– Maestro…
El joven aprendiz se acercó al anciano. Yacía en su pequeño catre de madera, en su celda plagada de libros. Respiraba con dificultad y el joven sabía perfectamente que cada bocanada de aire podía ser la última. Pero él trataba de hacer todo lo posible para que no fuera así. Todavía tenía muchas cosas que contarle.
Sin embargo, no parecía que fuera a hablar nunca más. Las arrugas se le habían hundido aún más en el rostro y la piel había adquirido un tono blanquecino por debajo de las perlas de sudor que cada poco le secaba de la frente.
El muchacho lo miró con tristeza. Ciertamente no hacía mucho tiempo que había entrado al servicio del viejo maestro, pero desde aquel momento lo había considerado como si fuera su padre. La primera persona en la que había podido confiar desde que… Desde que aquel hombre de larga cabellera y frondosa barba hubiera posado la empuñadura de su espada sobre su frente.
"Entierro del alma", le llamaban. Eso lo había aprendido al poco tiempo de despertarse en un pequeño bosque que en nada se parecía a su querido pueblo toscano de San Cassiano. Allí no había olivos, ni viñedos… sólo pinos y pinos y más pinos. La gente de por allí le llamaba Rukongai, él simplemente lo llamaba "lo de fuera". Al menos desde que aquellos dos hermanos lo hubieran encontrado una tarde en el bosque.
Así fue como conoció a Servais de Maistre, el Gran Maestro de la Asamblea de los Días Venideros, el hombre más sabio que había conocido y que nunca habría podido imaginar conocer. Aunque a él no le gustara que lo llamaran sabio, pues decía que lo suyo no era sabiduría, era ancianidad – "vejez" era realmente la palabra que utilizaba. Pero el Gran Maestro era un verdadero profeta, un visionario… aunque sus hermanos no lo vieran o no quisieran verlo.
– ¿Cómo sigue el viejo? – preguntó una voz a su espalda.
No le hizo falta girarse para saber que se trataba del Hermano Rowan, que se encargaba de llevarle a sus horas la comida tanto al anciano como al joven novicio. Hubiera querido contestarle, decirle que aunque estuviera encamado y agonizante, seguía siendo el Gran Maestro y que estaba obligado a dirigirse a él como tal. Y que "viejo" no era precisamente el tratamiento que le debía ofrecer, por mucho que el sabio no pareciera poder escucharle.
– Igual – dijo en su lugar, con un largo suspiro de lamento.
Sin decir nada más, no hacía falta, el Hermano Rowan dejó la bandeja de la comida sobre la mesa camilla y se fue. El novicio cerró la puerta tras él y luego miró por la ventana mientras el otro se alejaba. Desde el primer momento de su enfermedad, o, mejor dicho, desde que la edad del Gran Maestro se había hecho demasiado pesada como para asumir las funciones que le correspondían, el resto de la Asamblea se había ido alejando. Realmente, Servais de Maistre llevaba sólo el título de forma nominal ya, pero aún así…
– Todo sigue igual, Maestro… – protestó, mientras cogía el cuenco de té.
El cuerpo le pedía desahogarse. Le pedía contarle al anciano todo lo que sucedía a su alrededor. Quejarse del trato injusto que le estaban propinando al Gran Maestro. Pero sabía que no sabía de nada… y, aunque aún así se desahogara, eso no era lo que le había enseñado De Maistre. "La sabiduría", decía a menudo, " no es conocer muchas cosas. Eso es mera erudición. La sabiduría es conocer la vida y saber conducirse en ella con prudencia." Aunque la frase que más tenía grabada era aquella de "La sabiduría es un arte, no una ciencia." Había quedado tan impresionado por esas palabras que hasta había desaparecido de su habitual lugar de la Biblioteca, para disgusto del Maestro, que le había hecho ver que esa no era la vía para alcanzarla.
No, no se iba a quejar. Aquello no estaba de acuerdo con el "arte" que el moribundo le había enseñando. Y él pretendía honrar su memoria hasta que el último resto de aliento abandonara sus pulmones. Los suyos, no los del anciano. Alguna vez le había dicho, incluso, que la sabiduría era el vehículo de la inmortalidad. Eso él no lo sabía, pero al menos iba a prolongar la existencia de aquel magnífico hombre en su recuerdo.
La papilla que el Hermano Rowan había dejado para el Gran Maestro aún seguía humeando, así que decidió empeñarse él primero en el austero plato de verduras que habían traído para él. Cuando terminó, aunque aún seguía algo caliente, ya estaba a una temperatura adecuada. Así que le colocó un par de cojines bajo la parte superior de su espalda para incorporarlo un poco y se esforzó, inútilmente, en intentar que el enfermo comiera algo. Una vez más, fue imposible.
Era cuestión de intentarlo con el té. Al menos eso era siempre un poco más sencillo, ya que aún conservaba el reflejo de deglución y era mucho más fácil hacerle beber un poco. Seguro que eso le daba la vida. "Ojalá no fuera sólo una frase hecha", pensó. Todavía había mucho que podía aprender de él.
– K… Ka…
La sílaba pronunciada entre un tremendo esfuerzo, con la voz rasposa por el poco uso, sobresaltó al novicio, que derramó parte del té por encima del enfermo. Inmediatamente se le pusieron coloradas las puntas de las orejas, como le ocurría siempre desde que era pequeño. Sabía que debía ir a buscar una toalla y secar inmediatamente aquel estropicio, pero era imposible no estar absorto en los torpes intentos de hablar del anciano.
– Ka... Kazu – acertó por fin.
– ¿Kazu? – repitió.
Conocía aquel nombre. Kazu había sido el anterior asistente del Maestro, pero le había abandonado para hacerse shinigami. Según había llegado a saber, por orden del propio De Maistre, años antes de que el anterior Gran Maestro falleciera y el hoy moribundo ocupara su lugar. Sabía que tiempo después de dejar la Asamblea, el discípulo había regresado a la Comunidad con otro miembro de la Ciudadela Blanca y que en aquel encuentro había ocurrido algo… Algo que había sido de gran importancia para el Maestro, pero que nunca le había llegado a explicar porque, según él, aún no estaba preparado. Ahora, probablemente, nunca lo sabría.
– No soy Kazu, Maestro – le informó con dulzura, recuperándose del sobresalto. – Soy Itzel.
– ¿Itzel? – preguntó, medio desorientado. – Ah… – recordó, al tiempo que se le dibujaba una pequeña sonrisa en los labios. – La luz de la luna…
– Sí, Maestro – asintió él. "Luz de luna" era el significado de su nombre en la antigua lengua de los aztecas. Su madre se lo había puesto, fascinada por las culturas precolombinas después de su viaje de novios a México.
– La luz…
Parecía que quería repetir la frase, pero se paró a la mitad para toser con gestos de gran dolor. Itzel lo miraba con impaciencia. ¿Qué quería decirle el anciano? Si es que quería decirle algo, porque bien podrían ser los delirios provocados por la fiebre. O simplemente quería recordarle una vez más el significado de su nombre.
– La luz… dorada – añadió al fin. – El Portador del Rayo…
Lo miró con incomprensión. ¿Qué estaba diciendo el Maestro? ¿"Luz Dorada"? ¿"Portador del Rayo"? ¿De qué estaba hablando? Pero no dijo nada más. Al menos no en un volumen audible, porque parecía que quería seguir hablando. Entendió entonces el joven aprendiz de sabio que debía acercar su oreja a la boca del anciano para escuchar aquellos susurros.
– Di… Dile a la Asamblea que se acerca el Séptimo Día.
