Nota del Autor: Este es un FF corto, no más de tres capítulos van a ser, creo. Se me ocurrió mientras escuchaba una canción al tiempo que veía la letra. Me di cuenta que podía cocinar una pequeña historia basada en la letra de dicha canción y que podía ser potencialmente buena, si se sabía cómo llevarla a las letras.
Eso era todo.
Los saluda desde el Observatorio Greenwich… Gilrasir.
Capítulo I: Deseos inocentes
Era el atardecer de un cálido día de primavera. El mar rugía al romper en las rocas costeras, llenas de algas y estrellas de mar. Un arrecife se podía vislumbrar en el litoral. En medio de éste, se emplazaba un muelle desde el cual partían embarcaciones, mercancías o personas iban a bordo, rumbo a tierras lejanas. La salida de la costa era traicionera por las noches, cuando las rocas que sobresalían del agua espumosa se confundían con el telón del cielo sin sol y los barcos se hundirían sin remisión si no fuera por el faro que se asentaba sobre un promontorio de roca, mar adentro. Su luz iluminaba el camino a los botes, barcos mercantes y grandes buques que salían del bullicioso muelle y evitaba que vidas se perdieran innecesariamente en el mar. El puerto recordaba cada muerte que ocurría en los arrecifes antes que el faro fuera construido, con los brazos y el sudor de centenares de hombres, y no pocos dieron sus vidas para que tamaña obra fuera terminada. Ahora, la enorme torre, de 150 pies de altura, se alzaba contra el manto de estrellas, su gran rayo de luz haciendo visibles las rocas, afiladas y mortales, las cuales incontables vidas habían reclamado ya.
En el pueblo, en una casa suntuosa, una mujer, ataviada en un pálido vestido blanco bordado, peinaba su cabello castaño frente a un espejo ovalado, enmarcado en plata y con detalles florales en relieve. Una media sonrisa iluminaba su rostro. Era la doncella del pueblo, la mujer más bella del puerto y, por motivo de sus vestidos, era llamada "La Perla Blanca"
Tres toques a la puerta la sacaron de su rutina.
La mujer abandonó sus utensilios de belleza, exclamando de alegría, sabiendo que esa noche iba a ser especial, una noche para recordar. Su cabello parecía volar tras ella cuando abrió la puerta y vio a quien estaba esperando. Lo había conocido en el puerto, sentado en un bar, bebiendo un whiskey añejo apaciblemente, seguro, sereno… atractivo. Ostentaba una barba decentemente espesa, cabello rubio, casi plateado, que le llegaba casi hasta los hombros, sus ojos azul cielo mirando al cantinero distraídamente, con una media sonrisa. Y, como si algo más allá del entendimiento de ese hombre lo impulsara a hacerlo, giró su cabeza hacia ella, con el mismo desinterés. Pero ella, sintió un repentino hormigueo en su vientre. No podía explicar por qué la mirada de ese hombre la traspasaba, hacía hervir su sangre de deseo, hacía que mil pensamientos cruzaran su mente, no de pesadumbre, no de alegría. No, la palabra alegría no era suficiente para describir lo que le sucedía.
Al otro lado de la situación, el hombre que observaba a aquella doncella jamás había visto a una mujer tan hermosa en su vida, pero no dejó que aquel hecho recién descubierto obnubilara su razón. Iba a ser suya, y se aseguraría que ella pasara los mejores momentos junto a él.
La tarde transcurrió en un alegre coro de risas y maravillas. Ese hombre conocía la costa como la palma de su mano. Señalaba los lugares donde las garzas y las gaviotas se reunían para reproducirse, paseaban por los acantilados cubiertos de hierba desde donde se podía escuchar el agradable sonido de las olas romper contra las paredes rocosas, e incluso se atrevieron a entrar a una cueva, en donde podían escucharse, según las tradiciones del puerto, ecos de los muertos en el mar, clamando por comunicarse con sus seres queridos, abandonados a causa de los azares del océano. Le contaba que entraba a esa gruta, cuando podía, para hablar con sus padres, muertos por la furia de las olas tempestuosas de una agitada noche de invierno, antes que el faro fuera erigido.
-Y, ¿realmente te hablan? –preguntaba ella, sentada sobre una roca húmeda, sin importarle el vestido en lo absoluto.
-Si sabes cómo escuchar –dijo él, mostrando otra vez esa enigmática sonrisa-. A veces, es como el mar quisiera disculparse por llevarse a gente que no merecía abandonar a los suyos y te diera la oportunidad de comunicarte con ellos.
Ella se limitó a suspirar.
-No me has dicho tu nombre –puntualizó él, como dándose cuenta recién de ese hecho.
-Si me besas, te lo diré –respondió ella, sonriendo más pronunciadamente. Él sopesó las posibilidades que esto ofrecía, pero creyó que estaba siendo demasiado fácil. Una mujer nunca se exponía a que la besaran sin tender trampas a quienes trataban de conquistarlas. Eso le había dicho su padre cuando apenas contaba doce años, tres meses antes que ellos fueran devorados por el mar.
-¿Y harías eso, sólo para saber cómo te llamas? –quiso saber el hombre-. Entonces no me imagino qué podrías hacer para que me mostraras tu árbol genealógico.
La mujer rió con ganas.
-¿Te gustaría verlo?
Él arqueó una ceja.
-Mmm… de acuerdo, pero no ahora. Iré a tu casa cuando el día y la noche se hagan uno.
-Pero… no te he dicho en donde vivo –argumentó ella, visiblemente desconcertada.
El hombre sonrió.
-Bueno… eso es lo bueno de tener boca. –Hizo una pausa para ayudarla a levantarse, una cortesía irrisoria, pero efectiva-. Si la usas bien, puedes llegar a cualquier lado.
Ahora, que ella tenía a aquel hombre en el umbral de la puerta de su casa, supo que sus últimas palabras fueron bastante ciertas. Apoyado levemente contra el marco, ese hombre cuyo nombre no conocía todavía le sonreía. Aquello era motivo de intriga para ella. ¿Nunca estaba triste por algo?
-¿Y? ¿Dónde está tu árbol genealógico?
Ella carraspeó en señal de incomodidad y, a continuación, sonrió nerviosamente antes de conducirlo por un pasillo corto, iluminado a intervalos por velas a medio consumir, sostenidas por candelabros de plata que brillaban mortecinamente. Abrió una puerta polvorienta y el hombre se quedó boquiabierto, porque las paredes estaban llenas de nombres y líneas que iban en todas direcciones. La mujer debía de ser alguien importante, para tener tan extenso precedente familiar.
Él se acercó a una de las paredes, arrodillándose para ver un relieve de una hoja con un nombre de mujer, bajo el cual podía leerse "La Perla Blanca". A continuación, miró a la mujer, sin creerlo.
-¿Ése es tu nombre? ¿Hermione?
Ella asintió silenciosamente. Una sonrisa misteriosa se podía vislumbrar en su cara. Algo quería decir sin palabras, nada que contuviera letras: eran innecesarias, no servían a sus propósitos, quería hechos, quería ver que él supiera lo que ella quería. Y, lo que sea que deseaba, tenía mucho que ver con la conversación que tuvieron en la cueva.
No necesitaba saber su nombre para darse cuenta que él estaba leyendo sus señales como si estuvieran escritas en inmensos caracteres dorados en la pared. Él se acercó a Hermione lentamente, la tomó por la cintura y caminaron juntos fuera de la habitación, a través del pasillo, y hacia el dormitorio de la doncella, donde una cama con sábanas de seda vaporosa esperaba por ser ocupada. La brisa marina entraba a suaves ráfagas, refrescando a ambos, quienes ya comenzaban a sentir un calor que provenía del interior de sus corazones, y sus pieles ya comenzaban a mostrar señales obvias de aquello.
Los rayos de luna arrojaban luces plateadas sobre la cama y sobre los amantes. Las manos de él se posaron en los hombros de ella, tomando el vestido y haciéndolo lentamente a un lado, dejando que la gravedad la desvistiera sola. Como la pluma de un cisne, descendió hasta tocar el suelo, y ella siguió el trayecto de su atuendo hasta que volvió a dirigir su vista al hombre que estaba de pie, mirándola, apenas sonriendo. Se sorprendió un poco cuando se vio enlazar sus brazos en el cuello de ese desconocido, sus ojos estaban fijos en los suyos, quería perderse en él, no sabía por qué, pero las razones eran lo de menos, sólo quería entregarse, quería ser suya, confiaba ciega e irrevocablemente en él, lo suficiente para regalarle su corazón.
Sentía como caía, lenta pero inexorablemente, sobre la cama. No tenía control sobre su cuerpo, no sabía que estaba sentándose sobre las sábanas, soltando las manos de él, y recostándose en su lecho, el cual, hasta el día de ayer, usaba sólo para dormir y soñar con el momento que estaba viviendo ahora. Dio con la cabeza en la almohada, llamando con la mirada a ese hombre, tentándolo con su sonrisa, con su cuerpo, con su deseo. Miraba sin ver, como el sujeto convertido en amante se quitaba la capa y se deshacía de su ropa, como si ella fuera la que le estuviera diciendo tal cosa. Sabía que no podía resistirse a ella, porque ella no podía resistirse a él. Podía oler su proximidad; era como si un océano se precipitara sobre ella, envolviéndola en un abrazo avasallador, porque su aroma recordaba al que podía sentir cada vez que se aproximaba a la costa.
El placer era cegador.
El ardor del hombre se contraponía con su aroma a playa, como si dos fuerzas contradictorias convivieran en una sola persona. Hermione podía sentir el fuego de la pasión mezclarse con el ímpetu del mar, todos arremetiendo con toda su fuerza contra ella, contra su cuerpo y contra su corazón. Contra todo ese poder, lo único que podía hacer era aferrarse a la espalda sudorosa y navegar en los bravíos ríos de lujuria, soportando una tempestad de pasiones huracanadas, haciendo que cada incursión retumbara en su interior como el trueno que sucede al rayo. Era lo más parecido a navegar en un mar con tormenta; la cama se movía al ritmo de maremotos pasionales, pero él, pese a que parecía desatar la furia de la naturaleza en ese momento, lucía sereno, tranquilo. Y ella se sentía segura entre las fuerzas que la subyugaban, como si aceptara aquella volcánica forma de amar, como si estuviera esperando por largo tiempo ese momento.
La noche avanzaba, las luces del pueblo se iban apagando, pero el faro seguía iluminando, infatigable, las rocas del arrecife, permitiendo un viaje seguro a las embarcaciones que salían o entraban al muelle. Los grillos cantaban en el frescor de la noche temprana y las olas rompían mansamente en los cuchillos rocosos frente a la playa. Pero, en una de las casas, la más grande, todo distaba de ser calmo.
Hermione, la Perla Blanca, brillaba a la luz de la luna, pero no se trataba de un fenómeno extraño. Brillaba a causa de su profusa transpiración, aunque en esta ocasión ya no era ella la que recibía. Estaba brindando placer al hombre, pero no de forma tempestuosa, sino que con una dulzura infinita, como navegar en aguas prístinas y tranquilas, bajo el cielo azul y el fresco del océano. Ella era una amante más mansa, pero no menos apasionada, dejaba que su pasión fuera diezmando lentamente a su compañero de cama, tentándolo con un deseo exquisito, dándoselo de a poco. Pronto, la furia fue reemplazada por la ternura y un viso de lo que podría ser amor. Lo besaba, lo acariciaba y lo abrazaba, juntando su cuerpo con el de él, calmando el incendio que hace un rato atrás la quemaba, la consumía en un deseo enajenante, pero prohibido.
Pero él quería aprisionarla contra él nuevamente y hacerle sentir oleadas de rabioso placer. Pronto, la calma y la tormenta convivieron en una sola cama, tratando de imponerse el uno al otro, una tácita batalla entre pasiones, deseos y amores. Parecían danzar sobre las sábanas, como una coreografía erótica, que hablaba de una historia de amor que comenzó hace siglos ya, en un bar a cuadras de donde ahora el fuego y el agua se habían hecho amigos al fin.
Y la noche seguía avanzando.
La mañana se hizo ver en la habitación. Las sábanas se derramaban de la cama y dos cuerpos yacían en ella, durmiendo apaciblemente, como si toda la pasión desatada anoche fuera parte de un mero sueño. Ella despertó primero, cuando un rayo errante atravesó uno de sus ojos. Giró su cabeza instintivamente para ver si él estaba allí, y una sonrisa se dibujo en su cara cuando supo que lo de anoche no había sido una ilusión.
-Hola, amor mío. Saluda a la mañana.
Él también sonrió y besó a Hermione, abrazándola dulcemente, sin rastro de aquella volcánica pasión que lo dominó hace unas horas atrás. Sin embargo, la cara de ella ya no expresaba alegría.
-¿Qué te sucede? –quiso saber él, empleando un tono suave pero firme.
-No lo sé –repuso ella, mirando a su nuevo amor con tristeza sin disimular-. Cada vez que salgo a pasear al pueblo, se me hace corto el tiempo que me demoro en hacerlo. Todo se me hace tan conocido que, de alguna manera, se me hace pequeño. Me gustaría conocer más el mundo en el que vivo.
Él no dijo nada. Sólo se limitó a seguir escuchando.
-Hace tiempo que vengo sintiendo esto. Por eso, espero el barco de las nueve para llevarme a las grandes ciudades de más allá del mar. –Ella ahora derramaba lágrimas silenciosas-. Lo siento, pero este sentimiento es más grande que el amor que te profeso. Lo siento, de verdad.
Y lloró sobre su hombro.
Él la abrazó fuertemente, como si temiera que fuera a caerse por un acantilado. Cualquier hombre la habría tratado con crueldad, pero él era diferente al resto. La entendía perfectamente y, además, eso no era óbice para no haber disfrutado del momento de anoche.
-¿De verdad quieres irte?
Ella asintió por toda respuesta.
-Pues, hazlo.
-¿Y no te sentirás mal por haberte abandonado?
-Si tienes razones para hacerlo, buenas razones, como la que me acabas de dar, no tengo porqué sentirme mal. –Él sonrió antes de ponerse de pie y vestirse nuevamente-. Pero hay algo que quiero que sepas antes que te vayas.
Ella lo miró sin entender.
-Mi nombre es Draco…
Una hora después, Draco caminaba alegremente en dirección a la playa para disfrutar un poco de la brisa marina. Había hecho suya a la Perla Blanca, había logrado que vibrara en su compañía, que se sacudiera de placer, que ardiera de deseo y, por encima de todo, haber dejado una huella imborrable en su corazón, un recuerdo que la acompañaría de por vida. Pero ella se iba, se iba a lugares nuevos para conocer gente, casas, y un nuevo amor.
Ese era el precio por haber disfrutado de su compañía.
Pero parecía ser que alguien no compartía su opinión. Se acercaba velozmente a Draco, con un garrote en la mano. El pasto estaba alto, no era capaz de escuchar los pasos tremebundos de quien iba a su caza. Demasiado tarde para reaccionar, Draco fue golpeado en la cabeza. Un nombre tatuado en el brazo del hombre que lo agredió fue la última imagen que se grabó en su mente antes de ser sumergido, a fuerza de odio, en las tinieblas.
