La cálida tarde de verano encontró a Amy Farrah Fowler muy pensativa. No era el trabajo lo que la tenía en medio de interrogantes, todo iba viento en popa en ese aspecto. Tampoco era la relación con su madre, que había mejorado considerablemente desde que le comentó acerca de ella y Sheldon viviendo juntos.
Era… Sheldon.
Su Sheldon.
Había algo en su Sheldon que la tenida sumida en sus pensamientos, mientras una taza de té lentamente perdía su calor entre más tiempo ella dedicaba a su subconsciente. Él siempre había gozado del control de su relación, incluso desde que eran solo amigos. Él decidía como se llevarían a cabo las actividades programadas para el día, en cuánto tiempo, en qué lugar. Luego, las ataduras se hicieron más imperiosas con el Acuerdo de Relación. Hoy por hoy, dudaba que dicho acuerdo siguiera vigente, ya que desde que volvieron a estar juntos, su novio no mencionó en algún momento volver a redactar el Acuerdo o añadir más cláusulas que satisfagan las necesidades de Amy.
Sus necesidades.
Hace tiempo que lo venía pensando.
La idea había rondado su mente desde que lo tuvo quieto en el sofá, y ella a cargo de la situación con su traje de Star Trek.
¿Que se sentiría, por un momento si quiera, tener el control?
Sacudió la cabeza en un intento de disipar su mente abarrotada de ideas. "El té ya debe haberse enfriado", pensó. Lo que en un principio era una curiosidad "sana", con el tiempo se volvió un pensamiento recurrente. Y ahora que habían pasado al plano sexual de su relación, la idea era incluso aún más excitante.
Pero, no podía simple y llanamente lanzarse a con todo y esperar que Sheldon no reaccione mal o vuelva a huir asustado. Tuvo que nutrirse en el tema, visitar foros de internet, bibliografía e incluso, ponerse en contacto con personas cuyo oficio era hallar placer en… ¿el sufrimiento ajeno? ¿El dolor? ¿El dolor en pos del placer sexual?
Fue en esas consultas furtivas que encontró una palabra interesante: Consenso.
Todo acto debía ser consensual, un común acuerdo entre ambos, el beneficio debía ser para ambos.
Un acto seguro, garantizando que ninguno de los dos quede lastimado, había límites; ellos los establecerían después, y debía ser sano. Pero ahí venía un problema. El tenía que desearlo, ella debía plasmar en el lo que él deseara. No era una humillación adrede, era un juego. El placer venía por añadidura. Tenerlo a sus pies, apoyado en pies y manos, semidesnudo, expectante, con dos jugosas palabras en la punta de la lengua, atado, acostado, en cuclillas, sometido, sumiso, su esclavo.
Amy pasó saliva nerviosamente. Sabía que este experimento le iba a costar caro. Que había un margen de error terrible. Que algo podía salir mal. Tomó un sorbo del té frío de la taza, y volvió a pensar. Podría conversar con Sheldon al respecto, hacerle entender de ella era leída en el tema, que había parámetros de seguridad inquebrantables, y que aparte de las normas higiénicas y sanitarias que él podría exigir, esto era para los dos. Tal vez despertar un interés científico en él, comprobar hasta que límites podrían llevar su relación y la confianza del uno con el otro.
La neurobióloga asintió decidida.
Y, aún sin estar completamente segura, la decisión ya estaba hecha. Ella y Sheldon se adentrarían al mundo del BDSM.
