HOLIS!

SE QUE HABÍA PROMETIDO SUBIR LAS OTRAS DOS HISTORIAS DE LA LISTA, PERO ESTA ME PARECIÓ INTERESANTE, VAMOS A VER UNA BELLA NO TAN FRÁGIL POR ESO ME LLAMO LA ATENCIÓN LA HISTORIA QUERÍA DARLE UN DESCANSO A LA DAMISELA EN APUROS FRÁGIL ENAMORADA Y SUFRIDA. EN ESTA ES TODO LO CONTRARIO ESPERO LES GUSTE.

COMO SIEMPRE ACLARO QUE NADA ME PERTENECE, SOLO EL TRABAJO DE ADAPTARLA A NUESTROS PERSONAJES PREFERIDOS QUE COMO TODAS SABEN (QUIERO SUPONER JAJAJAJA!) PERTENECEN A Y LA HISTORIA A A. K., COMO SIEMPRE AL FINAL DARÉ EL NOMBRE ORIGINAL Y SU AUTORA...

CON USTEDES LA HISTORIA...


SUMMARY

Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Bella Swan le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora James Witherdale se había fugado de la cárcel... y estaba preparando un nuevo juego para Bella Swan.

Desde que atrapara a James, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que James estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar... Cuando el rastro de víctimas de James comenzó a apuntar cada vez más claramente a Bella, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial Edward Masen. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Bella sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a James Witherdale se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de James desde el principio... convertirla en un monstruo.


PROLOGO

Centro de Detención del Condado de North Dade

Miami, Florida

Viernes, 31 de octubre. Fiesta de Halloween

Seth Clearwater se enjugó el sudor de la frente con la manga de la camisa. El tieso algodón del uniforme se le pegaba a la espalda, y sólo eran las nueve de la mañana. ¿Cómo era posible que hiciera aquel bochorno en octubre?

Él se había criado al norte de Hope, Minnesota. Allí, en su hogar, las riberas del lago Silver empezarían a cubrirse de hielo. Su padre estaría escribiendo sermones mientras observaba en el cielo el paso de los últimos ánsares rezagados. Seth se apartó el pelo sudoroso de la frente. Al pensar en su padre, recordó que tenía que cortárselo. Qué absurdo pararse a pensar en eso. Pero más absurdo aún era que aquello todavía avivara su nostalgia.

– ¿A qué jodido cabrón hay que llevar hoy?

Seth se sobresaltó al oír a su compañero. El lenguaje de Sam Ulei le provocó una mueca de disgusto, y miró al ex marine de ancho y redondeado torso para ver si lo había notado. No le apetecía que le echara otro sermón, y no porque no tuviera mucho que aprender de Sam

–Dicen que se llama Witherdale –se preguntó si Sam habría oído hablar de él. Parecía preocupado.

En el Centro de Detención del Condado de North Dade, Sam Ulei era en cierto modo una leyenda, y no sólo porque llevara veinticinco años en el cuerpo, sino porque había pasado casi todo ese tiempo trabajando en Starke, en el corredor de la muerte, y hasta en el Ala X. Seth había visto las cicatrices que habían dejado en el cuerpo de su compañero los motines de los presos que intentaban librarse de las celdas de castigo parecidas a ataúdes.

Vio que Sam se subía las mangas de la camisa sin molestarse en enrollarlas ni doblarlas, dejando al descubierto los antebrazos venosos y una de aquellas legendarias cicatrices. La cicatriz seccionaba por la mitad un tatuaje: una bailarina polinesia cuyo vientre presentaba ahora una dentada línea roja, como si la hubieran partido en dos. Sam aún podía hacerla bailar flexionando el brazo de modo que la mitad inferior de la bailarina se movía con un lento y provocativo contoneo, mientras que la otra mitad, la superior, permanecía inmóvil, desarticulada. Aquel tatuaje fascinaba a Seth; lo atraía y, al mismo tiempo, le repugnaba.

Su compañero subió con cuidado los estrechos peldaños de la cabina del furgón blindado y se retrepó al asiento derecho. Esa mañana parecía moverse más despacio que de costumbre, y Seth comprendió de inmediato que de nuevo tenía resaca. Seth se subió al asiento del conductor y se abrochó el cinturón de seguridad fingiendo, como siempre, no notarlo.

– ¿Quién dices que es ese capullo? –preguntó Sam mientras, ávido por tomar un café, desenroscaba con sus dedos cortos y gruesos la tapa del termo. Seth quiso decirle que la cafeína sólo empeoraría su resaca, pero tras cuatro breves semanas en aquel puesto, sabía que a Sam Ulei era mejor no llevarle la contraria.

–Hoy nos toca la ruta de Brice y Webber.

–Joder, ¿y eso por qué?

–Webber tiene la gripe y Brice se rompió una mano anoche.

– ¿Y cómo coño se rompió una mano?

–Ni idea. Sólo sé que se la rompió. Creía que odiabas la monotonía de nuestra ruta de siempre. Y los atascos para llegar a los juzgados.

–Sí, bueno, pero más vale que no haya más papeleo –Sam se removió inquieto en el asiento, como si aquella amenaza de un cambio en su rutina lo llenara de impaciencia–. Si vamos a hacer la ruta de Brice y Webber, ese capullo irá a Glades, ¿no? Lo tendrán en régimen de aislamiento hasta la jodida vista. Eso significa que es un cabrón de cuidado y que no quieren tenerlo aquí, en este calabozo de mierda.

–Héctor dice que se llama James Witherdale. Dice que no es mal tipo. Muy inteligente y amable. Dice que hasta ha encontrado la salvación en Jesucristo.

Seth notó que Sam lo miraba con el ceño fruncido. Giró la llave de contacto y, mientras dejaba que el furgón vibrara y retumbara al ponerse lentamente en marcha el motor, se preparó para recibir la andanada de sarcasmos de Sam y puso el aire acondicionado, que escupió sobre ellos un trallazo de aire caliente. Sam extendió el brazo y lo apagó.

–Dale tiempo al motor. Para qué queremos que nos dé el puto aire caliente en la cara.

Del sintió que se sonrojaba. Se preguntaba si alguna vez conseguiría ganarse el respeto de su compañero. Ignoró la exasperación que se agitaba en su interior y bajó la ventanilla. Sacó la hoja de ruta y anotó la lectura del cuentakilómetros y del indicador del combustible, dejando que la rutina ejerciera su efecto calmante sobre él.

–Espera un momento –dijo Sam–. ¿James Witherdale? He leído algo sobre ese tío en el Miami Herald. Los fibis lo llaman El Coleccionista.

– ¿Los fibis?

–Sí, los del FBI. Jesús, pero tú ¿es que no sabes nada?

Esta vez, Seth notó el escozor del sonrojo en sus orejas. Giró la cabeza y fingió revisar el retrovisor lateral.

–Ese tal Witherdale –continuó Sam– mató a puñaladas a tres o cuatro mujeres, y no sólo aquí, en Florida. Si dice que ha encontrado a Jesucristo, será porque no quiere que su puto trasero se fría en la silla eléctrica.

–La gente puede cambiar. ¿No crees? –Seth miró a Sam Su compañero tenía la frente perlada de sudor; sus ojos inyectados en sangre lo miraban con fijeza.

–Jesús, hijo. Apuesto a que todavía crees en Santa Claus –Sam sacudió la cabeza–. A uno no lo mandan a una prisión de máxima seguridad a la espera de juicio por encontrar al puto Jesucristo.

Sam se giró para mirar por la ventanilla y bebió un sorbo de café. Al hacerlo, no vio la mueca de disgusto de Seth. Este no podía evitarlo. Tras veintidós años de convivencia con su padre, un predicador, aquella mueca de repugnancia era una reacción automática, como rascarse un picor. A veces, lo hacía siquiera sin darse cuenta.

Seth se metió la hoja de ruta en el bolsillo lateral y puso el furgón en marcha. Observó la prisión de cemento por el retrovisor lateral. El sol caía a plomo sobre el patio, por el que deambulaban varios reclusos, pidiéndose cigarrillos los unos a los otros y aguantando el calor de la mañana. ¿Cómo podía gustarles estar allí fuera, sin una sola sombra? Añadió aquello a su lista de injusticias. Allá, en Minnesota, había luchado activamente a favor de la reforma carcelaria. Últimamente estaba demasiado ocupado con la mudanza y el inicio de su nuevo trabajo, pero aun así iba confeccionando una lista para cuando dispusiera de más tiempo. Poco a poco, iría batallando por causas como la eliminación del Ala X de la prisión de Starke.

Mientras se acercaban al último control, miró por el retrovisor. Se sobresaltó al descubrir que el preso lo estaba mirando fijamente. Lo único que veía a través de la ranura del grueso cristal eran unos penetrantes ojos negros que lo observaban con fijeza a través del espejo.

Seth percibió algo en los ojos del prisionero, y sintió que un nudo se le formaba en el estómago. Había visto aquella mirada años antes, siendo un niño, una vez que acompañó a su padre en un viaje. Visitaron a un preso condenado al que el padre de Seth había conocido en una de sus reuniones de convivencia con los reclusos. Durante aquella visita, el preso le confesó las cosas horribles, inimaginables, que le había hecho a su propia familia antes de matarlos a todos: a su mujer, a sus cinco hijos y hasta al perro de la casa.

Los pormenores que Seth había oído aquel día, siendo un niño, se le habían grabado a fuego en la memoria. Pero lo que más lo había impresionado era el perverso placer que el preso parecía obtener al relatar cada detalle y observar el impacto que surtía sobre un niño de diez años. Seth veía esa misma mirada en los ojos del hombre que ocupaba la parte trasera del furgón blindado. Por primera vez en doce años, sintió que estaba mirando al mal directamente a los ojos.

Se obligó a apartar la vista y evitó la tentación de mirar atrás. Pasaron el último control y entraron en la autopista. Al salir a la carretera abierta, logró relajarse. Le gustaba conducir. Le daba tiempo para pensar. Pero al tomar velozmente un desvío a la izquierda, Sam, que parecía perdido en sus pensamientos, se alteró de pronto.

– ¿Adonde coño vas? La I-95 está en el otro sentido.

–Pensé que podíamos tomar un atajo. Por la autopista 45 hay menos tráfico, y el paisaje es mucho más bonito.

– ¡Y a mí qué me importa el puto paisaje!

–Se tarda una media hora menos. Entregaremos al recluso y tendremos media hora más para comer.

Sabía que su compañero no se opondría a que alargaran la hora de la comida. En realidad, confiaba en impresionar a Sam Y no se equivocó. Su compañero se reclinó en el asiento y se sirvió otra taza de café. Extendió un brazo y apretó el botón del aire acondicionado. Esta vez, el aire fresco comenzó a extenderse por la cabina, y Sam recompensó a Seth con una de sus raras sonrisas. Por fin había hecho algo bien. Seth se echó hacia atrás en el asiento y se relajó.

Dejaron atrás el tráfico de Miami. Llevaban sólo treinta minutos en la carretera cuando en la parte trasera del furgón retumbó un golpe seco. Al principio, Del pensó que se había caído el silenciador del tubo de escape, pero los golpes continuaron. Procedían de la parte de atrás del furgón, pero de su interior, no de sus bajos. Sam aporreó con el puño la mampara de acero que había tras ellos.

– ¡Estate quieto, joder! –Se dio la vuelta y miró por el angosto rectángulo de cristal que separaba la cabina de la parte trasera–. No se ve una mierda.

El ruido iba creciendo y hacía vibrar sus asientos. A Seth le parecía que estaban golpeando los lados metálicos del furgón con un bate de béisbol. Lo cual, naturalmente, era absurdo. Era imposible que el preso dispusiera de algo remotamente parecido a un bate de béisbol. Sam se estremecía con cada golpe, sujetándose las sienes. Al mirarlo, Del vio que la bailarina polinesia contoneaba las caderas con cada puñetazo que su compañero daba a la mampara de acero.

– ¡Eh, vale ya! –gritó Seth, sumando su voz al estruendo que empezaba a producirle dolor de cabeza.

Estaba claro que el preso no había sido convenientemente inmovilizado y que estaba aporreando las paredes del furgón. Aun cuando el ruido no acabara por enloquecerlos durante el trayecto, el prisionero podía causarse graves heridas. Y Seth no quería cargar con la responsabilidad de entregar a un recluso magullado. Redujo la velocidad, apartó el furgón hacia el arcén de la carretera de dos carriles y paró.

– ¿Qué coño haces? –preguntó Sam

–No podemos seguir así el resto del viaje. Está claro que los chicos no lo han inmovilizado.

– ¿Y para qué, si ha encontrado a Jesucristo?

Seth se limitó a sacudir la cabeza. Al bajarse del furgón, se le ocurrió pensar que no sabría qué hacer si el preso había conseguido liberar un brazo o una pierna de las correas de cuero.

–Espera, chaval –gritó Sam tras él, bajándose a trompicones de su asiento–. Ya me encargo yo de ese cabrón.

Sam tardó en rodear el furgón. Cuando al fin lo hizo, Del notó que se tambaleaba.

– ¡Todavía estás borracho!

–De eso nada.

Seth se acercó a la cabina y sacó el termo. Sam intentó arrebatárselo, pero Seth lo retiró. Quitó la tapa y al instante percibió el tufo a alcohol que despedía el café.

–Hijo de puta –sus palabras sorprendieron por igual a Sam y al propio Seth. Pero, en lugar de disculparse, arrojó el termo a lo lejos y lo vio reventar contra un poste cercano.

– ¡Joder! Ese era el único termo que tenía, chaval –Sam parecía a punto de arrojarse de cabeza a la cuneta cubierta de maleza para recuperar los fragmentos del termo. Pero, dándose la vuelta, se dirigió bamboleándose a la parte de atrás del furgón–. Vamos a callar a este cabrón.

Los golpes continuaban, cada vez más fuertes, haciendo zarandearse el furgón.

– ¿Tú crees que estás en condiciones? –preguntó Seth. Se sentía tan furioso y traicionado como para permitirse un pequeño sarcasmo.

–Que sí, joder. Yo ya callaba a cabrones como éste cuando tú todavía chupabas de la teta de tu madre –Sam echó mano al revólver reglamentario y luchó con el cierre de la funda antes de sacar la pistola.

Seth se preguntó cuánto alcohol tenía Sam Ulei en el cuerpo. ¿Sería capaz de apuntar con el arma? ¿Estaba ésta cargada? Hasta ese día, Brice y Webber se habían encargado de trasladar a los criminales más peligrosos haciendo el viaje hasta Glades y Charlotte, mientras que a Sam y a él les asignaban únicamente a ladrones de poca monta y a delincuentes de guante blanco a los que debían escoltar en sentido contrario, a los juzgados del condado en Miami. Del abrió el cierre de su pistolera. Le temblaba la mano; la culata del arma tenía un tacto extraño y repulsivo.

Los ruidos cesaron en cuanto Seth comenzó a abrir los cerrojos del pesado portón trasero. Miró a Sam, que permanecía de pie a su lado, con el revólver en alto. Seth advirtió enseguida el leve temblor de la mano de su compañero y sintió que se le revolvía el estómago. Tenía la espalda empapada; la frente le chorreaba. Bajo los sobacos, unas manchas húmedas se extendían por su antaño tieso uniforme. El corazón lo golpeaba contra las costillas y ahora, en medio de aquel silencio, se preguntaba si Sam podía oírlo.

Respiró hondo y apretó con fuerza el asa del cierre. Luego abrió de golpe la puerta, se hizo a un lado y dejó que Sam escudriñara el negro interior del furgón. Sam, de pie, con las piernas separadas y los brazos extendidos ante sí, sujetando con ambas manos la pistola, ladeó la cabeza, listo para apuntar.

Pero nada ocurrió. La puerta golpeó el lateral del furgón y rebotó un momento. La quietud que los rodeaba, el silencio de la carretera desierta, amplificó el ruido del metal contra el metal. Seth y Sam escrutaron la oscuridad, aguzando la vista para ver el banco esquinado en el que el preso solía sentarse, sujeto por gruesas correas que salían de la pared y el techo.

– ¿Qué demonios...? –Seth veía las correas de cuero cortadas, colgando de la pared del furgón.

– ¿Qué coño pasa aquí? –farfulló Sam acercándose lentamente al furgón abierto.

De pronto, una figura alta y oscura se arrojó sobre Sam y lo derribó. La pistola cayó al suelo. James Witherdale le clavó los dientes en la oreja como un perro rabioso. El grito de Sam descompuso a Seth. Quedó paralizado. Sus miembros se negaban a reaccionar. El corazón lo golpeaba contra el pecho. No podía respirar. No podía pensar. Cuando al fin sacó el revólver, el preso ya se había levantado. Saltó hacia él y, dándole un topetazo, le clavó algo afilado, suave y duro en el estómago.

Seth sintió que el dolor estallaba de pronto, difundiéndose por su cuerpo. Tenía las manos flojas, y la pistola resbaló de sus dedos como agua. Se obligó a mirar los ojos de James Witherdale y al instante vio al mal mirándolo fijamente, negro y frío, una entidad en sí mismo. Sintió el aliento caliente del demonio en su rostro. Al bajar la mirada, vio la larga mano que aún sujetaba el cuchillo. Alzó los ojos a tiempo para ver la sonrisa de Witherdale al hundirle más profundamente la hoja.

Cayó de rodillas lentamente. Tenía la vista emborronada, pero vio que la alargada figura de aquel desconocido se descomponía en fragmentos. Vio el furgón y a Sam tendido en el suelo. Todo empezó a girar y a difuminarse. Luego cayó pesadamente contra el pavimento. Los vapores del asfalto recalentado traspasaban su espalda húmeda, pero más aún le ardían los costados. Un incendio incontrolado se extendía por su estómago, prendiendo fuego a todos sus órganos. Tendido de espaldas, no veía más que las nubes haciendo volutas sobre él: un blanco resplandeciente contra el sólido azul del cielo. El sol de la mañana lo cegaba. Qué hermoso era todo, sin embargo. ¿Por qué no se había fijado antes en lo bello que era el cielo?

Tras él, un único disparo rompió el silencio. Seth logró esbozar una débil sonrisa. Al fin. No podía verlo, pero al fin el bueno de Sam, la leyenda, había intervenido. El alcohol sólo lo había entumecido momentáneamente.

Seth se incorporó un poco para mirar la herida de su estómago. Lo sorprendió encontrarse de pronto mirando una talla ensangrentada de Cristo. El cuchillo que había hecho que sus entrañas se derramaran sobre la carretera desierta era en realidad un crucifijo de caoba. De pronto dejó de sentir el dolor. Debía de ser una buena señal. Tal vez se pusiera bien.

–Eh, Sam –gritó, apoyando la cabeza en el pavimento. Seguía sin ver a su compañero tras él–. Mi padre hará un sermón sobre esto cuando le diga que me han pinchado con un crucifijo.

Una sombra larga y negra cubrió el cielo.

De nuevo, Seth se descubrió mirando aquellos ojos oscuros y vacíos. James Witherdale, aquel hombre fibroso y recio de rasgos angulosos, se cernía sobre él, alto y erguido. Del pensó en un buitre inmóvil, con las negras alas pacientemente pegadas a los costados, ladeando la cabeza, observando, esperando a que su presa dejara de debatirse y cediera a lo inevitable. Luego, Witherdale sonrió, como si lo complaciera lo que veía. Alzó la pistola de Sam y apuntó a la cabeza de Seth.

–No le dirás nada a tu padre –dijo con voz profunda y calma–. Mejor díselo a san Pedro.

El metal traspasó el cráneo de Seth. Un estallido de luz brillante se mezcló en un torbellino con un océano azul, amarillo y blanco y, luego, finalmente, negro.