The Raven and the Rose

La Joven bajó corriendo las escaleras, sonreía. Había visto por la ventana de su habitación un carruaje, tirado por cuatro caballos, acercándose por el camino. La persona que tanto había esperado durante el crudo invierno inglés, por fin había vuelto.

Se saltó los escalones de dos en dos y siguió corriendo.

Su salud se había visto afectada durante los meses de frío, pero la primavera había regresado junto a sus flores y colores para aromatizar todo y para traerla devuelta a la vida. Dobló la esquina del último trecho de escaleras.

— ¡Hermana! —. Escuchó una voz llamándola sorprendida. Se detuvo, mordiendo su labio y se volteó lentamente. — ¿Qué sucede? ¿Por qué vas con tanta prisa? —preguntó la dulce muchacha, sus ojos color jaspe, estaban abiertos de par en par. Su hermoso pelo largo estaba arreglado en una compleja trenza de lado.

—Le he visto, Ann. ¡Le he visto! —respondió la Joven.

— ¿A quién has visto? —. Quiso saber la muchacha, contagiándose del entusiasmo de su hermana mayor. Pero en el preciso momento en que ésta iba a responderle, escucharon las voces y pasos del personal de servicio bajando por las escaleras.

La Joven, que por el ejercicio había teñido sus mejillas de un delicioso tono rosado, se puso blanca por completo, miró a su hermana con los ojos muy abiertos mientras cubría su cuerpo en un tímido abrazo.

— ¡Dios mío! —exclamó la Ama de llaves. Llevándose las manos a la cabeza, su cabello se estaba volviendo gris lentamente y lo llevaba sujeto en un elegante moño alto, a pesar de sus años conservaba las bellas facciones que había lucido cuando joven. — ¡Señorita! ¿Qué está haciendo de pie y vestida así? —preguntó.

— Señora Peterson—dijo la Joven, calmada. Luego sonrió con delicadeza. — He visto el coche de mi Señor Padre, ¿Están listos los preparativos para su llegada?—inquirió.

—Sí, Señorita, solo nos falta uno—respondió la mujer educadamente. Sus brillantes ojos, de un castaño como el chocolate, miraron a la Joven con un cariño intenso y maternal. El hombre a su lado, su esposo, el Señor Peterson, también sonrió y haciendo una grácil reverencia a las muchachas, continuó por la escalera para recibir a su Amo.

— ¿Y cuál es ese?—. Quiso saber la Joven, una vez que el Señor Peterson había desaparecido.

— Usted, querida. No puede recibir a su Señor Padre en pura camisa y sin su corsé— Susurró sonriendo, tomó a la Joven por la mano, sonrió a la hermana menor y la llevó escaleras arriba, de vuelta a su habitación para arreglarla.

Cuando la Joven estuvo lista, volvió a bajar, pero en ésta ocasión no pudo correr para ver a su Padre, sino que tuvo que contenerse debido a la compañía de la Señora Peterson.

Al momento de detenerse frente a la puerta del salón, su emoción era tal que sus mejillas volvieron a colorearse y sus ojos, de un azul intenso como la iolita, resplandecían.

— La Señorita Durless—. En cuanto su nombre fue anunciado y las puertas del salón se abrieron de par en par, su rostro caucásico se alzó con una gracia que demostraba su alta alcurnia.

Caminó sin darse prisa, sus ojos buscaron ansiosamente la figura de su Padre. La puerta se cerró a su espalda, frente a ella, a través del gran ventanal, la luz del sol ingresaba inundando la habitación. La figura de un hombre alto y elegante se recortaba por aquel brillo dorado, contrastando. Su sombra se extendía por el suelo hasta los pies de la Joven.

—Mi querida niña ¿Qué hacías que te demoró tanto? —preguntó Lord Durless al acercarse a la muchacha. Al escuchar la voz, la Joven apartó lentamente la cara lejos de la silueta y miró, con una expresión asombrada, a su Señor Padre.

La amable sonrisa, propia de su delgado y atractivo rostro, tranquilizó el corazón de la Joven solo en cierta medida. Su Padre extendió su mano, la Joven posó la suya delicadamente sobre su palma abierta y juntos se voltearon al hombre que se encontraba mirando por el ventanal, pero que en ese instante ya se volteaba.

Era alto y esbelto, aunque su espalda denotaba una amplitud muy masculina; de un pelo corto muy oscuro, arreglado a la usanza de la época; su ropa, pulcra y elegante era sobria en los colores pero los bordados en los puños y el cuello de su chaqueta eran de oro; su piel, tersa y blanca; y sus ojos, de un color avellana oscuro.

Él sonrió de inmediato.

La Joven se sobresaltó, era aquella una sonrisa tan dulce y natural, que solo podría brotar desde lo más profundo del corazón. Una sonrisa así, solo podría corresponder a la sonrisa de un niño, y aquel hombre, debía bordear los dieciocho años.

—Querida mía, permíteme presentarte a mi nuevo amigo… el Conde Vincent Phantomhive. —El Joven se inclinó, su reverencia fue correctísima en todos los sentidos y cuando volvió a alzar la vista, no solo sus labios sonreían, sino también sus ojos.

La Joven se recompuso de inmediato, tomó aire imperceptiblemente, las comisuras de su boca se alzaron, apareciendo en su rostro el reflejo de la emoción que había en el de él. Extendió su brazo derecho para que el Joven besase su mano.

—Señorita Durless—dijo, inclinándose.

—Rachel—susurró ella, cuando los labios tibios del Conde calentaron el dorso de su mano, aún a través de la tela de su guante de seda. — Puede llamarme Rachel—.

Las aves cantaban entre los arbustos floridos. La suave brisa de los primeros días de abril era fría, de un tipo de frío que recorre la espalda y llena de vitalidad. Rachel se abrazó el cuerpo, abrigándose con el chal blanco tejido que llevaba sobre los hombros.

A su lado, aunque unos pasos más atrás, iba el Joven Conde Phantomhive. Llevaba el sombrero de copa puesto y jugueteaba con el bastón en lugar de realmente usarlo.

La Joven no pudo evitar mirarlo, pero en cuanto él se volteó a verla, ella corrió la cara de inmediato. La enigmática sonrisa, que jamás abandonaba su atractivo rostro, se volvió más amplia.

—Es una mañana preciosa para dar un paseo ¿No lo cree usted, Señorita Rachel?—preguntó el Conde. La Joven asintió sonriendo suavemente, su corazón daba tales latidos que podía sentirlo detrás de las orejas.

—Así es, es realmente preciosa—suspiró. El Joven se acercó un poco a ella, que se había detenido a ver su hermana jugar con el greyhound del Conde.

— ¿Acostumbra usted a dar paseos?—. Insistió él mirando al igual que ella el horizonte plagado de rosas que florecerían pronto. Ella hizo un gesto de negación muy delicado y sonriendo casi en disculpa, se mordió el labio y lo miró.

—No tanto como yo quisiera, mi salud es un poco delicada, por decir lo menos, así que… cuando el clima no es tan agradable como hoy, debo quedarme siempre adentro—explicó. Sus ojos azules relucieron como dos gotas de rocío cuando los ojos del Conde la miraron directamente.

—Comprendo—musitó. Y pareció que fuese realmente cierto, ella no pudo evitar mirar un instante el lugar sobre su pómulo, en dónde se encontraba su lunar, se sonrojó y volvió a mirar a su hermana.

Ann, ten cuidado, no te vayas a hacer daño—dijo en voz alta para que la muchacha pudiese escucharla. La pequeña sonrió e hizo señas desde lejos, pero la Joven estaba un poco inquieta estando a solas con el Conde, así que caminó en su dirección.

Él la siguió en silencio.

Un par de metros antes de llegar, el galgo corrió hasta su amo moviendo energéticamente su cola, azotándola cual látigo. El Conde rió y le acarició la cabeza, pero antes de que sus dedos alcanzaran a terminar la primera caricia el perro volvió a salir corriendo como una flecha. Llegó al lado de la muchacha, ésta rió y el perro continuó corriendo de hito en hito, hasta que el espacio entre ellos se hubiese reducido.

—Es un hermoso color, éste de aquí—comentó el Conde observando de cerca las flores. La muchacha se encogió un poco al escuchar sus palabras y lo observó detenidamente.

Rachel, quien por naturaleza era alegre y conversadora, no pudo guardar silencio pese a lo mucho que le intimidaba la presencia del Joven.

—Es muy bello, sí ¿Pero no le recuerda un poco a la sangre?—preguntó. El Conde se alzó por completo, viéndose todo lo alto que en verdad era y entonces, sonrió como siempre lo hacía.

—Precisamente—.

—Yo lo odio—musitó la muchacha, casi sin voz. Temblaba mientras lo decía y miraba sus pies. — Ese color… el color de mi pelo. Lo odio—.

Ann—susurró la Joven, tiernamente conmovida por su declaración, era sin duda, la primera vez que la muchacha daba a conocer sus sentimientos de manera tan directa, aún más frente a un desconocido. Su rostro se enterneció y sintió la necesidad de abrazar a su joven hermana.

— ¿Odiar?—inquirió el Conde. — ¿Qué edad tiene usted, Señorita Ann? Si me permite el atrevimiento—.

—…Tengo doce—respondió ella, sus ojos se alzaron fugazmente a los de él.

—Y a pesar de su joven edad ya siente con tal pasión. He de decir que me sorprende y complace, pero… no debe usted odiar el color de su cabello. — Le aseguró el Joven, la muchacha había levantado lentamente el rostro hacía él y ahora le contemplaba embelesada. — Créame cuando le digo que su color es único e intensamente bello, un color así, solo puede recordarme a la vida—continuó.

— ¿A la vida? ¿Por qué? —preguntó la muchacha. Él sonrió ampliamente.

— En la sangre hay más vida que muerte, Señorita. — Los ojos de la muchacha se cristalizaron, mordió su labio nerviosamente.

El Conde se volvió en busca de un palo que lanzar para que su perro fuese a buscarlo. Entonces Rachel miró a su hermana, quien estaba sonrojada hasta las orejas.

Continuaron el recorrido por el jardín tranquilamente, el Conde le ofreció su brazo y, la Joven, luego de una delicada vacilación aceptó su apoyo. Él puso su mano enguantada sobre la de ella, acomodando sus dedos para que encajasen.

— Le agradezco de todo corazón las palabras que le dedicó a Ann—susurró la Joven, cuidando que su hermana, quien caminaba detrás de ellos, no la escuchase.

—No debe agradecerme nada, no le hice ningún favor—contestó él a su vez, mirándola de reojo.

—Lo sé, es solo que… es un gran complejo para ella, haber heredado la sangre irlandesa de nuestro Señor Padre—explicó. El Conde asintió.

—Usted no comparte su situación—comentó él, sonriendo. Ella asintió mirando el suelo y no pudo ver la mirada intensa que él le dedicaba a su precioso perfil, al brillo del sol en sus cabellos dorados.

—Se debe a mi madre—dijo.

— ¿De dónde era su madre?—preguntó el Conde.

—De Gales—respondió ella, le miró por el bordillo de ojo y vio como él observaba el paisaje, pensativo.

Quiso preguntarle qué estaba pensando pero entonces escucharon una voz que los llamaba.

— ¡Conde Phantomhive, Señorita Durless!— exclamó un criado que se acercaba rápidamente a ellos. Rachel se apartó del brazo del Conde, ansiosa.

Él la miró, su ceño estaba fruncido, pero como siempre, ella no fue consciente de ello.

—Walter, por Dios, por favor tome aire o se ahogará…—pidió la Joven. El sirviente hizo caso y respiró profundo. — Ahora dígame, ¿Qué sucede?—.

— Lord Durless les manda a llamar con urgencia, al parecer a llegado una carta para el Conde y requiere su inmediata atención. —recitó el criado.

—Oh, cielos. Creo que es mejor que vaya —musitó el Joven, sonriendo. Hizo una elegante reverencia a las damas y se adelantó sin mirar a nadie a la cara. Mientras caminaba devuelta a la casa, su rostro iba regresando a la máscara de dureza que se había acostumbrado a llevar.

El verano había llegado por completo, era una época del año que a todos gustaba, estaba llena de fiestas y divertidas reuniones donde la clase alta se congregaba para disfrutar de la buena compañía, la gracia y la pompa de sus congéneres.

La Joven acababa de hacer su presentación en la sociedad, ya tenía edad suficiente para ello. Las amigas íntimas de su difunta madre la habían aconsejado y gustosamente acompañado a su primera fiesta en Londres.

Se encontraba en eso, riendo y bebiendo sorbitos de un ponche muy dulce que le calentaba el cuerpo y le hacía saltar la sangre en las venas. Acababa de terminar un entretenido baile escoses con uno de los muchos caballeros que se encontraban en la fiesta y hablaba entretenidamente con Lady Bradbury, su madrina.

Estaba muy entretenida enterándose que Lady tal y Lady cual habían dicho y hecho en cierta ocasión y que había contestado Lord tal en respuesta.

Sonreía y estaba radiante con su vestido de noche azul, oscuro como una tormenta en el mar. Sonreía, pero en el fondo de su pecho sentía la falta de su Padre y su hermanita, no había podido quitarse aquella sensación de melancolía desde que había llegado a la ciudad.

Sentía nostalgia de su casa, de los jardines repletos de rosas en flor y de las risas de antaño cuando su madre aún vivía. Extrañaba todo esto mientras se empapaba con el ambiente, estaba rodeada de personas bellas y de bellas palabras, pero se sentía sola… y ésta soledad había comenzado desde aquel día, cuando el Conde Phantomhive se había marchado tan repentinamente para no regresar.

Habían pasado ya tres meses desde entonces, pero no conseguía sacarse su sonrisa y sus ojos de sus recuerdos en el día, y por la noche, su voz y el calor de sus manos la atormentaban de igual manera.

Miraba a todos lados, sonriendo y mirando entre sus largas pestañas. Damas y Caballeros le asentían como saludo con mucha cordialidad, pero por más que se sintiese complacida por su recibimiento en la alta sociedad, no podía hacer más que sentirse decepcionada. Él no estaba allí. Y sin él, todo eso no parecía más que un ridículo circo.

No pudo contener un suspiro, a lo cual Lady Bradbury, preocupada, preguntó de inmediato:

—Mi querida niña ¿Te sientes cansada? Quizá ha sido demasiado baile y demasiado ponche para ti—dijo, quitándole el vaso vacío de la mano. La Joven no quiso explicarse, así que asintió afablemente y sonrió.

—Sí, me siento un poco cansada, pero no quisiera arruinar la velada pidiendo volver a casa antes de tiempo, si tan solo me permitiera reposar un momento, estoy segura de que me recuperaría de inmediato—pidió la Joven.

—Por supuesto—respondió Lady Bradbury y tomándola suavemente del brazo, la guió fuera del salón lleno de gente por un pasillo, hasta un pequeño saloncito a oscuras.— Este es un buen lugar para descansar, puedes reposar aquí todo lo que quieras, si te sientes mejor vuelve al salón, sino, vendré a buscarte en una hora—. Rachel asintió, aguardó en silencio hasta ver a la mujer salir del saloncito, cerrando la puerta. Volvió a suspirar.

Se acercó lentamente a la ventana que daba a un balcón desde el cual se podía ver el jardín. Solo la luz de la luna iluminaba la habitación, dándole un aire encantado y desolado que la invitaba a llorar.

Salió al balcón con los ojos abnegados en lágrimas y el rostro blanco alzado al cielo. De pronto escuchó voces en la habitación siguiente, se podía ver luz por entre las gruesas cortinas corridas.

Intrigada, intentó acercarse al otro balcón para escuchar mejor, pero dado que aquello no parecía resultar, volvió a entrar en la habitación y se acercó a la pared contigua intentando escuchar. Descubrió que si abría el armario podía escuchar las voces mucho más claras.

Dentro había un pequeño asiento, se acomodó sin hacer ruido y apoyó las manos en la superficie, encontrando así una ventanilla corrediza, la movió con cuidado.

La luz de muchas velas y candelabros encendidos le cegó los ojos por un instante, el olor a oporto y brandy, a humo de pipa y cigarrillos, llegó hasta ella por la rendija. Era una ambiente viciado y sombrío. Guardó silencio mientras las voces tomaban forma y se hacían más comprensibles.

Su corazón latía muy fuerte en el pecho. Se sentía ansiosa espiando una reunión que de todas maneras parecía privada e importante, puesto que estaba muy alejada del resto de los invitados.

Escuchaba atentamente las voces, pero no podía comprender cuales eran las personas a las que se referían y los lugares de los cuales hablaban, de pronto comprendió que hablaban de tal forma para que solo ellos pudieran descifrar lo que allí se decía. Cualquier otro que los escuchase hablando no podría entenderlo. Este descubrimiento la conmocionó aún más ¿Qué clase de reunión era esa? ¿Y qué clase de cosas se estaba tramando allí? pensó preocupada.

De pronto una voz se alzó entre el murmullo que se había formado.

—Es deseo de su Majestad, no nos corresponde a nosotros cuestionarlo—dijo el hombre, el tono de su voz era suave, sensual, invitaba a escuchar embelesado y al mismo tiempo, era una orden indiscutible.

—De eso te encargas tú, Phantomhive, de cumplir todos los deseos de su Majestad—agregó otro, con un leve deje de mofa.

—Precisamente—susurró el Joven. El corazón de la Joven dio un vuelco, le tomó solo un instante reconocer su voz y buscó entre los rostros su cara, su sonrisa amable y de niño. — Su Majestad estará decepcionada cuando le diga que no quisiste colaborar en el cumplimiento de esta misión, Dankworth.

Se alzaron las voces de vacilación y protesta. El Conde Phantomhive se acomodó en su asiento en el medio de la gran habitación y bebió calmadamente el contenido de su vaso de vidrio tallado. Vestía elegante ropa de gala, sus pantalones y zapatos eran negros, al igual que su chaqueta, pero el chaleco era de un hermoso color azul, como el vestido de la Joven.

Sonrió, dejando de lado el vaso, una sonrisa cruel y provocativa. Sus ojos color avellana, se veían fríos y oscuros. Se acomodó los guantes de cuero negro entre los dedos y miró al hombre que había hablando antes, Sir Dankworth, con una ceja alzada.

—Señores—habló. Su voz inundó la habitación sin necesidad de alzar la voz, su tono suave y claro se escuchó sobre las demás voces, todos guardaron silencio. — El acontecimiento es inminente, debemos prepararnos para ello. Aquellos que decidan ayudarme les pido que se queden, los que no…—dijo mirándolos directo a los ojos—pueden retirarse.

Nadie se movió de su lugar ni osó respirar siquiera. El Conde sonrió nuevamente. Una sonrisa afilada como el frío de la noche.

—Muy bien. Entonces comencemos con los planes para…—. Su voz se fue opacando lentamente. Rachel cerró la ventanilla y salió del armario en el más absoluto silencio, un silencio que gritaba horrorosamente. Cerró las puertas del armario y sin mirar nada más salió también de la habitación, caminó muy lento por el pasillo para regresar al gran salón.

Se detuvo en medio de la oscuridad, mirando al frente con los ojos desenfocados.

Allí, en el gran salón, la luz resplandecía limpiamente y las voces y risas se enredaban con la música de la orquesta que tocaba alegres danzas. Tomó aire, compuso una agradable sonrisa y regresó a la luz.

Esa noche, recostada en su cama, fijó sus ojos en los rayos de luna, que escapando a la defensa de la gruesa tela del cortinaje, se escurrían dentro de la habitación, iluminándola tenuemente.

No podía conciliar el sueño, a cada instante que cerraba los ojos podía verlo allí sentado, arreglándose los guantes o doblando cómodamente una pierna, mirando a todos como si fuese el señor de todo, como si supiera algo que los demás no.

No podía olvidar su voz, su suave cadencia hipnótica, un poco ronca, un poco apagada. No podía olvidar su sonrisa, tan afilada y avasalladora. No podía olvidar sus ojos…

Se giró en la cama, dando la cara al techo, suspiró. Tomó aire muy profundo e intentó nuevamente conciliar el sueño, sin éxito.

Su figura era una sombra que la ahogaba e inundaba, podía sentir su pelo rozando su frente, la presión de su cuerpo sobre el suyo, el calor de sus manos…

Los labios entre abiertos rozaron los suyos, jadeando sobre ellos y la mano derecha se deslizó por entre sus pechos hacia abajo, separó sus piernas desde las rodillas y se escurrió al vértice caliente y húmedo entre sus muslos.

—Rachel—gimió, los dedos desaparecieron, el calor de sus manos y el peso de su cuerpo también. La espalda de la Joven se curvó mientras gemía, despertándose.

Estaba sola. El sueño había desaparecido, al igual que su esperanza de volver a dormir.

Dos días después de aquella noche, la Joven seguía sin poder olvidar lo sucedido. Sus pensamientos fluctuaban entre el enigma que era él.

El Joven con una sonrisa de niño, el Conde con una sonrisa de asesino.

Aquella mañana, mientras desayunaba en compañía de Lady Bradbury, llegó un paquete adjuntado a una carta para ella. Sonriente, abrió de inmediato el regalo, al abrirlo encontró un hermoso chal bordado de rosas.

La mujer se deshizo en halagos al buen gusto de su Señor Padre. La Joven sonrió y dio las gracias, contenta por el presente. Entonces pasó a leer la carta que acompañaba el hermoso regalo.

La carta decía lo siguiente:

Querida Señorita Durless,

Me he enterado a través de unos amigos que usted ha hecho, no hace mucho, su muy esperada presentación en sociedad. Permítame decirle que me alegro mucho por usted y he escuchado de muchas personas, que usted es considerada la más bella y radiante señorita de toda la temporada. No podía ser de otra manera, por supuesto.

Debo confesarme, mi queridísima Rachel, porque aunque he dicho que me alegraba por usted, también me siento desilusionado, me hubiese gustado, si usted me hubiera dado la oportunidad, de acompañarla en tan importante ocasión. Me hubiera gustado… haber pedido su primer baile, también el segundo y el tercero… y así, hasta terminar la velada.

Me hubiese gustado, y esto más que cualquier otra cosa, haberle escrito antes, deseo disculparme por la brusca manera en la cual nos despedimos la última vez. Una situación urgente exigió mi atención fuera del país y me mantuvo ocupado hasta ahora.

Le envío el presente regalo pidiendo su perdón por aquella ocasión, fervientemente espero merecerlo.

Me despido deseándole un hermoso día, espero poder encontrarme con usted en algún momento. Por favor, si le parece bien, responda a esta carta para que yo pueda ir a verla a su residencia en Eccleston St.

Le deseo salud y alegría, su humilde servidor

Vincent Phantomhive.

— ¿Qué sucede, querida?—preguntó Lady Bradbury— ¿Qué dice tu Padre?—. La Joven dobló la carta rápidamente y la devolvió a su sobre, su cuerpo se había ido vaciando a medida que leía y en esos mismos instantes no estaba segura si deseaba gritar, llorar o reír.

—Na-nada, solo me contaba sobre Ann, dice que me extraña mucho—susurró componiendo una leve sonrisa.

Durante el trayecto a la casa de Lord Wingfield, Lady Bradbury carraspeó delicadamente y miró a la Joven alzando una ceja inquisitiva.

— ¿Y bien, querida? ¿Vas a contarme de qué se trata?— preguntó, la Joven tragó saliva compulsivamente, miró los ojos celestes de la mujer. — ¡Oh, vamos! No creerás que no lo he notado, hemos ido al teatro esta tarde a ver tu ópera favorita y no te has enterado de nada. Vamos pequeña, háblame, te hará sentir mejor—aseguró sonriendo. Rachel se armó de valor para preguntar lo que venía carcomiéndole la cabeza desde hace horas.

— ¿Qué puede contarme acerca del Conde Phantomhive?—musitó con un hilo de voz y las mejillas ardiendo.

— ¡Oh mi…! ¿Era eso? ¡Querida niña! Pero dime, ¿Dónde lo haz conocido? —preguntó acercándose a la Joven.

—Hace unos meses, mi Padre nos lo presentó a mi hermana y a mí —respondió.

— ¡Santos Cielos, ese Padre tuyo! —. Se quejó la mujer, mordió su labio nerviosamente y luego miró a la Joven.

—Escúchame muy bien, Rachel. Debes tener mucho cuidado con él, es peligroso estar cerca de ese Conde—susurró, tomando sus manos entre las suyas.

— ¿Por qué? ¿Acaso hace daño a la gente?—preguntó la Joven con un nudo en la garganta.

— Es más complicado que eso, querida. Solo digamos que él es el encargado de velar por el bien mayor de la nación. Él es la mano derecha de la corona de Inglaterra, así como su padre y el padre de este lo fueron antes que él. Su destino estaba decidido mucho antes de que naciera. Es un destino cruel, querida, la mujer que él elija no tendrá una vida fácil—aseguró.

— ¿Por qué? —insistió la Joven, al borde de las lágrimas, cada palabra dicha, cada recuerdo creado con su sonrisa y sus ojos, le destrozaba un poco más el corazón. Lady Bradbury se calló, el balanceo del coche meció el sombrío silencio que las envolvía.

— Todos saben que el Conde se encarga de hacer… lo que nadie más se atreve a hacer. Él, el líder de la nobleza obscura, se hace cargo del orden interno y externo del reino, da paz y equilibrio a sus Majestades a cambio de muerte y dolor en su vida. Todos los Phantomhive que han ejercido el título de Conde han muerto de forma violenta—explicó la mujer.

— ¿Por qué? ¿Por qué están condenados a sufrir tanto?—preguntó gimiendo. Lady Bradbury solo pudo negar y encogerse de hombros.

— No lo sé, querida. Pero… procura alejarte de él, su nombre solo trae destrucción—.

Aquellas palabras la siguieron durante toda la noche, cuando por fin comenzó el baile, Rachel había rechazado a cinco pretendientes y había preferido quedarse sentada bebiendo un té sin azúcar. No deseaba bailar, no podía.

Sentía, más que nunca, una irremediable unión con aquel hombre. Tomó la firme determinación de responder su carta en cuanto llegara a casa, mordió su labio, deseando poder verle de inmediato.

Dejó pasar baile tras baile, caminó de aquí a allá, saludando y sonriendo a los demás invitados con delicadeza, pero sin aceptar a nadie como pareja. Finalmente, se sentó en un mullido sofá, cansada.

Sintió a alguien sentarse a su lado, por supuesto, era Lady Bradbury, quien la miraba con reproche.

— Querida, esto es un baile ¿O acaso lo haz olvidado? Todo el mundo se está preguntando qué te ha sucedido y por qué has rechazado a todos esos pobres jóvenes—dijo.

— No he querido comprometerme—respondió la Joven, arreglándose el hermoso chal de rosas sobre los hombros.

— ¿Por qué no? ¿Estas esperando a alguien en especial?—. Quiso saber la mujer, sonriendo pícaramente.

— Quizá así sea—dijo esta a su vez. Entonces, la pieza de baile llegó a su fin y entre la multitud apareció la figura de un hombre alto y atractivo, que vestía un chaleco color granate hermoso con terminaciones en oro.

Todos los invitados le abrieron paso y guardaron silencio. El Conde Phantomhive no miró a nadie y caminó directamente hasta la Joven.

Se detuvo frente a ella, sonriendo.

— Me concedería el honor del siguiente baile, Señorita—musitó, sus ojos la miraron directamente, había algo profundamente tierno en su rostro, una calma extraña. Sus palabras habían sonado como una pregunta, pero en el fondo no lo eran. La Joven pudo reconocer en su voz, comparándola con la de aquella vez, la visión del Conde rodeado del humo del tabaco, de olor a oporto y de piezas de ajedrez.

Ella solo sonrió, tomó su mano extendida y se puso de pie, él le ofreció su brazo para llevarla hasta la pista y finalmente, se posicionó frente a ella. Se miraron en silencio, Rachel pudo sentir la intensa mirada de todos en el salón pero no le preocupaba, se sentía como si por fin pudiese respirar tranquila.

El baile comenzó, lento y elegante. Sus manos se rozaron en distintas ocasiones y sin dejar de mirarse, giraron alrededor del otro. No había nadie más, no podía haber nadie más allí.

El calor de sus manos y la suavidad de su sonrisa.

— ¿Le ha gustado su regalo?— susurró en su oído cuando dio una vuelta alrededor de ella. La Joven se sonrojó.

— Sí, mucho ¿Cómo ha sabido que lo usaría hoy? —preguntó.

— No lo sabía, pero tenía la pequeña ilusión…ya sabe—contestó él, haciendo un gesto para indicar su ropa, que combinaba con la de ella, sonrió como un niño, el corazón de la Joven retumbó en su interior.

— ¿Cómo sabía que yo estaría aquí? ¿Que no estaría comprometida para bailar con alguien más?—insistió ella, sorprendida. Él rió, parecía encantado.

— Lo primero ha sido muy fácil, yo muchas cosas—respondió con un brillo peligroso en los ojos— La segunda. — Se encogió de hombros— ¿No estaba comprometida?

—No—susurró ella.

— Ya veo, ¿Puedo preguntar por qué?— insistió él, su rostro expresaba una emoción difícil de descifrar.

— Tenía la pequeña ilusión… ya sabe—repitió, riendo. Él también rió. La danza se acabó y él tomó su mano para besarla y guiarla fuera de la pista de baile.

Se acercaron a Lady Bradbury en silencio y atajándola antes de que comenzase a hablar, el Conde dijo:

Milady, me temo que la Señorita Durless se siente un poco agotada, creo que lo mejor es que regrese a su casa y descanse, haría usted bien en acompañarla— ordenó.

La mujer se quedó sin palabras y solo pudo asentir. El Joven dio la vuelta y ofreció nuevamente su brazo a la Joven, juntos cruzaron el salón y salieron al pasillo, donde se encontraban algunas personas conversando.

Un hombre vestido completamente de negro se acercó al Conde en silencio, en su brazo llevaba las cosas de ambas mujeres, las ayudó a acomodarse los abrigos en silencio.

— Acompáñalas hasta su coche, y asegúrate de que nada malo les suceda, Tanaka— susurró el Conde a su mayordomo. El hombre asintió y con una leve reverencia se despidió de su señor sin decir nada.

— Espero volver a verla pronto—musitó el Joven, al besar el dorso de la mano de Rachel.

—Yo también lo espero—respondió ella, con un ardor que impresionó al Conde, quien abrió mucho los ojos un instante y luego sonrió dulcemente.

Hizo una reverencia de lo más correcta y elegante y se perdió entre los invitados del salón.

Esa noche, sumido en la oscuridad de su estudio, el Conde Phantomhive se estaba terminando su primera botella de jerez cuando tocaron a la puerta.

— Adelante—susurró, con la voz ronca por el alcohol y los cigarros que se había fumado, aunque no era muy fanático del vicio.

— Señor—musitó el sirviente al entrar, se dio cuenta del desorden de hojas desparramadas por todo el suelo, la chimenea con su rejilla pateada, la ropa de su amo lanzada sobre el sillón más cercano, su corbata enrollada en el suelo y la botella hasta menos de la mitad. — Han llegado noticias, todo a salido tal cual usted había predicho, han hecho el contacto—informó.

— Perfecto, prepara todo para salir—ordenó sin darse vuelta, apoyó la frente en el vidrio frío de la ventana.

— En seguida, Señor—respondió el hombre, dudo un instante antes de cerrar la puerta. —También le prepararé un café cargado, para que su cuerpo se recomponga… Y, algunas galletas —agregó.

El Conde volteó un poco la cara y le miró por sobre el hombro.

— ¿Galletas de chocolate?—preguntó.

— Sí, Señor, de chocolate. —El Joven asintió y el mayordomo se retiró de la habitación cerrando la puerta con cuidado.

Era la primera semana de otoño, el clima aún era cálido, pero el viento ya anunciaba el cambio de estación. Rachel se encontraba en la biblioteca mirando por la ventada distraídamente.

Había regresado a su casa hace una semana, luego de aquel baile, no había vuelto a ver al Conde, a pesar de haber contestado su carta y haber recibido otra como respuesta, en donde le informaba que había tenido que viajar a España de manera urgente y que ansiada regresar a su lado.

La Joven mordió su labio, no hallaba forma alguna para entusiasmarse por nada, septiembre siempre resultaba ser un mes que pasaba muy lentamente.

Suspiró.

Se escucharon unos pasos presurosos avanzar por el pasillo. La puerta de la biblioteca se abrió y por ella entró su hermana.

— ¿Qué sucede Ann?—preguntó de inmediato al ver el rostro alegre de la muchacha— ¿Hay buenas noticias?—. La niña asintió.

— Padre ha escrito diciendo que llegará pasado mañana—. Ambas gritaron de emoción y se abrazaron, adoraban esa época del año, porque si bien se volvía frío y no podían salir a caminar, si bien era la época del año en la que su Madre había muerto, al menos siempre podían contar con el regreso de su Padre, que lo mejoraba todo con su alegría.

Las hermanas se precipitaron en busca de la Señora Peterson para contarle las buenas nuevas y juntas planearon el banquete que tendrían preparado para cuando llegase.

Dos días después, su Padre regresó a casa y para sorpresa de todos, en compañía del Conde Phantomhive.

Rachel bajó corriendo las escaleras, vestía un vestido de manga larga de un rosa muy claro y sencillo; no había alcanzado a ordenar su pelo así que lo había cepillado y dejado suelto.

Una vez en el primer piso, corrió hasta el salón y sin esperar que la anunciasen entró corriendo y se encontró cara a cara con el Joven. Se detuvo de golpe provocando que perdiera el equilibrio, el Conde la sujetó a tiempo y la sostuvo de caer.

Conteniendo la respiración, ambos se quedaron mirando. Ella acomodada contra su cuerpo, él sujetándola contra su pecho. Se miraron por todo un instante con tal intensidad que Lord Durless necesitó carraspear para llamarles la atención. Se separaron torpemente, con el cuello y las orejas sonrojadas.

La tarde continuó de manera menos vergonzosa, se tocó el piano y el violín, se cantó, se bailó y se comió con mucha alegría. En la noche, los Caballeros se quedaron bebiendo en la biblioteca mientras las jóvenes se iban a la cama.

Amaneció con un cielo celeste y un sol radiante. La Joven se arregló llena de entusiasmo, esperando ver en el desayuno al Joven. Una vez lista, salió de la habitación y bajó al comedor.

En cuanto entró se encontró a solas con el Conde, quien tomaba té y comía galletitas de chocolate. La Joven había notado que eran sus favoritas.

El Joven se puso de pie de inmediato e hizo una reverencia, Rachel correspondió sonriente y se acercó a él sonriendo. Se sentó a su lado en el sofá y le preguntó que leía, él le contestó que leía las noticias sobre el comercio con china.

Luego de conversar por momento se quedaron callados, en un silencio cómodo y tranquilo. La Joven se mordió el labio y se animó a decir:

— Sé lo que hizo—musitó. El Conde alzó una ceja y dejó a un lado la taza de té. — Aquella noche, en el baile, supo que yo estaría ahí y se encargó de protegerme—agregó, miraba sus manos.

El Conde guardó silencio un momento.

— ¿Sabe de qué la protegía? —preguntó.

— No, pero quizá tenga relación con el encarcelamiento de aquellos italianos que controlaban el mercado negro de las especias y que casualmente estaban presentes en aquella fiesta. —susurró.

— ¿Cómo lo sabe? —inquirió él, con los ojos apagados. Parecía triste.

— Fue una noticia muy conocida, todo el mundo supo que escaparon a España. —Sonrió, miró nuevamente sus manos y continuó— Mi madre me enseñó italiano cuando pequeña, mientras estaba saludando a unos amigos en la fiesta los escuché hablar… del perro guardián. —Alzó los ojos para ver su rostro.

— Comprendo—dijo el Conde y volvió a quedarse callado. Permaneció en silencio por mucho rato, hasta que finalmente se puso de pie. — Creo que debo irme—

— ¿Por qué? ¿A dónde?—exclamó ella, de pronto asustada.

— No puedo seguir aquí. Mi presencia la pone en peligro— susurró con los ojos brillando.

— ¡No! ¡No, no, no! ¡Usted me protegió! Usted es el único que… no puede—jadeó intentando detenerlo, pero era muy tarde, él ya salía por la puerta…. Y desaparecía. — ¡Vincent! —gritó. — Por favor. ... no puede irse, no puede dejarme ¡No lo soportaría!—.

Los pies del Conde se clavaron al suelo, era una estatua congelada en medio del gran recibidor de la mansión Durless, pero temblaba, temblaba mientras se daba vuelta para contemplar a la mujer con la cual había soñado todos los días y noches durante más de seis meses. Todas sus defensas, todas sus reservas para con ella, derritiéndose.

— ¿Habla enserio?—preguntó él. Su corazón gemía por una pequeña luz de esperanza. Aunque no debiese tenerla, aunque estuviera mal siquiera soñar con ella… Él esperaba que…

— Absolutamente— respondió ella.

— ¿Está usted segura? ¿Entiende lo que significa? ¿Entiende todo lo que pone en riesgo?— insistió, atropellándose con las palabras.

Ella negó con la cabeza débilmente, mordió su labio, sus ojos azules brillaban con la luz, el nudo en su garganta solo le permitió susurrar una respuesta:

— Sí — aseguró, al borde de las lágrimas, él volvió sobre sus pasos a zancadas para abrazarla, la alzó del suelo, besó sus mejillas sonrojadas, deteniendo las lágrimas que se escapaban de sus ojos. Estrechó su cuerpo contra el suyo y dejó que su cabeza descansara sobre su pecho.

Rachel suspiró, sentía que las fuerzas abandonaban su cuerpo, acomodó su cara contra el pecho del Conde y escuchó su fulguroso corazón latiendo tan fuerte como el suyo.

Fin

Continuará...