Advertencias: Perded toda esperanza los que aquí entráis, de encontrar un fanfic de El Hobbit al uso. No busquéis el halo infantil que desprende el libro, ni romances melosos e incoherentes que se desarrollan súper rápido, difícilmente creíbles. Esta historia no es para niños.
Tampoco busquéis Thilbo, Thorinduil ni Durincest (ya hay muchos fics, y muy buenos, acerca de esas parejas); ni a Légolas, aparecerá cuando tenga que aparecer, y además se lo tiene muy creído con tantos fics sobre él :P
Ésta es una visión siniestra de las películas, desde la perspectiva de una criatura sombría (aunque no necesariamente perversa, pero desde luego ninguna santa) que si decidís seguir leyendo, se convertirá también en vuestro propio punto de vista.
Habrá oscuridad, sarcasmo, misterio, lógica, sangre, violencia, sexo y muerte... Y cualquier rastro de optimismo, ñoñería y felicidad será puramente circunstancial y momentáneo.
Si llegados a este punto aún continuáis leyendo, os diré que pretendo haceros reír, pensar, maldecir, disfrutar; y me sentiré realizada si consigo arrancaros algún suspiro, alguna reacción psicosomática y sensorial, y alguna lágrima de miedo.
Licencias: Dentro de mis límites procuro que este relato se apegue al canon y huya en la medida de lo posible de los OoC. No obstante, me he permitido incluir ciertas licencias que el universo Tolkien no presenta, como pueda ser la inclusión de plantas que el profesor especificó claramente en sus escritos que no podían darse en la Tierra Media (caso es del tabaco, tomates, chocolate, etc.), o algún que otro vocablo relativo al sistema métrico internacional (sexagesimal y decimal). Asimismo veréis algunas palabras que no se pueden corresponder con dicho universo por razones obvias (como sádico, dantesco, rocambolesco, kafkiano…) pero que considero bastante descriptivas.
Avisados quedáis.
*sonrisa maligna*
Despierta…
El sol ya se ha puesto; es hora de que te muevas, maldita.
Abres los ojos. Apenas hay luz procedente del ocaso filtrándose por la espesura del bosque. Te pasas una mano por el rostro para desperezarte y te vienen a la mente destellos de las últimas horas: el grupo de enanos dejando atrás la Comarca ajenos a todo, el orco despistado que mataste cuando se separó de la horda, su sangre negruzca manando descontrolada por el lindo tajo que le practicaste en el gaznate…
¡Espabila! Y no remolonees. Tienes que rastrearlos, ahora que ellos estarán descansando.
Te levantas ya con el ceño fruncido y con cara de pocos amigos, si es que alguna vez en tu vida has tenido alguno. Vuelves a hacerte una coleta alta, trenzándola después, relajando los mechones delanteros para que no acaben cayendo anárquicos sobre tu rostro. Es la única forma que tienes de domar tu melena ondulada, ligeramente acaracolada, aunque das por imposible ese mechón que tarde o temprano se deslizará serpenteante entre tu ojo derecho y la nariz, rozando tus labios hasta alcanzar la clavícula.
Recoges la capa del suelo, que te ha servido de jergón y te la abrochas al cuello, ladeándola para que caiga hacia tu izquierda y así dejar expedita tu derecha. Sobre ella te colocas la esclavina de pelo de vulpeja negra y te cubres con la capucha de la esclavina. Su punta en forma de pico de águila ayuda a ocultar mejor tu rostro.
Compruebas que la escarcela sigue asida al cinturón, agarras el morral y te lo cruzas al lado contrario. Ya sólo quedan las armas.
Con el paso de los años les has cogido cariño. Sabes que no deberías, pues tarde o temprano éstas te abandonan, si no las pierdes en una refriega, se quiebran tras la enésima vez que las afilas.
Te tomas tu tiempo acariciando el filo de esa guadaña que has ido modificando hasta adecuarla a ti como si fuese otra extensión más de tu cuerpo, viéndote en su reflejo.
Ahí está otra vez, esa sonrisa aviesa, amenazante; mostrando a través de la comisura derecha de tu labio, que levemente se alza inmisericorde, uno de tus colmillos superiores. ¿Por qué se les helará la sangre a tus víctimas con su mera visión? Seguramente no conozcas todas las razas que habitan la Ecúmene, pero apostarías tus altas botas de cuero negro a que no muchas tienen los colmillos tan desarrollados.
Los orcos y trasgos no cuentan, sus prominentes colmillos inferiores les confieren un aspecto estulto, al menos a tu juicio. Aunque has visto el más atávico terror reflejado en el rostro de los humanos cuando eran exterminados por esos engendros, y supones que a ellos sí deben de darles miedo.
Te estás demorando.
Te embozas con un pañuelo para tapar boca y nariz.
El sable de estrecha hoja de corindón negro ligeramente curvada, con guarda de plata y empuñadura de marfil que adquiriste en el Cercano Harad, compite con la guadaña por ser tu favorita. Aún recuerdas con quien lo estrenaste: ahogó una exclamación de asombro al notar la sangre fluyendo a borbotones de su garganta degollada. Te la calas a la espalda dentro de su vaina azabache. Coges tus dos gumías y las envainas en sus fundas a ambos lados de tus caderas.
Y echas a correr.
Se han estado moviendo más rápido desde que salieron de Hobbiton gracias a que ahora llevan monturas. Caminar no es lo que mejor se les dé con esas piernas tan cortas.
Nunca habías estado en esa región. Habías oído hablar de los hobbits, aunque jamás los habías visto y la verdad, tampoco te interesaban. También los llaman medianos, y casi lo prefieres.
Se les ha unido uno. Hay que reconocer que el Istar sabe escoger. Un ser de menor tamaño que los enanos y de aspecto aún más aterrador si cabe. Ya puedes imaginarte la clase de estragos que causará entre las legiones de orcos…
Te das cuenta de que te estás riendo sola, ¿verdad? Menos mal que no te ve nadie, creerían que estás perturbada.
¿Y no lo estoy? Converso mentalmente conmigo misma.
Y da gracias. Es lo que te mantiene cuerda.
Por fin los encuentras tras tres horas corriendo e intuyendo el camino que han seguido. Se han parado a pernoctar en un saliente rocoso. Mientras unos duermen, otros parecen mantener una charla despreocupada al calor del fuego, acompañada con dosis de adoración hacia su líder. Te preguntas si entre tanta adulación alguien se estará encargando de la guardia nocturna.
Sí, parece que un enano que debe de tener una estrella de mar por espejo, hace como que vigila. Desde luego no muy bien, porque aparte de no percatarse de tu presencia, al otro lado del precipicio se encuentran un par de huargos con sus respectivos jinetes.
Huargos. Qué desperdicio de animal. Pudiendo haber devenido en una especie señorial e intimidante, los orcos la han degenerado. Ahora no son más que un nido de pulgas que babea constantemente, más parecidos a las hienas que a los lobos. Asco de evolución.
En fin, te tocará hacer el trabajo del tipo del peinado raro.
Te deslizas entre la escasa vegetación berroqueña sin apenas hacer ruido. Un salto de distancia y sigilo impensables para cualquier otra raza y te sitúas tras un canchal a espaldas de los huargos, que han percibido algo y voltean sus cabezas para comprobar, mientras uno de los jinetes ordena al otro avisar a sus congéneres.
Yo no contaría con ello.
Te impulsas con tu pie derecho sobre la roca y con un movimiento horizontal en arco de derecha a izquierda, decapitas a ambos con la guadaña. La sueltas en el aire para agarrar las gumías e hincarlas en las cabezas de los huargos, que ya habían iniciado el giro para encararte, y una vez ensartadas, las rotas para fracturar sus cráneos. ¿Hola? ¿Eso ha sonado a sandía madura estrellándose contra el suelo?
Continúas presionando las testas de los dos animales con las gumías hasta que escuchas su último y trabajoso aliento.
Rápido y más o menos insonoro. Indoloro no tanto.
Has ganado tiempo, los orcos tardarán en darse cuenta de que estos dos no regresan. Lo malo es que si son algo astutos, empezarán a mosquearse, porque ya van unas cuantas bajas desde que empezaron a seguir a los enanos.
Bueno, ya te preocuparás por eso más tarde. Ahora tienes dos fiambres de orco con sangre fresca todavía rebosante por las carótidas. Aprovecharás algo al menos, ¿no? No es cuestión de andar desperdiciando con los tiempos que corren.
Una vez saciada, sacas de tu faltriquera una cajita metálica algo oxidada y extraes unas cuantas hojas de tabaco, que enrollas cuidadosamente. Chasqueas los dedos para encenderlo y das una profunda calada para que empiece a tirar.
Qué bien sienta un cigarro puro después de la cena.
Sin dejar de fumar, recoges del suelo la guadaña, que había caído unos pasos más allá que la cabeza de uno de esos bichos. Te acurrucas contra el peñasco que te sirvió de peana y disfrutas de las últimas caladas de la jornada, alargándolas para que duren lo máximo posible. Apagas el puro casi a la mitad y te lo guardas en un bolsillo que tu coleto tiene oportunamente a la altura del pecho para continuarlo en otra ocasión.
Desde allí vigilarás a la compañía el resto de la noche. A ver si con un poco de suerte no se meten en problemas... Putos enanos.
Ella se llama Nyxiræ. Esta noche anda ocupada observando su objetivo, pero aunque es bastante perspicaz y siempre está ojo avizor, hay determinadas cosas que escapan a su control. Por ejemplo, lo que sucede a millas de allí y es imposible que ella sepa, lo que hablan los enanos y ella no puede escuchar, lo que se dicen los dichosos elfos telepáticamente, lo no venido y lo pasado, o si Gandalf desaparece y no avisa a nadie.
Un primer detalle, en principio importante, es que ella pertenece a una raza oscura.
No como los Moriquendi, elfos oscuros que no vieron la luz de bla bla bla. No.
Se trata de una raza siniestra, de moral y ética disolutas y cuestionables; y muy inteligente.
Y aunque de momento lo pueda parecer, no es un vampiro y no se alimenta de sangre (o al menos no exclusivamente) aunque sí la necesita para poder valerse de ciertas habilidades asociadas a su especie.
Un segundo detalle, a priori insignificante, es que ella cree que nadie de la compañía se ha percatado de su presencia, pero eso no es del todo cierto.
El mediano vio moverse mínimamente la espesura frente al precipicio, pero como no es Légolas ni ve con sus ojos de elfo, no le concedió importancia ni lo comentó con ninguno.
No obstante, ahora, pasadas las horas y de nuevo en camino, no puede quitarse de encima la inefable sensación de que algo los vigila.
