De chocolates, San Valentín y esas cosas.
Tenía miedo... y desconcierto.
Se preguntaba la razón por la que estaba parada allí enfrente de aquella puerta, con una caja sostenida en la palma de sus dos manos.
Por un instante se quedó mirando la textura de la puerta como si fuera lo más intrigante de todo el universo, y como si en ella fuera a encontrar la respuesta a su cuestionamiento mental.
El ruido de pasos dentro de la habitación que se encontraba frente a ella le hizo reaccionar y dirigió su mirada azabache hacia el envoltorio marrón de la caja que sujetaba. No había querido el rosa, le había parecido muy cursi. Aunque Inoue insistía, ella se negó rotundamente.
Al menos se negó en algo. Pero, ¿por qué no se había negado a acompañarle a preparar chocolates? Ni idea.
"Si esos chocolates los hiciste pensando en alguien, debes entregárselos". Y ese guiño sospechoso en el rostro de la pelirroja. Pero eso era lo de menos. Lo malo del cuento era que mientras horneaba los dulces que residían dentro de la caja que sostenía, sí había estado pensando en alguien. Y ese alguien se encontraba dentro de esa habitación.
Se abrió la puerta.
-¡Hey, Rukia! Pensé que estabas con Inoue –La voz de un chico que le superaba en bastante altura y que poseía un brillante cabello naranja, le resonó en los oídos y ocasionó que el latido de su corazón arreciara en velocidad, como el toque de salida en una carrera de autos.
No se movió.
-¿Qué traes en las manos? –preguntó el muchacho.
-Nada.
-Yo veo una caja...
Ambos miraron el objeto durante unos segundos. Rukia se preguntaba cómo aquel individuo no se inmutaba ante los tamborazos que emitía su corazón. Era todo un ritmo de rumba. Podría bailarlo si no le temblaran tanto las piernas.
-Rukia... –Una sonrisa burlona se dibujó lentamente en los labios del chico. Aquello no era una excelente señal.
-¿Qué?
-¿Me has... preparado un regalo de San Valentín?
Rukia sintió como si fuegos artificiales estallaran en sus mejillas y dejaran un rastro ardiente de sus estelas. Volvió a fijar su mirada en la caja y de repente supo qué era lo que debía hacer. Y lo hizo.
Cuando bajaba las escaleras de la casa, el recuerdo de los chocolates embarrados en el rostro de Ichigo, le hizo sonreír.
