Prólogo. Un entierro
Esa mañana enterraron a Naruto. El padre, un hombre algo mayor llamado Hiruzen Sarutobi, que tanto afecto le profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar al Obispo, y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones. Un entierro no era un acontecimiento inusitado en Ortiz. Por el contrario, ya el tanto arrastrarse de las alpargatas había extinguido definitivamente la hierba del camino que conducía al cementerio y los perros seguían con rutinaria mansedumbre a quienes cargaban la urna o les precedían señalando la ruta mil veces transitada. Pero había muerto Naruto, cuya presencia fue un brioso pregón de vida en aquella aldea de muertos, y todos comprendían que su caída significaba la rendición plenaria del pueblo entero. Si no logró escapar de la muerte Naruto, joven como la madrugada, fuerte como el río en invierno, voluntarioso como el toro sin castrar, no quedaba a los otros habitantes de Ortiz sino la resignada espera del acabamiento.
Al frente del cortejo marchaba un joven de cabello púrpura llamado Romeo, era el monaguillo, sosteniendo el crucifijo en alto, entre dos muchachos más pequeños y armados de elevados candelabros. Luego el padre Sarutobi, sudando bajo las telas del hábito y el sol del Llano. En seguida los cuatro hombres que cargaban la urna y, finalmente, treinta o cuarenta vecinos de rostros terrosos. El ritmo pausado del entierro se adaptaba fielmente a su caminar de enfermos. Así, paso a paso, arrastrando los pies, encorvando los hombros bajo la presión de un peso inexistente, se les veía transitar a diario por las calles del pueblo, por los campos medio sembrados, por los corredores de las casas.
Una triste joven, de cabellos azabaches con tintes azulados y preciosos ojos perlados, marchaba junto a ellos. Era Hinata Hyuga. Estaba presente. Ya casi no lloraba. La muerte de Naruto era sabida por todos -ella misma no la ignoraba, Naruto mismo no la ignoraba- desde hacía cuatro días. Entonces comenzó el llanto para ella. Al principio luchó por impedir que llegara hasta sus ojos esa lluvia que le estremecía la garganta. Sabía que Naruto, como confirmación inapelable de su sentencia a muerte, sólo esperaba ver brotar sus lágrimas. Observaba los angustiados ojos febriles espiándole el llanto y ponía toda su voluntad en contenerlo. Y lo lograba, merced a un esfuerzo violento y sostenido para deshacer el nudo que le enturbiaba la voz, mientras se hallaba en la larga sala encalada donde Naruto se moría. Pero luego, al asomarse a los corredores en busca de una medicina o de un vaso de agua, el llanto le desbordaba los ojos y le corría libremente por el rostro. Más tarde, en la noche, cuando caminaba hacia su casa por las calles penumbrosas y, más aún, cuando se tendía en espera del sueño, Hinata lloraba inacabablemente y el tanto llorar le serenaba los nervios, le convertía la desesperación en un dolor intenso pero llevadero, casi dolor tierno después, cuando el amanecer comenzaba a enredarse en la ramazón del cotoperí y ella continuaba tendida, con los ojos abiertos y anegados, aguardando un sueño que nunca llegaba.
Ahora marchaba sin lágrimas, confundida entre la gente que asistía al entierro. Habían dejado a la espalda las dos últimas casas y remontaban la leve cuesta que conducía a la entrada del cementerio. Ella caminaba arrastrando los pies como todos, en la misma cadencia de todos, pero se sentía tan lejana, tan ausente de aquel desfile cuyo sentido se negaba a aceptar, que a ratos parecíale que ella y la que caminaba con su cuerpo eran dos personas distintas y que bien podía la una seguir con pasos de autómata hasta el cementerio, en tanto que la otra regresaba a la casa en busca del llanto.
Dos mujeres la acompañaban. A un lado su madre, Doña Hana, con el mohín de niño asustado que la vejez no había logrado borrar, llorando no tanto por Naruto muerto, como por el dolor que sobre Hinata pesaba, sintiéndose infinitamente pequeña y miserable por no haber podido evitarle a la hija aquel infortunio. A la izquierda iba Hanabi, la hermana, preñada como el año pasado, heroicamente fatigada por aquella lenta marcha bajo el sol. Hinata advertía en la atmósfera la fluencia del amor de las dos mujeres, la ternura de ambas sosteniéndola para que no diera consigo en tierra.
En el trecho final cargaron la urna cuatro hombres jóvenes como Naruto, aunque no vigorosos como lo fuera él antes de caer. Eran cuatro perfiles en ocre, aguzados como la cabeza del gavilán. Su juventud naufragaba en las miradas tardas, en los desfiladeros de los pómulos, en los pliegues que circundaban los ojos. Uno de ellos, primo hermano de Naruto, de cabellos negros azabaches y ojos tan azules como los del rubio, había venido a caballo desde Parapara. Los otros tres eran de Ortiz y Hinata los conocía desde niños. Había corrido con ellos por las márgenes del Paya, había matado palomas montañeras junto con ellos. El más alto, Kiba, sobre cuyos hombros caía poco menos del peso total de la urna, había estado siempre enamorado de ella, desde que corrían a la par del río y mataban pájaros. Ahora cargaba el cadáver de Naruto, soportando el mayor peso por ser el más alto, y dos lágrimas de hombre le bajaban por los pómulos angulosos.
Se divisaba ya la tapia del cementerio, su humilde puerta con cruz de hierro en el tope y festones encalados a los lados. Hinata recordaba el texto del cartelito, escrito en torpes trazos infantiles, que colgaba de esa puerta: «No salte la tapia para entrar. Pida la llave». La tapia era de tan escasa altura que bien podía saltarse sin esfuerzo. Y no había a quien pedir la llave porque nadie cuidaba del cementerio desde que murió el viejo Han. El gamelote y la paja sabanera se hicieron dueños de aquellas tierras sin guardián, campeaban entre las tumbas y por encima de ellas, ocultaban los nombres de los difuntos, asomaban por sobre de la tapia diminuta.
A escasa distancia de la puerta, la marcha del cortejo se tornó lentísima. Los cuatro hombres que llevaban la urna iniciaron, con gravedad de ceremonia ritual, un viraje de sus pasos destinado a hacer girar el ataúd hasta situarlo de frente al portal del cementerio. Como en una conversión de escuadra militar, pero incalculablemente más despacio, tres de los cargadores giraban alrededor de aquel que se mantenía en el ángulo delantero izquierdo. Este último se limitaba a mover los pies, levantando humaredas de polvo seco, simulando pasos que no daba. Era una evolución muy semejante a la que cumplían los cargadores de la imagen de Santa Rosa, cuando la procesión doblaba la última esquina de la plaza y tomaba el rumbo de la iglesia. Cesaron los murmullos y los rezos, las mujeres acallaron el llanto por un instante, y sólo se oyó el arrastrarse isócrono de los pies, un largo y patético chas-chas que encerraba para aquellos hombres una honda expresión de despedida.
Después lo enterraron. Eso no lo vio Hinata. Cerró los ojos con desesperada fuerza, reclinó la cabeza sobre el hombro de la madre, sintió en la garganta una sal de lágrimas que ya no salían y en el costado una herida casi física, como de lanza. A sus oídos llegaron confusamente los latinazos roncos del padre Sarutobi y la voz atiplada del monaguillo que decía "Amén" pensando en otra cosa.
Regresaron por la misma ruta, ya sin la urna. Marchaban, también de vuelta, al paso lento y desgonzado de los que no quieren llegar a donde van. Tal vez era domingo. Sin duda era domingo, pero nadie pensaba en eso. Ninguna diferencia existía entre un martes y un domingo para ellos. Ambos eran días para tiritar de fiebre, para mirarse la úlcera, para escuchar frases aciagas: "La comadre Mitsuki está con la perniciosa"; "Nació muerto el muchachito de Izumi Mukare"; "A Hagoromo, el de la calle real, se lo llevó la hematuria".
Apenas el padre Sarutobi se preocupaba por recordarles cuándo era domingo, desatando la voz de las campanas para anunciar su misa. Pero aquel día, domingo o lo que fuera, el padre Sarutobi presenció la dura agonía de Naruto, amaneció junto al cadáver y las campanas no llamaron a misa porque estaban doblando desde muy temprano.
Hinata volvió a la casa, apoyada en el débil brazo de Doña Hana y seguida por un irresoluto tropel de hombres y mujeres que no se despedían de ella porque no disponían de ánimo para hacerlo. Entraron todos por el portal de la casa, se agolparon largo rato en los corredores hablando a media voz o mirando a Hinata silenciosamente y se marcharon al fin, ya mucho después del mediodía, escurriéndose por el ancho zaguán que daba a la plaza.
El patio era el más hermoso de Ortiz, posiblemente el único patio hermoso de Ortiz. En sembrarlo, en cuidarlo, en hacerlo florecer había empecinado Hinata su fibra juvenil, tercamente afanada en construir algo mientras a su alrededor todo se destruía. Tan sólo el tamarindo y el cotoperí, plantados allí desde hacía mucho tiempo, nada les debían, salvo el riego y la ternura, a las manos de Hinata. Nacieron para soportar aquel sol, para endurecer sus troncos en la penuria, e igualmente erguidos se hallarían en el patio aunque Hinata no hubiera nacido después que ellos para regarlos y amarlos.
No así las otras plantas. Ni siquiera las añosas trinitarias que trepaban a uno y otro extremo del corredor desde que el padre Ohnoki, cuando fue cura del pueblo, las sembró para Doña Hana. Pero era Hinata quien las limpiaba de hojas secas, quien las podaba con las tijeras de la costura, quien las humedecía con agua del río cuando el cielo negaba su lluvia. Y ellas retribuían el esmero cubriéndose de flores para Hinata, farolillos encarnados la de la izquierda, farolillos púrpura la de la derecha, y elevándose ambas hasta el techo para servir de pórtico florido a todo el jardín.
Tampoco las cayenas, éstas sí sembradas por Hinata, que se alejaban hasta el confín del patio y cuyas flores rojas y amarillas sabían mecerse alegremente al ritmo seco de la brisa llanera. Mucho menos los helechos, plantados en latas que fueron de querosén o en cajones que fueron de velas, alineados como banderas verdes en el pretil, los más gozosos a la hora de beber ávidamente el agua cotidiana que Hinata distribuía. Y aún menos los capachos, nunca hechos para ser abatidos por aquel viento áspero, a los cuales la solicitud de Hinata y la sombra del cotoperí hacían reventar en flores rojas cual si se hallasen en otra altura y bajo otro clima.
Ni otras plantas más humildes que no engalanaban por las flores sino por la gracia de sus hojas y cuyos nombres sólo Hinata conocía en el pueblo: una de hojas largas veteadas en tonos rojos y pardos; otra de hojas redondas y dentadas, casi blancas, como de cristal opaco; otra de hojas menuditas que ascendían y caían de nuevo con la elegancia de un surtidor. Todas ellas, y la pascua con sus grandes corolas rosadas, y los llamativos racimos de las clavellinas, y el guayabo cuyos frutos eran protegidos desde pintones con fundas de lienzo que los libraban de la voracidad de los pájaros, todas aquellas plantas debían su lozanía, su vigor, su existencia misma a las manos de Hinata.
Tanto o más le debía la mujer al jardín. Sembrar aquellas matas, vigilar amorosamente su crecimiento y florecer con ellas cuando ellas florecían, fue el sistema que Hinata ideó, desde muy niña, para abstraerse de la marejada de ruina y lamentaciones que sepultaba lenta y fatalmente a Ortiz bajo sus aguas turbias. Aquel largo corredor de ladrillos que daba vuelta al patio, aquel claustro con pórtico de trinitarias y relieves de helechos, eran su mundo y su destino. Desde ese sitio había visto transcurrir tardes, meses, años, toda su adolescencia, oyendo el canto de los cardenales y de los turpiales, respirando el aroma de las flores y el olor de las plantas recién mojadas por la lluvia. Y ella creía con firmeza -¿cómo podría ser de otra manera?- que solamente su presencia en aquel pequeño cosmos vegetal del cual formaba parte, su contacto constante con el verde pulmón del patio, le había permitido crecer y subsistir, no abatida por fiebres y úlceras como los habitantes del pueblo, sino fresca y lozana como la ramazón del cotoperí.
El patio era diferente después de la muerte de Naruto. Las lágrimas habían retornado a los ojos de Hinata y la silueta altanera del tamarindo le llegaba difuminada, como cuando la enturbiaba el aguacero. Aquel tamarindo de duro tronco era el árbol más viejo del patio y también el más recio. Ella creyó que Naruto era invulnerable como el tamarindo, que jamás el viento de la muerte lograría derribarlo. Y ahora no acertaba a comprender exactamente cómo había sucedido todo aquello, cómo el pecho fuerte y el espíritu indócil se hallaban anclados bajo la tierra y el gamelote del cementerio, al igual que los cuerpos enclenques y las almas mansas de tantos otros.
En el interior de la tienda trajinaba Doña Hana. Escuchaba su ir y venir detrás del mostrador, cambiando de sitio frascos y botellas, abriendo y cerrando gavetas. Sabía que su madre realizaba aquellos movimientos maquinalmente, con el pequeño corazón estremecido por el dolor de la hija, debatiéndose entre el ansia de venir a murmurarle frases de consuelo y la certeza de que esas frases de nada servirían. La tienda ocupaba un amplio salón de la casa, situada justamente en la esquina de la manzana, con dos puertas hacia la calle lateral y otra hacia la plaza de Las Mercedes.
-¡Medio kilo de café, Doña Hana! -chilló una voz infantil y Hinata reconoció la de Romeo, el monaguillo que decía «Amén» en el cementerio.
Después llegaron dos o tres mujeres que hablaban en voz baja y respetuosa. Hasta el corredor trascendió apenas el rumor de esas voces, la resonancia del trajín de Doña Hana, el tintineo de las monedas y el sonido amortiguado de los pasos que entraron y salieron de la tienda.
Así fue atracando la tarde en el patio, haciendo más oscuro el verde del cotoperí y apagando el aliento caliente del resol. Por la puerta del fondo entró Ko con el burro. A lomos del animal venía del río el barril con el agua. Ko lo descargó al pie del tinajero, como todos los días, y se acercó tímidamente, dándole vueltas al sombrero entre las manos torpes, para decir:
-Buenas tardes, niña Hinata. La acompaño en su sentimiento.
En ese instante sonaron de nuevo las campanas. Era el toque de oración pero Hinata se sobresaltó porque no había sentido correr las horas, ni apercibido la llegada del atardecer. En el vano de la puerta que unía el salón de la tienda con el corredor de la casa se dibujó la silueta de Doña Hana.
-¡El Angel del Señor anunció a María! -dijo.
Y Hinata respondió, como todas las tardes:
-Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo.
Fin del Prólogo – ¡Hola amigos Míos, aquí aventurandome con una nueva adaptación! Pasa que casualmente limpiando mi cuarto, me encontre con esta pequeña maravilla olvidada por el tiempo en uno de mis viejos escondites. Este libro lo atesoré por siempre, (Lo encontré junto a mis tesoros personales) ya que fué un regalo de un abuelo mío muy querido para mi, y ahora quiero compartirlo con ustedes, con nuestros queridos personajes de siempre..
Se preguntarán, este quejandose de que no tiene tiempo para las historias y ahora pubica nuevamente? Pues, por un lado es cierto, pero este pequeño proyecto es diferente, ya que es una adaptación de una gran obra escrita por uno de lo grandes escritores de mi país, y me enorgullece traerselas a ustedes para que la puedan leer. ¡Por lo cual no tengo que destornillarme el cerebro pensando en como hacer la historia lo más interesante par ustedes!
Una Pequeña reflexión:
Cabe destacar que este pequeño fic es mi manera silenciosa de protestar por el estado deprimente que acongoja en estos momentos a mi querida Venezuela. La situación actual del país no dista mucho de la relatada en esta historia, ya que el aire de represión hacia un pensar distinto al afecto al gobierno que se respira en la actualidad, es sin duda el mismo que se respiraba en aquellos tiempos de Dictadura, opresión, tiranía, y pare usted de contar. No es justo que los que se llaman "Nuestros Líderes", tengan una actitud de pelea y de violencia contra sus propios hermanos o nuestros hermanos fuera del País. Inclusive contra otros Países, cuando ellos ni siquiera se meten con ellos. El Odio que destilan con cada palabra que "escupen" hacia los contrarios a su credo político, es abrumador. No entiendo, si hablan de opromover la paz, ¿porque no empezar a demostrarle amor a sus enemigos? La búsqueda de la paz, empieza por nosotros mismos.
Solo pido a Kami-sama que algún dia podamos entendernos todos como hermanos, sin distinción de raza, credo, color de piel, inclinación política, color de camisa. Sino todos como los hermanos que somos, hijos de una maravillosa patria como lo es Venezuela.
Mis deseos también se expanden a todo el mundo, ya que todos somos hijos de este maravilloso planeta llamado Tierra. No somos sólo Argentinos, no somos sólo Brasileños, no somos sólo Mexicanos, no somos sólo Chilenos, no somos sólo Peruanos, No somos sólo Venezolanos, No somos sólo Españoles, No somos sólo Italianos, No somos sólo Estadounidenses, No somos sólo Japoneses "y así sucesivamente" (Si los nombro a todos creo que supero el fic mismo) todos somos hermanos, hijos de un hermoso planeta que exhorto a cuidar. Ya basta de odio en el mundo, nunca llegaremos a vivir en la paz si no nos cuidamos los unos a los otros. Vamos, podemos cambiar el mundo, todo empieza por nosotros mismos.
-"Aquellos que no pueden comprender el dolor, no pueden comprender la verdadera Paz" - Si la filosofía de Nagato (Pain) es cierta, el Mundo ya ha sufrido lo suficiente. Ya basta de Odio, sufrimiento y dolor en el mundo. Es hora de que luchemos por la paz, juntos, como hermanos que somos..
¡Muchas gracias por leerme.. Los quiero Hermanitos del Mundo...!
Casas Muertas, de Miguel Otero Silva: Relata la historia de un pequeño poblado olvidado de la mano de Dios, azotado por las enfermedades, el propio abandono de sus pobladores, al mismo tiempo que se enfrentaban a una de las peores dictaduras que se presentaban en esa época, bajo la mano dura del régimen del Dictador Juan Vicente Gómez. Todo desde la perspectiva de una chica que nos cuenta el como fue su vida al crecer en ese pueblo que a medida que ella crecía, más se derrumbaba. Conoció el amor, más las mismas tragedias que soportaban se lo arrebato. Aún así siguió adelante, con firme convicción de sobrevivir.
Espero se animen a acompañarme en esta nueva aventura, que una vez más les digo, no es mía, sino de Miguel Otero Silva, Descubriendo poco a poco como es la situación en Ortiz, Estado Guárico, de mi bella Venezuela.
¡Nos leemos pronto amigos míos del mundo entero!
El Siguiente Capítulo Será: La Rosa de los Llanos
