—Mantén baja la mirada, sirve el almuerzo y luego márchate. No te quedes en la suite presidencial más de lo necesario. No entables conversación con el príncipe y, sobre todo, no intentes coquetear con él. El príncipe Harry tiene muy mala reputación con las mujeres.
y… Ginny ¿me estás escuchando?
Ella asintió con la cabeza.
—Sí—consiguió decir—. Te estoy escuchando. Diana— ¿Qué he dicho?
—Has dicho… —con el cerebro embotado por la angustia y la falta de sueño, Ginny no recordaba una sola palabra— me has dicho que… no lo sé, lo siento.
— ¿Se puede saber qué te pasa? Normalmente eres seria y diligente, por eso te elegí para este trabajo. Seria y diligente. Dos defectos más para añadir a la lista de razones por las que Deán la había dejado.
—No debería tener que recordarte que hoy es un día muy importante
para mí. Atender a un miembro de una casa real en el estadio Twickenham es algo que no hacemos todos los días, ¡Es el Torneo de las Seis Naciones! El campeonato de rugby más importante del mundo. Si lo hacemos bien, nos lloverán los contratos y más trabajo para mí significa más trabajo para ti. Pero tienes que concentrarte, tienes que hacerlo bien. Una camarera alta y delgada se acercó entonces con una bandeja llena de copas vacías.
—Déjala en paz. Su prometido rompió con ella anoche y es un milagro
que haya podido venir a trabajar. Yo no me hubiera levantado de la cama.
— ¿Tu prometido ha roto contigo? —Exclamó Diana—. ¿Eso es verdad,
Ginny? ¿Por qué te ha dejado?
Porque era seria y diligente. Porque su pelo tenía el color de un atardecer y no el de un girasol. Porque era mojigata e inhibida. Porque su trasero era demasiado grande… Contemplando la lista de razones Ginny sintió que la invadía una
oleada de desesperación.
—Deán ha conseguido el puesto de director de marketing y yo ya no pego con su nueva imagen. Por el momento no había llorado y se sentía muy orgullosa de sí
misma. Orgullosa y un poco sorprendida. ¿Por qué no había llorado? Ella amaba a Deán. Habían planeado un futuro junto…
—A partir de ahora tiene que recibir a clientes y periodistas y… en fin,
ahora tiene un Porsche y necesita una mujer que haga juego con todo eso
—Ginny se encogió de hombros, como quitándole importancia—. Yo soy
más bien un utilitario.
—Tú eres demasiado buena para él, eso es lo que pasa —Luna, la
camarera, hizo un gesto con la mano y las copas de la bandeja empezaron
a temblar—, es un cabr…
—¡Luna! —La interrumpió Diana—. Por favor, recuerda que tú eres el
rostro de la empresa.
—Pues será mejor que me pagues unas inyecciones de botox para
cuando me salgan arrugas por tener que atender a esos idiotas. El ex de
Ginny y la rubia que se ha traído están bebiendo champán como si le
hubieran hecho director de marketing de una de las cien empresas más
importantes del país y no de una franquicia que vende comida para
animales.
—¿Está con él? —Exclamó Ginny—. Entonces yo no puedo subir ahí. El
palco de Deán está al lado de la suite presidencial y no quiero que todos
sus colegas me miren con cara de pena… ¡ni verlo con esa mujer! No, me
niego.
—Lo que tienes que hacer es buscarte otro novio lo antes posible. Lo
bueno de los idiotas es que hay miles de ellos —Luna puso la bandeja en
las manos de su jefa y tomó a Ginny del brazo—. Respira profundamente.
Mira, esto es lo que vamos a hacer: vas a entrar en la suite tranquilamente
y vas a besar a ese príncipe. Si tienes que enamorarte de algún idiota, por
lo menos que sea rico. Además, por lo que dicen, el príncipe besa de
maravilla. Venga, vamos. Un beso con lengua… eso sí que dejaría a Deán de piedra.
—El príncipe también se quedaría de piedra —riendo a pesar de su
pena, Ginny se apartó—. No, déjalo, un rechazo a la semana es más que
suficiente. Si no soy lo bastante rubia y lo bastante delgada para el
director de marketing de Pet Palace, no creo que un príncipe se fijase en
mí.
—¿Por qué no? —Luna le hizo un guiño—. Desabróchale un par de
botones, entra ahí y ponte a tontear con él. Es lo que yo haría.
—Afortunadamente, Ginny no es como tú —suspiró Diana—. ¡Y no se
va a desabrochar ningún botón! Aparte de que no os pago para que
tonteéis con los clientes, el comportamiento del príncipe Harry empieza a
ser escandaloso y he recibido estrictas instrucciones de palacio: nada de
camareras guapas. Que nadie lo distraiga. Especialmente las rubias. Por
eso te elegí a ti, Ginny. Pelirroja y con pecas, perfecta.
Ella frunció el ceño, tocando el largo cabello rojo. ¿Perfecta? Perfecta para pasar desapercibida, claro.
—Diana, de verdad que no puedo hacerlo. Hoy no, imposible. Todos
son guapos, ricos, triunfadores —todo lo que ella no era—. Mira, me llevo esto a la cocina —suspiró, tomando la bandeja—. Luna puede atenderlos.
Yo no podría soportar que me mirasen como si…
No fuera nadie.
—Si haces tu trabajo como debes hacerlo, no te mirarán en absoluto
—Diana le quitó la bandeja con tal violencia, que las copas estuvieron a
punto de caer al suelo—. Tú llevarás la bandeja a la cocina, Luna. Y tú,
Ginny, si quieres conservar tu puesto de trabajo, harás lo que te he dicho. Y
nada de tonterías. Además, no creo que te interese despertar la atención
del príncipe. Un hombre de su posición sólo estaría interesado en una
chica como tú por una razón y… —en ese momento, Diana vio a otra de
las camareras estirando el cuello para admirar a los jugadores de rugby
entrenando en el campo—, ¡Estas aquí para trabajar, no para mirar las
piernas de los jugadores!
Su jefa desapareció para regañar a la joven, dejándolas solas un
momento.
—Pues claro que estamos aquí para mirar las piernas de los jugadores—murmuró Luna—. ¿Por qué cree esa tonta que aceptamos el trabajo? Yo
no sé nada sobre goles o melés, pero esos chicos son de cine. O sea, hay
hombres y hombres. Y ésos son hombres, no sé si me entiendes.
Ginny ni entendía ni estaba escuchando.
—La sorpresa no es que Deán me haya dejado, sino que saliera
conmigo.
—No digas eso. No dejes que ese imbécil te haga sentir mal —
protestó Luna—. Y, por favor, no me digas que te has pasado la noche
llorando por él.
—Lo curioso es que no. No he derramado una sola lágrima. A lo mejor
estoy tan mal que ni siquiera puedo llorar.
—¿Has comido chocolate?
—Sí, claro. Bueno, galletas de chocolate. ¿Eso cuenta?
—Depende de cuántas hayas comido. Hacen falta muchas galletas
para conseguir el necesario subidón de chocolate.
—Me comí dos.
—¿Dos galletas?
Ginny se puso colorada.
—Dos paquetes. Y luego me odié a mí misma por ello. Pero en ese
momento lo necesitaba.
—Normal.
—Deán me llevó a cenar a un restaurante para romper el
compromiso. Supongo que lo hizo para evitar que me pusiera a llorar. Pero
supe que pasaba algo cuando pidió aperitivos… él nunca pedía aperitivos.
—Vaya, qué típico —suspiró Luna—. La noche que rompe contigo por
fin te invita a comer algo decente.
—Los aperitivos eran para él, no para mí —Ginny sacudió la cabeza—.
De todas formas, yo no puedo comer delante de Deán.
—¿Qué?
—Me mira de una manera… no sé, me hace sentir como si no supiera
masticar. Me dijo que habíamos roto entre el pescado a la plancha y el
postre. Luego me dejó en casa y yo esperé a que llegasen las lágrimas,
pero no. No podía llorar.
—No me sorprende. Seguramente tenías demasiada hambre como
para reunir energía —replicó Luna, burlona—. Pero que hayas comido
galletas de chocolate es buena señal.
—Eso díselo a mi falda. ¿Por qué insiste Diana en que llevemos unas
prendas tan ajustadas? —Suspirando, Ginny se pasó una mano por la falda
negra—. Es como si llevara un corsé. Y es demasiado corta.
—Estás muy sexy, no te preocupes. Y comer chocolate es la primera
fase en el proceso de curación. Lo siguiente es vender el anillo de
compromiso.
—Iba a devolvérselo…
—¿Devolvérselo? ¿Tú estás loca? —las copas vacías volvieron a
chocar—. Véndelo. Y cómprate un par de zapatos carísimos. Así tendrás un
recuerdo suyo. Y la próxima vez, elige sexo sin emoción.
Ginny sonrió, demasiado avergonzada como para confesar que en
realidad nunca se había acostado con Deán. Y ése, por supuesto, había
sido uno de los problemas de su relación. El la acusaba de ser una mojigata.
Un utilitario con el seguro echado, pensó, irónica. ¿Sería más desinhibida si su trasero fuese más pequeño? Probablemente, pero no lo descubriría nunca. Siempre estaba jurando que iba a ponerse a régimen, pero no comer la ponía de mal humor. Y era por eso por lo que el uniforme le quedaba demasiado estrecho.
A ese paso, se moriría siendo virgen. Deprimida, Ginny miró en dirección a la suite presidencial.
—De verdad, no puedo hacerlo.
—Merece la pena por ver al perverso príncipe en carne y hueso.
—No ha sido siempre perverso. Una vez estuvo muy enamorado de
una modelo escocesa o algo parecido—dijo Ginny, momentáneamente distraída de sus problemas—, eran una pareja de cine, pero hace ocho años ella murió junto con su hermano durante una avalancha. Fue muy triste. El príncipe perdió de repente a la persona a la que amaba y no me sorprende que desde entonces se haya vuelto un poco… en fin, desenfrenado.
Seguramente necesitará que alguien lo quiera de verdad. Luna sonrió.
—Pues quiérele tú. Y no olvides mi dicho favorito.
—¿Cuál?
—Si no puedes aguantar el calor…
—Sal de la cocina —terminó Ginny la frase por ella.
—No, quítate una prenda de ropa.
HPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPHPPHPHPH PHPHP
Harry entró en la suite presidencial y miró el impresionante estadio
a través de una pared enteramente de cristal. Ochenta y dos mil personas
estaban ocupando sus sitios poco a poco para presenciar la esperada final
del prestigioso Torneo de las Seis Naciones. Era un helado día de febrero y su gente no dejaba de quejarse del invierno inglés. Harry no se daba ni cuenta. Él estaba acostumbrado al frío. Llevaba ocho largos años sintiendo frío. Remus, su jefe de seguridad, le ofreció un móvil.
—Savannah, Alteza.
Harry se encogió de hombros, sin volverse siquiera.
—Otro corazón roto —la rubia que había a su lado soltó una carcajada
—. Eres frío como el hielo. Harry. Rico y guapo, pero totalmente
inaccesible. ¿Por qué vas a romper con ella? Está loca por ti.
—Por eso voy a romper —Harry seguía mirando a los jugadores que
calentaban en el campo.
—Si cortas con la mujer más guapa del mundo, ¿qué esperanza hay
para las demás?
Ninguna esperanza. Ninguna esperanza para ellas ni para él. Todo era un juego, pensaba Harry. Un juego al que estaba harto de jugar.
El deporte era una de sus pocas distracciones, pero antes de que
empezase el partido tenía que soportar los gestos de hospitalidad.
Dos largas horas de mujeres esperanzadas y amable conversación.
Dos largas horas sin sentir nada.
Su rostro apareció en la pantalla gigante del estadio y se observó a sí
mismo con curiosidad, sorprendido por su aspecto relajado. Algunas
mujeres empezaron a gritar y Harry sonrió, como se esperaba de él,
preguntándose si alguna de ellas estaría dispuesta a subir para
entretenerlo un rato.
Cualquiera de ellas, le daba igual. Mientras no esperasen nada de él.
Luego miró hacia atrás, hacia la zona del comedor de la suite presidencial, donde estaban sirviendo el almuerzo. Una camarera excepcionalmente
guapa comprobaba que no faltara nada en su mesa, recitando en voz baja lo que había en ella.
Harry vio que se llevaba una mano a la boca. Luego la vio respirar
agitadamente y mirar al techo… un comportamiento extraño para alguien
que estaba a punto de servir el almuerzo.
Y entonces se dio cuenta de que la chica hacía todo lo posible por no
llorar.
Era una tonta, pensó, por tener emociones tan profundas.
Claro que, ¿no había sido él igual a los veinte años, cuando la vida le
parecía llena de oportunidades?
Pero más tarde había aprendido una lección más útil que todas las
horas que pasó estudiando Derecho. Economía o Historia internacional.
Había aprendido que las emociones eran la mayor debilidad de un
hombre y que podían destruirlo de manera tan efectiva como la bala de un
asesino.
De modo que, sin piedad, había ocultado para siempre las suyas,
protegiéndose bajo capas de amargura. Había enterrado sus emociones
tan profundamente, que ya no podría encontrarlas aunque quisiera.
Y no quería hacerlo.
Sin mirar directamente a nadie. Ginny colocó el pastel de frambuesa
frente al príncipe. La cubertería de plata y las copas de cristal brillaban
sobre el más fino lino blanco, pero apenas se fijaba en eso. Había servido
todo el almuerzo como un robot, sin dejar de pensar en Deán, que estaba entreteniendo a su sustituta en uno de los palcos.
No había visto a la chica, pero estaba segura de que era rubia y
guapa. No sería la clase de persona cuyo mejor amigo en un momento de
crisis era un paquete de galletas de chocolate.
¿Tendría estudios superiores? ¿Sería inteligente?
De repente, las lágrimas nublaron su visión y parpadeó violentamente
para contenerlas. Iba a ponerse a llorar. Allí, delante del príncipe. Iba a ser
el momento más humillante de su vida… Intentando controlarse, Ginny se concentró en los postres que estaba sirviendo.
Luna tenía razón. Debería haberse quedado en la cama, escondida
bajo la colcha, hasta que se hubiera recuperado lo suficiente. Pero
necesitaba aquel trabajo.
La carcajada de alguien del grupo intensificó su sensación de soledad,
de aislamiento. Y después de dejar el último pastel sobre la mesa dio un
paso atrás, horrorizada al notar que una lágrima rodaba por su mejilla.
Oh, no, por favor, allí no.
El instinto le decía que se diera la vuelta, pero el protocolo le impedía
marcharse sin más, de modo que se quedó a un metro de la mesa,
mirando la alfombra con su dibujo de flores y consolándose a sí misma
pensando que nadie estaba mirándola.
La gente nunca se fijaba en ella. Era la mujer invisible, la mano que
servía el champán o los ojos que veían una copa vacía.
—Toma —una mano masculina le ofreció un pañuelo—. Suénate la
nariz.
Dejando escapar un gemido de angustia, Ginny se encontró con unos
ojos tan oscuros como la noche en lo más profundo del frío invierno.
Y ocurrió algo extraño. El tiempo se detuvo. Las lágrimas no siguieron rodando por su rostro y su corazón había dejado de latir.
Era como si su cuerpo y su mente estuvieran separados y, por un
instante, olvidó que estaba a punto de hacer el ridículo de su vida. Se
olvidó de Deán y de la rubia. Incluso se olvidó del príncipe y su séquito.
Lo único que había en el mundo era aquel hombre.
Pero aquel hombre, descubrió al levantar la mirada, era el príncipe.
Un hombre increíblemente apuesto, su aristocrático rostro mostraba una
perfecta composición de rasgos masculinos.
La mirada oscura se clavó en su boca y Ginny sintió un cosquilleo en
los labios mientras el corazón le latía como si quisiera salírsele del pecho.
Esos latidos desenfrenados fueron la llamada de atención que
necesitaba.
—Alteza…
¿Tenía que hacer una reverencia? Estaba tan transfigurada por aquel
hombre imposiblemente guapo, que se le olvidó el protocolo. ¿Qué debía
hacer?
Era tan injusto… La única vez que de verdad quería ser invisible, alguien se había fijado en ella.
Precisamente el príncipe Harry de Santallia.
—Respira —dijo él—. Despacio.
Sólo entonces se dio cuenta de que estaba justo delante de ella y que sus anchos hombros evitaban que los demás la viesen llorar.
El problema era que ya no podía recordar por qué estaba llorando.
Ginny se sonó la nariz: la desesperación se mezclaba con la fatalista
admisión de que acababa de crear un nuevo problema.
Seguramente, el príncipe se quejaría de ella. Y quizá haría que la
despidieran.
—Gracias, Alteza —murmuró, guardando el pañuelo en el bolsillo—.
Estoy bien.
— ¿Estás bien? —repitió él.
Ginny respiró profundamente porque le faltaba el aire, pero la
ajustada blusa blanca no pudo soportar la presión y dos de los botones
saltaron.
Se quedó helada, inmóvil. Como si no hubiera hecho el ridículo más
que suficiente delante de él, ahora iba a verle el sujetador…
—Voy a tener que quejarme de ti.
—Su Alteza. Lo comprendo.
—Una camarera tan sexy, con medias negras y sujetador de encaje,
es una distracción —dijo él, mirando descaradamente su escote—. Ahora
me resultará imposible concentrarme en la aburrida rubia que tengo a mi
lado.
Ginny se abrochó los botones a toda prisa.
— ¿Está bromeando?
—No, yo nunca bromeo sobre mis fantasías. Especialmente sobre las
fantasías eróticas. ¿La rubia le parecía aburrida?
— ¿Está teniendo una fantasía erótica?
— ¿Y te parece raro?
Ginny supo entonces que estaba tomándole el pelo; ella no era de las
que provocaban fantasías eróticas.
—No está bien reírse de la gente, Alteza.
—Sólo tienes que llamarme Alteza la primera vez. Luego puedes
llamarme «señor» —sonrió él—. Y más bien creo que eres tú quien se ríe
de mí.
Estaba mirándola con la admiración que los hombres reservaban para
las mujeres excepcionalmente hermosas.
Y ella no lo era. Sabía que no lo era.
—No se ha comido el postre, señor.
El príncipe sonrió.
—Aún no, pero estoy mirándolo. Oh, no, estaba tonteando con ella.
Y era tan atractivo que le temblaban las piernas.
Pero la miraba como si ella fuera una modelo y su autoestima subió
como la espuma. Aquel hombre guapísimo, aquel príncipe ni más ni
menos, que podía tener a cualquier mujer, la encontraba tan atractiva que
quería flirtear con ella.
—Harry—escuchó una voz de mujer—. Ven a sentarte.
Pero él no se volvió.
Los invitados estaban pendientes de él… y seguramente de ella.
—Están esperándolo, señor.
El príncipe levantó una ceja, como si no entendiera el problema, y
Ginny tuvo que sonreír, era el príncipe soberano de Santallia. La gente se
ponía en cola para saludarlo, tenía empleados que atendían todos sus
caprichos…
Pero sus «caprichos» debían de consistir en mujeres guapísimas y
elegantes como la que miraba impacientemente su espalda.
Colorada hasta la raíz del pelo, Ginny se aclaró la garganta.
—Están preguntándose qué ocurre.
— ¿Y eso importa?
—Bueno, en general a la gente le importa lo que piensen los demás.
— ¿Ah, sí?
—Sí.
— ¿A ti te importa lo que piensen los demás?
—Soy camarera —sonrió Ginny—. Debe importarme. Si no me importa,
no me dan propinas.
—Muy bien, entonces nos libraremos de ellos. Lo que no vean no
podrán juzgarlo —el príncipe se volvió hacia un hombre muy alto que
había frente a la puerta y esa silenciosa orden pareció ser suficiente.
El equipo de seguridad se puso en acción y, unos minutos después, el
séquito empezó a desalojar la suite, con miradas comprensivas de los
hombres y miradas airadas de las mujeres. Ridículamente impresionada por tal muestra de autoridad. Ginny se preguntó qué se sentiría siendo tan poderoso como para vaciar una habitación con una sola mirada. Y cómo sería estar tan seguro de uno mismo que no importase en absoluto lo que pensaran los demás.
Sólo cuando la puerta de la suite presidencial se cerró, Ginny se dio
cuenta de que estaba a solas con él.
¿Había despedido a un montón de mujeres guapísimas para quedarse
con ella?
El príncipe se volvió de nuevo para mirarla con un brillo en los ojos
oscuros que le pareció a la vez excitante y peligroso.
—Bueno, ya estamos solos. ¿Cómo sugieres que pasemos el rato?
.
