Estar ahí
Una historia sobre la imposibilidad de existir
1965.-
La atacó el repentino sentimiento de estar a la deriva. A punto de caer hacia un pozo sin fondo. No tan literalmente, claro, pero el frío que le calaba los huesos y el hecho de no haber encontrado ningún lugar donde dormir esa noche, hacían el panorama tan poco favorecedor para ella, que no dudó que si no fuera por las evidentes bajas temperaturas, simplemente ese sería el infierno.
―Deja de llorar ―masculló para sí―. Haz pasado por cosas peores. ―Una sombra del vaho a contraluz se coló entre sus dientes. Maldiciendo se sentó sobre la primera cosa parecida a un asiento.
Pero sabía que dejar de caminar era, en definitiva, una mala idea. Peor incluso: una pésima idea. Apenas unos segundo y ya casi ni sentía los pies dentro de los zapatos absolutamente inapropiados para la ocasión. Y no era que Kagome fuera una chica inapropiada. El problema en cuestión lo habían causado las circunstancias.
―Putas circunstancias ―susurró y casi se arrepintió de haber abierto la boca cuando sintió que una corriente de aire le congelaba la garganta. Carraspeó para quitarse la sensación. Otra mala idea. Además de la molestia lo siguió un dolor punzante. Quiso maldecir de nuevo pero un poco desarrollado instinto de supervivencia hizo que mantuviera la boca bien cerrada y se concentrara en sus zapatos de tacón que enfundaban unos pies apenas cubiertos por las delgadísimas medias que había elegido ponerse aquella mañana. Otra mala idea que añadir a su lista, se instruyó mentalmente.
Pero el ejercicio funcionó (el de mirarse los zapatos). Si había algo que Kagome nunca había hecho mal era pensar. De hecho, lo hacía muy bien; a veces, demasiado para su propio bien. Ignoró el pensamiento y continuó con otro más importante: necesitaba encontrar un lugar seguro donde pasar la noche. Luego, necesitaría buscar un trabajo porque necesitaría dinero. Mucho, en realidad. Porque esa mañana había perdido todo.
De nuevo, por culpa de las circunstancias. Pero no tenía mucho tiempo para pensar en ellas porque ya estaba a quince horas de las circunstancias en cuestión y con un poco de suerte en unas semanas estaría al menos a una semana de ellas. Quizás más, pero no tentaría al destino.
Con una nueva determinación se puso en pie. Le dio unos segundos a sus adormecidos pies para despertar mientras se ajustaba la chaqueta y se frotaba los brazos.
Esa noche debía encontrar un lugar seguro.
Seguro o no tanto, concedió. Le servía con esconder la cabeza bajo cualquier almohada.
Antes de que algo un poquito más oscuro que la noche la encontrara.
.o.
Realmente estúpida. Fue el primer pensamiento que tuvo al escuchar la propuesta. ¿Qué edad tendría? ¿Dieciséis, dieciocho? Daba igual, a luces se notaba que podría ser su padre. Pestañeó porque (sí, debía aceptarlo) aquella noche había estado tomando más de la cuenta.
Pero ella todavía estaba allí. Y él estaba un tanto pasmado.
Carraspeó.
―Creo que no he escuchado bien ―murmuró mirándola fijamente. Ella frunció el ceño apenas oyó las palabras. Unas cejas oscurísimas, notó él, quien tuvo que carraspear otra vez. Por alguna razón absolutamente desconocida para él.
―Sí lo ha hecho ―escuchó que decía la joven, aún con sus cejas fruncidas―. Estoy proponiendo algo absolutamente honorable y usted se hace el desentendido. ―Asintió con la cabeza como para darle énfasis.
―Ya ―murmuró él, mientras sacaba una caja de Lucky Strike del bolsillo de la camisa y ponía especial énfasis en encender el cigarrillo. Tal vez la chica entendería la indirecta.
Pero ella todavía estaba allí cuando levantó la mirada. Inconscientemente soltó un suspiro y se obligó a estudiarla. Una niña que llevaba un vestido que le llegaba a las rodillas, estampado con flores amarillas, ceñidísimo a su cintura que se perdía de vista bajo una fina chaqueta negra. Lo que reaparecía era su cuello, de piel blanca, donde se marcaban sus tendones apuntando directamente hacia una quijada fina. Su vista saltó hacia pómulos un poco prominentes y luego a sus oscuros ojos ocultos bajo gruesas pestañas negras, el mismo color que su pelo, se recordó, y que en honor a la verdad estaba terriblemente desordenado. No era una mala vista, aceptó de mala gana, pero él tenía cosas más importantes que hacer en ese momento.
Como salir de ese Pub, por ejemplo.
Ignorando a la chica se dispuso a pagar la cuenta llamando con gesto a una mesera para pedir la cuenta.
―No puedo creer que finja que no estoy aquí. ―La voz un poco ronca y bastante contenida resonó en los oídos del hombre―. Le acabo de pedir ayuda y a usted le vale madres. ―Él ni siquiera movió un músculo hacia ella cuando recibió y pagó la cuenta. De hecho se puso en pie y pasó de ella como si nunca hubiera estado ahí.
Apenas puso un pie fuera del local sintió cómo el aire frío lo envolvía y parecía colarse hacia cada parte de su cuerpo. Le dio una calada al cigarro para tener una escasa noción de abrigo al tiempo que se ponía un sombrero circular de ala estrecha en fieltro gris, que combinaba con su gabardina. Avanzó dio unos largos pasos hasta llegar donde su auto estaba estacionado. Rápidamente metió la mano a su bolsillo en busca de las llaves, que por cierto, no estaban.
―Si busca esto, creo que le puedo ayudar.
.o.
No podía observar su mirada completamente porque el ala del sombrero le hacía sombra, pero sí alcanzó a distinguir fugazmente un brillo de genuina molestia antes de agarrar su muñeca con una fuerza que la tomó por sorpresa y le obligara a soltar las llaves. Aún tenía las manos cálidas, notó ella de manera distraída, antes de ver cómo le daba la espalda por segunda vez esa noche.
No puedo creer que finja que no estoy aquí, pensó también por segunda vez aquella noche. Había algo absurdamente doloroso acerca del desprecio que le mostraba el hombre en ese momento. Ni siquiera la había ofendido verbalmente, como había tenido que soportar incontables veces. Era algo que parecía brotar desde lo más profundo de él. Una repugnancia que la hacía sentir sucia, como si le gritara que no era digna si quiera de ser vista por él.
Y eso la cabreó. Mucho, de hecho.
―No permitiré que me ignores ―masculló, yendo rápidamente hacia él―. No puedes ignorarme. ¿Me escuchas? ¡¿Me escuchas?
Pero él no parecía escucharla en absoluto. Ella estaba a unos centímetros de la puerta del auto que se cerró de un solo y fuerte golpe, aunque lo que realmente la sobresalto fue el ruido del motor al encenderlo. El auto comenzó a andar.
El poco desarrollado instinto de supervivencia le indicó que hiciera la cosa más lógica dadas (sus) circunstancias: abrir la puerta de atrás. Y entrar, claro. Lo más importante.
El auto frenó en seco.
Una voz grave y cuidadosamente contenida resonó.
―Te escucho.
.o.
―¿Se va a despertar, papi?
Susurros de ropa, el movimiento un tanto brusco del suelo… no, no estaba en el suelo, estaba en una cama. Pestañeó un par de veces hasta que la silueta borrosa frente sus ojos tomó formas claras y definidas de una niña de no más de tres años.
―¡Despertó! ―exclamó. Lo cual no fue bueno en absoluto para Kagome, quien sintió que su cabeza se rompía de una manera bastante literal al escuchar el chillido.
― Rin, sal un momento.
Desprecio, fue lo primero que recordó. Luego lo demás, luego todo.
Moviendo con cuidado la cabeza, siguió su voz hasta encontrarlo justo al los pies de su cama. Vestía pantalones grises y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados. Y la miraba. La miraba atentamente, con los párpados levemente caídos, y sus cejas definitivamente fruncidas.
Tal vez debía disculparse.
―¿Quién eres? ―exigió.
Tal vez no.
De pronto sentía la lengua hinchada y la garganta seca. Debió haberse desmayado, razonó ella, mientras se sentaba. Lo último que recordaba era a él haciendo la afirmación que había esperado toda la noche, de pronto sentir que el auto se daba vueltas y ella balbuceaba que no hospital, no al hospital.
Lo cual efectivamente parecía haberle concedido.
Tal vez debería darle las gracias.
―Puedo llamar a la policía ahora mismo. Responde.
Tal vez no.
Pero de todas formas debía responderle. Al menos lo primordial.
―Camila. Mucho gusto ―extendió la mano, sonriendo.
Él no sonrió. Tampoco le extendió la mano.
―¿Qué buscabas exactamente anoche? ―continuó él, notoriamente displicente.
―Un lugar donde dormir. ¿Cómo te llamas?
El hombre cruzó los brazos y arqueó una ceja. Ok, se dijo Kagome, no era la mejor forma de empezar, pero siempre había tenido problemas con eso de las formalidades.
―Ya está, lo siento. No quise causar tantos problemas, pero prometo que si me consigues un trabajo, algo, yo, yo… ―vaciló un poco, la verdad es que estar agradecida por algo era un sentimiento totalmente nuevo―. Lo agradeceré por siempre.
Vio cómo el hombre bajaba los hombros, aparentemente tensos, y se limitaba a mirarla. De pronto recordó el brillo bajo el ala del sombrero, y de repente no sólo vio desprecio, sino algo mucho más intenso. Algo que hizo que contuviera el aliento y le temblaran las manos.
―¿Cuántos años tienes?
―Dieciocho.
―¿Y a qué te dedicas?
―Prostituta ―respondió con una sonrisa.
Él arqueó ambas cejas. ¿Sorpresa? ¿Desprecio? No pudo descifrarlo bien, lo cual era raro, para alguien como ella, quien había aprendido a leer fácilmente a las personas. Suspiró y se miró ambas manos apoyadas castamente sobre su regazo.
―¿Por qué mientes? ―preguntó él pasado un rato.
―Pensé que sería divertido ―intentó bromear ella.
―No lo es.
―Tu sentido de humor es nulo, eh ―susurró ella.
―¿Disculpa?
―Nada.
―Mientes otra vez. ¿Es así siempre?
Siempre. Pero ahí, su sub desarrollado instinto de supervivencia le indicó cómo de cerrada debía estar su boca antes de de soltarlo. A cambio, optó por ceder medianamente.
―Me llamo Kagome. Y necesito desesperadamente un trabajo y un lugar donde dormir. Ayer parecías ser la única persona que podía concederme eso.
―¿La única con suficiente dinero?
Ella se encogió de hombros, todavía sin tener ánimos de mirarlo.
―Estaba un poquito desesperada.
―¿Tanto para acostarte con un desconocido?
―Lo he hecho otras veces.
Por alguna razón, le pareció que sus manos estaban demasiado blancas. Casi al mismo tiempo notó que estaba ejerciendo una presión antinatural entre ellas. Las relajó, y no obstante, permanecieron pálidas hasta que él volvió a hablar, esta vez como si arrastrara las palabras, como si las estuviera sopesando e intentando retener la repulsión que ella sintió como un golpe en el pecho.
―¿Dónde están tus padres?
―Muertos, muy muertos ―prácticamente susurró.
―¿Y tú…?
―Yo no, señor. Yo no ―le interrumpió ella.
Y él notó que estaba llorando.
.o.
Una semana después.
―Mucho gusto. Me llamo Kagome. ―Sonó amable, ella lo sabía porque lo había practicado ciento de veces antes y con resultados más que aceptables. ¿Qué era exactamente lo que andaba mal con esta familia?
Como lo supuso apenas le echó una mirada, la mujer que estaba justo en la puerta de entrada no le devolvió ningún tipo de saludo.
Y era terriblemente hermosa.
Con una cintura envidiable y un poco más alta que ella, tenía el pelo negrísimo armado en un intrincado pero perfecto peinado. Sus ojos eran color castaño oscuro, tanto, que Kagome pensó que perfectamente podrían ser negros.
―Vengo a recoger a Rin.
Definitivamente tenía que mejorar ese tono cortante pensó Kagome, tratando de disimular el desagradable escalofrío que le recorrió la espina dorsal.
―La iré a buscar. Se está terminando de lavar los dientes. Si quiere, puede esperar…
―¿Eres la nueva niñera? ―preguntó la mujer. Kagome entendió que más que una pregunta resultaba ser una orden.
―Algo así.
No pudo deducir qué significaba exactamente ese leve movimiento que realizó con el borde del labio superior. Pero supo que no era nada agradable.
―Deberías irte.
Kagome pestañeó exageradamente, como para que no le quedara duda alguna de que estaba sorprendida.
―¿Disculpa?
―Te terminará haciendo pedazos.
―¿Experiencia propia? ―preguntó bastante exasperada. De repente, se estaba sorprendiendo de lo mucho que se estaba enojando.
La mujer alzó ambas cejas y luego ladeó la cabeza un poco, como si buscara un mejor ángulo para mirarla. Cuando le habló, su rostro se había vuelto absolutamente estoico.
―Intentaba ser amable.
―No lo eres ―masculló Kagome, indignada.
Algo que no quería ser una risa resonó en la garganta de la mujer.
―Pero se está pasando esta vez. Eres sólo una niña.
―No lo soy.
―¿Y qué eres entonces?
―Una mujer ―respondió, con seguridad.
La ex-esposa de Sesshômaru sonrió genuinamente por primera vez.
―No lo eres.
.o.
El problema de ser para Kagome siempre había sido una especie de… disyuntiva. Ser o no ser, acudiendo a la frase trillada. Antes era intentar definirse, quién era, qué debía hacer. Pero la negativa, el no ser. Saber lo que no era, era definitivamente molesto.
Esperaba que al dueño de casa no le molestara que tomara un poco de ese vino de cosecha de… bien, muchos años. Sabía divino. Y ella hacía muchísimo tiempo que no probaba algo divino, ¿desde los 50'? Probablemente.
Suspiró y miró el vaso con el líquido púrpura. Lo revolvió suavemente. Luego lo olió mientras cerraba los ojos. Papá adoraba las catas de vino, recordó. Mamá no, pero eso no le impedía acompañarlo y fingir lo contrario. Habían sido felices, se dijo mientras habría nuevamente los ojos para fijarlos sobre el líquido. Y ella también lo había sido.
Dicen que no hay tiempo perdido peor que perdido en añorar. Pero esa regla no se había hecho pensando precisamente en Kagome. Ella mataría por volver a los años de su infancia, cuando correr sólo significaba arrancar de sus primos, esconderse tras un árbol y no, de ninguna manera, correr para seguir viviendo. Literalmente. Le resultaba indignante que las cosas hubieran llegado a ese punto.
"Déjenme vivir" pensó y sonrió irónicamente ante el significado más allá de todo. Kagome no había hecho nada. Quizás su padre había tenido la culpa en parte, ¿pero hasta este punto? Le parecía tan poco creíble que por lo mismo, por no haber creído tal cosa posible, estaba como estaba.
―Si debí haber salido del país apenas empezó todo ―murmuró y apoyó su mejilla contra la palma de su mano mientras se quedaba mirando infinitamente algo finito. Podía hacerlo, papá le había enseñado que cualquier cosa era posible si se tenía un poquito de voluntad. Y ella tenía mucha.
¿Por qué papá no la tuvo para seguir malditamente vivo?
Suspiró, con la sensación latente de resignación, y tomó un sorbo del vino. Sabía divino. Cerró los ojos, y medio sonrío cuando siguió el recorrido del líquido por su garganta. Parecía un sueño, se le ocurrió, aunque no supo por qué. Pero el sólo hecho de estar. Ahí. Así. Ahora…
El sonido de la puerta al cerrarse hizo que todo el sueño se esfumara en segundos. Tiene sentido el que no se pueda vivir de sueños, pensó, y sonrió de manera instintiva cuando Sesshômaru apareció a través del dintel.
.o.
Él arqueó una ceja ante la mirada fija de la niña, que sonreía como nunca lo había hecho. ¿Tendría quince o veinte años? Se preguntó alguna parte de su mente que aún no resolvía el misterio al tiempo que avanzaba y se sentaba en una silla frente a ella. Miró la botella abierta de vino.
―Bienvenido ―dijo ella, sonriendo nuevamente. Sesshômaru desvió la mirada desde el vino hacia ella, y luego de vuelta a la botella. Soltó lo que pareció un suspiro y se sacó el sombrero, el cual tuvo que sacudir pues unos granizos se habían posado en el ala―. ¿Está nevando? ―preguntó ella, sorprendida.
―No precisamente ―murmuró él, quien frunció el ceño cuando notó una mancha en el sombrero.
―O sea que no es precisamente nieve ―murmuró Kagome, imitando su gesto. Él rápidamente levantó la vista hacia ella.
¿Por qué lo había elegido a él? Muy, muy fácil: porque tenía esa mirada vidriosa e indescriptiblemente triste; porque los que tienen marcas similares se reconocen entre sí.
―Sólo un poco de granizo antes de subir al auto. Estaba granizando cuando salí del trabajo ―dijo él. Extendió la mano hacia la botella―. ¿No lo escuchaste? Parecían trueno directo del inframundo ―terminó diciendo otra vez en un murmullo. Su voz grave hacia que sonara siniestro, meditó Kagome, quien no pudo evitar el escalofrío.
Le observó servirse vino utilizando el mismo vaso. Cada movimiento parecía calculado, absolutamente controlado, pero de ninguna manera se veían forzados. Al contrario, le otorgaban una elegancia que había visto en pocas personas. Y ella alguna vez conoció muchísimas.
―¿Qué tal el día? ―preguntó ella, jovial.
El acababa de tragar un largo sorbo y la pregunta pareció haberle sorprendido al punto de soltar una disimulada tos. La miró de nuevo, esta vez con una mirada más opaca, un poco lejana. Kagome también conocía esas miradas.
―Supongo que no tan bien ―se escuchó a sí misma susurrar. Él mantuvo por un corto tiempo la misma mirada antes de desviarla hacia su vaso, pero ya no era la misma mirada de hacía un rato. No era una mirada en absoluto.
―Hay veces que puedes odiar lo que elegiste hacer ―dijo él, con una voz atonal.
―No es algo que no veas todos los días ―dijo Kagome, cuidando sonar casual.
Sesshômaru jugó un rato con el vaso, antes de volver a dar un trago largo y acabar con todo el contenido.
―¿Y tú lo has visto muchas veces? ―preguntó él.
―Millones ―exageró ella.
―¿Por qué?
Kagome se sorprendió por la pregunta. Su labio inferior cayó un poco, como para formar una palabra que no salió porque al instante cerró la boca. Sesshômaru arqueó una ceja, despectivo, y se sirvió más vino.
―Eso es mucho más de lo que he sabido de ti en días ―mencionó él, al tiempo que se llevaba el vaso a los labios.
―¿Y qué sabes exactamente? ―preguntó ella y ciertamente sonó más aguda de lo que pretendía.
―¿Importa?
―Por supuesto ―afirmó ella, con decisión.
Él ladeó la cabeza hacia un lado y la comisura de su boca pareció formar una sonrisa.
―¿Y qué sabes exactamente de mí, Kagome?
―A diferencia de tu penosa pregunta/respuesta retórica, yo puedo decirte que sé muchísimas cosas de ti ―afirmó con la cabeza.
―¿Y qué muchísimas cosas sabes de mí? ―preguntó él en un tono levemente sarcástico.
―Sesshômaru. Treinta años. Abogado. Divorciado. Una hija (que, por cierto, y gracias al cielo, no se parece a ti); un jefe bastante generoso (puedo dar cuenta de mi sueldo, gracias) pero incomprensiblemente antisocial y callado y así. Puedo seguir toda la noche. ―Agitó la mano en el aire, como restándole importancia―. Al parecer es más de lo que sabes tú de mí.
―Ciertamente. Soy un tipo sencillo.
―¿Ves?
―Yo no tengo secretos tan importantes que esconder ―sentenció él, mirándola súbitamente serio―. Cualquiera puede preguntarme y responderé lo que ágilmente enumeraste ―encogió los hombros―. ¿Puedes hacer lo mismo?
Kagome se había quedado muy quieta; demasiado consiente de ella, toda, sentada sobre una silla separada a unos centímetros fundamentales de un hombre que simple y llanamente le estaba lanzando por la cara su incapacidad de contarle la verdad.
―Tú no eres un tipo sencillo ―balbuceó ella, moviendo las manos en el aire, como para pasar del tema.
Él levantó ambas cejas, pero no dijo nada. A cambio sacó de su bolsillo un cigarrillo y se entretuvo encendiéndolo y dando las primeras caladas.
―No creas que se siente bien ―dijo ella de pronto. A Sesshômaru le costó mirarla tras todo el humo del cigarrillo. De alguna manera, parecía más lejana que de costumbre. Una neblina como es a un barranco, como es a millas y millas lejos, más lejos de un tipo sencillo, palabras de él mismo.
―No soy muy creyente ―susurró, dando otra calada al cigarrillo. Seguía sorprendido por lo lejos que se veía tras el humo. Pero lo curioso era que sabía que aunque este desapareciera, ella seguiría pareciendo estar mucho más lejos.
Humo como es a neblina, como es a un camino, como es a un barranco, como es a esa nada invisible que llena el vacío que es a millas y millas multiplicándose inexplicablemente, más lejos de un tipo sencillo o no tanto, ordenó esta vez. Tenía más sentido.
―Lo digo malditamente en serio. No me siento bien estando así.
―¿Y cómo estás?
Ella esperó un momento para analizar la pregunta.
―No muy bien, señor.
A lo que sorprendentemente, el respondió con una sonrisa. Le aturdió verlo cambiar tan drásticamente de expresión, y no ayudó a atenuar la sensación cuando le escuchó decir:
―Está bien. A veces nos tocan días de mierda.
Y acto seguido, le sirvió más vino, del mismo vaso que ella y él ya habían ocupado.
.o.
Todo se vuelve gris. Hay gente que dice eso del mundo, que no es blanco ni negro sino una serie infinita de diferentes grises, lindos grises, por cierto, pero tan mortalmente ambiguos. Si yo te hablara de la muerte, por ejemplo, no sabrías cómo dejarlo en gris, ¿tal vez medio moribundo? ¿Agonizando? ¿Existe algún punto donde estamos constantemente vivos pero ni tanto, eliminando las opciones ya mencionadas? Ser ambiguo no es una cosa buena, decía papá a menudo. ¿Tú qué piensas? ¿Puedo estar medio viva medio muerta, entre una escala eterna de lindos grises?
¿O es sólo estar vivo o muerto y ya?
Supongo que es un poco como extrañar. Yo no te extraño de una manera ambigua; en el eterno pasillo hacia encontrarte no hay grises o cosas superfluas de por medio. Te extraño perfectamente. Totalmente. De una manera…
.o.
Kagome pestañeó cuando se dio cuenta que se había quedado mirando fijamente las letras que de pronto parecieron perder el sentido. Totalmente. Sin grises de por medio. El ruido que produjo el lápiz ―que sostenía sin notarlo―, al caer sobre el escritorio, la sobresaltó. Asustada, miró hacia su mano y su mente nuevamente pareció irse. Era como si ella no estuviera ahí.
Suspiró y cerró el cuadernillo con sus anotaciones, una de las pocas cosas que había logrado mantener con ella a través de ese largo año. Porque justo aquel día se cumplía un año y casi lo había olvidado entre copas de vino con Sesshômaru y su propia autocompasión.
Le sobrevivo un repentino cansancio. Arrastrando las piernas llegó hasta su cama y se dejó caer sin miramientos, acostumbrándose sin problemas a la vista aburrida del techo. No quiso hacerse la obvia pregunta acerca desde cuándo que no miraba tranquilamente un techo cualquiera. De verdad. De verdad estaba cansada. De todo.
Apagó la luz y se acurrucó bajo las sábanas. Era muy fácil cansarse de la vida, fue lo último que pensó antes de pensar, de creer ver, a un hombre en pie, al otro lado de la habitación y morir.
No de manera literal, por supuesto.
.o.
―Deberías dejar de fumar. Ahora están diciendo que daña los pulmones ―dijo Kagome mientras le ayudaba a recoger la mesa. Habían comido un almuerzo improvisado por ella pues un inconveniente hizo que Sesshômaru no viajara ese fin de semana.
Realmente parecía fuera de lugar dentro que la cocina. Se había arremangado la camisa y la corbata había desaparecido, y ella observó cómo con la misma elegancia con que había utilizado los servicios, ahora los lavaba. El cigarro en la esquina de su boca le hacía parecer despreocupado pero a la vez alerta. Siempre. ¿Es que alguna vez bajaba la guardia? ¿Alguna vez dejaba de controlar todo lo que pasaba a su alrededor? Y si no era así, ¿cómo podía hacer todo eso sin imperfección alguna?
Porque ella intuía que él necesitaba ese dominio; un dominio total sobre su mundo, pero lo hacía de manera cauta, como para que el mundo no lo notara mientras él guiaba todo a su antojo. Tomó nota mental de seguir midiendo sus palabras cuando estaba con él, porque había notado que tenía una tendencia autodestructiva a bajar su propia guardia con él.
―¿Te comenté que el otro día conocí a tu ex mujer? ―dijo Kagome de repente y se mordió el labio inferior cuando vio que su espalda se tensaba.
Pero casi al instante su postura volvió a la de aparentemente relajada. Le vio encoger los hombros como en un gesto de despreocupación y ella entendió que no le daría más que eso. Lo entendió en parte, por supuesto. Ella haría lo mismo si tuviera un ex esposo, y eso la puso triste. Muy triste. Porque, ¿tendría alguna vez la posibilidad de tener un hombre al menos del cual recordar con simpatía o tener pésimos recuerdos de él? Su mano se fue instintivamente hacia su pecho, presionando con una fuerza que no tenía prevista.
―Mataría por saber qué pasa por esa cabeza ―le oyó decir a él pero no en un tono jocoso, como cualquier ser humano normal; no, el lo decía muy con una seriedad que le hizo sentir vulnerable y estúpida.
Lo miró sobrecogida. Se había girado hacia ella, sosteniendo esta vez el cigarrillo en su mano. Sus ojos brillaban, realmente lo hacían. Era como si pudiera ver a través de ella y aquello la aterró. No sólo por ella, sino por él.
―¿Lo harías? ―susurró Kagome, tal vez con pena, con miedo, no lo supo realmente.
Sus ojos estaban muy abiertos, aún sorprendidos por sus palabras. Él continuó mirándola sin abrir la boca o quizás lo iba a hacer pero Kagome le interrumpió.
―No seas imbécil ―dijo con la voz entrecortada y salió de la cocina lo más rápido que sus piernas le permitieron.
Se encerró en su habitación de un portazo y se apoyó contra la puerta. Él no entendía nada. Nada. Sabía que estaba siendo idiota, que él no lo había dicho con esa intención pero el sólo hecho de pensar que él pudiera matar a alguien por ella o por cualquiera.
La aterró.
Pero no fue el miedo común y corriente que sentía todos los días. Fue algo realmente visceral, doloroso, porque sintió como si le fueran a arrancar algo fundamental de su cuerpo, un órgano, una extremidad, algo, algo…
―Dios ―sollozó y cayó al suelo. La vista se le nubló mientras sentía que el llanto venía sin pasaje de vuelta.
Es que él no entendía. La gente que mataba gente era a su vez asesinada por otras y aquellas personas, a su vez lo eran también por otras, aunque si tenían suerte podían vivir aterradas toda la vida de que lo serían.
Kagome estaba cansada de pagar las consecuencias por los actos de otros, pero no podía evitarlo, ya estaba hecho, su familia muy muerta y ella a punto de volver a la deriva apenas agarrada de la camisa de Sesshômaru.
Y Sesshômaru bien podría desaparecer. No porque intentara bromear con oficios de sicario, no; sería sólo por culpa de ella, de su sola existencia y de lo inevitable del tiempo y de que ella no quería dejarlo porque parecía ser su única conexión hacia algo llamado vivir.
.o.
Sesshômaru se quedó mirando largo rato el lugar por donde había desaparecido Kagome, hasta que se dio cuenta que no había cerrado la llave del lavaplatos. Al cabo de un rato terminó de secar la loza mientras intentaba quitarse de la mente el obvio terror que había visto en su cara.
Él estaba acostumbrado a ver terror. Lo veía en los procesos, juicios, hasta en el trámite legal más insignificante. Estaba tanto en culpables como inocentes. Aquel miedo a lo incierto, a saberse en un futuro que no querían, que se negaban a querer y a un pasado que no podían cambiar.
Guardó él último plato en el mueble y procedió a encender otro cigarrillo. Le gustaba fumar por una razón que era totalmente desconocida para él, y lo curioso era que aquel acto estaba totalmente en contra a lo que era él. No le gustaba ser dominado por una situación; siempre tenía el control sobre sus actos y decisiones. En cambio, los simples deseos de fumar venían sin aviso, y él respondía de manera automática, sin cuestionar, sin razonar.
―Pareces un monstruo echando humo ―le había dicho aquella vez su mujer, cuando entró a su despacho pasado las tres de la madrugada―. ¿Piensas algún día volver a ser humano como algunas personas de esta casa?
Él no dijo nada, apenas sí la miró antes de seguir preparando el caso del día siguiente. No le importaba ella, nunca lo había hecho, pero casarse y tener un hijo le había parecido la opción correcta. Ahora no estaba seguro. En el fondo sabía que él había nacido para estar solo. La gente le parecía desagradable, especialmente cuando mentían y se revolcaban en sus propias mierdas lamentándose de cosas que simplemente ya estaban y no se irían de ahí sólo por desearlo. Los consideraba estúpidos, inferiores.
Pero cuando vio el terror tan claramente reflejado en el rostro de Kagome no sintió la acostumbrada molestia o repugnancia, sino una presión inesperada en el pecho junto con un deseo de que fuera mentira, su rostro, el miedo. Quiso, por unos segundos, que ella riera y que su propia incredulidad se quedara sólo en eso, incredulidad y nada más.
Pero el miedo había seguido estando ahí y él lo pudo ver tan claramente que deseó no haber abierto la boca, como normalmente hacía. Porque él quería creer que ella no tenía miedo a nada. Ella, quien se había ofrecido a un desconocido sin dudarlo, a robarle las llaves, a entrar en un auto en movimiento, no podía tener miedo de algo.
Sacudió la cabeza y se dirigió lentamente hacia la sala de estar con la absurda esperanza de verla echada sobre el sillón como ya había ocurrido en otras veces. Pero el portazo había sido demasiado evidente. Y se desplomó sobre el sillón vacío. Perdió su vista sobre la alfombra negra. Maldijo por lo bajo cuando una ceniza del cigarrillo cayó sobre ella. Kagome se había preocupado de mantener todo tan malditamente limpio en sus horas de ocio, ayudando a la sirvienta, según le había comentado. Tan malditamente perfecto todo y él lo arruinaba.
Miedo. La palabra retumbaba en su cabeza. Pero él no tenía miedo a algo realmente. Su pasado, aunque imperfecto, estaba lleno de episodios insignificantes, irrelevantes. Constantemente le preocupaba el futuro, pero no estaba precisamente aterrado de él. Sabía que aunque no quisiera, siempre habría cosas que escaparían a su control, el pasado ajeno no era de su incumbencia, por lo que si una persona tenía tanto miedo de eso y de lo que deparaba el futuro, tampoco lo eran.
Kagome, no obstante…
Se echó hacia el respaldo, con su vista clavada al techo.
Quería que fuera como él. Sin miedo a nada. De algún modo se había acostumbrado a ella, temeraria, omitiendo las extrañas circunstancia de su encuentro y el hecho de que mintiera de manera tan absolutamente descarada. Porque eso significaba que se ocultaba algo menos ordinario que el resto de las personas. Y él odiaba los secretos.
―Debe tener veintidós ―murmuró.
Pero de repente pensó que no odiaba los secretos de Kagome. En absoluto.
―O treinta ―dijo, pero hasta para él mismo resultó difícil creerlo.
De hecho, si estos eran los que la mantenían allí, no discutirían. Por alguna inexplicable razón sintió que el día que él abriera los ojos y ella no estuviera allí se sentiría un poco desconcertado.
―Dieciocho ―dijo esta vez, y de alguna manera le pareció calzar.
Y quizás desconcertado no era la palabra. Tal vez, sólo tal vez, era "perdido", pero se desconcertó viendo otra ceniza caer sobre la alfombra negra.
.o.
Sintió algo cálido sobre su mejilla. Se sentía familiar, como cuando mamá la iba a despertar porque estaba atrasada para el ir a la escuela, como de costumbre. Nunca se lo dijo, pero muchas de esas veces, fingió estar dormida sólo para sentirla. Y ahora lo estaba. Debía estarlo porque mamá estaba bastante muerta y lejos de ese lugar. ¿Entonces…?
Casi pega un grito al abrir los ojos.
―Soy yo ―le escuchó decir. Como si eso la tranquilizara.
Rápidamente se incorporó sobre la cama, acurrucándose contra la almohada. Él estaba a su lado en pie, observándola aunque las sombras del atardecer le impedían ver su rostro por completo. Apenas sí sus ojos, que siempre resaltaban, no importaba como.
―Puedes bajar a cenar ―dijo él, con su acostumbrado tono calmo.
Ella pestañeó ante la inesperada propuesta. Se había planteado muchas hipótesis acerca de cómo la enfrentaría después del incidente de la cocina, pero este no calzaba en ninguna de ellos.
―Gracias ―atinó a decir, tal vez un poco torpe. Se mordió el labio cuando él se quedó en el lugar sin moverse o volver a hablar.
De pronto su sombra se sentó al borde de la cama y pudo verlo más claramente. Su rostro estaba más serio que de costumbre y sus ojos tenían las pupilas dilatadas, por lo que el color cobrizo apenas se distinguía.
―Tengo una pregunta ―dijo él.
Ella sabía que algo así podía ocurrir. Tenía derecho, después de todo no había hecho más preguntas desde aquella vez, cuando despertó del fugaz desmayo. Pero Kagome nunca aseguraría una respuesta real.
Asintió con la cabeza.
―Por qué yo aquella noche ―dijo él.
―Eso suena más a una orden que a una pregunta ―masculló Kagome. Él tenía el terrible hábito de exigir porque sí. Le recordaba a su ex mujer.
―Kagome ―le advirtió él, serio.
Ella suspiró y cerró los ojos. Los volvió a abrir sólo para notar que él seguía allí. Le gustaba eso, se dijo extrañada, le gustaba que él estuviera allí.
―Porque creí que eras como yo ―respondió. Arqueando su ceja, la instó a continuar―. Estabas tomando solo, en un lugar lleno de gente. Observé cómo se acercaban algunas personas y tú fingías oírlas pero no estabas realmente allí. Pasaban, y no te importaba. Estás pero no estás. ¿Comprendes? ―Lo miró suplicante y no supo por qué.
Él la observó por un largo rato. Ella mantuvo su mirada sin vacilar, sabiendo que sus emociones se estaban filtrando, aquella desesperación por el reconocimiento, la necesidad de encontrar a alguien que la entendiera, aunque fuera un poquito.
―Es lo mismo que pienso de ti ―habló él, aún mirándola pero sin dejar ver más allá de su expresión estoica―. Yo sé que no estás aquí, que hay una enorme distancia entre estos centímetros, entre tú y yo. Pero no me preocupa mientras sigas estando aquí, donde estás pero no ―terminó hablando incluso más serio.
Se sintió confundida. La intensidad de sus palabras la desconcentraron mientras otra parte de su mente trataba de darle sentido a la última frase.
―Es como si quisieras decir que cuando estamos aquí significa que estamos increíblemente lejos pero cerca ―dijo Kagome, con la voz quebrada. De repente se sentía irremediablemente triste.
En un movimiento lento tocó la mejilla de él y la acarició con suavidad. Ya se sentía la barba incipiente, pero se adivinaba todavía la suavidad de la piel. Se fijó en sus ojos, que seguían mirándola casi sin pestañear, y en unas tenues arrugas en los bordes. Años de experiencias que ella todavía no tenía; en eso eran diametralmente opuestos: donde él era experto, ella no y viceversa, aunque la comparación no era justa. ¿Pero no era esa una forma de ser iguales, solo que de manera opuesta?
―¿Y estás herido, Sesshômaru? ―le preguntó, intentando que su voz sonara firme. Él tomó gentilmente su mano, pero no respondió―. Porque yo creo estar hecha pedazos, ¿sabes?
―Tal vez lo esté. No sé ―murmuró, apretando su mano. Ella sintió un consuelo que hacía demasiado tiempo no sentía. Sonrió, a pesar de que quería largarse a llorar ahí mismo.
―Esto es patético ―rió―. Apenas te conozco.
Él simplemente la observó durante un tiempo que le pareció eterno hasta que soltó su mano y le dijo con un tono convencional:
―Levántate, la comida se enfría ―. Ella sonrió ante su orden y procedió a obedecer. Mientras se ponía los zapatos le escuchó ir hacia la ventana y cerrarla.
―No sé cómo puedes dormir así en pleno invierno ―murmuró Sesshômaru, corriendo la cortina. Kagome, que ya estaba en pie lo miró extrañado.
―No he abierto ninguna ventana ―dijo. Él puso los ojos en blanco de manera elegante, para variar, y se acercó a ella.
―Vamos, Rin llegará dentro de un rato ―le dijo y tomó su mano firmemente.
Ella se sorprendió de no estar sorprendida por tal acción y mientras avanzaban por el pasillo y miraba su ancha espalda no podía dejar de maravillarse de lo fácil que parecía dejar todo atrás porque parecía que las preguntas eran innecesarias.
―Gracias ―dijo Kagome.
Él simplemente la ignoró.
Continuará.
Notas de la Autora: Tanto tiempo desaparecida, yo sé. Lo siento. Pero no he dejado de escribir, muy lento por mi horrible falta de tiempo, pero seguro. Para los que leen Soireé, la estoy a punto de terminar, y probablemente vea la luz a fines de Diciembre en unos dos capítulos como máximo (la continuación que llevo ya va para las 35 páginas y probablemente termine con el doble).
Sobre esta historia, originalmente iba a ser un one-shot para un concurso que por cuestión de tiempo (para variar) no pude participar. De a poco fui escribiéndola (creo que la empecé hará unos tres meses) hasta que cambió absolutamente su propósito. La estoy a punto de terminar también. Serán dos capítulos contando este. Esperaré a salir de clases para terminarlo con propiedad, en unas dos semanas más, que por lo pronto estoy con pruebas finales ;D.
Un abrazo.
Aimless Logic
*cambio de nick compulsivo*
