Antes de que comiences a leer, debo advertirte que es mi primer fic ;) Y como ya saben, al ser un fanfic implica que La Rosa de Versailles, Berusaiyu No Bara, Lady Óscar, o como prefieran llamarla, es una gran historia creada por Riyoko Ikeda, por lo cual no me pertenece ni tampoco sus protagonistas... esto no es más que la humilde divagación de una fiel admiradora :3
Un abrazo enorme a todos, en especial, a aquellas amigas que he conocido gracias a esta página increíble, y que con sus historias me han motivado para lanzarme a la vida con las mías x) Estaré atenta a sus reviews!
LeeLoo.
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PRÓLOGO.
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- ¡Vaya una noche magnífica, considerando el magno evento ad portas! – dijo Marceau a su amigo, con una sonrisa pícara y expectación en la mirada.
- Ya lo creo, será un suceso memorable, y lo comentarán los hombres de muchas generaciones venideras – le respondió Gerodelle.
Se permitió observar divertido a su alrededor. La mansión del retirado General Jarjayes tenía el esplendor propio de la nobleza, y aunque usualmente era algo más austera, había sido espléndidamente decorada por los mismísimos organizadores reales. La familia Jarjayes gozaba de gran prestigio y poseía estrecha cercanía con los monarcas. Eran una estirpe respetada y admirada por toda Francia, inclusive por aquellos subversivos que, lentamente y de a poco, comenzaban a manifestar su descontento hacia sus soberanos y el sistema monárquico.
El gran salón donde se llevaba a cabo aquella celebración era majestuoso. Un conjunto de cuerdas situado en un breve escenario de poca altura en el rincón sureste ponía delicadas notas en el aire, alternando de vez en cuando con melodías alegres que tendían a excitar la expectación de los presentes. Gerodelle, el joven Comandante de la Guardia Imperial, era quizá el único que permanecía silencioso, sereno y dueño de sí mismo, mientras observaba con una mezcla de picardía, ansiedad y alerta, a las docenas de jóvenes invitados a aquella fiesta. Todos, absolutamente todos, eran varones. La razón: el General Jarjayes presentaría a su hija menor ante los jóvenes casaderos de la aristocracia, para que ella escogiese al que sería su futuro esposo. Ni siquiera el General, pese al profundo amor y orgullo que sentía por su hija, imaginó el revuelo que esta noticia causaría entre los nobles de París. Incluso algunos duques y condes extranjeros se dieron cita para cortejar a la doncella.
Gerodelle aspiró hondo, buscando en sus recuerdos algo de distracción en medio de aquella espera interminable. Era muy alto, de metro ochenta de estatura. Su larga cabellera castaña caía en suaves ondas sobre su espalda. Tenía ojos dulces como la miel, perfil afilado y digno, labios gruesos con una constante mueca decidida. Gallardo, bondadoso y valiente, provocaba suspiros entre las jóvenes a su paso. Pero a él aquello no le resultaba interesante ya. Su vida era su labor en la guardia, y su alma estaba entregada a un afecto mucho más noble, inimaginable, imposible.
Imposible.
En la boca de Víctor Clèment de Gerodelle se dibujó una sonrisa casi imperceptible. Sin que pudiese evitarlo, la imagen de Óscar de Jarjayes acudió a su memoria. Desde la primera vez que vio a Óscar… supo que jamás podría arrancarle de sus pensamientos.
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CAPÍTULO I: LA MAÑANA DEL DUELO.
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Galopaba sereno, con una sonrisa autosuficiente y el bello rostro juvenil alzado en orgullosa determinación. Desde pequeño había soñado con el instante en que formaría parte de las filas de la Guardia Imperial. Descendiente de una antigua casta de nobles dedicados a la milicia, había sido educado con esas miras, en la feliz coincidencia de que siempre tuvo vocación para servir en el ejército. Sus notables aptitudes para dicha profesión le valieron prestigio de antemano, y hasta un par de días atrás se veía completamente seguro como Capitán, ya que el mismísimo Luis XV parecía haber reservado dicho rango para Víctor… hasta que recibió la notificación de que el hijo menor del General Jarjayes ambicionaba el mismo puesto.
El noble corcel canela disminuyó el paso, hasta transformarlo en sosegado trote. Unos metros más atrás, su lacayo le seguía en un caballo moteado de marcha calma. Gerodelle se permitió divagar mientras mantenía el paso de su montura. Estaba algo irritado. Realmente deseaba ese puesto, y no le causaba gracia tener que competir por él. Además, el General Jarjayes era hombre avezado en las artes de la guerra y defensa, lo cual permitía suponer con escaso margen de error que su descendiente había sido formado con excelencia y severidad. Por otro lado, nadie había visto siquiera una vez sola al benjamín de la familia Jarjayes, y este desconocimiento absoluto sobre su persona no era coherente con el de un contendiente de prestigio. Como fuese, el Rey Luis XV de Francia había determinado, salomónicamente, que ambos aspirantes debían batirse a duelo; el vencedor sería quien podría enorgullecerse de portar el uniforme real. Toda la corte aguardaba impaciente la llegada de ambos admirables jóvenes, en el tercer patio del palacio de Versailles, junto a Su Majestad.
Faltaban pocos kilómetros para llegar a palacio, y Víctor sentía crecer su autoconfianza a cada metro que se acercaba. Sin embargo, su concentración se rompió al divisar un alazán blanco, reluciente, pastando plácidamente junto a un enorme roble. Al acercarse, notó que su dueño descansaba apoyado en el grueso tronco del árbol, con su pie izquierdo en un nudo prominente de la corteza, los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza grácilmente inclinada. Era apenas un muchachito, pero de noble cuna; lo notó por sus vestiduras y su porte digno. Parecía tener unos trece o catorce años. Instintivamente, al llegar hasta él Víctor detuvo a su caballo. El muchacho levantó la vista, y posó una mirada algo burlona en el recién llegado.
- ¿Es usted Víctor Clèment de Gerodelle, aspirante al puesto de Capitán de la Guardia Imperial?
- Ha acertado. ¿Con quién tengo el honor de hablar, y por qué siento que me estaba esperando?
- Mi nombre es Óscar Françoise de Jarjayes, y en efecto, le esperaba – contestó el muchacho. Su profunda mirada azul, y la respuesta pausada y confiada, causaron cierto nerviosismo en Víctor. ¿Éste era su contendiente?
- Es un placer conocerle finalmente, joven Jarjayes. Sin embargo, me veo en la obligación de recordarle que aguardan por nosotros en palacio, y no es aconsejable hacer esperar a Su Majestad.
- Lo sé. Estoy aquí para informarle que no tengo interés en pertenecer a la Guardia Imperial – contestó Óscar, indolente.
Víctor optó por ocultar la sorpresa que esta revelación le provocaba. ¿Por qué, entonces, se le había informado de lo contrario? Dedicó un par de segundos a observar con cierto desdén a su interlocutor. Era sólo un chiquillo, definitivamente la decisión no había sido suya, sino de su padre. Sonrió con suficiencia y, mientras reanudaba el relajado andar de su montura, replicó por encima del hombro:
- Comprendo. Partiré de inmediato a Versailles, y comunicaré a Su Majestad que el puesto de Capitán de la Guardia es mío, dado que Óscar de Jarjayes ha tenido miedo.
No bien avanzó unos pocos metros, cuando la respuesta del adolescente sonó fuerte y clara:
- No he dicho en ningún momento que tenga miedo. Simplemente no me interesa el puesto, y además, me rehúso a dejarle en vergüenza delante de toda la corte.
Gerodelle se detuvo en seco, presa de la irritación y la sorpresa. Al ver que no se volteaba a encararle, Óscar continuó su provocación:
- ¿Va usted a decirme que teme enfrentarse a mí aquí y ahora, conde Gerodelle? -. Sus palabras tuvieron el efecto deseado. Lentamente, Víctor se volteó, mientras contestaba sonriendo con petulancia:
- Está bien, voy a darle en el gusto. Aunque confieso que lo lamento, no tengo deseos de destrozar el rostro del hijo menor del Gen…
No pudo terminar la frase, interrumpido por el filo de una espada que se alzó de forma repentina y feroz sobre su rostro, apuntando justo en medio de sus ojos. El lacayo de Víctor ahogó un grito de espanto, mientras apresuraba galope hacia Versailles, para transmitir a la Guardia el suceso de que había sido testigo y hacer pagar cara la insolencia de aquel muchacho irascible. Óscar habló entonces, con rabia contenida, y un brillo sagaz en la mirada, que parecía reunir soberbia y enojo a la vez:
- Escúcheme bien, conde. He hablado muy claramente, especificando que no deseo ser capitán de la guardia. Si de mí dependiera, podría usted acceder pacíficamente a puesto que tanto quiere, pero el duelo ya ha sido arreglado y me veo en la obligación de defender mi honor.
Víctor contempló a Óscar de Jarjayes, profundamente intrigado por su conducta. No dejó de asombrarle su severidad y corrección, excesivas para un chiquillo de su edad. Observó su aspecto infantil, con aquel cuerpo pequeño y delgado, reparando entonces en que tenía los ojos muy azules; reconoció en ellos un hermoso resplandor que le recordaba un cielo cubierto de nubes, y la fría determinación del General Jarjayes. "Sí, he aquí al vástago del General", se dijo para sus adentros, sin poder contener su admiración.
Con un sutil gesto de asentimiento, el joven conde aceptó el reto del muchacho, que retiró lentamente la espada de donde la había apuntado. Víctor descendió de su caballo con parsimonia, sintiendo escalofríos. Se puso de pie frente a Óscar, a unos cuatro metros de distancia, y empuñó su sable con más firmeza y seguridad de la que realmente poseía en ese momento. Tuvo la extraña sensación de que aquel duelo quedaría grabado a fuego en su espíritu. Frente a él, el joven Jarjayes se erguía solemne y seguro, la espada asida firme y grácilmente, ni un asomo de duda en sus ojos garzos. Gerodelle no pudo dejar de notar que le aventajaba en más de una cabeza de estatura, pero el chiquillo parecía no estar al tanto de su menuda talla. Al contrario, parecía saberse pequeño y frágil, y entender que su mejor arma en estas circunstancias era la confianza en sí mismo. Adquirió la clásica postura de la esgrima, con su brazo derecho apuntando la hermosa espada blanca directo hacia el frente, el izquierdo flectado tras su cabeza, como una serpiente lista para morder, y el cuerpo descansando sobre su pierna izquierda, en actitud de alerta.
- En garde – replicó, con voz firme.
Y Víctor obedeció.
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Habían transcurrido ya cerca de seis horas. Caía la noche, y Víctor contemplaba un atardecer que llenaba el cielo parisino de hermosos matices. Su rostro no expresaba emoción alguna, y no porque en ese momento no la hubiese. Por el contrario, había tantas en su espíritu, que no lograba exteriorizar ninguna. Repasó mentalmente cada detalle del duelo que había sostenido a mediodía, como lo había hecho ya cerca de quince veces, y nuevamente no pudo explicarse cómo era posible que cometiese tantos errores. O, mejor dicho, que su adversario se hubiese percatado tan fácilmente de ellos. Era como si estuviera leyendo su mente, y fuera capaz de anticiparse a cada movimiento del joven conde. Sí… Gerodelle, el gran Víctor Clèment de Gerodelle, había perdido su duelo a espada con Óscar de Jarjayes. Y no lograba descifrar lo que estaba sintiendo.
Había actuado como un caballero de su reputación. Se presentó con Su Majestad, y con todo respeto le informó que había sostenido duelo con el hijo del General Jarjayes, quien le había vencido limpiamente. Esto le convertía, a todas luces, en el mejor hombre para ejercer el cargo de Capitán de la Guardia Imperial, aún en desmedro suyo. El rey, quien estuviera completamente ofuscado al recibir a Víctor, gradualmente fue cediendo a un asombro y complacencia cada vez mayores. No todos los días un varón distinguido admitía una derrota de ese modo, por lo tanto el adversario ciertamente debía ser un individuo sumamente capaz en la lucha. Por otra parte, el General Jarjayes siempre había sido hombre de su confianza, y la idea de que su vástago fuera el encargado de continuar su tarea, al mando de las tropas imperiales, le complacía tremendamente. Por este motivo, Luis XV decidió nombrar a Óscar de Jarjayes Capitán de la Guardia Imperial. Y como estaba seguro de que Víctor sería un magnífico aporte, decidió someterlo a un período de prueba, con el fin de darle oportunidad de mostrar su valía y contar con él en sus fuerzas. Sin poder disimular su sorpresa (en su fuero interno, Gerodelle estaba convencido de que su carrera había terminado), el gallardo joven aceptó la propuesta del monarca.
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- Es un verdadero placer observar que el trabajo de estos años está rindiendo sus frutos ahora, amigo mío – habíale dicho el General Jarjayes, estrechándole la mano con una amplia sonrisa. Víctor no cabía en sí de orgullo. Por fin había ingresado en la Guardia Imperial, y la habilidad demostrada en las pruebas de selección le valió ingresar con el puesto de Teniente. El constante apoyo y las enseñanzas de un viejo lobo de mar en las artes de la guerra, como lo era el General Jarjayes, habían sido pieza clave en sus progresos. Él había apadrinado a Víctor desde que era un mozuelo, intuyendo que sería un soldado capaz, y tenía lazos antiguos de gran compañerismo con el padre del joven conde.
- Me honra ser merecedor de sus respetos, General.
- ¡Faltaba más! Por favor, acompáñame ahora. Deseo presentarte a tu futuro superior y compañero de armas. Sé que su primer encuentro ha sido… muy poco ortodoxo, y de todo corazón deseo revertir esa situación, a favor de todos. No me cabe la menor duda de que además serán grandes amigos.
Mientras así decía, el General Jarjayes guiaba a Gerodelle por los jardines de su mansión. En el fondo, hacia el ala izquierda, había una amplia extensión de puro césped, sin duda empleada para entrenamientos. De hecho, en ese instante eso era lo que estaba ocurriendo. Víctor contempló la escena con atención.
Cuatro de los mejores espadachines de la guardia se batían a la vez contra un solo contrincante. Lo sorprendente era que aquel enfrentamiento era aún más desigual que la diferencia numérica entre los oponentes. Grandes y fornidos espadachines, ya con experiencia en el combate, contra el menudo vástago del General. Lo único que Gerodelle alcanzó a distinguir del muchacho, y que le permitió reconocerle, fue su cabeza dorada. Entre aquellos grandulones (cosa bastante abusiva a los ojos de Gerodelle), el pequeño parecía un cachorro perdido entre fieras hambrientas. Un fuerte puñetazo en el estómago, propinado por una mano que surgió invisible entre las espadas, lo hizo caer con facilidad, y la sangre manó por su boca. Alarmado, Gerodelle se aprestó a empuñar su espada para inmiscuirse en su defensa, pero inmediatamente el General Jarjayes le detuvo, poniendo un brazo delante de su pecho.
- No te alarmes. Observa.
Víctor obedeció, dubitativo. Entonces comprendió el por qué de aquella orden: pese a su desventaja física, el muchacho se puso de pie con rapidez, y mirando fieramente a sus adversarios, blandió su sable con la firmeza de un oso; se escurría entre ellos como un pez, y se desplazaba con la agilidad de una pantera. Sus movimientos astutos y su habilidad sorprendente no tardaron en darle ventaja, y pronto los cuatro enormes soldados estaban en el suelo, acezando, generando en el joven conde un amargo déjà vú. Tras un par de minutos de descanso sobre el césped, se pusieron todos de pie. Los cuatro se cuadraron para saludar al jovencito (¡qué escena tan extraña!), y luego se retiraron. Sólo entonces el chico reparó en la presencia del General y su acompañante. Con su manga izquierda limpió la sangre de sus labios, y se encaminó hacia ellos sonriendo sosegadamente.
Gerodelle continuaba observándole mientras se acercaba. Recordó la primera vez que le viera, arrimado al tronco del árbol en aquel recodo del bosque, a un costado del camino. Parecía tan joven, y sin embargo tenía el andar y el porte digno de un gran señor. Sus pasos eran largos, seguros, confiados; su cabeza erguida en la actitud de un noble de cuna y de corazón; era muy pequeño y delgado, aunque firme. Sin embargo, la impresión más profunda en la memoria de Gerodelle la dejó su rostro, un rostro cada vez más claro a medida que se aproximaba, y que antes no había observado con atención. Bajo la sangre y el rubor de la agitación se adivinaba una piel blanca y lampiña, su sonrisa confiada de dientes blancos y brillantes era a la vez acogedora e inquietante, y sus ojos… sus ojos. Ahora no tenían esa fiera mirada, herencia de su padre, que Víctor tan bien recordaba. Eran azules, rayando en el violeta, el azul más extraño que hubiese visto jamás. El cabello dorado le enmarcaba el rostro con algunos rizos desordenados y sedosos.
- Teniente Gerodelle – dijo orgulloso el General -, le presento al Capitán Óscar Françoise de Jarjayes, edecán de Su Majestad María Antonieta… y mi hijo.
