Le tendió la mano al pequeño aspirante a cazador de sombras. Tenía los ojos de su madre, aunque el pelo era una mezcolanza entre el platino y el rojo atardecer de ambos padres. En esos momentos parecía dorado, aunque sabía muy bien que aquel efecto visual podía variar en cualquier momento. El pequeño tomó su mano, incorporándose. Se pasó el dorso de la mano por la nariz, miró al suelo avergonzado.
—Jonathan—le llamó su padre—. Jonathan—repitió, esta vez en un tono más amable, acompañado con una sonrisa—. No pasa nada si te caes, tan solo te vuelves a levantar.
—Pero duele.
Su padre sacó su estela y le dibujó un iratze. El niño observó como poco a poco iba desapareciendo, dejando una estilizada cicatriz blanca en su piel.
—¿Te sigue doliendo?
Negó enérgicamente con la cabeza.
El hombre se sentó entonces en el suelo, su hijo le imitó. Ambos miraron el cielo de la Ciudad de Cristal, como si fuese lo más maravilloso del mundo.
—Durante muchos años creí erróneamente que "Amar es destruir"—le confesó a su hijo—. Por suerte para mí, tu madre apareció en mi vida y me enseñó lo equivocado que estaba. Porque el amor es fortaleza, nos da un motivo poderoso por el que luchar.
Jonathan observó a su padre, siempre le había parecido una persona muy sabia. Se giraron para ver a las dos mujeres de cabellera tan intensa como el atardecer. Jocelyn y Clarissa jugaban a perseguir mariposas, o a perseguirse la una a la otra. Reían de la forma en la que uno reía cuando cree que nadie le ve. Jonathan entendió que su padre le había transmitido una gran lección sin él pedírselo, una lección que le acompañaría el resto de su vida. Con tan solo cinco años, supo que quería ser como Valentine Morgenstern.
Clarissa caminaba por Alacante con su vestido de flores meciéndose al viento. Normalmente en Idris los cazadores vestían con el uniforme, pero ella siempre había sido un espíritu libre en ese sentido. Y con doce años, era un huracán imparable de rebeldía. Acompañaba a su hermano mayor mientras hacía algunos recados. Cuando entró en una de las tiendas, Clarissa se sentó a esperarle fuera. Sacó de su bolsa un bloc de dibujo y empezó a retratar a las gentes de la Ciudad de Cristal.
Al menos eso hizo hasta que alguien obstruyó su campo de visión. La misma persona que le arrebató su bloc y lo observó con una mueca de desagrado.
—Otra vez destruyendo nuestra ciudad con tus horribles dibujos, Morgenstern.
Estuvo a punto de romper a llorar. Siempre era tan cruel con ella. No entendía que le había hecho a aquel chico. Soltó el bloc, que cayó al suelo, puso su bota encima, asegurándose de que tendría que luchar para recuperarlo. Clarissa no se veía capaz de golpear a nadie, a nadie que no fuese un demonio.
—Eres una mala persona.
Se agachó hacia ella, sintió su aliento en la cara al hablar.
—Y tú eres una llorica, Morgenstern. Todas las niñas sois unas lloricas.
—¡Herondale!
El chico se sorprendió al escuchar su apellido. Ambos se giraron, era Jonathan quién había gritado. Se acercó hasta él furioso. En cuestión de segundos tenía al otro cogido del cuello, contra la pared. Estaba asustado, aunque trataba de disimularlo con su chulería natural. Otra persona ayudó a Clarissa a ponerse en pie, se trataba de Isabelle Lightwood. Isabelle era hija de unos viejos amigos de sus padres, hasta ese momento no habían hablado mucho. Clarissa era algo solitaria. Vio como el hermano mayor de la chica Ligtwood, Alec, recogía su bloc y se lo tendía. Se lo agradeció en un susurro, él pareció no darle importancia.
—No creas que no te he escuchado—dijo Isabelle enfurecida, golpeando al chico Herondale en el pecho con su dedo—. Que sepas que las chicas podemos ser igual o más fuertes que los chicos. Llorar es de valientes, esconder tus inseguridades metiéndote con los demás es de cobardes.
Clarissa se quedó anonadada, al igual que lo hizo Jonathan. Desde ese día, ambas chicas se hicieron inseparables, tanto que llegó el momento en el que decidieron hacerse parabatai.
Jocelyn cogió la mano de su marido. La apretó con fuerza. Él no tenía ni idea de lo que estaba por venir, pero confiaba plenamente en su mujer como para dejarle decidir a ella cuándo hablar. Toda la familia se encontraba en el salón principal, la mansión de los Morgenstern tenía varias salas, pero aquella era la que más acostumbraban a utilizar. Se caracterizaba por su gama de tonos oscuros de azul, tanto opaco como brillante, y el abundante uso del cristal tanto en mobiliario como en decoración. Sin duda reflejaba el cielo nocturno, y las cortinas que cubrían el gran ventanal eran de un rojo translúcido. El efecto visual que producía cuando la luz del día las traspasaba era fascinante. Los Morgenstern siempre se habían caracterizado por su elegancia. Jonathan, de diecisiete años, estaba sentado en el sofá junto a su hermana Clarissa, de dieciséis. Ambos parecían al borde del aburrimiento. No era ningún secreto que preferían pasar esa noche con sus amigos que con sus padres. Jonathan iría a casa de los Herondale, algo que no le hacía especial ilusión, pero le había prometido a una buena amiga que lo haría y él era una persona noble, leal y que nunca defraudaba. Clarissa, por su parte, iría con Izzy a hacer una lista de los cazadores de sombras más atractivos de todo Idris, por supuesto Jocelyn no sabía aquello, por lo que a ella respectaba, estarían teniendo una tarde de duro entrenamiento.
—Mamá...—empezó la pequeña de los Morgenstern—. Izzy me está esperando, y no es una persona muy paciente.
La mujer miró a Valentine, él se encogió de hombros. Suspiró y miró a sus hijos.
—De acuerdo, podéis marcharos. Pero sed puntuales para la cena, hay algo importante que tengo que decir.
No estaba segura de si sus hijos llegaron a escucharla, salieron disparados de la sala como si la vida les fuese en ello.
«Esta juventud».
