―Carter, Quirón me ha dado un mensaje―se detuvo para respirar―quiere que vayas a la Casa Grande, te está esperando.

Al escuchar la voz de uno de los chicos de Hermes, dejé inmediatamente la espada y el escudo en el suelo, casi ganándome un fuerte lametazo de la señorita O'Leary, un gran perro del inframundo. Acostumbraba a no morder a los campistas, pero uno solo de sus adorables "besos" podría dejarte irremediablemente babeado. Me acerqué a Kirk y comenzamos a andar. La idea de los chicos de Hermes enviando mensajes me resultaba graciosa, siendo su padre el dios mensajero (además de alguna otra lindeza), pero había otra idea que ocupaba más espacio en mi mente; si Quirón me había llamado, podría significar que podría ser el líder de una nueva misión.

Nunca había sido líder de ninguna, pero, hace dos años, cuando tenía quince y acababa de llegar al Campamento Mestizo tras la dolorosa muerte de mis padres a manos de un monstruo (cosa que no solía suceder) acompañado del sátiro que me había salvado la vida, una de las chicas de Deméter había pedido que fuera con ella en una de las misiones de rescate a mestizos y, sin duda, había sido la mejor de las experiencias. Desde entonces, y en vista de no poder volver al mundo mortal, me había entrenado duramente para poder liderar una misión; con suerte, podría ser este el momento; ser hijo de Atenea me daba cierta ventaja en cuanto a táctica se refiere.

Subí los escalones que me llevarían hasta la habitación de Quirón, quién, como acostumbraba, escuchaba su música antigua y movía, no sé si alegre, pensativo o preocupado; dos de sus cuatro pezuñas de caballo al ritmo de la música.

Carraspeé ligeramente.

―Carter―su expresión no denotaba sorpresa, tampoco era de extrañar, él me había llamado―sé que has esperado tu momento, y ahora ha llegado, vas a ser el líder en una misión.

―¿Rescatar mestizos?―desde la gran hazaña de Percy Jackson, Annabeth Chase y los campistas que habían permanecido de parte de los dioses como Clarisse, Chris, los hermanos Stoll, Pólux, … bueno, sabéis a quiénes me refiero, ¿quién no lo sabe, de todas maneras? En fin, desde la hazaña que desempeñaron todos esos héroes, los cuales aún permanecían en el Campamento con la salva excepción de Percy y Annabeth que viajaban al Olimpo para ayudar con la reconstrucción, la mayoría de misiones constaban de eso. Sátiros encontrando mestizos, semidioses rescatando a otros y explicándoles qué eran.

―No. Un gigante alborotador se mueve con rapidez por los bosques. Sabes que los mortales no lo verán por la niebla; lo achacarán a cualquier otro fenómeno, pero no podemos dejarle que siga con la destrucción de un bosque, no con los pocos que quedan. Grover, el sátiro, contactó con nosotros mediante un hechizo iris y pidió nuestra ayuda…

―Y un campista nunca niega la ayuda a nadie―completé yo. Era la primera frase que me había dicho uno de los campistas, hijo de Hades, Nico di Angelo, uno de mis mejores amigos en el campamento, él, como yo, había experimentado el perder a todos los que quería, hasta que se dio cuenta de algo, él no estaba solo, aunque no le gustaba hablar mucho de eso, había hecho cosas bastante alejadas de la moral del campamento hasta ese momento.

―Exacto, Carter, ¿aceptas la misión?―asentí con la cabeza, muy solemne―Entonces sabes lo que tienes que hacer―tragué saliva antes de volver a asentir con la cabeza. Un escalofrío recorrió mi espalda mientras giraba en dirección a mi próximo destino.

Rachel Elisabeth Dare no era para nada desagradable. Le gustaba pasear por el Campamento, su nuevo y único hogar tras haber roto la promesa con su padre de ir a un colegio para señoritas, y siempre tenía una gran sonrisa para los campistas, tanto que… Comprendedme, no sabía que no podía tener citas, tampoco sabía que era el oráculo, yo solo la veía siempre sentada en las escaleras del porche de su pequeña cabaña(construida por los chicos del campamento y una pequeña ayuda muerta por parte de Nico en poco tiempo), me había sentado a su lado y había empezado a hablar con ella. Nunca pensé que pedirle una cita a una chica podría traerme graves consecuencias. Solo diré que me libre de ser expulsado del Campamento Mestizo solo por petición expresa de Rachel quien aseguró que le parecía divertido tenerme cerca. El problema radicaba en sus visiones. Sus ojos brillaban verdes, de una manera antinatural y su cuerpo se quedaba sin reacción; los brazos extendidos hacia atrás a la vez que una voz, muy poco natural, se escapaba de su garganta.

―Te estaba esperando―comentó ella con una sonrisa. Le gustaba mi compañía y a mí la suya, la quería como si fuese mi hermana mayor (tras el desastroso intento de cita, me obligué a verla así, realmente).

―Ya, lecciones de cocina―Rachel me estaba enseñando a cocinar porque, para ser sinceros, soy un completo desastre en lo que a comida se refiere, salvo si hablamos de hacerla desaparecer dentro de mi boca. Ella negó con la cabeza.

―Sé que no vienes por eso, Carter.

―¿Cómo engañar al oráculo? Te importaría si…

―Adelante, pregunta―respondió ella con una sonrisa.

―¿Qué tengo que hacer? ¿Dónde debo ir?

Lentamente sus ojos se empezaron a tornar verdes y me estremecí. Sus brazos quedaron muertos a su lado y una voz, que a su vez parecía dividirse en tres, me habló, mirándome con esos ojos inquietantes.

"Con un igual contrario partirás,

Fatídico será uno de vuestros destinos.

Difícil elección será

La que decida dar vida a un ser inmortal"

Sus ojos volvieron a su color normal poco a poco y, por primera vez, vi cómo ella se desplomaba tras dar una profecía. Llegué justo en el momento que caía al suelo, a través de las escaleras, deteniendo el posible golpe que pudiese haberse llevado.

La deposité yo mismo sobre el suelo y moví un poco su hombro, susurrando su nombre con la idea de llevarle a la cabaña de Apolo porque, si la llevaba con Quirón, me haría demasiadas preguntas y, extrañamente para un hijo de Atenea, no me gustaban las preguntas, supongo que eso me vendría de mi padre. Rachel abrió los ojos como si sus párpados pesasen y me miró antes de pronunciar palabra alguna con su voz normal.

―¿No te di una cita y me dejas inconsciente?―preguntó con una risa. Reí antes de responderle.

―Eso fue hace mucho, pero me ha llevado demasiado tiempo y muchos quebraderos de cabeza planear un buen ataque―comenté entre risas. Después la miré, preocupado―Me habías asustado, ¿te ha pasado alguna vez?―negó con la cabeza.

―Ninguna, una vez… cuando la gran profecía…―volvió a negar con la cabeza.

―¿Te llevo con Quirón o con los chicos de Apolo?

―Ayúdame a llegar dentro, con descansar será suficiente―me sonrío mirándome directamente a los ojos, cosa que, para mi vergüenza, me hizo sonrojarme.

Ella soltó una risita y enredó sus brazos en mi cuello mientras yo la elevaba en mis brazos. Era muy liviana, o tal vez fuera yo quien era bastante más fuerte de lo que recordaba. Siendo sinceros, para ser un hijo de Atenea no soy un gran pensador y mi inteligencia, según mi hermana Alice, es nula. Ella no es realmente mi hermana por parte mortal, si bien, Atenea nos une y, con diferencia, es la chica de toda la cabaña que mejor me cae, diría del Campamento, pero está Rachel y es difícil pasarla por alto.

Claro que me he leído todos esos libros de la cabaña de Atenea y más, pero sinceramente, no entiendo aún en qué puede ayudarme, salvo los libros de estrategia. Creo que eso es lo que me destaca como hijo de Atenea, ser totalmente capaz de mantener una constante concentración en los planes de la batalla pese a mi Trastorno Hiperactivo por Déficit de Atención. No soy el único que lo padece en el campamento, es más, creo recordar que no hay nadie que no lo posea, nos mantiene vivos en la batalla.

Ante una indicación de Rachel, le deposité con suavidad en un sofá de un color verde suave, detrás del cual, pude ver un lienzo con una de las pinturas de mi amiga a medio acabar. Ella debió percatarse de hacia dónde se dirigía mi mirada.

―Algún día te pintaré, suelo pintar cosas más bonitas pero…

―Nunca encontrarás a alguien tan apuesto como yo. Salvo a los chicos de Afrodita, tal vez, pero no aseguro nada―sonreí al ver como la risa ayudaba a recuperar el color sonrosado de las mejillas de Rachel.

―¿No deberías ir con Quirón?

―Cierto. Rachel, espero poder verte pronto―murmuré. Sabía que podía morir, la profecía lo había dicho, pero tampoco quería que mi acompañante sufriese daño alguno. Hice lo que mi cabeza me dijo que debía hacer en ese momento. Me incliné y besé la mejilla de Rachel antes de salir de allí corriendo, tenía que llegar frente a los demás campistas y junto a Quirón, pero él se había adelantado y venía en mi búsqueda.

Caminamos (bueno, él trotaba y yo corría) hasta llegar a mi lugar donde Quirón me pidió que recitase la profecía.

―A ver…―me aclaré la garganta antes de contar la profecía tal y como Rachel me la había dicho a mí― Con un igual contrario partirás, fatídico será uno de vuestros destinos. Difícil elección será la que decida dar vida a un ser inmortal―Quirón me observó con atención.

―¿De veras dijo esos últimos versos?―asentí mientras él se pellizcaba el puente de la nariz―Con un igual… ¿alguien de tu edad?―negué con la cabeza.

―Creo que no, Quirón. Se refería a alguien de mi cabaña. Los atenienses somos iguales entre nosotros y… bueno, creo que también se puede referir a la edad. Un hijo de Atenea de diecisiete años―tragué saliva―realmente, creo que es una chica de diecisiete años. Un igual contrario―Quirón asintió.

―¿A cuál de tus hermanas llevarás?―casi no hacía falta que hiciese esa pregunta. Miré a Alice.

―Si mi hermana Alice quiere acompañarme…―no acabé la frase cuando una chica de ojos grises como la tormenta, al igual que los míos, se alzó entre los campistas.

―¡Acepto!―gritó inmediatamente, acercándose a mí.

El resto de los campistas se fue retirando. Los chicos de Ares estaban bastante enfadados, habían perdido la oportunidad de salir a una misión "de verdad". Quirón nos dio la orden de recoger nuestras cosas y volví a la cabaña de Atenea sabiendo que esa podía ser la última vez que estaba allí.

Metí en una mochila algo de ropa limpia, una gorra desgastada que me compraron mis padres mortales en el Museo de Arte Moderno. La pintura que rezaba el nombre del museo había casi desaparecido con el tiempo, pero nunca olvidaría esa visita donde casi destrozo una de las galerías. Me colgué una llave al cuello, si bien, no era una llave cualquiera, presionando y empujando uno de los dientes de la llave, esta se convertía en una espada. El cordón que la ataba a mi cuello, también era mágico, desaparecía cuando la llave comenzaba a convertirse en espada. Miré a Alice que guardaba en su bolsillo una brújula que, al presionar la esfera, se convertía en un escudo. Guardé un cuchillo en mi pierna, atado con una cinta negra y supe que Alice había hecho algo parecido cuando la vi incorporarse para coger su lanza.

Nos miramos y, con un último abrazo de nuestros hermanos, partimos a la entrada del campamento sabiendo que uno de los dos no volvería a atravesarla. Quirón nos había dado porciones de ambrosía y el néctar de los dioses que solo deberíamos utilizar en extrema necesidad.

Mucha cantidad podía hacernos arder, y no me refiero a algo físico, como pasa al tomar una bebida caliente; me refiero a quemar de "Entrar en combustión espontánea". Pero no penséis que Quirón está loco, no; la cantidad justa podría salvarnos la vida, no en vano, somos semidioses, alguna pequeña ventaja tendríamos que tener frente a los mortales.

Bajamos la cuesta hasta llegar al lado de Argos, quien miraba un periódico con los ojos de su cara, cosa bastante curiosa, normalmente solía leerlo con todos sus ojos (tiene cientos por el cuerpo) pero supuse que lo haría para prevenir cualquier accidente, si bien, ningún mortal podría verlo gracias a la niebla (y que están bastante ciegos, también).

Me senté con Alice en la parte trasera del coche y ella me abrazó.

―Gracias por dejarme venir contigo, Carter.

―No debí hacerlo―murmuré con suavidad. Ella, sin tomarse bien ese comentario, me apartó de su lado con un empujón―Alice―cerré los ojos recordando la profecía―No volveremos juntos―siento unas fuertes ganas de llorar, Alice, aún así, parece no entenderlo.

― ¡Somos héroes! ¿Crees que a Hércules, a Teseo, a Prometeo, a Homero o incluso a Percy, Annabeth y todos los chicos que lucharon en Central Park les importaba morir?

― ¡Morir no me importa!―grité al final, provocando que Argos clavara varios de sus muchos ojos en mí―pero no puedo dejar que mueras. No puedo perderte y regresar sin más al campamento. O regresamos los dos, o regresas tú, o ninguno, Alice; no pienso perder a mi hermana.

―No digas idioteces; volveremos los dos.

Miré por la ventana, dando por finalizada la conversación y sabiendo que Alice conocía bien la profecía. Alguno de los dos no regresaríamos a las vacaciones de verano, a penas a una semana de distancia. ¿Y el último verso de la profecía? Era algo preocupante. Hacía tres años que los dioses y los héroes habían vencido, de nuevo, a los titanes, ¿nuestra misión daría vida a uno de ellos? ¡Era demasiado confuso! No se puede dar vida a un ser inmortal, su propio nombre lo dice: IN-MOR-TAL.

Suspiré bajando del coche cuando Argos paró y abrí el maletero para que Alice y yo pudiésemos ponernos las armaduras. Viajar con ellas era muy incómodo.

Una vez bien ataviado con nuestras armaduras de estilo griego, Argos me señalo en una dirección con una de sus manos y Alice se sujetó a mí cuando un ligero temblor sacudió el suelo. Estábamos muy cerca.

Alice y yo nos internamos en el bosque, sin miedo alguno, teníamos un plan y, si algo nos caracterizaba es que, con solo una mirada, podíamos entender o trazar un nuevo plan sobre la marcha.

Sé que pensaréis; un gigante es fácil de encontrar. En esto, amigos míos, difiero. Normalmente sí, digo, son gigantes, pero cada paso que daba el nuestro, hacía temblar el suelo y levantaba corrientes de aire que nos hacían retroceder y, en ocasiones, si no nos sujetábamos con la fuerza suficiente, nos hacía caer. De modo que, sabíamos dónde estaba el gigante, pero no podíamos encontrarle. Debía estar enfurecido y corriendo para levantar esa corriente de aire digna del mismísimo Eolo, dios de los vientos. A él debía recurrir, aunque sabía que sería difícil que quisiera colaborar.

"Eolo, señor de los vientos; Carter se arrodilla ante ti pidiendo por tu ayuda"―ante la extraña mirada de Alice quien luchaba por seguir adelante, apoye mis pies contra una raíz y me arrodillé en el suelo―"Si está en tu mano, por favor, detén este viento huracanado para que podamos avanzar y a cambio, mi próximo sacrificio lo haré en nombre a ti."

Decir que el viento dejó de soplar, es demasiado, pero sí amainó lo suficiente para poder caminar hacia delante. "Gracias Eolo, no olvidaré este favor, estamos en deuda" pensé antes de ponerme de rodillas y agarrar la mano de Alice para correr hacia el gigante.

Tuvimos que esquivar un árbol que caía del cielo y casi nos aplasta para poder llegar al claro, antes bosque, donde el gigante arrancaba árboles con una ferocidad pasmosa. Miré a Alice y ella pareció entenderme. Lancé mi cuchillo pero el gigante, más por suerte que por hazaña propia, lo desvío con uno de sus árboles/proyectiles. Saque a Memoria de su apariencia de llave. Le di ese nombre (sí, con la escasez de armas en el Campamento Mestizo, le pedí a Quirón si podía encargar mi propia arma, fuese el precio que fuese. Él habló con Percy quién tenía buenos contactos en las herrerías y pocas semanas después tuve a Memoria entre mis manos; no me mal interpretéis, las armas de los chicos de Hefesto son asombrosas, pero no se lo podía pedir a ellos, estaban ocupados haciendo armas y armaduras para el campamento) para recordar la razón por la cual estaba en el campamento; mis padres mortales que habían dado su vida por defenderme de un asqueroso monstruo. Pensé que a Atenea no le molestaría, al fin y al cabo, la memoria era una de sus cualidades. Alice ya tenía su escudo y su lanza preparados para el ataque. Y eso hicimos; atacamos al gigante que vestía con una especie de tela blanca y unas botas que, solo ellas, eran igual de altas que la casa de cualquiera de los dioses menores en el campamento.

La táctica era demasiado sencilla; yo atacaría por el frente y ella por la espalda; solo debíamos conseguir que su inmensa porra con clavos siguiese en su lugar, a su espalda. Esos clavos, además de oxidados, parecen venenosos… MUY venenosos.

Correteaba entre sus pies intentando un ataque, clavando mi espada, intentando atravesar el cuero de sus botas, pero él tenía una velocidad demasiado rápida para ser un gigante y no paraba de mover los pies, como si estuviese caminando sobre brasas ardiendo o la arena caliente de la playa.

Pendiente de sus pies, y cometiendo un grave error, me olvidé de sus manos. Alice aún no se acercaba demasiado, era la táctica, debía esperar a tener un golpe claro y directo, no era difícil distraer a un gigante. NO DEBERÍA serlo.

―¡Carter!

Recibí ese aviso demasiado tarde, no había tenido tiempo de reaccionar (y eso que mi TDHA me debería ayudar) cuando sentí un profundo dolor en mi costado izquierdo. Alguien me había placado, tirándome al suelo casi sin problema; alguien cuya sangre comenzaba a cubrirme debido a sus múltiples heridas. Alice se había lanzado sobre mí, quedándose en mi lugar y llevándose la mayoría de los cortes de aquellos clavos oxidados que yo debería haberme llevado. El gigante rió pensando que nos había asestado un golpe mortal a los dos y en cierto modo; así era, el calor del veneno se extendía en oleadas desde mi costado, pero tenía algo más importante en lo que centrarme. Alice cayó al suelo de rodillas y yo conseguí sujetarla antes de su caída completa. La abracé llorando, manteniéndola contra mi regazo.

―¿Por qué lo has hecho?―ella solo me miró, un hilo de sangre se escapabas por la comisura de sus labios. Lo limpié con suavidad y manos temblorosas y coloqué uno de sus rizos negros tras su oreja mientras despegaba algunos mechones de su frente que se habían empapado en sudor. La vida de mi hermana se apagaba entre mis manos y yo no podía hacer nada por evitarlo―Te daré ambrosía, mejorarás. Buscaré una manera de enviarle un mensaje Iris a Argos, no debe de andar muy lejos, acaba de dejarnos hará ¿dos horas?―no sabía cuánto tiempo había pasado, pero sí que ese viento nos había entretenido más de la cuenta―volveremos al Campamento, los dos juntos, podremos volver como perdedores pero vivos―una punzada de dolor en mi costado me hizo doblarme sobre mí mismo. No quería imaginar que estaba sufriendo Alice.

―Hijo de Atenea… deberías saber que la ambrosía no funcionará. Solo alargará más mi agonía―negué con la cabeza, no quería aceptar esa idea.

―¡No voy a dejar que mueras!―un árbol cayó muy cerca de nosotros. Ella puso su mano sobre el escudo que nada había hecho por salvarla… Si tan solo se hubiese girado un poco, ahora no le pasaría esto.

―Quédatelo―continuó ella en un susurro―quiero que lo tengas y ganes a ese gigante, demuéstrale de que están hechos los hijos de Atenea. Sé que estás herido, pero podrás hacerlo. La profecía lo dijo claramente, y tú sabías que sería yo, por eso me dijiste que no deberías haberme dejado venir.

―¡No vas a morir!

―Prométeme que volverás al Campamento Mestizo.

―No puedo si no es contigo. Vamos a volver los dos.

―Por favor, Carter, prométemelo. Sobre el río Estigio.

―Volveré si vuelves conmigo.

―Carter―gimió Alice.

―Prometo que volveré al río Estigio. Y sé que tu volverás conmigo, hermanita.

―¡Carter, por favor!―gritó ella, provocando que unas gotas de sangre salpicasen mi rostro. Un quejido se escapó de sus labios. Cualquiera hubiera entendido que ella me decía que, por favor, dejase de mentirle, pero en sus ojos pude ver otra cosa que solo provocó que las lágrimas saliesen seguidas por mis propios ojos.

―Alice―susurré agachando la cabeza―te quiero hermana. Que Atenea, nuestra poderosa y sabia madre, sepa guiarte más allá de esta vida―besé su frente y, con un espasmo, Alice dejo escapar su último aliento, dejando su vista clavada en la mía con una sonrisa agradecida en su rostro.

Entre lágrimas, cogí el escudo de su brazo y cerré sus ojos con la mayor suavidad que pude. Le di un último beso y la dejé descansar en el césped. Al intentar ponerme en pie, la herida de mi costado se resintió, parecía decir: "Oye, tienes cosas mejores que hacer que ponerte a pelear con una bestia gigante" pero mi cerebro me obligó a levantarme, a ir hasta ese gigante y matarle.

Apoyé todo mi peso en Memoria y conseguí erguirme. Me giré y encaré al gigante, no había andado demasiado, apenas unos metros que podía recorrer. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, corrí hasta él, las lágrimas de rabia, ira y dolor se escapaban de mis ojos. Sus botas quedaron frente a mí y empecé a atacar sin un plan; mi cerebro estaba embotado en el rencor hacia ese gigante que me había arrebatado a mi hermana Alice, solo daba tajos, estocadas y cortes a diestro y siniestro, algunos cortaban sus botas, pero él solo reía. Con un rápido movimiento, me dio con el costado del pie, enviándome de una manera no muy grata contra una gran piedra. ¿A quién se le había ocurrido poner una piedra ahí?

Un líquido caliente recorrió mi mejilla y yo toqué mi cabeza. Mi frente debería haberse herido en el golpe, sangraba bastante, si no me mataba el gigante, acabaría desangrándome, si bien, eso no era un verdadero problema. El golpe había hecho que todas mis articulaciones doliesen pero, por Alice, tenía que levantarme. Una idea cruzó mi mente, más bien una frase, el último verso de la profecía: "Difícil elección será la que decida dar vida a un ser inmortal" ¿Había sido la decisión de Alice esa difícil elección? No es que arriesgar tu vida sea algo que hagas los domingos de cada semana. Pero en ese caso, ¿dar vida a un ser inmortal? ¿Qué quería decir eso? ¿Soy inmortal y ella me dio su vida? No, no era posible, solo soy un semi-dios, nadie en su sano juicio pensaría que soy inmortal. Entonces, ¿qué quería decir?

Una brisa soplando en mi dirección trayéndome la risa del gigante hizo burbujear la ira en mi interior, recogí a Memoria del suelo y me encaminé hacia él. La sangre estaba comenzando a manchar mis calcetines y el calor del veneno me hacía difícil continuar.

―¡Eh!―chillé―¡Si yo muero, vienes conmigo!―el gigante me miro con, juraría, una sonrisa irónica, pero estaba bajo los efectos del veneno, no podía asegurarlo―¡Por Eolo!―realmente, mi mente gritaba "¡Por Alice!"

Corrí hacia él con la espada en alto; él corría hacía mí enarbolando ese maldito palo con pinchos, pero y ante la total sorpresa del gigante, di un salto (el cual incluía una voltereta en el aire) y acabé sobre su bota con una de mis rodillas sobre el material del que fuera que estaban hechas esas botas (que a esta altura dudaba que fuera cuero) e intenté atravesar su bota, pero mi espada no podía hacerlo, más bien, mis fuerzas no lo permitían. Antes de preverlo, el gigante levantó con fuerza su pie, lanzándome al aire, pero sí pude adivinar su próximo movimiento. Me protegí la mayor parte del cuerpo con el escudo salvo el brazo que estiré con Memoria coronándolo. Esto iba a doler, mucho. Tragué saliva y me preparé para el golpe que venía.

A la altura de su pecho, me golpeó con fuerza, como si fuese una pelota de beisbol y yo… yo solo me esforcé por llevar a mi cabo mi plan. Lancé mi espada en la frente de ese estúpido gigante y, mientras volaba sin destino fijo, vi cómo el gigante se desintegraba en arena.

Sonreí antes de desmayarme.