A lo lejos, Kagami y Aomine discutían. No era nada nuevo, ni tampoco nada fuera de lo común —el resto de la Generación de los Milagros y sus compañeros de Seirin y Tōō estaban tan acostumbrados a verlos pelear por cosas que ya ninguno se asombraba al encontrárselos en una intensa contienda.

Esta vez, sin embargo, peleaban a su manera. Esa que era suya, sólo suya —quizás los demás la imitaban alguna vez, pero de ninguna manera podían realizarla exactamente igual, puesto que les pertenecía a ellos. La batalla se daba dentro de la cancha, en un uno a uno; un torbellino azul y rojo en el que ambos jugadores se disputaban la victoria sin frenar ni un segundo, en un estado de máxima concentración. El moreno aceleraba con la pelota en esa agilidad tan propia de él, pero el pelirrojo nunca se quedaba atrás. El duelo era intenso, el frufrú de la red de la canasta siempre venía acompañado de gritos y burlas victoriosas que, sin embargo, nunca duraban mucho, pues ambos en seguida continuaban peleando.

—Son increíbles… —murmuraba Aida Riko, contemplando con una expresión dividida entre la resignación y el asombro cómo Kagami lograba quitarle la pelota a Aomine y echaba a correr hacia el aro contrario. No importaba cuántas veces los viera jugar, nunca fallaban en sorprenderla: la velocidad, la técnica, la concentración… Era imposible saber si su comentario se refería a la habilidad de los jugadores, o a su capacidad de utilizar el baloncesto como herramienta para resolver cualquier disputa, o a la frecuencia con la que dichas disputas surgían.

Kiyoshi Teppei rió. Nunca se cansaba de verlos jugar. Aunque Aomine insultaba cada vez que Kagami lograba marcar un tanto, y éste siempre fruncía las cejas cuando el primero conseguía quitarle el balón, la felicidad se escondía detrás de sus facciones —el entusiasmo, coloreando el aire de un modo que resultaba casi palpable.

Los demás contemplaban en silencio. Midorima Shintarō, con su objeto de la suerte diario —una cuchara de plata— en una mano de dedos vendados; Takao Kazunari, con su sonrisa pagada de sí misma eternamente pintada en el rostro; Kuroko Tetsuya, entre abrumado y feliz por lo mucho que brillaban sus dos luces; incluso el resto del equipo de baloncesto de Seirin había salido del Maji Burger para observar la disputa entre ambos jugadores.

—¡Vamos! —festejó Aomine en un momento, al marcar un triple que hizo que Kagami chispeara de fastidio y excitación—. ¡Esa última hamburguesa será mía, Bakagami!

—¡Nunca, Ahomine! —bramó el pelirrojo con voz estridente; ambos continuaron jugando sin prestar atención a nada más.

Hubo unos instantes de silencio entre el resto de los jugadores y la entrenadora de Seirin, sólo interrumpido por el sonido de la pelota al rebotar contra el suelo, el chirrido de las zapatillas de ambos jugadores, y el alegre masticar de Murasakibara Atsushi en un costado, que contemplaba el partido con inmenso aburrimiento.

—¿Deberíamos decirles…? —preguntó entonces Riko con tono dudoso, echando un vistazo hacia Kiyoshi, que continuaba sonriendo.

—¿Estás loca? —intervino Hyūga Junpei, contemplándola escandalizado desde detrás de sus anteojos—. ¿Y que nos maten a todos? No, déjalos como están.

En su costado, muy contento, Murasakibara terminaba de tragar el último bocado de su comida —una comida que no era otra que la última hamburguesa que Kagami y Aomine se estaban disputando en ese preciso instante.


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