Para ser sincera, nunca pensé que iría a seguir esta historia. La versión original la publiqué aquí, en FF, cuando tenía trece años. Sólo era el primer capítulo que nunca seguí, pero hace unas semanas recordé mi cuenta de FF y para reírnos un poco lo compartí con mi primo, quien dijo que "era bueno y debía seguir". La idea global fue mía, pero a él se le ocurrieron las cosas interesantes, así que, básicamente, la historia que leerán a continuación es de ambos, creada a las dos de la mañana.

Infinitas gracias a él, ya que me animó y leyó todas las aberraciones que precedieron a esta versión.

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I. Rin - Adiós, Tokio.

Un enérgico sol se imponía, un sol que avisa el fin de las clases, haciendo felices a la mayoría de los estudiantes, que esperaban con ansias las vacaciones de verano. La ceremonia que daba fin a otro año escolar había terminado, dejando a sus alumnos libres por un mes, un hermoso y glorioso mes. Sin embargo, solo una persona no lo disfrutaba como el resto, que salían de la escuela en pequeños grupos, planeando entre risas lo que harían ese verano. Rin Kagamine, que estaba sentada en el suelo de la azotea del edificio disfrutando sus últimos momentos en la escuela media, rodeada de sus mejores amigas, miraba al vacío con una tristeza evidente. Sus amigas, Yukari y Yui, hablaban sin parar de lo mucho que la extrañarían, pero Rin no escuchaba ni media palabra de lo que decían. Estaba desconectada del mundo y, sinceramente, prefería estar así.

Hace dos meses que había recibido la peor noticia que se le podía dar a una adolescente: tendrían que mudarse de ciudad. Rin les había dicho millones de veces a sus padres que no quería irse de Tokio, diciéndoles un montón de excusas, pero nada hizo que cambiaran de opinión. Al parecer, su padre había encontrado un nuevo trabajo en Karatsu, que quedaba al otro lado de Japón, y tenían que irse de todos modos.

— ¿Por qué te vas ahora que comenzaremos la preparatoria, Rin? —preguntó Yui, en un intento desesperado de acaparar la atención de la rubia, ya que se había percatado de que no les prestaba atención.

Rin se sobresaltó, como si la hubieran despertado de un sueño. Miró a sus amigas con sus grandes ojos azules, sorprendida, como si ellas no fuesen reales, y luego sonrió forzadamente, intentando no echarse a llorar en cualquier momento. Yukari y Yui se miraron preocupadas, dudando si abrazarla o dejarla tranquila. Sabían perfectamente de que a Rin no le gustaba llorar en frente de las personas y si la abrazaban, lo más seguro es que empezaría a lagrimear.

—Mi padre cambió de lugar de trabajo —dijo la rubia, en un tono alegre pero claramente forzado que enseguida notaron las otras dos—. No se preocupen, voy a visitarlas en cuanto pueda, que me vaya a otra ciudad no significa que no seguiremos siendo…

Pero no se pudo contener. Su voz ya había comenzado a sonar ahogada, como si tuviese algo firmemente atascado en la garganta, y las lágrimas corrían sin su permiso por sus mejillas, que se sonrosaron al instante. Yukari la abrazó, ya sin contenerse, y Yui también. Las tres amigas lloraron a la vez, contagiadas por Rin, quien intentaba parar de llorar. Yukari echó su cabello rosa pálido hacia atrás con la mano y se limpió las lágrimas con el dorso de la otra, esbozando algo parecido a una sonrisa. Las amigas se separaron, las tres secándose las lágrimas como podían.

—Tra-tranquila, Rin, nos v-volveremos a ver, d-de eso seguro —dijo Yukari, interrumpida por leves hipidos—. N-no es un a-adiós p-para siempre, ¿n-no?

Yui asintió con rapidez, al mismo tiempo que Rin murmuraba algo ininteligible. No había querido llorar frente a ellas, quería al menos despedirse como lo haría habitualmente, ya que las volvería a ver, ¿no? No podía ser un adiós para siempre. Dándoles un vistazo a ambas, ésta vez en su cara apareció una sonrisa geniuna y se abalanzó para abrazarlas de nuevo. Verdaderamente las iba a extrañar, muchísimo.


Habían pasado solamente dos días de la ceremonia de fin de año. Sus amigas la habían ido a despedir al aeropuerto y, como era de esperar, volvieron a llorar como si no hubiera un mañana, mientras se prometían entre sollozos llamarse y escribirse todos los días.

El viaje a Karatsu pasó sin problemas. Habían tomado un vuelo desde Tokio hacia el aeropuerto de Fukuoka, ya que en su nueva ciudad no había uno y un viaje en automóvil era prácticamente imposible. Al llegar, la familia, agotada, esperó al tren que los dejaría en su destino. Rin estaba de malhumor, harta de ir con maletas por todos lados, sus padres, sin embargo, no se quejaban e incluso se veían emocionados. Pasadas las dos horas en el tren, al fin llegaron a la estación Karatsu, donde el padre de Rin enseguida comenzó a buscar algún lugar para rentar un automóvil y emprender camino a su "nueva y fabulosa casa", como había dicho. Finalmente, consiguieron auto pequeño, pero en donde había suficiente espacio para las maletas que llevaban. Condujo fuera —muy afuera— del centro de la ciudad, dejando a Rin completamente estupefacta. No abrió la boca, pensando en que su padre iría a buscar algo a los al rededores, hasta que llegaron a la entrada de lo que parecía ser un pequeño bosque. La rubia miró hacia el bosque y el camino de tierra que se adentraba al él, luego se giró y observó los pequeños edificios que se alzaban. Aunque el centro de la ciudad no era nada parecido a Tokio, prefería estar ahí antes de vivir en un bosque. Aún así, pensó que su padre estaba equivocado.

—Papá, creo que estás leyendo mal el mapa o algo, porque no creo que nuestra casa quede por aquí —dijo Rin, haciendo énfasis en la palabra "no".

—Claro que no me he equivocado, Rin —contestó felizmente su padre, sonriendo de oreja a oreja y tamborileando los dedos al compás de una canción que sonaba en la radio—. Nuestra casa queda al otro extremo del bosque.

Fue entonces cuando la rubia se indignó de tal manera que, para gran suerte de sus padres, quedó muda. ¿Que iban a vivir en un bosque? De pensarlo le dio un enorme asco y comenzó a marearse, pero ni su madre ni su padre se percataron de eso, por lo que siguieron charlando con alegría sobre el buen tiempo que hacía y de la suerte que tenían de haber encontrado un hermoso lugar como aquél al que iban. La chica echó un vistazo por la ventana, mal humorada, al mismo tiempo que la radio interrumpía su transmisión para dar paso al noticiero. Captando a fragmentos lo que parecía ser la noticia de un choque de trenes en Europa o algo por el estilo, escrutó con su mirada azul cada árbol que pasaban, sintiendo que el mareo aumentaba cada vez más y más. Quiso volver a mirar atrás, para ver el último "pedazo de civilización", como ella lo había catalogado, pero solo encontró árboles. Al parecer el bosque no era tan pequeño como parecía en un principio. De un momento a otro, la radio dejó de sonar, cortando al reportero en medio de su frase —"Estimamos, por el momento, que al menos trescientas víctimas resultaron ser fatales y doscientas personas salieron heri..."— y todos supusieron, para pesar de la rubia, que ya no llegaba la señal. Su madre había sacado una bolsa de plástico que, por el olor, dedujo que contenía comida.

— ¿Quieres, hija? —le preguntó. Era tan parecida a Rin, casi como una gota de agua. Salvo por sus ojos, que eran de un color miel suave.

Rin negó con la cabeza, evitando a toda costa el contacto visual con su madre, y el mareo se intensificó. Nada de comida, al menos no por ahora.

Al fin, la rubia vio que el verde de los árboles se acababa, dejando que un cielo azul penetrante sin un atisbo de nubes se presentara ante ella. Pero aún así, no le alegró para nada. Solo se veía una descuidada casa de ladrillos a lo lejos, de un color rojo tierra, al menos de cuatro pisos, rodeada de césped demasiado largo, con algunos parches amarillentos y otros verdes. Y para mala suerte de Rin, pararon ahí. Miró aún más indignada a sus padres, como si le hubiesen dicho el peor de los insultos en la cara, pero estaba tan mareada que pensó que iba a vomitar si hablaba. Su madre tomó unas cuantas maletas y su padre le ayudó. Rin tomó las suyas —dos enormes de color amarillo fuerte— y siguió a sus padres al interior de la casa.

Al pasar de la puerta de entrada, se sintió como si estuviese en una mansión abandonada.

La casa tenía originalmente las paredes forradas en tela de color rojo, con motivos de flores de lis de un rojo más oscuro, que ahora estaban desteñidas, dándole a la sala un cierto aire de grandeza. El suelo era de madera y tenía un montón de polvo acumulado encima, crujía a cada paso que daban, pero parecía firme. Tenía algunos muebles de madera de roble, cubiertos por una gruesa capa de polvo al igual que el suelo, pero se veía que, si los limpiabas un poco, estarían como nuevos. Una escalera enorme que llevaba al segundo piso estaba adornada por alfombra del mismo tono de las paredes. Enormes cuadros de paisajes se extendían por todo el salón, dejando a Rin y a sus padres con la boca abierta. A nadie se le había pasado por la cabeza que en una casa abandonada hubiera tantas cosas.

—¿Vamos a vivir aquí? —preguntó la rubia con voz ahogada. Se le había ido ese mareo desagradable, reemplazado por una sensación de nervios extraña, mezclado con unas ganas de echarse a reír.

Su madre asintió, aparentemente igual de sorprendida que ella, por lo que no pudo hablar. Su padre simplemente se quedó parado, con los ojos como platos y la boca abierta.

—¿Cómo pagaron esto? —preguntó otra vez Rin. Intentó señalar la estancia, pero casi no podía moverse de la consternación.

Su madre solo atinó a negar con la cabeza, sin dejar de mirar la gran habitación con cuadros. Rin sabía que estaban gratamente sorprendidos, ya que sus padres eran coleccionistas. La familia de Rin siempre apreció todo lo que tenía que ver con el arte, cualquier cosa. El abuelo de ella era un famoso pintor y su abuela una prestigiosa cantante de ópera. Ambos habían muerto en un accidente de avión, dejándole la herencia al padre de Rin, quien decidió ser un restaurador de pinturas.

Después de pasar un buen rato mirando el salón, la chica subió lentamente las escaleras con las maletas aún en las manos a elegir su habitación. Entró a todas las habitaciones que había en su camino, encontrando desde armarios hasta misteriosos muebles de formas extrañas, todo cubierto de polvo, claro. Pero una le llamó especialmente la atención y entró, dejando las maletas amarillas afuera. Tenía las paredes de forradas en tela de color azul fuerte, pero no estaban desteñidas como las del resto de la casa, el suelo, de madera como, era el único que parecía no crujir y todo parecía relucir de limpio. Lo único que había en la habitación era un enorme espejo, que iba desde el techo hasta el suelo y se extendía por casi toda una pared. Su marco era grueso, de color negro y con relieves de distintas plantas y flores que la rubia no consiguió identificar. No reflejaba a Rin, como un espejo normal habría hecho, si no que sólo reflejaba la sala y sus paredes azules, como si no pudiera notar la presencia de la chica en la habitación. Entonces, se acercó, temerosa, al gran espejo. Había olvidado de que estaba en Karatsu, de que no vivía en la "civilización", de que tendría que cruzar un bosque entero para ir a su futura preparatoria, que estaba en el centro de la ciudad, y que, según ella, detestaba su nueva vida.

Alzó una mano para tocarlo, pero una voz de chico le interrumpió.

—¿Quién eres tú?

Rin miró hacia atrás, asustada, porque no conocía esa voz. Echó un vistazo inútilmente a cada rincón de la habitación, sin encontrar absolutamente a nadie hasta que dio vuelta la cara hacia el espejo. Dio un salto y casi se cayó de espaldas directo al limpio suelo, pero logró milagrosamente mantener el equilibrio. Volvió a mirar al espejo, sin creer lo que veía. Un chico con su misma cara, su mismo cabello rubio corto, sus mismos ojos azules. Un chico le devolvía la mirada. Su misma mirada.

—¿Quién eres tú? —logró articular Rin, con un esfuerzo sobrenatural, aún mirándolo como si fuera un monstruo de seis cabezas.

El chico le miró con cara de pocos amigos, como si se estuviese burlando de él, pero aún así le contestó de buenos modos.

—Soy Len Kagamine.

Rin lo miró sin poder creerlo. Además de ser iguales —o bueno, casi iguales—, tenían el mismo apellido. Se aproximó aún más al espejo, tocándolo con sus manos, como si quisiera entrar. Gran error. Sintió como si una corriente de aire envolvía su mano, que rápidamente cuerpo y la elevaba, para luego caer de bruces al suelo. Abrió los ojos, que había cerrado por el impacto, y se levantó lentamente del suelo. Entonces vio que tenía al chico rubio llamado Len a su lado, mirándola como si tuviese ganas de explotar de risa. Y supo enseguida que no estaba en la misma habitación. Estaba en la sala del otro lado del espejo.