Invoqué a un espectro con mi mano libre, frunciendo el ceño por el dolor y con el corazón latiendo con fuerza debido a los no muertos que se aproximaban a mí. Estos, empuñando sus afiladas armas, me miraban con los ojos de un azul brillante que carecía de vida. El color de la muerte.
Con un suspiro que me hizo hincar las rodillas y las manos en el suelo, mi fiel sirviente apareció de entre una nube de blanquecinos tonos. Sus cabellos puntiagudos ondeaban en el aire, y su rostro tan demacrado como la cabeza que tenía por corazón me preguntaba qué debía hacer.
— ¡Mata a los esqueletos! —grité con la voz ronca, dejando todas mis fuerzas en tal orden.
Sin dar tiempo a que uno de los esqueléticos arqueros dejara volar una flecha en mi dirección, mi protector conjuró un orbe que lo llevó a las oscuridades donde había de estar. Y así, uno a uno, los enemigos fueron cayendo sin poder hacer nada en contra de mi poderoso conjuro. Sentí alivio en cuanto el último fue derrotado, surcando una sonrisa en mi rostro y llamando a Jaze para que, antes de volver al más allá, me sanara con su magia.
Mis heridas se cerraron con un dolor inmenso, sin embargo la clama no tardó en llegar en cuanto mi mente quedó liberada de tal sufrimiento. Me puse en pie, tambaleante, y tras exhalar una bocanada de aire seguí con mi camino. Ya quedaba poco, o eso suponía, para llegar hasta la sala en donde había de encontrar uno de los artilugios que el cura me había suplicado que encontrara.
"Estás metiéndote en un terreno que no tienes por qué pisar" susurró en mi cabeza la voz del caballero dragón con el que compartía cuerpo. Ella, tan superior como siempre, llevaba todo el rato ordenando a que prosiguiera con mi búsqueda del Templo antes de que mis compañeros y no tan compañeros matadragones se percataran de en lo que me había convertido.
—No tengo ganas de seguir escuchándote, ¿de veras no hay ningún maldito conjuro para callarte? —dije con molestia, absorta en el camino que estaba siguiendo y acariciando las polvorientas paredes.
La Torre de Lord Lovis era una estructura imponente, cuya figura contrastaba con el verdoso paraje en donde se encontraba. Me mordí el labio, imaginándome lo emocionante que sería esta en los tiempos en donde los dragones podían surcar los cielos sin ser perseguidos por nosotros, quienes debíamos de acabar con sus vidas. Un punto en contra para mí, pues ahora yo era una de esas bestias aladas. Un crujido consiguió que mis manos fueran cubiertas de un aura violácea, en posición de ataque. El miedo consiguió que me ardiera el pecho y mis ojos escocieron. Aún estaba agotada por la batalla anterior, y si una nueva horda de esqueletos aparecía, estaría muerta.
—¿Ha alguien? —inquirió una voz, tan extraña pero a la vez, reconocible. Un espíritu— ¡Tengo buenas mercancías! —Me acerqué a una puerta, tras ella, la voz seguía intentando llamar mi atención. Podría ser una trampa, pero me decanté por internarme en la sala—. ¡Oh, pero si es una dama! ¿Qué la trae por aquí?
El fantasma se aproximó a mí, mirándome con su característico rostro, propio de su especie. Sus manos se alzaron, en señal de alegría.
—¿Quién eres? —Fue lo único que pude pronunciar, sin poder asimilar que, tras tantos enemigos, un ser no hostil me recibía con los brazos abiertos. Literalmente.
