nunca le había visto.

- … la siguiente vez… tómalo en tus manos… y reza…- dijo amarrándolo a su cuello –pídele a Dios que te dé fuerza para no pensar en mí cuantas veces suceda esto… y que nos ayude a superarlo todo…- terminó de decirlo dándole un beso en la frente y tomando su mano para entrar juntos.

La casa estaba en silencio. Ni siquiera se oía el cantar de los gallos aún, ni el ladrar de los perros. La mujer en voz baja le dio al niño la indicación de recoger leña y algunos huevos del gallinero para comenzar a preparar el desayuno.

Caminó tranquilamente hasta el patio trasero tarareando la canción de cuna con la que su madre siempre acostumbraba dormirlo. Sintió de pronto una fuerte punzada en la cabeza y cayó al suelo.

Abrió los ojos al ser aventado por su padre fuertemente contra el suelo. No conocía el lugar, pero sabía perfectamente que estaban muy lejos de casa. Se encontraban fuera de un convento.

-Quédate quieto donde estás.- ordenó el mayor con tono severo. Ingresó al convento y salió pasados apenas unos minutos en compañía de un monje.

-¿es éste…?- dijo el monje sin poder terminar la pregunta.

-Sí. Lo es. Le ruego disponga de él sin mencionar ni una sola palabra, lo dejo a su entero servicio.- Terminó de decir esto entregando una bolsa de monedas de plata al monje, dio media vuelta y fue hasta donde se encontraba su carreta.

El niño durante todo este tiempo no articuló palabra, estaba ocupado pensando en su madre. No recordaba haber visto nada más desde que quedó inconsciente.

-Vamos dentro- exclamó el monje después de contemplarlo varios minutos, en todo ese tiempo había llevado el habito con la capucha puesta. El pequeño aun no conocía más que media cara suya.

Caminó detrás suyo por un recorrido largo mientras el monje le mostraba el interior del convento.

-… después de pasar el altar principal, por la puerta de la izquierda se llega a sacristía, ahí hay una puerta que da al patio… después de éste hay un edificio con cuartos… las puertas blancas son las habitaciones de los monjes… las de madera de arce de los superiores… bajando las escaleras del corredor…- palabras, palabras y palabras. Al niño no parecía importarle lo que el monje decía; pensaba que su padre había ido al pueblo por algunas cosas y mientras tanto lo había dejado allí, en cuestión de algunas horas regresaría por él.

Descendieron por las escaleras que conducían a un piso subterráneo, donde el pequeño se horrorizó al percatarse que era una habitación que almacenaba instrumentos de tortura que aún escurrían sangre.

-…este es… quizá ya te habrás dado cuenta que es el lugar de castigo…- comenzó a explicar el monje-…aquí son sentenciados y castigados todos los que van en contra de las leyes de la iglesia… todas las brujas o los herejes… como sea, será mejor que hagas de ahora en adelante todo lo que se te enseñe si quieres salvar tu alma del pecado.

El niño no pudo articular palabra, pensó en los usos que podían darles a todas las cosas que se encontraban ahí, sintió nauseas de solo imaginarlo. En ese momento ingresaron en el cuarto tres hombres con vestimentas largas y negras, dos de ellos llevaban a una mujer vestida de blanco encadenada por las muñecas, con una expresión de tristeza y resignación y varias cicatrices marcadas en su rostro. El monje hizo una reverencia hacia ellos cuando pasaron por enfrente de ambos.

-Será mejor que continuemos- dijo sujetando la mano del niño halándolo hacia sí.

Lo condujo hasta un cuarto pequeño donde se encontraban seis niños más, distribuidos en tres literas altas de tablas en condiciones lamentables, daban la impresión de que en cualquier momento caerían para aplastar a quién se encontrara en la cama baja.

-Bueno… puesto que ya no hay más espacio. Alguien tendrá que compartir la cama- anunció a los seis inquietos rostros que observaban fijamente al recién llegado.

-Puede quedarse conmigo- dijo alzando la mano un chiquillo de aproximadamente nueve años, probablemente era el mayor; era de complexión delgada, piel canela, cabello ondulado que le llegaba hasta el cuello y ojos chocolate, dueño también de facciones inhumanamente hermosas.

- Bien, encárgate pues de explicarle las tareas que le corresponden mañana, debo ir a orar, ya perdí bastante tiempo- dicho esto salió del cuarto. Los demás niños le ignoraron y se volvieron a sus pláticas o juegos, suficiente tenían con soportarse apenas entre ellos.

-¿cómo te llamas?- dijo tendiéndole la mano al recién llegado en señal de saludo. No hubo respuesta, el pequeño le ignoró y se sentó en el suelo abrazando sus piernas.

-No importa si no quieres hablar ahora. Yo soy Adrien.- dijo al momento que se sentaba a su lado imitando la posición. –Vamos a la cama, mañana tenemos que madrugar para barrer el patio y preparar el desayuno de los frailes.- tomó su mano y lo estiró para levantarlo. El pequeño no pudo evitar sonrojarse ante el contacto; nunca en sus escasos siete años de vida había tenido contacto con otro infante fuera de su hermana.

Se metieron en la cama. Adrien dividió las tres sábanas con las que dormía; una para cada uno y la tercera para los dos, le cedió su almohada y le deseó las buenas noches.

En la litera contigua, en la cama de arriba, una pequeña niña observaba celosa aquella escena. Para ella Adrien era su mejor amigo, no pudo evitar sentir una cierta rivalidad hacía la persona con quién ahora compartía la cama.