HUYENDO DEL DESTINO.
Prólogo.
Desde el primer instante en el que llegué al mundo cruel que me rodeaba, tuve que enfrentar y convivir con el mal. Pero lo peor de todo era tener que sonreír ante las cámaras y fuera de las cuatro paredes donde se producían luchas constantes, debía vestirme con aquella sonrisa hipócrita y hacer ver que todo iba de maravilla y que era la niña más feliz del mundo.
Pero dentro de tanta hipocresía, había un pequeño destello de luz. Mis padres. Podía asegurar que eran las personas que más me amaban en el mundo e incluso asegurar que eran las únicas que lo hacían. Pero no pude contar siempre con su amor y su dulzura a mi lado.
A la corta edad de cinco años viví la muerte de mi madre. Pero lo que más me dolió, no fue en sí su muerte, sino saber que ella no estaba conmigo por voluntad propia, ya que ella se suicidó. Pasé de ser una niña infeliz con personas que amaba a su alrededor, a ser una niña completamente sumida en la tristeza y dolor.
Mi padre no superó la muerte de Renné, mi madre, y alegando que mi presencia y parecido a ella le resultaba doloroso, sencillamente se marchó. Dejándome sola en una casa llena de personas. Abandonándome a los brazos de mi abuela, la reina de Grecia, arrojándome a los brazos del mismísimo diablo, que en vez de verme como un ser de su misma sangre, me miraba con odio y maquinando como poder sacar beneficio de mí.
Los años pasaron y aprendí a saber llevar la situación. Mi abuela me obligaba a estar presente en cada una de las fiestas que hacía, mostrándome y exhibiéndome ante los hombres de la realeza de diferentes países del mundo. La vida en palacio era una pesadilla, únicamente me satisfacía el saber que mi pueblo me adoraba y que para ellos era la princesita esperada para un cambio de visión de la sociedad. La reina era odiada entre sus súbditos y en gran cantidad de apariciones públicas donde yo la tenía que acompañar, se escuchaban voces vitoreándome halagos y maldiciendo a la horrible mujer que se encontraba a mi lado. Esos momentos me hacían esbozar una auténtica sonrisa, por ellos valía el sufrimiento. Pero esos no eran los únicos momentos donde era feliz. Sino que mis amigos me aportaban aquella alegría y aquel amor que desde pequeña se me arrebató. Ellos no eran gente de grandes familias adineradas, ni mucho menos sangre noble o real corría por sus venas, pero eso les hacía ser perfectos para mí.
Si tuviese que dar un nombre, para definir el mismísimo diablo y la persona a la que más desprecio, sin duda alguna, es Marie Swan, mi abuela, reina de Grecia y la causante del suicidio de mi madre.
