ANTE EL MURO DE LOS MALDITOS


Hola: este es mi segundo fic en esta web, es de un corte más serio que mi fic anterior, espero les guste esta aventura épica de los santos de Athena.


LA MALDICIÓN Y EL SELLO


Dohko, caballero regido por la constelación de libra, estaba maldito desde hacía 243 años, y eso, reflexionó aquella mañana de abril, era mucho tiempo para una maldición; uno pensaría que tras ese largo lapso de tiempo adquiriría la madurez y la resignación para sobrellevar tan pesada carga, sin embargo a Dohko no le pasaba así, pues su larga existencia había transcurrido en medio de una especie de trance que formaba parte de esa maldición, miraba al mundo encerrado en el interior de su cuerpo, encogiéndose, apergaminándose y petrificándose

– en unos trescientos cincuenta y siete años más – murmuró para si mismo – habrá terminado –

llevaba cuentas muy precisas sobre su maldición porque cuando no sé es libre de ir a ningún lado, de dormir, de hablar o siquiera de moverse un poco se tiene demasiado tiempo como para contabilizar una monótona existencia.

A pesar de sus 261 años de vida Dohko sabía que había vivido muy poco, estiró el cuello lo cual le significó un gran esfuerzo de su diminuta anatomía y contempló el trozo de papel que rezaba una sola palabra adherido a la pared de la cueva, la cual en mejores tiempos para él había sido un auténtico templo, aquel papel rezaba el nombre de la diosa, la que había perecido hacía tanto tiempo por causa de él y sus compañeros. Observar aquel papelito insignificante era el entero objetivo de su vida, por que tras el, tras la roca estaba sellada el alma de un dios vengativo que, con su último aliento y sangre, su amada diosa había encerrado junto con una serie de monstruosos guerreros que fueron asesinados. Dohko cerró los ojos, probablemente tardaría unos meses en volverlos a abrir pero para él sería como un parpadeo.


Baucis apretó el paso bajo el sol quemante de aquella desértica llanura, nadie en sus cinco sentidos pondría un pie en ese desolado lugar donde la vida humana era prácticamente imposible, sin agua en kilómetros a la redonda, ni una sombra bajo la cual refugiarse, le decían "valle de la muerte" porque quién entraba en ese lugar lo hacía únicamente para morir y porque además con el correr de los años la gente había olvidado el verdadero nombre que sin embargo él si conocía "Yiza" una segunda sede de la diosa.

Baucis volvió su cadavérico rostro a sus compañeros que a esas alturas de la travesía se arrastraban más que caminaban, los instó a apresurarse alegando que ya faltaba poco, Casiopea le reprochó con la mirada pero fue la primera en enderezarse y volar a su lado, en la lejanía ya se podía vislumbrar el único montículo que la geografía ofrecía, el "monte de los malditos" le llamaban, Baucis sonrió, ese era un nombre perfecto.


Dohko abrió los ojos de golpe, y ese simple movimiento hizo que se mareara y se sintiera muy cansado, acababa de percibir algo, sus sentidos se habían deteriorado con la edad pero su cosmos, aquella fuerza que equivale a la manifestación del alma y la voluntad, seguía ardiendo igual que hacía 243 años cuando fue condenado a la inmortalidad; en esos momento era su cosmos y no sus marchitos oídos los que percibían pasos en la cueva, quien fuera seguramente estaba apenas en la entrada. Juntando todas sus fuerzas Dohko luchó por ponerse de pie.


Baucis, Casiopea y Tántalo descendieron lentamente las escalinatas erosionadas de aquel lúgubre lugar, seguidos de su pequeño ejercito, se adentraron en silencio hacía las entrañas de la tierra; tras diecisiete días caminando en aquel desierto la sombra que la cueva les proporcionaba era reanimante, al igual que Dohko su fuerza radicaba en su cosmos, pues de ninguna otra manera se podría haber superado la barrera natural que representaba la ubicación de la cueva.

No supieron cuanto les tomó llegar al fondo de la misma, conforme descendían todo se hizo más oscuro y sin embargo al final vislumbraron una tenue luz verdosa, se trataba de una de las legendarias llamas de Anur, inventadas por los lemurianos hacía varios siglos para emplearlas al servicio de la diosa; la llama duraría tanto como quisiera aquel que la hubiera colocado en ese sitio.

Tántalo se adelantó un poco y contempló la bóveda que se abría ante ellos, era altísima, le cabría adentro una catedral, aún alcanzaban a vislumbrarse con algo de dificultad esculturas y signos con que había sido adornada hacía unos 500 años, lo que buscaban estaba al centro, un muro, una simple pared que cruzaba la bóveda y de pie ante esa pared estaba el que sin duda era el guardián del que habían oído, el grupo de soldados se acercó aprestándose para librar una sangrienta batalla, sin embargo, lo que hallaron fue a un tembloroso viejecito que luchaba por mantenerse sobre sus articulaciones.


Tras dos siglos y medio de completa soledad y silencio lo primero que Dohko escuchó fue una risa, una risa despectiva, sus oídos desacostumbrados al ruido de otros humanos tardaron un poco en descifrar los sonidos que hasta ellos llegaban

– un viejo – escuchó que decía la voz de un jovencito –una ruina senil – siguió la voz – una travesía infernal para venir a matar a una momia

– ¿quiénes son?– masculló Dohko con dificultad – deben saber que este lugar que pisan es sagrado, y que nadie puede acercarse a este muro bajo pena de muerte –

decir todo ello le tomó todo el aire de sus pulmones. Dos de los intrusos pasaron de largo hacía el muro, mientras los demás, unas veinte personas rodeaban las paredes de la cueva, sin prestar mayor atención a aquella burla de guardián, únicamente, aquel que lucía más imponente de todos se detuvo ante él

– somos sapuris – soltó de golpe, haciendo que el anciano por poco sufriera un infarto de la impresión – venimos a cumplir un antiguo juramento – aquel joven hombre se agachó para quedar a la altura de Dohko y observarlo mejor – juramos a nuestro señor que nos vengaríamos –

– Baucis –

lo llamó una voz femenina, el joven se alejó rumbo al muro.

Dohko temblaba, la mención de sus antiguos enemigos acababa de producir algo en él, un dolor que parecía querer partirlo en dos lo recorrió haciendo que cayera al suelo

– es la maldición – pensó Dohko retorciéndose patéticamente – misophetha menos.


– Hay que romperlo –

dijo Tántalo señalando el papelito adherido al muro, Baucis asintió y se dispuso a hacerlo, hacía falta una gran explosión de cosmos para romper el sello de la diosa, pensó erróneamente, que la batalla contra el guardián del sello lo dejaría tan agotado que su cosmos no podría llevar a cabo la misión, por eso había llevado consigo a los otros dos, para cederles al "poderoso" guardián. Baucis dirigió las palmas de sus manos hacía el sello y se concentró, debía dejar fluir la energía de su alma, su cosmos hacía ese punto

­– ¿qué le sucede? –

interrumpió Casiopea, Baucis volteó hacia donde ella señalaba, el viejo estaba tirado en el suelo temblando; Tántalo se dirigió hacía él, el cuerpo del anciano se había agrietado como una pared descarapelándose y se contorsionaba en posturas que parecían imposibles para sus articulaciones, Tántalo levantó un brazo, con su cosmos podían herir con los puños y piernas con más letalidad que cualquier arma, se dispuso a darle muerte a la figura ante sus pies cuando Dohko soltó un grito muy fuerte que paralizó a todos.

Casiopea aguzó los oídos, la voz que gritaba en ese momento no correspondía a la que le había oído al anciano cuando les habló, su cuerpo temblaba haciendo sonidos grotescos aumentando de tamaño y resquebrajando la piel y músculos seniles como si fueran una envoltura; bajo todo ello empezaba a verse una luz dorada. Nadie, ni siquiera Baucis pudo moverse, un gran cosmos surgía de Dohko, paralizándolos. Cuando un tatuaje con forma de tigre apareció en la espalda de un agrandado, alisado y energizado Dohko la llama de Anur ardió con mayor fuerza alumbrando por si sola la bóveda entera, Casiopea lanzó una exclamación al contemplar al hombre que había surgido del decrepito cuerpo del anciano, del cual no quedaba ni rastro

– les dije que no debían acercarse al muro de los malditos –

dijo Dohko con voz clara y fuerte. Se sentía extraño después de resurgir de aquel letargo, miró a sus enemigos a la luz de la llama de Anur, sapuris, sus viejos ojos no pudieron percibirlo en un principio pero ahora, las negras armaduras relucían; su mirada se paseó en derredor

–pretorianos–

se dijo al ver a los veinte soldados que le rodeaban vistiendo armaduras idénticas, entre el muro de los malditos y él se interponían sólo tres guerreros.


Tántalo procedió a terminar con lo que se había propuesto, acabar con el guardián del sello, viejo o joven, eso no importaba, levantó los puños pero antes de que pudiera hacer un solo movimiento, una fuerza cual torrente lo levantó en el aire y lo arrojó contra el duro suelo de la caverna; como si esa fuera su señal los pretorianos se lanzaron sobre el guardián el cual los recibió con una sonrisa.

Dohko casi había olvidado el placer de la lucha, pero en ese momento haciendo explotar su cosmos, reventando a los sapuris, la sangre guerrera que llevaba en las venas lo enardeció recordándole que esa era su verdadera naturaleza y su razón de vivir: luchar por la diosa. Lanzó un grito salvaje cuando el último pretoriano cayó, para ese momento Tántalo se estaba levantando dispuesto a continuar

–viejo –

lo llamó y adoptó una posición de combate, Dohko lo encaró con calma como midiendo distancias, como decidiendo en que sitio el golpe sería más letal; Tántalo corrió hacia él encendiendo su cosmos que para el caballero de la constelación de Libra se sentía como una suave brisa; Tántalo cayó de cabeza y no se levantó más, una gran decepción para Dohko, ni siquiera había tenido que usar su técnica más poderosa, sólo restaban dos, era una pena, tener que volver a envejecer para cuidar del sello una vez que la batalla hubiera terminado.


Las cosas resultaban tal como Baucis había anticipado

– Casiopea –

llamó a la joven guerrera, la cual portaba una armadura de un tono vino más encendida que los demás espectros

– yo seré tu oponente – dijo interponiéndose entre el guardián y Baucis –soy Casiopea, espectro de la Ira, estrella Terrestre de la Destrucción –

– y yo soy Dohko de la constelación de Libra, de la orden de caballeros dorados de Athena–

se presentó como el protocolo de guerra exigía; ambos rivales se midieron, la joven ante Dohko lucía más bien inofensiva, tenía cabello rubio, lacio y largo que le llegaba a la cintura, la piel era crema, no era muy alta a pesar de los tacones de su armadura y los ojos, azul cielo; de no ser por la armadura que envolvía su cuerpo podría hacerse pasar por una simple campesina; y sin embargo el cosmos que de ella emanaba se percibía en el aire como una descarga eléctrica, era un cosmos agresivo, la joven se acercó al antiguo guardián en un pestañeo, en un instante estaba frente a Baucis y al siguiente se encontraba a unos centímetros de Dohko el cual no tuvo tiempo a reaccionar

– ¡palmas de vacío!–

exclamó la joven sin alzar la voz y dirigió sus manos hacía el guardián que salió despedido hacía atrás, Dohko no cayó, logró frenar el impulso de Casiopea y quedarse en pie

– ¿qué clase de ataque fue ese?–

se preguntó, su contrincante dominaba la técnica que para la orden de los caballeros de Athena implicaba el máximo nivel de velocidad, aquel nivel al que sólo unos pocos podían acceder, Casiopea se movía a la velocidad de la luz pero aún así él no había resentido el golpe; era su turno, Casiopea lo esperaba en el mismo sitio desde donde lo había golpeado, sonriendo Dohko avanzó hacía ella e intentó alzar sus puños pero algo le impidió tal acción, sorprendido se vio a sí mismo, tenía marcas negras en los hombros y en el antebrazo derecho dónde el espectro de la Ira lo había alcanzado

– las palmas de vacío roban la vida de lo que tocan, caballero dorado de Libra, no podrás mover tu cuerpo a tu antojo– le explicó ella acercándose –pero no te preocupes, en el siguiente ataque acabaré contigo–

la joven adoptó una postura de pelea y apuntó sus manos hacía la cabeza de Dohko,la joven desapareció nuevamente para aparecer por obra de la velocidad de la luz ante Dohko, el cual estaba listo para eso, no podía mover los brazos a voluntad pero eso no impidió que lanzará una patada hacía la joven que la esquivó con relativa facilidad

– ¡palmas de vacío¡– invocó Casiopea pero ese segundo ataque no alcanzó el cuerpo del caballero, de la bóveda de la cueva salió hacía ellos un resplandor cual estrella fugaz que se interpuso entre ambos oponentes, la chica se quedó inmóvil, flotando entre ellos estaba la armadura dorada de la balanza –tú armadura ha venido a salvarte–

masculló Casiopea, Dohko amplió la sonrisa que no había abandonado su rostro durante toda la batalla, la armadura se fragmentó en piezas que recubrieron el cuerpo de su dueño; a su pesar el espectro retrocedió, el cosmos del caballero había aumentado llenando por completo la cueva, una segunda transformación había ocurrido en el guardián, la armadura le había dado un aspecto imponente, casi majestuoso, con fuerzas renovadas caminó hacía Casiopea, la cual permaneció firme en su sitio, su técnica había sido anulada y Dohko adoptó su pose de batalla con facilidad

– ahora es mi turno mujer– le dijo –¡cien dragones de Rozan¡–

exclamó, su cosmos invocó como serpientes celestes a aquellas criaturas que bajó el mando de Dohko debían destruir al mal, Casiopea se cubrió con los brazos aguantando, el ataque cesó y se halló a si misma intacta

– eso fue todo–

se mofó pero el guardián se veía muy serio y no la miraba a ella sino a un punto a sus espaldas, ella escuchó un quejido y volteó a tiempo de ver a Baucis caer

– mi deber principal es cuidar del sello de la Diosa–.


Baucis se vio sorprendido, el hombre ante ellos era sin duda parte del círculo de protectores de la Diosa, caballeros entre caballeros que juraron proteger a su señora aún después de la muerte, eran los guerreros más poderosos y leales de la orden, en el pasado causaron grandes estragos entre las filas de sapuris a pesar de ser solamente cuatro, no debían subestimarlo

– Casiopea– la llamó – no te preocupes por mí, cada quién tiene una misión que cumplir –

le dio la espalda al guardián y retomó la labor que Dohko había interrumpido, concentró su cosmos en contra del sello de la Diosa, era algo increíble, todo su poder no había logrado hacerle ni un rasguño al diminuto papel.

El espectro de la Ira por su parte se ocupó de interponerse entre Dohko y su compañero y líder, Baucis confiaba en ella, Dohko la miró y se entendieron con miradas, si el guardián quería derrotar al sapuri que amenazaba con destruir el sello primero debía matarla, ambos desaparecieron moviéndose a la velocidad sagrada, se reencontraron volando prácticamente sobre la bóveda y sus puños chocaron, ambos salieron despedidos en direcciones opuestas, la mujer era realmente poderosa y a Dohko le estaba costando dominarla, Dohko invocó los cien dragones en su contra, ella incendió su cosmos e intentó detener los golpes, casi lo logró, cayó estrepitosamente pero no tardó más que un segundo para ponerse en pie de nuevo e invocar su ataque; la armadura era una excelente defensa pero aún así las palmas de vacío hicieron su efecto en Dohko que se halló a sí mismo paralizado a mitad de la batalla, el espectro saltó buscando darle el golpe final desde el aire pero el caballero incendió su cosmos desviando el ataque.


Aislado en su propia mente Baucis tuvo una revelación, para romper el sello debía hacer explotar su cosmos lo cual implicaba un riesgo muy grande, si no lograba controlar la inmensa energía que con ello desataría, su cosmos se consumiría y él moriría; no tenía elección

– por mi señor –

se dijo a sí mismo antes de incendiar su alma. Casiopea y Dohko se frenaron al sentirlo, el guardián volvió su rostro alarmado en dirección al otro espectro

– ¡Baucis! –

lo llamó Casiopea antes de que un gran resplandor los devorara junto con la cueva entera.


Dohko despertó, los párpados le pesaban sobremanera y sentía una gran presión en el pecho, abrió los ojos, todo era negrura, por unos instantes no supo donde estaba, ni en que situación, conforme se adaptó a la oscuridad recordó: el combate, los sapuris, la maldición misophetha menos y el sello.

Se encontraba sepultado bajo varios kilos de escombros que removió de sí mismo con un poco de dificultad, a su alrededor la cueva del monte de los malditos estaba destruida, la bóveda se había derrumbado y ahora se abría hacía el cielo nocturno, a pesar del mal estado del lugar él no tenía ninguna herida de gravedad, gracias a la armadura que lo protegía... la armadura que lo protegía, esa fue una revelación para él, el dorado ropaje no lo había abandonado, más aún se sentía tan joven como durante el combate y si él se encontraba en tal estado sólo podía significar una cosa terrible, su misión aún no estaba terminada, se quedó quieto en alerta, expandió poco a poco su cosmos llenando las ruinas de la cueva, esperando detectar algún enemigo en los alrededores, nada, no había nadie salvo él en kilómetros a la redonda, buscó con la mirada el fuego de Anur y el muro de los malditos, del primero no había ningún rastro, se había extinguido, en cuanto al muro, seguía en pie, claro, fue hecho por los Lemurianos, sus cimientos fueron forjados con las misteriosas artes de aquellos seres, sólo la fuerza combinada de tres caballeros dorados podría derribarlo, un sólo sapuri por poderoso que fuera jamás podría dañarlo, avanzó hacía el muro con un negro presentimiento creciendo dentro de su pecho, el sello seguía sujeto a este y sin embargo Dohko no podía percibir el poder de la diosa en torno a él, aguzó la mirada y palpó el trozo de pergamino que rezaba aquel nombre sagrado, casi impronunciable, estaba rasgado en el extremo superior

– ¡no!–

se dijo, después de todo lo habían conseguido, habían dañado el sello de la diosa, Dohko lo examinó con cautela, el daño no era suficiente para liberar las almas que contenía el muro, sin embargo aquella rotura continuaría hasta partir el sello a la mitad a menos que lo restaurasen, el problema era que tal restauración debía ser hecha por la reencarnación de un dios y ninguno había descendido a la tierra después de la última guerra sagrada, Dohko cayó derrotado, su misión, su lealtad, su maldición¿todo para qué, para nada, para ser derrotado, para perder el sello de su diosa, apretó los puños desesperado, clamó por una esperanza, permaneció inmóvil por horas.


El sol empezaba a surgir en el horizonte cuando una idea sacudió al guardián, el caballero de la constelación de Libra se puso en pie de un salto

–¡el semidiós!– casi gritó, se había devanado los sesos toda la noche buscando una posible solución y finalmente entre la maraña de recuerdos de sus tres siglos y medio de existencia halló la respuesta, a su mente vino la leyenda de un semidiós, caballero de la orden de la diosa, el más cercano a los dioses, él podía restaurar el sello en nombre de su señora – resistirá mucho tiempo aún –

murmuró volviendo a examinar el sello, estimó que tomaría unos diez meses para que el pergamino se resquebrajara por completo.


Salir a la luz del sol lo dejo ciego momentáneamente, pero pronto se halló a sí mismo empapándose de la luz del astro rey y disfrutando de ella mientras calentaba su cuerpo por tanto tiempo inerte, rió como un niño sintiéndose casi tan vivo como durante la batalla contra los sapuris, se instaló con renovadas esperanzas sobre una roca a la entrada de la cueva destruida, tendría que esperar a que algún miembro de la orden apareciera, sabía que al romperse el sello el cosmos de la diosa que lo rodeaba había estallado, eso había derrumbado la cueva y además, una manifestación tan fuerte de cosmos no pasaría desapercibida para los Lemurianos que en algún lugar debían estar pendientes de los asuntos de su diosa, sin duda la orden ya debía estar alertada de lo sucedido y debían acudir en su ayuda.

Él era el guardián maldito, habían perdido aquella sangrienta batalla ocurrida hacía 243 años, los ochenta y ocho caballeros de la diosa lucharon con lealtad y valor, mataron y murieron durante meses, siempre peleando por defenderla de aquel dios vengativo, de aquel dios de la muerte que sin ningún remordimiento invocaba desde el averno las almas de sus sapuris caídos para que continuaran la pelea en medio de dolor y agonizando; fue demasiado, tomaron el santuario de la diosa; todos cayeron. Al final sólo quedaron los cuatro miembros del círculo de protectores, entre los que se contaban el Patriarca, aquel que estaba por encima de los 88 y el más cercano a la diosa; el general de los ejércitos del santuario; el guardián de la diosa y por último él mismo, Dohko.

Elevaron sus cosmos hasta el infinito, parecía que la esperanza renacía cuando el mismísimo dios de la muerte y la venganza entró al campo de batalla, cayeron uno a uno, hasta que malheridos y sangrantes sólo quedaron en pie el Patriarca y Dohko, de los cielos descendió una espada para el dios de la muerte, el mismo cielo aprobaba su conquista de la Tierra, la empuñó y con certera puntería la arrojó contra el corazón mortal de la diosa, el Patriarca se interpuso y cayó agonizante sin que su sacrificio sirviera de algo, la hermosa diosa de la sabiduría se desplomó desangrándose, Dohko alcanzó a sostenerla cuando ella con su último aliento entonó una maldición contra su rival, el cual fue sellado junto con los sapuris muertos en batalla y finalmente ella expiró en sus brazos, ese recuerdo aún conmovía a Dohko casi hasta las lagrimas, le había jurado en su lecho de muerte que no sería en vano, que él protegería el sello aún a costa de su vida, se lo juró.

El cielo maldijo su lealtad, la diosa de la Luna en persona descendió a la tierra para hacerle saber su maldición, la que taladraba los sueños inquietos de Dohko recordándole que nunca tendría paz

"Os habéis proclamado guardián del sello y por vuestra gran fidelidad para con vuestra diosa ese deseo os será concedido. Os hemos hecho inmortal" y sin embargo ningún humano puede aspirar nunca a tal don exclusivo de los dioses "vuestra vida se alargará, envejeceréis por seiscientos años siempre vigilando el sello de la diosa; si éste peligrase rejuveneceréis para cumplir el juramento que le habéis hecho a vuestra deidad, cumplida vuestra misión volveréis a vigilar y envejecer, hasta cumplir los seiscientos años y entonces moriréis, pero vuestra alma nunca será recibida en el más allá, el dios de la muerte os ha vetado de su reino, roca seréis cuando vuestro último latido se apague; y vuestra alma quedará encerrada en piedra para cuidar del sello por la eternidad"

– por la eternidad – era una condena muy dura caviló Dohko mientras la noche caía sobre el valle, ningún miembro sobreviviente de la orden había acudido.


Continuará