EDDARD


"Pero no es demasiado tarde para que seamos familia. Tengo un hijo y tú una hija.", le había dicho Robert, el Rey, su gran amigo, quien podía haber sido su hermano. Pero era demasiado tarde. Ya estaba muerto. Y él se consumía poco a poco en aquella mugrienta celda.

Nunca había conocido tan de cerca la incertidumbre, ni en sus más arriesgadas batallas. Su vida dependía justamente de los que le querían ver muerto. Robert había intentado impedir que Joffrey gobernara, pero sospechaba que la Reina y su padre se habían limpiado sus culos de Lannister con la última voluntad del Rey, que él mismo había redactado. Y, sin que pudiera hacer nada, el bastardo se sentaba en el Trono de Hierro, mientras el que fuera la Mano estaba confinado entre barrotes y piedra.

¿Por qué tenía que reinar ese niño Lannister teniendo el Rey todos aquellos hijos? No sabía con exactitud cuántos bastardos había tenido el Usurpador; solo había reconocido a ese Edric Tormenta, que no era más que un niño. Estaban también la pequeña Mya, que ya no era tan pequeña y, cómo olvidarlo, Gendry, el chico del herrero. Había visto a Robert en sus ojos de hielo, su mata de pelo gruesa y negra como el plumaje de un cuervo y su alto, fuerte y atlético cuerpo. Al menos al Robert que quería recordar, el mismo de la Rebelión de Robert, no el borracho putero que gobernaba Desembarco del Rey. Sí, ese chico debería haber sido el heredero, no el rubito maleducado y soberbio que se hacía llamar Alteza y pretendía tomar la mano de su pequeña Sansa. Le dolía en el alma haber permitido tal aberración.

Y, ¿de verdad había sido Robert tan idiota como para ver en esos niños de pelo dorado de león a sus hijos? Era cierto que solo conocía a un par de sus hijos ilegítimos, y que probablemente no se le había pasado por la cabeza que Cersei le hubiera sido infiel. Pero, ¿a quién en su sano juicio se le habría pasado por la cabeza casar a la hija de su mejor amigo con un chico cuyo padre podía no ser él? No quería imaginarlo. Tal vez, simplemente, el vino le había cegado. Por mucho que le doliera, a Ned no le extrañaba.

Pero lord Eddard seguía teniendo dos hijas. La más difícil, la viva imagen de su hermana Lyanna, le había dejado claro que no pensaba casarse con cualquier señor importante para verse reducida a una señora que solo sirviera para tener hijos, criarlos y calentar el lecho a su marido. Y, aunque la delgaducha e inquieta Arya no se lo hubiera dicho, Ned lo habría sabido. Su hermana tampoco había querido tener ese destino, e, irónicamente, nunca lo tuvo.

Prométemelo, Ned.

Apretó los dientes y enterró la cabeza entre sus manos al recordarse a sí mismo sujetando con fuerza el hielo en que se había convertido la mano de su hermana, estando ya en su lecho de muerte. Era apenas una niña, no merecía aquello. «Ahora no, ahora no, no puedes hacerlo. Ya estás lo suficientemente atormentado aquí dentro. Piensa en otra cosa.»

No quería pensar en Arya. Su pequeña espadachina, mucho más valiente que muchos de los hombres a los que él había conocido. Una sonrisa poco perceptible asomó a su rostro cuando recordó el ridículo que la niña le causó a Joffrey, llegando a tirar su espada al río. Cómo había aceptado a Jon Nieve, queriéndolo casi más que a sus hermanos de sangre. Y cuando fue a buscarle flores al Bosque de Dioses. Era la inocencia en persona, aunque temía que en Desembarco del Rey no soliera durar mucho esa cualidad. No podía pensar en ella sin que el recuerdo de Lyanna palpitara al ritmo de sus latidos. Arya era la viva imagen de la Doncella Lobo. En otras circunstancias, podría haber sido ella la que se casara con el propio hijo de Robert, tal vez si todos esos bastardos a miles hubieran sido reconocidos. Edric Tormenta tenía su edad más o menos. Y si ese Gendry, que seguramente sería el mayor, hubiera nacido en una gran casa y no en una taberna, incluso podría estar en el Trono en ese momento, tal vez casado con una de sus hijas, como su amigo lo había querido.

«Ojalá las cosas no hubieran sido de esta manera. La culpa es de los Lannister.»

Prométemelo, Ned.

De nuevo, la voz temblorosa y sin esperanzas de su hermana le resonó en la cabeza, haciéndole caer derrotado, apoyando sus manos en el suelo. Con suerte, no tendría que seguir atormentado por la promesa. Era lo único que parecía bueno en su incierto futuro.