Nota 1: Este fic se comenzó a escribir justo cuando se estrenó CATWS. Me ha llevado un de tiempo terminarlo, sobre todo porque mis musas son caprichosas y me han ido sugeriendo otros fics entre medias. Después de dos años, aquí está.

Nota 2: Para mi, Avengers: Age of Ultron no ha existido y la ignoro deliberadamente. Hay referencias a muchas de las películas previas del MCU pero no a esta. Mi head!canon termina en CATWS, a no ser que Civil War arregle el desaguisado -que no lo creo, pero en fin-.

Nota 3: Este fic es la continuación del fic "Rojo y Negro", aunque se puede leer de manera independiente.

Como siempre, mil gracias a mis betas, Apocrypha73 y M_Enia por sus consejos y su tiempo. Os quiero, ladies. Espero que disfrutéis!

TODOS LOS ENEMIGOS QUE DEJAMOS ATRÁS

CAPITULO 1

La vida era algo muy fugaz.

"Naces y mueres", pensó Natasha mientras recorría con paso calmado el cementerio de Arlington de regreso a su coche, con cuidado de no pisar ninguna lápida. Los tacones de sus botas se hundían en la tierra apenas húmeda del rocío de la noche anterior, levantando así un limpio olor a hierba fresca. La calma que se respiraba allí contrastaba con la locura en la que se habían visto envueltos sólo dos días atrás.

La vida era para todos igual, recapacitó. No importaba el lugar donde hubieses nacido, ni el momento. No importaba el dinero ni lo material. Lo que realmente importaba, lo que diferenciaba a unas personas de otras era la manera en que rellenaba todo ese espacio intermedio.

Se detuvo al pie de una lápida, desgastada por las inclemencias del tiempo y el paso de los años. "William Leffney. Amado esposo y padre. Nunca te olvidaremos", rezaba la inscripción. Natasha bajó la mirada hacia la hierba que crecía a los pies de la losa. El sol se colaba, caprichoso, entre las ramas de los árboles, dibujando extraños patrones sobre la tumba. Levantó la mirada y un fugaz rayo de sol le dio en el rostro. Fugaz. Como la vida. "Solo que el sol permanecerá en su lugar mucho tiempo después de que nos hayamos ido", pensó Natasha. Dejó atrás la tumba y continuó hacia su coche.

Había dejado aparcado el Corvette en el linde del cementerio. Y allí continuaba, extraño visitante en un lugar en el que el tiempo parecía haberse detenido. No le extrañaba que el director Fury hubiese elegido aquel lugar para su despedida. Se corrigió a sí misma mentalmente. Fury ya no era director de la agencia. Principalmente porque ya no había agencia a la que dirigir, además del hecho de que, a ojos de todo el mundo, Nicholas Joseph Fury estaba muerto. No pudo evitar que una sonrisa acudiese a su rostro. A Fury siempre le había gustado mucho el teatro: las grandes entradas, las frases rimbombantes. Su despedida no podía ser de otra manera.

Accionó el mando a distancia del coche y éste respondió con un agudo pitido y un destello de luces. Cuando llegó hasta él, sus dedos se detuvieron en la manilla de la puerta. Miró sobre su hombro, en dirección a los árboles y las tumbas que acababa de dejar atrás. Steve estaba aún allí, al fondo, en pie. Serio, como sólo él podía mostrar seriedad, con la mandíbula apretada y con el dossier que ella le había dado, mirándolo fijamente.

Antes de entregárselo, le había echado un vistazo pese a saber qué había en él: el perfil del Soldado de Invierno. Todo desde su primera aparición, allá por los años cincuenta. Sus primeros trabajos. El trabajo de un fantasma.

Vio a Sam Wilson aún acompañando a Steve, apenas a unos metros de él. Hacía muy poco que conocía a aquel hombre, pero algo le decía que la cruzada de Steve, cualquiera que esa fuese, se iba a convertir en la suya propia. Sam era el soldado disciplinado, el camarada de batallas, el amigo en el que uno podía apoyarse cuando las cosas se torcían. Era aquel tipo de hombre en el que se podía confiar y Natasha estaba contenta de dejar a Steve con él. Si ella no podía estar, Sam era una opción más que aceptable. Sonrió vagamente, apenas curvando la comisura de sus labios, y abrió por fin la puerta del coche.

El cuero del asiento la acarició al sentarse. Aquellos miles de dólares que había pagado por aquel coche se apreciaban en todos los detalles, y el tejido con el que habían fabricado los asientos era el más llamativo de ellos. Era envolvente y suave al tacto. Arrugó los labios en señal de disgusto y miró a su alrededor. Le iba a costar desprenderse de él, pero ya no podía seguir usándolo. El coche era demasiado ostentoso y llamativo para pasar desapercibida, que era precisamente lo que ella debía hacer en aquel momento. Junto con todos los secretos de SHIELD que había lanzado al exterior, estaban los suyos propios, su pasado, sus acciones. No se orgullecía de la mayoría, pero todas ellas, todas esas misiones, todos esos trabajos para la KGB primero y para la organización después, habían hecho que fuese quien era en ese momento. Y de eso sí que no se arrepentía.

Extendió el brazo hasta la guantera, pulsó un botón y la pequeña puerta se abrió despacio, apenas con un siseo. Dentro había cuatro móviles, cada uno diferente del otro. Los sacó todos y los puso sobre su regazo. Un par de ellos tenían ya algún tiempo. Nada que ver con los sofisticados teléfonos actuales, que podían decirte incluso si tenías dolor de cabeza o la fecha en la que debías tener tu periodo. No, aquellos dos consistían en pantallas de cuarzo gris y teclado sencillo y una diminuta y obsoleta antena. Pero aún estaban operativos. O deberían estarlo. Los había adquirido bajo distintas identidades y, en aquel momento, era bastante arriesgado hacer uso de ellos. Dejó a un lado uno de los teléfonos y los tres restantes los desmontó uno a uno, retirándoles la batería y la tarjeta. Apartó los componentes en el asiento del copiloto y tomó el último que aún quedaba intacto.

Antes de comenzar a desmontarlo, un pequeño amasijo negro en el interior de la guantera llamó su atención. No se había percatado cuando tomó los móviles porque se confundía con el fondo negro, pero ahí estaba. Entornó los párpados para fijar más la vista y, despacio, extendió la mano hacia el interior.

Sacó un par de guantes arrugados, negros y de cuero, a los que les faltaban las yemas de los dedos. No podía apartar la vista de ellos. Recordaba el momento exacto en que aquellos mitones quedaron olvidados en aquel lugar, dentro de la guantera. Había sido seis meses atrás, cuando Clint había necesitado que lo recogiera en la frontera con Méjico y ella no dudó en ir a por él.

Los guantes no eran nuevos; estaban ajados y en algunos lugares el material con el que habían sido fabricados se había hecho más fino. Y también más maleable. Estaba segura de que Clint echaba de menos aquel par. Como ella lo echaba de menos a él.

Hacía casi seis meses que habían enviado a Clint a una misión a Europa. No conocía los detalles, sólo que le tomaría un par de meses. Era todo lo que él le había dicho. Y ella no había preguntado más. Si ella debía conocer algo más sobre esa misión, sabía que Clint se lo habría dicho. Era lo que siempre hacía. Pero esos dos meses se habían convertido en tres, y luego en cuatro. Y la caída de SHIELD la había sorprendido sin saber dónde demonios estaba metido su compañero y el silencio de Clint no hacía más que empeorar las cosas.

Apretó los guantes con fuerza, convirtiéndolos en un amasijo de cuero dentro de su puño. Había echado a Clint terriblemente de menos durante los últimos días, cuando todo se había desmoronado y la organización en la que trabajaban se había revelado en un nido de fascistas que creían haber erradicado muchas décadas atrás.

Había intentado ponerse en contacto con él; lo había llamado a la línea móvil que SHIELD le proporcionaba a cada agente cuando estaban de misión. Pero había sido en vano. Siempre había obtenido el silencio por respuesta. Ni siquiera parecía que estuviese operativa. Lo había intentado en más ocasiones tras la aparición del antiguo compañero de Steve, Barnes. Pero había dos hechos ciertos: que no había podido contactar con Clint, por mucho que lo había intentado; y que ese silencio la estaba comenzando a sacar de quicio.

Dejó los guantes arrugados a un lado y centró su atención en el último móvil. Aquel era el único que no había adquirido con ninguna de las identidades conocidas por la agencia. Había cosas de las que no había podido deshacerse a pesar de haber cambiado de empleador. Cubrirse las espaldas pese a todo era una de ellas. Tomó aire con lentitud, llenando los pulmones. Aquel era la última vía que le quedaba para ponerse en contacto con Clint. Sólo él conocía la existencia de esa línea y Clint era al único que al que llamaría con ella. Tras unos segundos de duda, encendió el móvil.

Tardó unos segundos en estar operativo. Un mensaje en la pantalla le dio la bienvenida. Natasha se sintió extrañamente nerviosa mientras introducía la clave personal para desbloquear el teléfono. Su pulso, siempre firme, dudó a la hora de apretar las teclas. Se obligó a cerrar los ojos durante unos segundos y tomar aire de nuevo. No quería pensar en la posibilidad de que no le contestara aquella vez. "Tienes que contestar, maldita sea", masculló entre dientes al entrar en la agenda y mostrarse el único número memorizado. Pulsó la llamada y aguardó en silencio.

Cuando en la pantalla leyó el mensaje de "llamada fallida", Natasha supo que ya no habría otra oportunidad. Debía ponerse en camino. Debía desaparecer lo antes posible y no podía tener nada que la pudiese identificar. Con un nudo en la garganta que no estaría dispuesta a admitir delante de nadie, abrió la carcasa posterior del teléfono móvil y extrajo la batería y la tarjeta, tal y como había hecho con los anteriores. Tomó todos los componentes y los metió en una bolsa de papel que sacó de debajo de su asiento.

Cuando pasó junto a una papelera, arrojó la bolsa en su interior. Si alguien quería ponerse en contacto con ella, lo iba a tener realmente difícil.

Tony arrojó lejos el mando a distancia. Rebotó en el sofá y cayó al suelo, perdiéndose bajo la mesa de café de miles de dólares que tenía delante. La prensa sensacionalista se estaba cebando con la caída de SHIELD y ahora, todo lo bueno, todo lo decente y honorable que había hecho la organización durante todas aquellas décadas estaba siendo puesto en tela de juicio. El café que se había tomado una hora antes para desayunar se le estaba agriando en el estómago.

Los medios habían estado difundiendo las imágenes de lo que había ocurrido en Washington. Aquellos helitransportes en llamas en el cielo de la capital; la destrucción y el caos. El pánico en las calles. Y, como colofón, la secuencia del interrogatorio de Natasha en el Senado. La Viuda Negra, la había llamado el presentador, con aire despectivo y cierto retintín. Era verdad que su sobrenombre era aquel, convino Tony, cruzando los brazos ante su pecho y reclinándose en el sofá, pero le había molestado especialmente el tono en el que lo había hecho. Y más aún cuando un contertulio hizo un comentario jocoso sobre a cuántos hombres habría devorado para ganarse aquel apodo. Nadie hablaba así de una colega y amiga suya. Si hubiese estado él entre el público, aquel hombre habría salido con un diente menos del plató.

De aquellas imágenes hacía ya dos días. Maldijo por lo bajo su sentido de la oportunidad. Bueno, no del suyo en realidad, sino la de su médico. Había elegido aquellos días para la revisión de la operación en la que le habían retirado las esquirlas del corazón. Claro que el buen doctor no sabía lo que iba a terminar ocurriendo en Washington.

Pensó que hubiese deseado estar allí cuando todo estalló; ayudar a Steve y a Nat pero, cuando ya estuvo disponible para viajar, todo había terminado.

Nada se sabía de ninguno de sus compañeros. Al menos de los que debían estar en Washington. Sabía que Thor estaba en Asgard y Bruce estaba en unas jornadas en Londres sobre el agua y el cambio climático, pero ¿dónde estaban Rogers, Romanoff y Barton? No sabía nada de ninguno de los tres. Y eso le mosqueaba.

Se levantó del sofá, dirigiéndose hacia el mueble bar. Era demasiado temprano para una copa pero, qué demonios, se la iba a servir de todas maneras. Acababa de tomar la botella de whisky cuando la voz siempre servicial y cortés de JARVIS hizo que se detuviera.

—Señor, la agente Romanoff ha solicitado verle. Le espera en el salón exterior.

Tony dejó la botella en donde estaba. Bajó la cabeza, haciendo que la barbilla casi tocara su pecho. Apoyó ambas manos sobre el mueble y respiró, ciertamente aliviado. Al menos ya sabía dónde andaba uno de sus perdidos colegas. Compuso una sonrisa antes de levantar la mirada.

—Dudo que la agente Romanoff solicite nada, JARVIS. No creo que conozca la palabra. Ni que espere en la sala a que yo vaya.

Tony se giró hacia la puerta y se encontró frente a frente con Natasha Romanoff. La mujer estaba apostada en la entrada, vestida con un pantalón ajustado negro, botas altas y una chaqueta que enmarcaba a la perfección su silueta. Tenía el pelo más largo que la última vez que la vio, meses atrás. Tony le sonrió.

—¿Ves qué te dije, JARVIS? —dijo extendiendo los brazos y alzando la mirada hacia el techo—. Debería haber apostado algo contigo.

El rostro de Natasha le sonrió a medias desde la distancia.

—Stark.

Tony dejó el vaso que aún sostenía en una mano sobre el mueble y le respondió con una amplia sonrisa.

—Siempre tan formal, Natasha. ¿Cómo estás?

Ella se encogió de hombros, mientras unía ambas manos delante de sí, a la altura de sus caderas.

—He estado peor.

A veces se le olvidada de que una de las muchas habilidades de Natasha Romanoff era ser críptica en sus respuestas. Se encaminó hacia donde ella estaba apostada, deteniéndose a solo unos pasos de distancia.

—Se ha montado una buena en Washington.

Natasha volvió a asentir, haciendo un pequeño mohín de disgusto con sus labios.

—Eso parece, sí.

—¿Qué hay de Rogers? —preguntó Tony—. Ha pasado de ser el niño mimado de América, el soldado ejemplar, a ser al enemigo público número uno. Y todo en pocas horas. Tengo que admitir que tiene su mérito. Ni yo mismo lo hubiese logrado con tanta rapidez.

—Steve está ahora tras el rastro de su antiguo amigo —respondió Natasha, con su acostumbrado tono monocorde que a veces lo sacaba de quicio.

Tony enarcó una ceja.

—Romanoff, ¿por qué tengo que sacarte la información con un sacacorchos? ¿No puedes hacer como el resto de las mujeres, que lo sueltan todo de una vez? —inquirió Tony, aunque tuviese la respuesta para aquella pregunta. Carraspeó un poco antes de continuar—: ¿Nuevo amigo? ¿Ha tenido tiempo para hacer amigos con todo lo que se ha liado?

Una sonrisa burlona iluminó los bellos rasgos de la mujer.

—¿Eso suena a celos, Stark? Porque tengo que advertirte que se trata de Barnes, el antiguo compañero de Steve durante la Segunda Guerra Mundial.

Tony pasó el peso de su cuerpo de una pierna a otra, enterrando sus manos en los bolsillos de sus pantalones. Alzó la barbilla y miró hacia un lado, mientras sonreía.

—¿Otro soldado congelado? Vas a necesitar más de un minuto para explicármelo.

Dejando atrás el umbral de la puerta, Natasha se adentró en el gigantesco salón.

—No tengo mucho tiempo. Estoy sólo de paso —respondió, acercándose al sofá y posando sus manos sobre el respaldo.

Tony la miró por unos instantes por el rabillo del ojo. Natasha era una maestra a la hora de esconder sus debilidades, si es que tenía alguna, pero había llegado a conocer a aquella mujer que guardaba más de lo que mostraba. Dada la ocasión, Natasha podría hacer creer que no existía ningún peligro por el que preocuparse y, al segundo siguiente, estallar la guerra delante de sus narices. Si eso llegaba a suceder, no tenía duda de que ella tendría todo bajo control en seguida. Y Tony sabía mejor que nadie de qué hablaba. Lo había visto con sus propios ojos durante los dos últimos años, desde que Fury formara La Iniciativa Vengadores. Giró de nuevo la mirada hacia ella. Encontró los ojos de Natasha fijos en él, como si lo estuviese evaluando. Mucho tiempo atrás podría haberlo puesto nervioso. Ya no era el caso.

—¿Qué necesitas? —preguntó Tony, dando un par de pasos hacia ella. Lo único que pareció responder a su pregunta fueron las cejas de la mujer, que se arquearon ligeramente. Él añadió—: ¿Tienes dónde alojarte? Porque asumo que a tu apartamento no puedes ir.

Natasha arrugó los labios y, tras unos instantes, asintió.

—Tengo donde alojarme, gracias.

Tony asintió a su vez. Giró sobre los talones, encaminándose de nuevo hacia el lugar en donde había dejado la botella de whisky.

—¿Dónde está el pájaro? —preguntó, apenas volteando la cabeza sobre su hombro para mirar en dirección a Natasha. Aunque de soslayo, pudo apreciar el gesto torcido de Natasha y el movimiento de cabeza.

—Un día vas a terminar con una flecha en el culo, Stark. Y no seré yo quien se lo impida.

El borde del vaso tintineó al chocar contra el gollete de la botella. Tony se sirvió la bebida, con una sonrisa en los labios.

—Sabes que sólo es por tocarle las narices a Barton—dijo, dejando la botella a un lado—. Tengo que admitir que pierde la gracia cuando él no está delante y me pierdo su expresión. ¿Dónde está Clint?

—No lo sé.

La respuesta llegó de inmediato. Y no le gustó el tono que escuchó en los labios de Natasha; un tono de preocupación que no estaba acostumbrado a oír en boca de la mujer. Dejó a un lado el vaso antes de poder beber de él y la enfrentó.

—¿Cómo que no lo sabes?

Los labios de la mujer se convirtieron en una línea que endurecía sus rasgos. Acentuó su respuesta previa con un ligero encogimiento de hombros.

—No lo sé— comenzó diciendo—. Tenía una misión en Europa del Este. Se suponía que debía estar allí dos meses y, después, regresar. Han pasado casi seis.

Tony redujo la distancia que los separaba a apenas unos pasos. Estando más cerca, podía ver con claridad el rostro de Natasha. Unos rasguños, apenas perceptibles bajo la finísima capa de maquillaje, le confirmaban que lo ocurrido en Washington no había sido ninguna escaramuza. Los ojos verdes estaban enmarcados por unas ojeras oscuras y tenía pequeñas bolsas bajo ellos. Sabía que ella no le respondería si le preguntaba cuánto tiempo llevaba sin descansar. Y no le hacía falta ser el genio que era para saber que hacía mucho de eso. Pero lo que más le llamó la atención fue la honda preocupación que vio en ellos.

—¿No has podido averiguar dónde está o qué le ha pasado? ¿Si ha tenido algún percance o algún contratiempo? ¿Algo? —quiso saber Tony.

Por primera vez desde que llegara, la siempre controlada agente de SHIELD —ahora ex agente, o lo que fuera, ya que la organización no existía—, se permitió el lujo de dejar caer sus defensas. Sus hombros se hundieron y las manos, aún apoyadas sobre el respaldo del sofá, se convirtieron en puños, apretando la cara tela del sofá hasta que los nudillos se volvieron blancos.

—He intentando ponerme en contacto con él por los medios habituales y no he tenido suerte.

Natasha dejó atrás el sofá y anduvo hacia una de las grandes cristaleras que dominaban el salón. Se giró con desenvoltura, haciendo ondear su pelo liso.

—¡Mierda, Tony! Se suponía que debía estar aquí. Todo lo que ha ocurrido con SHIELD… él debería haber estado aquí —repitió en un tono de voz un poco más apagado. Bajó la cabeza y se detuvo unos instantes. Tony vio como su garganta subía y bajaba, atragantada por palabras que no se decidían a salir de su boca. Los hombros de la mujer se enderezaron antes de tomar aire y continuar—: y ahora no sé dónde está, ni dónde localizarlo.

Tony se agachó para dejar el vaso sobre la mesa de café. Se dirigió hacia Natasha con andar resuelto.

—Pues habrá que intentar los métodos no habituales. ¿Crees que él conoce lo que ha ocurrido con SHIELD y con Fury?

La mujer se encogió de hombros para acabar negando con un gesto de la cabeza.

—No lo sé. No… no lo creo. Se hubiese puesto en contacto conmigo de alguna manera.

Un silencio demasiado incómodo se abrió paso entre ambos. Natasha volvió la vista de nuevo hacia la gran cristalera. Tony aguardó unos segundos, fijando su mirada en el perfil de la mujer. Ningún músculo se movía en él. Permanecía estoica frente a la ventana, con la mirada perdida en algún lugar del paisaje neoyorkino que se abría bajo ellos. Pero suponía que su mente iba a mil por hora. Porque de aquella manera iba la suya. Barton también era su amigo y había sido su compañero de batallas durante los dos últimos años, pero no podía compararse con la relación que mantenían los dos agentes desde mucho antes de que La Iniciativa Vengadores existiera.

—Por cierto, siento lo de Fury —dijo Tony al fin, rompiendo el silencio y sintiéndose algo extraño cuando las palabras salieron por su boca. De repente, su mente viajó en el tiempo, dos años atrás para ser más exactos; cuando Phil Coulson murió en el helitransporte a manos de un dios megalómano y narcisista con ganas de conquistar el mundo. Y aunque había pasado todo aquel tiempo, a él se le seguía revolviendo el estómago al recordarlo.

Los rasgos de Natasha se endurecieron antes los ojos de Tony.

—Sí —contestó sin más.

Giró la cabeza, hacia la silueta de la ciudad de Nueva York que se dibujaba desde aquel piso de la Torre Vengadores. El sol lo hacía todo brillante y luminoso. No sabía por qué él no se sentía así.

Apretó la mandíbula con fuerza y miró hacia el horizonte, que se desdibujaba entre los edificios.

—Era un buen hombre.

Aunque a disgusto, en el rostro de Natasha se delineó una sonrisa que, pese a todo, no llegó a anidar en sus ojos.

—No mientas, Stark. Te caía como una patada en el hígado.

Si su carácter hubiese sido de otra manera, se habría sentido algo avergonzado, pero él era Tony Stark; la vergüenza no entraba en sus planes a corto plazo. No eran ciertas las palabras de Natasha, pensó para sí, Fury sí le caía bien. De una manera muy peculiar y poco ortodoxa, pero le caía bien. Era un hijo de puta de cuidado pero, a pesar de todo, un gran hombre. Chasqueó la lengua y escondió ambas manos en los bolsillos de sus bien confeccionados pantalones.

—Se supone que debo decir algo agradable de alguien que acaba de morir, ¿no es eso lo que dictamina el protocolo? No, en serio, Nick era un buen tipo. Chocábamos en nuestra manera de ver las cosas, no te lo voy a negar, pero era un tío honorable.

Natasha tardó unos segundos antes de asentir.

—Lo era, sí.

Tony anduvo los pocos pasos que le separaban de Natasha y se colocó a su lado, con el hombro de ella casi rozando el suyo.

—¿Qué vas a hacer, Natasha?

Natasha giró la cabeza hacia él, los párpados a medio entornar y los labios fruncidos.

—¿Te refieres a antes o a después de que encuentre a Barton?

—Sabes lo que quiero decir —intervino Tony, a renglón seguido.

El aire se escapó por la nariz de la agente, despacio. A Tony le recordó un globo al desinflarse.

—Ya. Lo sé.

Tony insistió.

—¿Entonces?

Los hombros de Natasha se encogieron una vez más. Cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra y cruzó los brazos antes su pecho.

—Tendré que comenzar de nuevo. Ya lo he hecho antes, no me asusta. Pero, por ahora, tengo que salir del radar. Tengo que ocultarme y esperar a que las aguas se calmen.

—Y encontrar a Barton.

La cabeza de Natasha contestó con convencimiento antes de que lo hiciesen sus labios.

—Sí, encontrar a Barton.

Tony abandonó el lugar junto a la mujer y se encaminó hacia el mueble donde, minutos atrás, había dejado el vaso sin beber. Lo tomó de nuevo. Antes de llevárselo a los labios, señaló a Natasha con él en su mano.

—No voy a ofrecerte mi ayuda porque ya la tienes. Dime lo que necesitas.

Natasha imitó los pasos de Tony y se dirigió hacia él, con los brazos cruzados ante su pecho y la mirada algo esquiva.

—Aún no sé qué necesito ni dónde comenzar. Tengo que barajar opciones y situaciones. Tengo que meditarlo todo muy bien. Pero quería que supieras cómo están las cosas. Y que puede que necesite de tu ayuda en un futuro.

Antes de dar el primer trago a su bebida, Tony la observó con suspicacia. Podría insistir en ofrecerle su ayuda en aquel mismo momento, que le dijera qué necesitaba, pero sabía que de nada le valdría su insistencia. Natasha sólo la aceptaría si estaba convencida de que requería de alguien más para llevar a cabo sus planes y si no le quedaban más barcos que quemar. No podía culparla ni juzgarla. Él actuaría de la misma manera si se viera en aquella situación. Y la respetaba por ello. Se llevó el vaso a los labios y el líquido ambarino quemó su garganta al bajar por ella, calentándole el pecho. Dejó el vaso junto a la botella.

—Bien. En cuanto lo sepas, dímelo y nos pondremos en ello. Lo que sea y cuando sea, ¿de acuerdo?

Natasha asintió. Sin ofrecer más respuesta que aquella, giró sobre sus botas y se encaminó hacia la puerta. Tony la observó, con aquel caminar calmado que contrastaba con la mirada intranquila que él había podido atisbar minutos atrás. Cuando creyó que ella traspasaría la puerta de entrada sin despedirse, Natasha giró la cabeza, mirándolo sobre su hombro derecho.

—Hasta pronto.

Tony la vio abandonar el salón. Durante unos segundos, él se mantuvo con la mirada fija en el lugar por donde ella había desaparecido, como si estuviese esperando a que Natasha regresara. Eso no iba a ocurrir, la conocía lo bastante bien como para saber que, cuando la agente Romanoff decidía algo, lo llevaría a cabo aunque se dejara la piel en ello. Y tenía un objetivo muy específico que cumplir: buscar a su compañero perdido. Con agilidad, Tony giró sobre sí mismo, encaminándose con ímpetu hacia el centro de la habitación.

—¡Jarvis!

La respuesta de la inteligencia artificial no se hizo esperar.

—¿Sí, señor Stark?

Tony miró hacia un lado y otro. Con energía, entrechocó las palmas de sus manos.

—Hay que buscar a Barton. Comienza por rastrear su señal de móvil.

El apartamento situado en el Hudson Heighs la recibió a oscuras, frío y solitario. Llevaba desocupado más de seis meses y olía a cerrado a pesar de que, durante todo aquel tiempo, se había asegurado de que fueran a limpiarlo asiduamente. Nunca sabía cuándo iba a necesitar utilizarlo y aquel era el momento idóneo para desempolvarlo, ahora que necesitaba un lugar seguro (y fuera del radar de SHIELD) donde poder planear sus siguientes movimientos. Ni siquiera Fury sabía de aquel piso franco, cercano al puente de George Washington. A nadie le había desvelado nunca su existencia. A nadie, a excepción de Clint.

Desde que abandonara el apartamento de Stark en la Torre Vengadores aquella mañana, había dedicado gran parte del día a ir de aquí para allá, sin rumbo fijo, asegurándose de que nadie la seguía. No podía permitir revelar la ubicación de su refugio; el último que le quedaba.

El ruido de la cerradura tras de sí le pesó como una losa. Se apoyó contra la puerta, cerró los ojos y respiró profundamente, llenando los pulmones del aire viciado. Cuando los abrió, unos segundos más tarde, nada había cambiado. El apartamento seguía igual de oscuro e igual de frío. Hizo una mueca con los labios y se incorporó.

Hacía mucho tiempo que no se sentía tan sola, no desde que había abandonado el Departamento X, cuando comenzó a trabajar por su cuenta. No recordaba lo que era no tener a nadie que le guardara las espaldas, a nadie a quien poder contarle qué estaba ocurriendo y en quien apoyarse si las cosas se ponían feas. Pensaba que aquella etapa ya era historia. Se había equivocado.

Había destapado la caja de los truenos al desvelar los secretos de SHIELD. Junto con todos ellos, había revelado muchos de los suyos. Alexander Pierce le había preguntado si estaba preparada para dejarlos salir, si estaba preparada para que el mundo la viera tal y como era. ¿Lo estaba? ¿Estaba dispuesta a que vieran la faceta más oscura de la Viuda Negra, la antigua espía soviética, la asesina? Tal vez no. Desde que entrara en la agencia de la mano de Clint, había hecho lo imposible por enmendar tanto rojo en su haber, tantas muertes y tanta destrucción que había dejado tras de sí. ¿Y ahora salían con que había dejado de trabajar para los lobos de la Habitación Roja para trabajar bajo las órdenes de los chacales de HYDRA? Sólo pensarlo hacía que la sangre comenzara a bullir en sus venas y sus brazos a dolerle por apretar los puños de pura frustración. Que los jodieran a ambos.

Dejó las llaves sobre el escritorio junto a la puerta de entrada y la pequeña bolsa con algunas de sus pertenencias, y que contenía su portátil, sobre el sofá. Abrió una ventana y la suave brisa acarició su cara y alivió su olfato. Dio media vuelta, bajó la cremallera de sus botas altas y se deshizo de ellas de un puntapié. El ruido de éstas al caer fue lo único que se escuchó en el apartamento hasta que, minutos después, abrió el grifo de la ducha.

Salió del baño unos minutos más tarde, con la ropa interior como única vestimenta y una toalla en las manos para secarse el cabello. Se detuvo en medio de la habitación. No se había molestado en encender la luz. Le bastaba con la que entraba por la ventana, procedente de la farola que alumbraba la calle, y los rótulos de neón que poblaban una azotea cercana. Se acercó hasta ella y retiró la cortina lo suficiente para poder ver el exterior sin que pudiesen verla. La silueta del Puente George Washington recortaba el cielo oscuro, jironado de nubes púrpura. Las luces procedentes de los faros de los coches se adivinaban cruzando por él, como pequeñas luciérnagas en fila. Desvió su mirada hacia la calle que concurría a sus pies. No había nadie por las inmediaciones. Era un barrio residencial, muy tranquilo y con poco tráfico, donde la gente entraba y salía de sus casas dirigiéndose a sus respectivos trabajos y no les importaba quién era su vecino. Por eso lo había elegido.

Con las pisadas amortiguadas por la moqueta, se dirigió a la cocina. No tenía hambre. Hacía días que se obligaba a comer, porque sabía que era necesario para mantenerse activa y en óptimas condiciones, pero no porque tuviese apetito. Era como si una mano invisible le agarrara el estómago y le apretase con más ahínco cuando pensaba en algo de comida. Aún así, hizo un esfuerzo para prepararse un té.

No se dio cuenta de que el agua estaba en su punto hasta que el sonido del hervidor la sacó de sus cavilaciones. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, apoyada en la encimera de la cocina, con los brazos cruzados ante su pecho y con la mirada clavada en ningún punto en concreto de la pared opuesta. Vertió el agua caliente en la taza y, con ella en la mano, se encaminó de nuevo hacia el salón.

Se sentó en el sofá, con el brebaje en las manos. La reconfortó aquel calor y el aroma a canela que desprendía. Desvió la mirada hacia un lado. Allí se encontraba la bolsa que había traído consigo. Dentro estaban las pocas pertenencias que había podido recoger de su antiguo apartamento, entre ellas su ordenador portátil. Dudó unos segundos antes de dejar la taza en la mesilla frente a ella y sacarlo. Suponía que SHIELD, o HYDRA, la estarían buscando. Tenía que ser muy cuidadosa a la hora de conectarse a la red. Pero ella no era ninguna ingenua ni ninguna principiante en aquellos aspectos y, si alguien llegaba a rastrear la señal de aquel portátil, lo más seguro era que fueran a buscarla a algún lugar perdido de la Guayana Francesa. Apretó el botón de encendido y esperó un instante. Un pequeño fogonazo de luz rompió la cómoda oscuridad en la que había estado inmersa hasta ese momento. Con la mirada fija en la pantalla se acabó el té.

Dejó la taza sobre la mesilla, junto al portátil cuando, con un toque de click del ratón, accedió al icono de Skype.

Mucho antes de que trabajara para SHIELD ya tenía varias identidades. Era frecuente para quienes trabajaban a las órdenes del Departamento X y la Habitación Roja. Una vez en la agencia, había tenido que cambiar la mayoría de ellas, adaptándolas a su nueva nacionalidad. Había sido Natalie Rushman en el pasado y también Natalia Romanova. Accedió con el alias de Laura Matthers y un pequeño testigo verde se activó, diciéndole así que el programa estaba operativo.

Aquella identidad, la de Laura Matthers, aún le era útil porque apenas era conocida. La lista de contactos se actualizó de inmediato. La exigua lista remarcó en silencio. Sólo había un nombre en ella, un nombre que, en aquellos momentos, aparecía desconectado: Ronin.

Natasha dejó caer la cabeza sobre su pecho y sus hombros se aflojaron. ¿Qué esperaba? Si ella era cuidadosa, él lo era igualmente. Nadie más que ella conocía aquella identidad. Se pasó la mano por los ojos cansados mientras dejaba escapar un suspiro cuando el burbujeo característico de un contacto al conectarse la sorprendió.

El nombre de Ronin aparecía como "disponible".

Natasha se retrepó en el sofá al leerlo, sintiendo que el estómago le pateaba el abdomen y la dejaba sin respiración. Miró una y otra vez el nombre que aparecía en el margen izquierdo de la pantalla. Posó el cursor sobre él justo en el instante en que, en el centro del monitor, un mensaje flotante le decía que tenía una videollamada entrante. Era una estupidez sentir los nervios que sentía, lo sabía, pero no tenía ganas de luchar contra ellos, al igual que no tenía sentido ocultarlos. Pulsó sobre el icono y aceptó la llamada, casi impaciente.

El negro más absoluto de la pantalla emergente cambió de inmediato unos segundos después. La imagen algo oscura y desenfocada de Clint apareció ante ella. Sin poder evitarlo, una sonrisa afloró en sus labios. Se acercó cuanto pudo al ordenador, hasta que sus rodillas tropezaron con la mesita.

La imagen se distorsionó un poco más antes de definirse por completo. Clint le sonrió desde el otro lado.

—Hey —lo saludó, apenas levantando la voz, casi susurrando.

—Hola, Nat —le respondió él, sentado al otro lado, con la espalda algo envarada y mirando fijamente a la pantalla.

Natasha entornó los párpados. La habitación en la que se encontraba su compañero estaba sumida en la penumbra y eso hacía que la cámara de su ordenador no le ofreciera una buena visión de él. Movió la pantalla, intentando resolver el problema.

—No puedo verte bien —le dijo, cuando tuvo claro que debía ser él quién lo solucionara—. ¿Puedes mover un poco la luz?

Un segundo después, Natasha vio cómo Clint intentaba ajustar su ordenador. Un haz de luz tenue lo iluminó de soslayo, pero fue suficiente para que Natasha pudiese verlo con mayor claridad. Le había crecido el pelo en todo aquel tiempo y la sombra de la barba oscurecía sus rasgos. Tenía ojeras oscuras bajo los ojos y un hematoma sobre una ceja, que había hecho que la frente se hinchara un poco. Se fijó un poco mejor en su rostro. Tenía un feo corte en la mandíbula y lo que parecía ser una raspadura en la mejilla contraria. Natasha arrugó la nariz al observarlo.

—¿Cómo estás? —le preguntó, apretando los labios.

Clint se encogió de hombros.

—Bien —respondió, escueto.

Natasha alzó una ceja. Clint estaba perdiendo facultades si creía que ella se iba a contentar con aquella contestación.

—¿Bien? —inquirió ella. Y añadió—: ¿Seguro?

—Seguro —asintió Clint con un exagerado cabeceo, que continuó sin convencerla.

—Entonces, ¿qué le ha ocurrido a tu cara? —insistió Natasha, sin amilanarse lo más mínimo.

Clint miró hacia su derecha. Se pasó una mano por el pelo, despeinándolo más de lo que ya estaba y sonrió cuando volvió su mirada hacia ella.

—He tenido un intercambio de palabras con mi último objetivo. Nada serio.

Se le contagió la sonrisa a medias de Clint. Bajó la cabeza y Natasha se encontró sonriendo igualmente.

—Espero que le hicieras entrar en razón —le dijo cuando volvió a alzar la mirada.

—Te aseguro que sí —respondió Clint.

Natasha aguardó unos instantes, esperando que él le contara algo más de su encuentro con ese objetivo que le había puesto las cosas difíciles. Pero Clint no lo hizo. En su lugar, se mantuvo callado, con los ojos fijos puestos en ella. La distancia la golpeó en el centro del pecho. Habían sido muchos meses sin verlo y sin saber de él. Las misiones que les encomendaba SHIELD no siempre daban opción a poder comunicarse, aun usando un canal seguro y encriptado. Eso lo entendía a la perfección. Pero no dejaba de dolerle la distancia.

—Te he echado de menos —dijo Natasha al fin, bajando la voz, como si hubiese alguien más en aquel salón y ella no quisiese que escuchara su conversación.

Clint no le contestó. Bajó la cabeza, como si rehuyera su mirada. Natasha no esperaba una respuesta, no esperaba un "yo también te he echado de menos" porque, aquellos convencionalismos no iban con ellos. No esperaba de Clint nada que ella no pudiese dar; ni él de ella. No encuadraban su relación con frases hechas. Pero tenía que admitir, por más que le pesara, que se sintió extraña cuando él no le respondió. Se mordisqueó el labio inferior y se encogió de hombros.

—¿Cuánto han sido? ¿Cinco meses? ¿Seis?

—Algo así, sí —le respondió su compañero, a renglón seguido, casi sin pararse a pensar en la respuesta, como si la tuviese en los labios y la hubiese escupido. Natasha se removió en el sofá, acercándose al borde. Apoyó las manos sobre ambas rodillas.

—¿Dónde estás? —quiso saber—. Tengo que salir de aquí, Clint. Cuanto antes, mejor. Puedo encontrarme contigo donde convengamos. Pero debo salir del mapa. ¿Estás en los Estados Unidos?

Él negó con la cabeza antes de contestar:

—No. Y no hagas más preguntas —le respondió, algo cortante.

La respuesta la dejó algo confusa. A Natasha no le dio tiempo de replicar cuando él hizo un gesto con su cabeza, señalándola con ella, alzando la barbilla.

—Aún llevas el colgante.

Sin ser consciente de lo que hacía, Natasha sonrió. Su mano viajó casi al instante hacia su cuello, al lugar en donde reposaba la gargantilla con una pequeña flecha que Clint le había regalado hacía algún tiempo. El metal estaba tibio bajo sus dedos al estar en contacto con su piel. Resiguió la fina cadena con los dedos.

—Sí, aún lo llevo —le dijo. Fue su turno para preguntar—: ¿Esperabas que no lo llevara?

Creyó que Clint no le contestaría. Se quedó mirándola desde el otro lado, con aquellos profundos ojos azules que ella tan bien conocía. Clint terminó desviando la mirada, y encogiéndose de hombros por enésima vez desde que comenzaran aquella conversación.

—No… no lo sé.

Aquella charla distaba mucho de lo que Natasha había imaginado que sería hablar con Clint cuando, al fin, se encontrasen o pudiesen hacerlo. Apretó los labios con fuerza y torció el gesto. Tragó saliva, intentado refrescarse la garganta, que se le estaba quedando seca.

—¿Entonces, cuándo regresas? —miró en dirección al pequeño punto sobre la pantalla que era la cámara web para, a continuación, posar la mirada sobre la figura de Clint—. No sé si lo sabes pero aquí todo ha saltado por los aires. La agencia…

—Natasha…

—…medio Washington ha saltado por los aires. Literalmente. Y el proyecto Insight

Clint se removió en su asiento, colocando ambos brazos sobre la superficie de la mesa y elevando el torso un poco.

—Natasha —volvió a repetir su nombre, en esta ocasión alzando un poco más la voz, consiguiendo que se detuviera en su diatriba.

—¿Qué?

Natasha vio cómo los rasgos de Clint se tensaron ligeramente antes de contestar.

—No voy a regresar —le dijo, con voz grave.

Por unos segundos, Natasha pensó que todo lo que le rodeaba se había quedado en silencio: el suave murmullo del ventilador de su ordenador, el sonido de los coches que llegaba desde la calle. Su propia respiración ralentizándose. El bombeo de su corazón dentro de su pecho… Parpadeó una, otra vez, antes de que una profunda arruga surcara su frente de parte a parte.

—¿Cómo dices? —le preguntó, despacio.

Clint no le respondió; se limitó a mirarla por unos segundos para, a continuación, desviar la vista hacia algún punto a su derecha. Natasha vio un sutil movimiento en su mandíbula, fruto de la tensión. Abrió la boca para preguntarle qué le ocurría pero, entonces, la realidad la golpeó como una maza en el estómago, dejándola sin aire por unos momentos. No podía ser, no quería creerlo, pero todo: el retraso, la ausencia, la falta de noticias, su actitud… todo comenzaba a tener un doloroso sentido. Cerró los ojos, antes de volver a hablar, rogando en silencio estar equivocada. Cuando los abrió, tomó aire y las palabras surgieron de sus labios.

—Estás con ellos, ¿no es así?

La respuesta tardó en llegar sólo unos segundos. A Natasha, la espera le pareció interminable hasta que Clint contestó.

—Sí.

Nunca una palabra tan corta la había desconcertado tanto como aquella. Ni la había dejado tan desarmada. Sus manos se cerraron sobre sus rodillas como garras. Apretó con fuerza pero no reconoció el daño que se estaba infligiendo hasta que sus dedos le dolieron. Intentó calmarse, respirando con lentitud, tomando aire para soltarlo poco a poco. Era algo inútil. Las palabras salieron de sus labios como un escopetazo.

—¡Maldita sea, Clint! ¿En qué demonios estás pensando?

—Natasha.

Un dedo acusador apuntó directamente al hombre a través de la pantalla.

—¡Deja de decir mi nombre, por al amor de Dios! Sé cómo me llamo. Dime, ¿qué ha pasado para que… para que estés con ellos? —le preguntó. Clint no le contestó y ella decidió que no era momento de cejar en su empeño por saber qué ocurría. Por mucho que le doliera la respuesta que pudiese obtener—. ¿Desde cuándo?

La mandíbula de Clint se endureció ante la mirada de Natasha.

—Hace ya algún tiempo.

—¿Cuánto? —preguntó, alzando un poco la voz, no contenta con la vaga respuesta. Si Clint había comenzado a esbozar el cuadro, tenía que terminarlo.

—Algunos años.

Natasha se retiró hacia atrás, alejándose de la pantalla del ordenador. Se pasó ambas manos por el pelo, despacio, hasta que sus manos descansaron sobre la clavícula. "No, no puede ser. Me niego a creerlo", se dijo para sí, una y otra vez. Era Clint; había sido su compañero en más batallas de las que podía recordar. Era su amigo, su confidente y su amante. No podía creerlo. Se mordió el interior de la mejilla antes de continuar.

—Y durante todo este tiempo, ¿no me has dicho nada? — le preguntó, sintiendo el amargor de la hiel subir por su garganta. No esperó a que él le respondiera, ella continuó con sus preguntas—: ¿O era mejor mantenerme en la ignorancia?

La postura corporal de Clint había cambiado. Había enderezado la espalda y encuadrado los hombros, echándolos ligeramente hacia atrás. La barbilla alzada y los ojos un poco entornados no presagiaban nada que a Natasha le gustase escuchar.

—Pensamos… pensé —comenzó diciendo—, que era mejor mantenerte ocupada con otras cosas.

Natasha torció el gesto, asintiendo a su vez con lentitud. Volvió a tragar saliva. Miró de reojo la taza de té vacía. Necesitaba algo que le humedeciese los labios y el interior de la boca.

—Ya veo. Y por mantenerme ocupada quieres decir follando conmigo. ¿Es eso a lo que te refieres?

Clint bajó la mirada y negó con la cabeza.

—Nat.

—¡Deja de llamarme así!

La súbita réplica de Natasha hizo que Clint alzase la cabeza con rapidez. Se movió incómodo en su asiento, colocando ambas manos en donde ella podía verlas y acercándose un poco más hacia la pantalla.

—Ellos… ellos tienen otros planes. Y cuentan conmigo.

—Y has preferido decírmelo así, a través de una pantalla, a decírmelo a la cara —intervino Natasha, con acritud. Clint asintió.

—Es mejor así.

Natasha cerró los ojos, pasándose el talón de las manos por ellos. Sabía lo que estaba oyendo, pero su mente racional le decía que no podía ser, que aquel que tenía frente a ella, al otro lado, era Clint y que nada de lo que estaba escuchando tenía sentido. Sus manos se cerraron con fuerza a ambos lados del portátil, asiéndolo como si de una madera en el mar se tratase. Tomó aire, entrando en sus pulmones y expulsándolo unos instantes después, dejando que se llevara con él toda la rabia que estaba comenzando a sentir.

—Yo confiaba en ti—. Natasha intentó que en su voz no se notase el dolor que estaba comenzando a sentir—. ¿Por qué, Clint? —preguntó, más calmada—. Explícamelo, porque no lo entiendo.

Clint se encogió de hombros.

—No hay nada que entender. En SHIELD no tenía más futuro que ser un agente más.

—No. Sabes que eso no es cierto. Eres un gran activo para la agencia. Eres Ojo de Halcón. Eres un Vengador.

Una sonrisa a medias cruzó fugazmente el masculino rostro. Se retrepó en su asiento, colocando ambas manos ante sí, una sobre la otra.

—Sí, un gran activo —contestó con cierta sorna—. Una agencia que ya no existe, además. Por eso me han relegado últimamente a misiones de segunda, que un agente recién salido de la academia podría hacer con los ojos cerrados. En cambio, ellos tienen planes para mí.

—¿Qué planes? ¿Matar? ¿Extorsionar? —escupió Natasha entre dientes. La calma que había logrado conjurar unos minutos antes se estaba desvaneciendo como la niebla al alzarse el sol.

Clint alzó una ceja y le sonrió.

—¿Acaso es muy diferente de lo que hacíamos antes? ¿De lo que hacía SHIELD?

Natasha negó con vehemencia.

—Sabes que eso no es cierto.

—Porque estás muy ocupada mirando hacia otra parte, Nat —le dijo, mirándola con fijeza a través de la pantalla—. Porque quieres creer que has estado haciendo algo bueno, trabajando para los buenos y para los justos, cuando no es cierto.

Por mucho que Natasha intentaba encajar las piezas, por mucho que deseara que todo lo que estaba escuchando no fuera verdad, lo cierto era que Clint le estaba desmontando aquellas esperanzas con sus palabras, con su actitud fría y distante y con su ausencia. El Clint que ella conocía —o el que creía conocer, porque ya no estaba segura de nada—, habría ido a hablar con ella, cara a cara, y no escondiéndose tras una pantalla y, suponía, a cientos o miles de kilómetros. Esa no era la persona a la que había aprendido a respetar y a querer.

—Pero ¿y qué hay de los Vengadores? Son tus amigos, has trabajado con ellos codo con codo.

Clint echó la cabeza hacia atrás y se rió con ganas. Aquella risa le hizo un nudo en el estómago.

—¡Oh, venga ya! ¿Crees que eso va a seguir adelante, ahora que Fury ya no está, que tiene futuro? ¿Qué? ¿Stark se va a hacer cargo de él? ¿Precisamente él? ¿Quieres que te recuerde lo que decía el informe sobre el señor Stark?

La hiel le llegó hasta la garganta al escuchar sus palabras.

—¿Y con ellos, con HYDRA, sí tienes un futuro? —preguntó entre dientes.

—Puede.

"No. No. No". La mente de Natasha no dejaba de repetir aquella simple palabra.

—¿Y qué pasa con nosotros? —Natasha sentía como su garganta se cerraba por momentos y un incómodo hormigueo subía por ella, y por su nariz, hasta instalarse tras sus párpados—. ¿Qué pasa conmigo?

El rostro de Clint cambió de expresión, volviéndose una máscara imperturbable que le era muy difícil de interpretar.

—Lo siento, Nat.

Sus manos volaron con rapidez hacia la pantalla de su portátil, asiéndolo por la parte superior. Los dedos se clavaron en las esquinas como zarpas.

—Los cojones lo sientes, agente Barton. Que te vaya bien con tus nuevos colegas.

Y cerró el ordenador, estampando la pantalla sobre el teclado. Posiblemente se arrepintiera un minuto después de la manera en que se había conducido, pero eso sería más tarde.

Hacía mucho tiempo, cuando aún estaba en la Habitación Roja; cuando aún la formaban para ser una Viuda Negra, los instructores habían grabado a fuego en su mente y en la de las demás niñas un lema: "Las Viudas Negras no lloran. Las Viudas Negras no muestran sentimientos. Las Viudas Negras jamás lloran". Natasha Romanoff, la antigua agente del KGB y de SHIELD, estaba a punto de quebrantar aquella norma por segunda vez en menos de tres días.