El lazo de odio que conecta a dos personas puede ser un simple mal entendido. Conocer a alguien a fondo y comprender sus motivos para actuar aclara mares tan turbios y puede remplazar a la enemistad por su contraria. El orgullo es un componente firme que entorpece determinadas relaciones , aunque disiparlo puede ser tan sencillo como emitir una palabra.
La relación entre Gil y Alice había mejorado notablemente ante sucesos anteriores y la convivencia se había tornado más cálida. Sus motivos habían sido objeto de la comprensión eventual del otro. Al final, terminaron por ser más parecidos de lo que ellos mismos lo podrían haber creído en el pasado.
Ese día en especial ambos se encontraban discutiendo. Realmente no era una discusión tan seria y grave como en algún momento lo habría sido; era más bien una tontera. El rubio, el tercero en el grupo, suspiraba entretenido. Se levantó de su silla de estilo Biedermeier para ir a por otro libro de tantos que había llevado consigo.
En tanto, Alice y Gil se quedaban silenciosos, perdiendo argumentos. Ya repetían tanto las mismas frases que llegaban a encontrarle la falta de novedad a esos momentos. Nunca apaciguarían los inofensivos ataques verbales con tal verdad, pero el tiempo lo hacía más y más obvio.
El mayor liberó un soplo y revolvió sus cabellos.
— Debo buscar los ingredientes para la cena. — Murmuró.
La chica se cruzó de brazos y lo analizó, firme en tanto él colocaba el negro sombrero sobre su cabeza y se dejaba el sobretodo encima. Captó la mirada de Alice; sus planes estaban implícitos.
— Iré solo. — Aclaró. No quería lidiar con caprichos; volvería del pueblo más rápido por su cuenta.
— Voy contigo, cabeza de algas. — Recalcó con el timbre de su voz la primera parte de su oración.
— No, no lo harás. — Opuso su resistencia, tomando entre los dedos y palma de su mano el picaporte de la puerta de su apartamento. Antes de salir, fue tomado de su único brazo por la muchacha, quien se ganó su enfado al halar de él con fuerza. — ¡Qué diablos, coneja! ¡Suéltame!
— ¡Voy contigo! — Repitió sin soltarle. Lograba ser pesada, pesadamente terca.
— ¡Te dije que no! — Resopló en su furia inofensiva. Movió el brazo de arriba a abajo, sin lograr librarse de la chica.
En eso, el rubio volvió a aparecer en escena y se sonrió divertido por la situación común. En su cabeza se encendieron los candelabros; había hallado una oportunidad única e imperdible.
— ¿Alice quiere ir contigo? — Palpó la tapa dura de su libro favorito.
— Sí, pero le he dicho que...
— Me parece bien que vayan juntos.
— ¡Ha! ¿Lo ves, cabeza de algas?
— Oz…—Se heló. Sostuvo la mirada del portador de doradas mechas, dejando prietos sus dientes. — ¡No me pidas que la traiga conmigo! Sólo esperará la oportunidad de exigir todo tipo de...
— Gil. — Le irrumpió sin crisparse, dedicándole una calma pero amenazadora expresión. Recordaba haberse topado con uno o dos gatos fuera del lugar a los que podía buscar para salirse con la suya.
— ¡Oz!
— ¡Ah! He visto a un minino esta mañana por la ventana. Creo que lo dejaré entr...
— ¡Muy bien! — Exhaló con la pesadez de un condenado, alterándose ante la mismísima idea de terminar con una bola de pelos encima. Bajó la cabeza rendido y giró el picaporte de la entrada, sin siquiera mascullar.
Oz sonrió a la castaña y le despidió con su mano diestra. Ella se disparó en su victoria y cerró la puerta tras de sí, llevando consigo el brillo del triunfo. Una vez solo, Oz rió. Se sentó en su silla Biedermeier e inició su aventura.
Sería interesante.
Ya fuera del sitio a base de ladrillos obscuros, Alice corrió. El hombre de sombrero se le había adelantado notablemente.
— ¡Espérame!— Le gritó en su prisa.
— Apúrate. — Vagamente emitió su exigencia, siempre evitando voltear. Este detalle dejó un puchero aparecer en la cara de la castaña.
No hablaron demasiado; la distracción andante fue la unión de sus pasos. Intentaban analizarse por el rabillo del ojo entre pequeños ratos, sosteniendo una liviana tensión que parecía inquietar más a la muchacha.
Quizá, admitiendo su parte de la responsabilidad por guardar silencio, la muchacha descubría el efecto que en ella repercutía cuando el azabache le evitaba y dejaba pasar sus miradas. Podía llegar a herirle, aunque ella no lo nombrase así.
— Oye. — Sus amatistas siguieron observando las pequeñas manchas de barro en sus botas blancas. La duda existía en su interior, cual molestia definitiva. No recordaba el enojo enorme que había sentido antes, no quedaban los menores rastros de éstos por Gil. ¿Ella seguía siendo una molestia para él, más allá de eso? ¿Seguía significando un enorme peso? Quería saber. Tenía que saber. — ¿Sigues odiándome, cabeza de algas? — Cuestionó sin alteraciones, diferente a su personalidad habitual. Lo sorprendió, causó que la mirase.
— ¿Qué? — Parpadeó. — ¿Qué tramas, coneja? ¿Por qué preguntas algo así de repente?
— ¿Acaso no es sencillo de contestar?
Gil sólo pestañeó y desvió la caminata por el sendero próximo.
Dentro de todo lo predecible que esa coneja negra era, había algo en ella que no dejaba de causar su impresión imprevista.
Alice, por su lado, le continuaba observando con detalle. Qué molesto, que él no le prestase su pensamiento. Con un "sí" o un "no" le bastaría. No era como si para ella fuese difícil plantear su sentimiento de ser cuestionada, y es que su relación era distinta, estable. Compartían la misma meta, el mismo ser que proteger.
El silencio les siguió haciendo compañía mientras se acercaban al centro del pueblo; el aroma a comida, fielmente, hizo descripción perfecta en el aire de los platillos y sus ingredientes. Claro que, por tantos sabores sugeridos por estas esencias, a Alice se le hizo agua a la boca. La carne, abriendo camino por sus fosas nasales, obligó al muchacho de sombrero a comprarle una ración.
Pasaron de tienda en tienda, sumando a sus brazos lo que cada vendedor tenía que aportar y cumpliendo con la lista mal escrita del azabache.
Mientras, una brisa que había comenzado minutos atrás era ahora un viento fuerte.
— Parece que se aproxima una tormenta. — Comentó el dueño del último puesto que visitaban, haciendo señales al cielo que a nublado se transformaba.
Gil suspiró, sabiendo que la lluvia podría atraparlos a medio regreso. Esa era su restante preocupación; con su carne, la coneja había dejado de ser una molestia.
Apresurado ya, agarró la última bolsa de las manos del hombre con la torpeza de la única propia y le pagó. Hizo una seña a Alice para que preparase sus pasos por igual y retomaron el camino por el cual habían ido.
Sólo faltaba llegar a casa y cocinar.
Los primeros minutos, Gil disfrutó de la paz interior. Lo único que deshizo la satisfacción de su tarea cumplida fue la pregunta hecha por la joven anteriormente, pregunta que significó un replanteo mayor de sus hasta entonces sostenidas suposiciones. ¿Le odiaba aún? ¿Seguía deseando que ella muriera o algo semejante? No en realidad. Su cabeza dibujó la negación en su pensar. Los pleitos con la fémina no eran más que una característica incluida en su compañía. Tanto su arrogancia rutinaria como ocasional inocencia extrema se habían unido a él. Era sin duda un componente más de sus días e incluso podía afirmar que comprendía ciertos aspectos de la menor. Sí, asintió con su cabeza al pensar en ello.
— ¿Qué demonios haces? — Escuchó a la joven junto a él.
Sin notarlo, movía su cabeza cual idiota ante la presencia de sus planteamientos mentales.
Se sonrojó, avergonzado.
— Nada. Sigue caminando.
Un fastidio.
El silencio pareció reinar por segunda vez en el retorno al hogar, y así reaparecieron las observaciones por el rabillo del ojo. Pareció repetirse el mismo patrón de secreto interés y Gil, viéndolo llegar tarde o temprano, se medio ruborizó ante la idea de su confrontación.
— No te odio, coneja. — Comentó él en la escala siguiente al murmullo. No quería repetirlo y recibir la carga de su vida por arrogancias desenfrenadas de la que miraba con brillante amatista.
Ella, desquebrajando lentamente al silencio que de su parte no había desaparecido, pareció carecer nuevamente de todo inseguro pensar.
— ¡Ha! ¡Lo sabía! — Exclamó, colocándose rápidamente frente a él y frenando la andanza. Expresó una sonrisa radiante y rebosante de orgullo.
— ¡¿Q-Qué estás haciendo?! ¡Muévete!
— ¡Sabía que habías dejado de odiarme! — Liberó su suposición, ampliando aquella feliz expresión.
— ¡Cállate! — Había aumentado su rubor profundo por la actitud contraria y el alboroto que causaba en medio del camino. Pasaban personas por allí.
— No te apenes, alga. ¡Puedes decir que me quieres!
— ¡Deja de decir tonterías! — Continuó, cubriéndose con su orgullo.
— ¡Bien! ¡Como quieras! — Finalizó la joven, y luego volteó para retomar el sendero, dejando a Gil conmocionado y pensativo.
Qué problemática.
Con una brisa violenta haciendo revolotear su ondulada cabellera, y saliendo del sobresalto, Gil encontró a la muchacha a varios pasos de ventaja. Chasqueó la lengua entonces y puso sus piernas en movimiento.
—¡Espérame!
— ¡Pues no te quedes atrás!
Y otra vez se vio apurado y preso del peso de las bolsas.
En tanto algunas pequeñas gotas chocaban contra la tierra y las piedras corrompidas de musgo, pasos no coordinados resonaron. Las palabras habían quedado frescas en el ambiente que les abrazaba y, sumadas a la terquedad, éstas sumían a los dos dentro de sus pensamientos.
Se acercaban a la residencia del mayor.
— Escúchame, coneja…— Empezó, ganando el mirar de la otra. — No tengo pensado repetirlo, ¿escuchaste? — Se detuvo en el camino, haciendo que Alice lo imitara. Una vez dicho, su mente podría relajarse. — No hemos tenido oportunidades para aclarar las cosas, así que lo haré ahora mismo. — Se mostró serio, casi calculando cada pequeña palabra y acomodándola con recelo. Era muy complicado para ser un hecho tan sencillo. — Lo que haya pasado contigo antes no importa. He dejado esos enojos atrás.
— Eso quiere decir que…— Se calló momentáneamente por la emoción que crecía sin control dentro de ella. Resplandeciente, colocó las bolsas que llevaba en el suelo, a los pies de Gil, y llevó ambas manos a sus caderas. Aquella sonrisa fue más extravagante que todas las demás, inolvidable. — ¡Tú y yo somos amigos!
— ...
— ¡Vamos! ¡Dilo!
Al diablo todo. Otro rato y la castaña le robaría el sombrero con tal de que lo escupiese. Trató de asimilarse con calma y confesarse frente a la pequeña ansiosa que le admiraba.
— Lo somos.
— ¡Oye! — La muchacha se quejó a pesar de la afirmación del azabache. Le arrebató su tanda de lo comprado y retrocedió.
— ¡¿Qué te sucede ahora?! ¡Dame eso! — Amagó a alcanzarla. Se detuvo, sin embargo. Alice había dejado las bolsas que portaba ante sus pies, en todo esplendor para que él pudiese patearlas por accidente.
— ¡Debes decirlo! ¡No tiene sentido si no lo haces! — Le reprochó con impaciencia.
— ¡Deja de...! — Inspiró lentamente, obligándose por propia piedad a serenarse y concentrarse en el punto mayor de la cuestión. — Muy bien, de acuerdo. Acércate. — Dejó al aire escapar silenciosamente por su nariz en tanto ella decidía responder a la orden y, palmando la cabeza de ésta con afecto, habló. — Somos amigos.
La compañera de su trayecto bajó los párpados al ser su cabeza acariciada como a una niña y se mantuvo quieta. Poco después, le miró a los ojos con brevedad y se volvió al camino, dejándolo atrás sin más preocupaciones.
— ¡Oye! ¡Devuélveme las bolsas!
— Toma esas que están en el suelo, alga. — Fue la respuesta recibida.
Volvía a ser la misma de siempre, vaya.
Quejándose por lo bajo, Gilbert acomodó su negro, negro sombrero y levantó con mediana facilidad la mercadería, recuperando el paso velozmente. En algún momento, una leve sonrisa alivió su rostro.
La orquesta de la tormenta hizo su aparición. En el apartamento, mientras tanto, retumbaban los vidrios empapados tras la percusión del llanto de las nubes.
Oz estaba a la mitad del tercer capítulo cuando la puerta fue abierta. Levantó la cabeza y curvó sus labios; allí estaban ambos, en pacífico silencio.
— ¿Cómo les ha ido? — Preguntó.
Gil colgó su sombrero y abrigo negros, y paseó sus orbes por aquel rostro curioso.
— Se ha comportado. — Se hizo con lo que había dejado sobre el mueble cercano al pasar, lo obtenido en los puestos del pueblo. — Ordenaré todo esto.
Con su gesto de oreja a oreja, el rubio volteó a la castaña.
— ¿Tú qué dices, Alice?
La menor le observó sin mucha expresión, y se sentó en algún lugar frente a él. Se cruzó de piernas y esbozó desinterés.
— Me ha comprado carne. — Comentó solamente, iluminándose al pensar en su preciado manjar.
El chico devolvió sus ojos al libro sin borrar la forma de sus facciones. Lo sabía, lo intuía con alegría interna.
Rió.
— ¿Qué es tan gracioso?
— Nada, nada, Alice. — Le respondió amablemente, llevando la cabeza de lado a lado. Esos dos no tenían cura.
Viva el orgullo, dicen.
