Hola.
Aquí está un nuevo fic que escribí mientras esperaba a que me arreglaran mi notebook quemada.
Disclaimer: Spyro y los demás personajes pertenecen a Activision, creo.
Capítulo 1
Día de suerte
—A ti te toca Ciudad Acantilados —ordenó aquel gran monstruo obeso de gafas redondas y oscuras, con armadura de metal, y llevando siempre consigo un tosco cetro con una calavera en la punta.
Así más o menos era el Doctor Shemp, quien se adueñó del mundo de Pacificadores, luego de que Gnasty Gnorc, su jefe, se vengó de los dragones cristalizándolos. Ser llamado feo era algo que no podía tolerarse bajo ninguna circunstancia, así que esos escupe-fuego se lo tenían más que bien merecido. En fin, mis tres compañeros, yo incluido, nos fuimos por distintos caminos, y agradecí por dentro que no me tocara la Cueva de Hielo; el frío era algo que no podíamos soportar los de mi especie por más que nos envolviéramos con frazadas. Crucé el portal hacia mi nuevo destino, junto con el tesoro que tenía entre mis brazos, casi cubierto con las gruesas ropas azules que tenía, al resguardo de ojos curiosos. Tenía que cuidar aquel objeto que se veía tan frágil y pequeño a toda hora porque, si le llegara a pasar algo malo, no sabría qué carajos hacer. Eso era parte del trato que hizo el Gnorc con nuestra gente, proteger esas cosas, esos huevos de dragón, haciéndome preguntar por qué no acabamos de una vez con ellos. Supongo que él tendrá planes para esos huevos, quizá trate simplemente de comérselos en una tortilla, pero por ahora no podía despegarme de aquella cosa rosada.
El mágico portal me llevó hasta adentro de un antiguo y amplio edificio de grandes bloques de piedra, los cuales estaban por todas partes, iluminado por tres míseras antorchas, y con un gran arco donde se podía vislumbrar el exterior. Con pasos silenciosos me acerqué hacia la salida de este supuesto castillo, donde apareció frente a mí un puente también hecho de piedra, que unía un acantilado con otro. Pronto un fuerte olor a comida apareció en el aire, y me di cuenta enseguida que provenía de una gran olla, utilizada por una cocinera de alta estatura que se armaba de un cucharón tan grande como el recipiente en el que estaba trabajando. Dos seres estaban cerca de ella, al parecer esperando a que el guiso ya estuviera listo, pero la rolliza chef de vestido rojo los mantenía alejados, amenazando con golpear a cualquiera con su gran utensilio. Llegué al final del sendero, donde todavía no había sido descubierto por ellos, pero el sonoro bofetón que recibió uno de los observadores impacientes hizo que me echara a reír. De inmediato las miradas de esos tres individuos se fijaron en mí, con lo que me quedé estático, sin saber cómo reaccionar.
—¿El Doctor Shemp te envía? —preguntó ella con una sorpresiva voz amable, aunque no pareciera serlo siempre, con lo que asentí con una amplia sonrisa—. Entonces, bienvenido a Ciudad Acantilados. Ven aquí a probar mi guisado de lagartija.
Me acerqué entonces, aún con cierta desconfianza en mis pasos, mientras que ella servía la espesa preparación en cazuelas primero a sus dos compañeros de grandes sombreros, sandalias y capas de rejilla de metal, quienes iban llevándose la carne a sus bocas por medio de unos cuchillos. Pronto la cocinera me acercó un plato, con lo que pasé el huevo (que era tan grande como una pelota de hándbol) a un brazo mientras que el otro lo alzaba para agarrar la comida. Fue allí donde ellos vieron parte del objeto valioso que tenía y se quedaron inmóviles para contemplarlo; parecía ser que era la primera vez que veían un huevo de dragón. Quizá estaban pensando en lo mismo que yo, porque ellos no sabían bien qué cara poner, y todo porque ellos no se llevaban bien con los lanza-fuego. Es verdad, esos reptiles habían invadido cinco mundos y no hacía falta preguntar cómo convivían con los demás seres si pateaban ovejas por diversión. Bueno, ¿por qué demonios estoy diciendo estas cosas, cuando el asunto está mucho peor en donde provengo? Aparte de venir a cumplir con este trato, este viaje a este mundo lo consideré como unas vacaciones, para distenderme un poco de tanto caos.
Sentado en el suelo de tierra, saboreaba aquella comida mientras que el sol se ocultaba con lentitud y estaban apareciendo de a poco las estrellas. La gente sabía bien que pronto sería hora de refugiarse del frío de alta montaña y de este clima desértico, y aunque estaba acostumbrado a la dura vida en el desierto, era mejor no permanecer en la oscuridad, a pesar de gustarme la noche. Pronto descubrí a algunos de los demás pobladores de Ciudad Acantilados, mientras iba recorriendo un par de calles, siguiendo a esos tres individuos que buscaban su refugio para pasar la noche. Todos ellos se parecían mucho: unas cuantas rudas cocineras y esos tipos que portaban largos cuchillos. Había unas cuantas casas, de cuatro gruesas paredes y techos que alcanzaban varias alturas, en donde aquellas criaturas se fueron repartiendo. Las grandes ollas tuvieron que quedarse afuera, sin que sus dueñas se preocuparan si alguien pudiera robarlas. No ocurría tal temor, si Gnasty Gnorc les quitó las catorce mil joyas a los dragones y las repartió a modo de compensación por todo el daño que sufrieron esas bestias; claro que él se tuvo que quedar con un importante número de piedras por ser el que planeó toda esta estrategia.
—¿Quieres apostar el huevo? —me preguntó uno de esos sujetos de sombrero con una sonrisa maliciosa en su cara, después de que sus amigos se reunieran a pasar el tiempo jugando a las cartas.
Le respondí con una risa irónica: por supuesto que sus gemas robadas no tenían ni por asomo el mismo valor que aquel huevo de dragón de color rosado con pintas púrpuras. Ellos no lo tomaron para mal, porque sólo me estaban haciendo un chiste; sabían que yo era el único que podía poseer por el momento esa cosa ovoide. Pronto ellos se cansaron y se echaron a dormir donde pudieron, en el suelo sobre precarios colchones hechos de pasto seco. Hice lo mismo después de un rato, asegurándome primero que ese cuerpo ovalado que tanto cuidaba estaría bien envuelto entre mis ropas holgadas de color azul rayado. Dormir en un lugar desconocido hacía que uno no se sintiera muy tranquilo que digamos, y por eso estuve atento al movimiento de las llamas de la antorcha que iluminaba el cuarto y al sonido del dinámico viento del exterior. Pese a eso, enseguida cerré mis ojos que eran totalmente blancos pero mi descanso fue interrumpido en ocasiones por los raros ronquidos de mis recientes compañeros de cuarto. Mañana me decidiría a recorrer más la cuidad y a buscar un lugar mejor, porque me enteré que hicieron toda una ciudad sólo para tres dragones ahora convertidos en cristal de color verdoso.
El sol brilló al día siguiente, iluminando las pequeñas ventanas que había en la habitación, y todos se levantaron de inmediato. La cosa con cascarón estaba como la había dejado y, con cuidado, la aparté un rato para poder ponerme de pie. Tomé aquel objeto preciado y, al salir afuera, lo primero que llamó mi atención fue esa cascada de extrañas aguas oscuras. Aquellas aguas formaban un ancho río que se perdían después de pasar bajo un puente. Como parecería que nadie podía usar esas aguas, los pueblerinos apenas instalados se las arreglaban con jugo de cactus. Esos portadores de cuchillos largos eran los encargados de cortar las plantas y de cazar las lagartijas para el almuerzo, mientras que las cocineras sólo se ocupaban de cocinar. Principalmente, se trataba sólo de eso pero también iban cada tanto a burlarse de los lagartos inmovilizados, echándoles basura o, más sencillo aun, insultándoles o desafiándoles a que se movieran para defenderse de los gestos de mal gusto. Encontraba a todo eso muy gracioso, y también me uní con ellos en la provocación poniendo frente a los cristalizados su huevo, pero tenía que poner manos a la obra y recorrer la ciudad como me lo propuse.
—Ten cuidado con el punto más alto de Ciudad Acantilados, ladroncillo —me advirtió con una sonrisa de lado la guisandera de vestido escotado, que no sabía bien si era en serio o no su súbito aviso—. No vaya a ser que los buitres confundan tu huevo con los de ellos.
De inmediato, eché una mirada hacia donde ella me decía, hacia donde había una meseta a gran altura, con lo que se podía acceder por medio de un torbellino mágico. Se podía observar a los pájaros de rapiña revoloteando alrededor de una torre y, por allí cerca, también había un reptil volador cristalizado, donde las aves aprovechaban ese lugar para posarse. Si fue broma o no, no tenía intenciones de acercarme a ese sitio, si ya había encontrado un cuarto seguro donde instalarme. La vida allí parecía tranquila pero el botín robado siempre iba conmigo, por las dudas, y por más que me estaba llevando bien con la gente de esta ciudad. Pero pronto todo se fue al diablo y uno de los que llevaban un arma blanca consigo llegó a los gritos, con lo que todos se reunieron a su alrededor con rapidez para ver qué rayos le pasaba. Al principio no se le entendía nada, sólo decía palabras sueltas sin sentido y su nerviosismo sólo empeoraba las cosas. Estuvo así por un tiempo, hasta que una de las corpulentas que se armaban con cucharón perdió por completo la paciencia y le dio una bofetada que lo tiró al pobre al polvoso suelo.
—¡Un dragón! ¡Un dragón se salvó de ser cristalizado y está liberando de a poco a los demás!
—Pero, ¿cómo fue que pasó? —preguntó uno de sus compañeros, coincidiendo justo con lo que pensaban los demás. De nuevo aquel se tardó en responder, creando una especie de suspenso, pero cuando intentaron pegarle de nuevo, desembuchó.
—Se salvó porque era el más pequeño de todos y también está recuperando las joyas y los huevos de dragón —explicó con tono de voz de lo más triste, mientras sujetaba con una mano temblorosa el vaso con agua de cactus que le ofrecía otro colega—. Lo hace con ayuda de una libélula.
—No puede ser posible —comentó una de las chefs alarmada e indignada—. Se las va a ver conmigo. ¿Acaso está muy cerca de aquí?
—Está recorriendo el mundo de los Artesanos, pero por lo menos, los dragones liberados no pueden ayudarlo. Están demasiado débiles y tardarán en recuperarse —explicó aún más triste.
—Además, si alguien intenta ayudarlo, Gnasty Gnorc lo volverá a cristalizar —reflexionó alguien, con lo que muchos estuvieron de acuerdo con su idea, asintiendo en conjunto.
—Lo mejor será prepararnos para la llegada de ese reptil problemático —propuso una de las féminas con determinación, aparentando usar su bestial cucharón como un garrote—. No se saldrá con la suya en este lugar. ¿Estamos de acuerdo?
Dicho eso, todos se dispersaron del grupo velozmente para defender el territorio, o más bien, sus pertenencias robadas. El sitio donde uno aparece tras cruzar el portal para llegar hasta aquí, a esta ciudad, era constantemente vigilado y cada una de las criaturas tenía un arma en la mano, esperando utilizarla en cualquier momento. Por mi parte, busqué un lugar donde encontrarme cara a cara con este nuevo enemigo, donde no podría alcanzarme con facilidad. Tenía la ventaja de correr rápido y de saltar muy alto; en pocas palabras, era muy escurridizo, a pesar de que tal vez podría enredarme con la ropa que me llegaba hasta el suelo. Había un lugar perfecto: recorrer los estrechos alrededores de una casa que justo tenía cerca un precipicio; pienso que el dragón se cansará de cambiar de dirección a cada rato y, si siguiera de largo, le esperaría una profunda y espectacular caída. Eso estuve observando pero, para ponerle más complicadas las cosas a este héroe imprevisto, decidí que tendría que esperarlo en lo alto del techo de una de las construcciones más elevadas ya que, según lo que escuché, ese pequeño aún no sabía volar, con lo que jamás me alcanzaría.
Soplaba el viento con más fuerza a esa altura y, desde allí, había una gran vista, con un abismo impresionante por un costado del paisaje. Sí, parecía una buena zona, sin embargo, unas repentinas sombras hicieron que me distrajera, que pensara en otra cosa, así como unos sonidos que reconocí como graznidos. Los ruidos venían de arriba y ahí pude ver a unos cuantos buitres que volaban en círculos, aunque aún desconocía que se proponían con eso. Supongo que debería ignorarlos, pero de repente las aves se lanzaron en picada al ataque y me vino a la mente aquella advertencia. Estos pasaron muy cerca de mí, hasta que uno consiguió aferrarse a mi turbante sin dejar de aletear desesperadamente y otro se proponía a arañar lo que podía. Trataba de echarlos con la mano que tenía libre y a deshacer el agarre, no obstante, los pájaros comenzaron a rodearme y a tirar de mis ropas. Al final no fue una buena idea estar allí en las alturas, en ese callejón sin salida, porque no podía ver si me acercaba o no a un precipicio. A un par de plumíferos conseguí darles unos buenos golpes, pero sentí que había algo que me faltaba, y en un instante, la nube negra de plumas, garras y picos se desvaneció.
—¿Qué? —me pregunté como un idiota cuando no veía al huevo por ninguna parte, salvo en las afiladas y curveadas uñas de uno de los buitres, que se alejaba poco a poco de mí. Por supuesto que todo esto no me hacía ninguna gracia—. ¡Vuelvan, malditas aves!
Enseguida me bajé del techo enfurecido para ir directo hacia el torbellino mágico y así ir hacia donde los pájaros se reunían. Luego del ligero mareo que provocaba el ascenso en espiral, pude ver a los desgraciados posados plácidamente sobre unos cortos postes de madera, como si nunca hubiera ocurrido lo de recién. Me llevé un susto cuando vi a lo lejos al principal responsable picoteando mi botín, tratando de llegar hasta el viscoso líquido de su interior, y fue allí cuando empecé a correr con todo. Los demás se alarmaron y alzaron vuelo enseguida para ayudarle, con lo que otra vez la bandada me rodeó por un momento. Esta vez no dejé que me inmovilizaran y observé que el ave en cuestión iba a dirección contraria, hacia la zona de viviendas y, sin perder más tiempo, fui tras él. Casi podía alcanzarlo con un par de saltos, pero el buitre subía más y más en el cielo. Noté que se dirigía hacia el portal de salida de esta ciudad y, sin más, se dejó llevar por esa fuerza mágica. Pronto un recordatorio se me presentó y era que no podía salir del sitio, pero lo más importante era recuperar el huevo.
—¡Espera! —exclamó una cocinera que estaba ahí cerca, que estaba trabajando con la compañía de una compañera, justo a esa altura. Su grito repentino hizo que por poco me cayera al piso en plena frenada, aunque me incorporé enseguida para saber qué rayos quería decirme—. ¡Qué suerte la tuya! Mira que hay varios domadores de buitres en Cañón Árido. Quizá puedan ayudarte.
Le agradecí con una sonrisa por el dato y, sin más demora y de un salto, crucé el portal para ir hacia el punto central del mundo de Pacificadores. No debía permitir por más tiempo que me envolviera esa horrible y repugnante sensación de ser robado, justo a mí, y menos por un pajarraco.
Y, ¿qué les pareció el primer capítulo?
