Sensaciones y sentimientos de Año Nuevo. Personalmente recomiendo escuchar la canción (si desean hacerlo) después de cada songfic. Le da un toque diferente.

DISCLAIMER: Los personajes del manga/anime "Inuyasha" le pertenecen a la creativa cabeza de Rumiko Takahashi; mientras que las canciones citadas son interpretadas y compuestas por Sia Furler (incluso el título del fic hace referencia a mi álbum favorito —"Algunas personas tienen problemas reales"—).


1

I'm In Here

¿No puedes escuchar mi llamado?
¿Ahora estás viniendo a por mí?
He estado esperando
A que vengas a rescatarme,
Necesito que sostengas,
Toda esa tristeza con la que no puedo
Vivir dentro de mí

Sia


A penas era una leve llovizna, pero las gotas frías comenzaron a lavarle el rostro sucio, al igual que la sangre. Su rostro ardía y comenzaba a hincharse, aunque lo peor era el brazo izquierdo que le dolía cada que se movía; mientras caminaba entre la gente que no bajaba la vista para verle a menos de que hubieran chocado con él y quisieran regañarle, darle un manotazo por ser un estorbo en medio de la calle.

Él lo sabía: Inuyasha, el pequeño niño huérfano, era indeseable. Nadie lo quería, era una plaga que no debía existir. Desde que llegó a esa ciudad ruidosa hacía poco más de un año, fue entendiéndolo conforme aprendió a moverse en esa ciudad entre tropiezos, escalofríos y labios que mantenía apretados para no gritar.

Por eso no tenía hogar y vivía en las calles, sobreviviendo de lo que pudiera encontrar o hasta hurtar de los distraídos. Por esa razón la gente se daba el derecho de hacerle lo que quisiera, como golpearlo por cualquier excusa como ser pequeño o respirar en su presencia. No valía lo mismo que una persona —«¿Por qué no te mueres, eh? ¡Mírame cuando te hablo, rata apestosa!»—. Cualquiera podría meterse con los que no pudieran defenderse, con los débiles como él.

Uno de sus tobillos se debilitó de repente y estuvo a punto de caer, pero logró sostenerse. Luego recordó que llevaba algunos días sin comer, aunque no sabía cuántos. Cuando tenía hambre por mucho tiempo, el vacío en su estómago solía desaparecer por un rato para después regresar más profundo, haciendo que su garganta también ardiera. Era algo que ni siquiera el agua podía apagar.

Seguramente él se enojaría cuando lo viera así.

—¿Por qué sólo vienes hasta que pasan tres días? —no se cansaba de repetírselo—. Si tienes hambre, ven.

Y aunque él se lo dijera, realmente no era algo tan fácil de hacer —cada que se decidía a hacerle caso, siempre terminaba dando la vuelta cuando estaba a unos cuantos metros—; él no quería ser una pequeña molestia que se volviera rápidamente en algo grande, inmensos problemas, como siempre tendía a hacer.

Tampoco era como si él tuviera mucho para repartir.

Cuando él se inclinaba para hablarle, su delgado y descolorido kimono se abría un poco, revelando unas formas prominentes que de a poco iban adoptando la forma de huesos. También, algunas veces, habían explosiones de colores —morado, verde y amarillo— pintadas sobre la piel delicada, como violentos fuegos artificiales, de esas que él conocía bien.

Y, una vez, Inuyasha creyó reconocer las marcas de unos dientes en un hombro.

—¿Tú no te peleas? —él le dijo como respuesta, evadiendo su vista—. Claro que sí. Eres muy violento para ser tan chiquito —después le dio una de esas palmadas en la cabeza como una forma suave de pedirle que se apresurara, porque en cualquier momento la puerta sería abierta y él debería entrar.

En eso consistía su relación, sin decir mucho, sin hacer preguntas dolorosas, formando una sensación «tranquila y mullida». Eso era lo que llamaban amistad, ¿verdad? Aunque los demás niños que vivían con su amigo decían que él era más parecido a una mascota secreta a la que le gustaba alimentar, acariciar el enredado y largo cabello negro —«¡Aunque de seguro tiene pulgas!»— cuando aún era pronto y él tenía un poco de tiempo libre.

Estaba bien, a Inuyasha le molestaban los insultos hasta el punto de expresar su enojo con los puños, pero no el que lo llamaran una mascota. Él mismo había llegado a desear por las noches, mientras buscaba un lugar dónde dormir, ser un cachorro o un gato perezoso que pudiera descansar cuando quisiera, siendo calentado por la luz del sol y acariciado por una mano gentil que no le maltratara. Aunque, por el momento, la persona más indicada que podía imaginar para que tuviera el papel del «amo» sería Miroku.

Porque era más tranquilo, le ganaba con varios años y, cuando acercaba sus dedos a su cabeza desconfiada y encontraba la misma calidez que en él, soltaba una sonrisa triste. Parecía como si Inuyasha también le estuviera ayudando de alguna forma. Al menos eso se lo decían sus ojos azules cuando se nublaban y miraba hacia el cielo, como buscando algo.

Al pensar en ellos, en los profundos suspiros melancólicos, Inuyasha cambió de dirección al bajar por una calle y después cruzar un pequeño puente de madera. Se estaba acercando a esas zonas de la ciudad que tenían más gente de noche que de día. Más personas de miradas indiferentes, vestidas con ropas elegantes y calzado cuidado, comenzaron a llegar poco a poco, hasta hacer que el suelo de piedra repiqueteara por el sonido de la madera al chocar.

Él trataba de alejarse lo más que podía de la corriente de gente, cuidando de no acercarse demasiado a los locales donde las mujeres de kimonos brillantes y caras en blanco y rojo encendían las luces —algunas de gas, otras de papel e incluso algunas, las de los lugares más grandes, tenían «electricidad»—. No quería pensar en la hora, darse cuenta de que ya estaba oscureciendo.

Esperaba —deseaba— que no fuera lo suficientemente tarde como para que esa puerta desgastada de madera ya estuviera cerrada para él.

Pero no, por fin Inuyasha se encontró con algo de suerte: las lámparas aún no se había encendido en esa zona —en el barrio gris y menos brillante—, así que buscó con sus enormes ojos oscuros alguna señal de Miroku sin mucho resultado.

«Él sabe qué hacer. Él es listo.»

El niño pasó sus manos sobre sus brazos, acariciándose con dificultad debido al dolor y el tiritar a causa del frío. Oculto en una esquina, continuó esperando mientras la lluvia comenzaba a hacerse más fuerte.

«Se va a enojar, pero no me va a gritar. Siempre es bueno conmigo.»

Estuvo tentado a hacerlo, sus huesos débiles y la sensación pegajosa le decían que se atreviera a entrar. ¿Pero después qué haría? Seguramente sería echado a palos por ser un intruso y, si se enteraban que era amigo de Miroku, seguramente él también sería castigado. Además, Miroku le había prohibido el entrar a ese lugar sin importar qué ocurriera. Se lo advirtió con una enorme línea en la frente, obligándole a verlo a los ojos a la hora de hacer su promesa.

—¿Por qué no? —había dicho, casi como un quejido. En un lugar de su mente inocente e infantil, Inuyasha aún soñaba con tener un techo bajo el cual vivir, un sitio donde también se encontrara su único amigo.

—¡Porque no quiero! —él le contestó, siendo esa la única vez que lo vio en verdad enojado. Aun así, al escucharse gritar, suavizó la mirada—. Soy malo, y quiero ser el único de los dos que tenga una buena vida —entonces, soltó una carcajada que en lugar de escucharse más como la risa de un niño, sonó a alguien mayor—, como fregar pisos hasta que te sangren las manos o trabajar en la cocina hasta que te duela la espalda y quieras llorar. Pero no debes llorar.

A Inuyasha eso no le sonaba tan horrible porque al menos no dormiría en las calles, sobre la tierra congelada y las rocas filosas; y sería alimentado, poco, pero tendría comida en su plato.

Él se lo comentó en un susurro a Miroku, y éste le apretó la nariz hasta hacerlo gritar.

—¡Suéltame, Miroku! ¡Tonto!

—No, tú eres el tonto. No sabes nada —le dijo—. Y no quiero que eso cambie.

Después de eso, Inuyasha no volvió a mencionar algo al respecto, solamente continuaba manteniendo su promesa. Pero en ese momento le estaba costando mucho.

—Miroku… —susurró, y como si alguien le hubiera escuchado, se oyó el repentino sonido de unos pasos acercándose a la salida.

Inuyasha no esperó a ver el rostro del niño que comenzaba a calzarse unas viejas sandalias de paja, sólo salió corriendo en su dirección al ver su complexión delgada y cabello recogido.

—¡Jakotsu! —le gritó y el niño estuvo a punto de dejar caer el pedazo de papel que estaba usando para encender las lámparas.

Inuyasha. ¿Qué quieres? —Jakotsu habló en voz baja al tiempo que miraba hacia atrás, esperando que nadie lo hubiera escuchado.

En su caso, Inuyasha no tuvo la misma preocupación, él sólo quería que llamaran a su amigo: —Dile a Miroku que salga. Rápido. Sólo un momento —soltó como proyectiles por la urgencia. Ya no sabía lo que quería. Si eran las atenciones dadas lo que él necesitaba o el ver a un rostro familiar, ser visto a través de una mirada suave.

Jakotsu meneó la cabeza, como negándose, y los ojos de Inuyasha comenzaron a arder, al igual que su rostro. Estaba dispuesto a decirle incluso un «por favor», rogarle, pero el niño ni siquiera eso le permitió.

—No está —dijo, sin verlo a los ojos. Parecía realmente incómodo—. Vino un monje y se lo llevó.

Inuyasha volvió a actuar antes de pensar: se lanzó hacia él, lo tomó de los hombros y comenzó a sacudirlo, olvidando por un momento sus heridas o que el chico era mayor que él, aunque prácticamente tenían la misma estatura.

—¡¿Y por qué se lo llevó?! —lo tomó del cuello de su kimono de tela brillante y diseño extrañamente femenino, sin mucha fuerza—. Ustedes… alguien… debió hacer algo —se estaba cansando incluso al hablar, tanto que terminó jadeando.

—¡No te enojes conmigo! —Jakotsu retrocedió para soltarse de su débil agarre. Cuando estuvo libre se acomodó la ropa—. Él lo conocía y pagaron por él, así que se fue —también, aunque debería estar enojado por su trato, en lugar de demostrarlo le lanzó una mirada lastimera—. ¿Por qué se quedaría aquí?

Su cabello y harapos estaban escurriendo y comenzó a mojar el piso de madera. Sus labios, que se estaban tornando azules, no dejaban de temblar.

Una mujer de aspecto atractivo y unos ojos tan rojos como sus labios salió. Llevaba un par de geta colgando de su mano los cuales arrojó, sin preocuparse de que estuvo muy cerca de golpear a alguno de los niños.

—Jakotsu, termina de una vez —le regañó con tono perezoso y éste, sin pensarlo mucho, se apresuró para terminar con su trabajo. Sólo le faltaba una lámpara por encender cuando la mujer por fin reparó en la existencia del otro niño—. ¿Tú qué quieres? —le preguntó, sin ocultar su desagrado.

Inuyasha se mantuvo inmóvil, sin decir una sola palabra y sólo mirando a la muchacha —cuando le prestabas mucha atención, podías ver bajo el maquillaje unos rasgos que seguían siendo un tanto infantiles—. Parpadear, respirar y observar era lo único que podía hacer, porque eso era lo único que no le habían quitado.

Una voz masculina sonó detrás de su espalda, pero él ni siquiera volteó. Sólo siguió sumido en sus pensamientos sobre nada. Tal vez lo que en realidad estaba tratando de hacer era no pensar.

—Buenas noches —sin mucha energía, la muchacha saludó al hombre antes de tomar su paraguas. Había decido ignorar de nuevo su presencia. Nadie se fijó realmente en él, sólo Jakotsu, quien le dirigió una última mirada antes de entrar en el lugar y desaparecer junto con el desconocido.

El paraguas del hombre fue colgado cerca de la entrada. La chica se sentó en un cajón y, después de hacer su asiento más cómodo con la ayuda de un desteñido cojín, encendió una pipa delgada y alargada con un movimiento ágil. Soltó una nube de olor desagradable y ese humo gris le hizo estornudar.

Otra vez su ruido provocó que ella se diera cuenta de su presencia.

—¿Qué estás esperando? ¡Vete! —sacudió su mano, ahuyentándolo. Pero Inuyasha permaneció parado, como si no hubiera escuchado nada. Ella se molestó, así que se levantó y le amenazó con su pipa, tirando cenizas sobre el suelo—. ¡Lárgate! Con esa apariencia vas a espantar a la gente.

Ya no pudo soportarlo más: el rostro del niño se contrajo en una mueca y salió corriendo. Las simples amenazas de una muchacha menuda fueron suficientes para asustarlo.

Estaba tan alterado que la presencia —incluso sólo el sonido— de las personas y sus paraguas, los jinrikisha y sus conductores, le perturbaron lo suficiente como para sentirse amenazado. Era como si cada uno le juzgara con unos ojos aterradores, brillantes y cueles. Seres tan altos y superiores que él debía ser la criatura más pequeña del mundo.

Diminuto. Solo. Abandonado en la oscuridad.

«¡A nadie le interesas, rata apestosa!»

El cielo parecía como si se fuera a caer y el mundo le empujaba, dándole codazos. Y él seguía corriendo.

Hasta que sus pies descalzos resbalaron y el niño cayó, rodando, chocando contra el empedrado, haciendo que sus huesos se estremecieran, la piel se rasgara y él se cubriera la cabeza para intentar protegerse. Nuevamente llegaba esa sensación conocida que jamás se iba, sólo se hacía más fuerte. Siempre —¿Por qué?—.

Su cuerpo se detuvo sobre un charco en un sitio que no reconocía, con unas extremidades que no le respondían. Respiró frenéticamente, como tratando de alcanzar el oxígeno que alguien intentara robarle. Por fin se había quedado sin fuerzas, por lo que no fue de extrañar que la máscara se rompiera —sólo era un niño de ocho años—, y comenzara a llorar sin preocuparse de ser escuchado.

Los sentimientos que había guardado por tanto tiempo estaban desbordándose, y se sentía como si su pequeño pecho se fuera a desgarrar. Llamó a varias personas entre lágrimas: pidió las manos gentiles de su madre, la fuerza de un padre a quien jamás había conocido, la voz de un amigo que parecía haberlo dejado atrás…

Pero en esa ciudad donde la lluvia era ruidosa y la gente parecía ocupada en sus propios asuntos, sus lágrimas y gritos no se escuchaban. ¿Era porque no eran lo suficientemente fuertes o porque no tenían en mismo valor?

El agua se acumulaba, subiendo de nivel, sin que la ayuda llegara. La calle era un río violento que se lo llevaba todo.


NOTAS:

-Jinrikisha (o también conocido como rickshaw) es un medio de transporte tradicional parecido a una carroza pequeña donde caben máximo unas tres personas. La diferencia es que es jalado por un hombre y tiene sólo dos ruedas. Es una especie de bicitaxi.

-Geta. Un tipo de calzado típico japonés de madera. Es como una sandalia, pero tiene dos "dientes" que actúan como si plataformas.

-Supongo que sería bueno (o no) decir que esta historia se desarrolla a principios de 1900, entre el periodo Meiji y Taishou. Creo que su localización más adecuada sería en Kioto, en el distrito de Shimabara, más o menos cuando comenzó el declive de esa zona.