Llegó la víspera de la batalla. Los cuervos llegaron antes, con la noticia de que el ejército había dejado ya atrás Invernalia, en su camino hacia el Muro. Pero nadie esperaba que emulase a la reina Alysanne y su Ala de Plata, ni mucho menos que llegase sola, con la única compañía de sus dragones y dos de sus Jinetes de Sangre, al Castillo Negro.

Nevaba y el cielo tenía un color acerado, cerrado y opresivo aunque aún faltaban horas para que el sol se pusiese. Contra aquel cielo, el color de Viserion destacaba como una perla en la capa de un Hermano, así que con su avistamiento llegaron los primeros gritos de alarma y las carreras apresuradas por los terrenos del castillo. Pero no hubo tiempo para mucho más, las grandes alas de los dragones inflamaban el frío aire bajo sus cuerpos, devorando la distancia con rapidez hasta que aterrizaron pesadamente en el suelo lleno de nieve del patio.

Desmontó en medio del más absoluto silencio. Sólo se oía el tenue siseo de la nieve al caer, el chisporroteo de los fuegos y el ruido metálico de los arneses de los dragones, mientras Jhogo y Rakharo afirmaban sus pies sobre la tierra congelada. Paseó la mirada entre el círculo de rostros asombrados que le contemplaban: hombres recios vestidos de negro o con pieles, mujeres armadas, algún que otro chiquillo que pugnaba por asomarse entre los cuerpos de los adultos... Todos se sobresaltaron cuando unas puertas se abrieron en medio del estruendo de la madera chocando contra la piedra, la luz ambarina del interior derramándose sobre la nieve recién caída como miel. Varios hombres parecieron quedarse clavados en el umbral, hasta que un par de ellos consiguió sacudirse el estupor y volver dentro a la carrera.

Dio un paso hacia aquella puerta, resplandeciente como una joya contra la piedra oscura de los muros, y de inmediato el círculo de gente se abrió con la limpieza con la que el hierro caliente corta la mantequilla. Drogon avanzó tras ella, mientras Viserion y Rhaegal alzaban de nuevo el vuelo hacia las alturas de aquel cielo plúmbeo. No volvió la vista atrás, sabía perfectamente que sus Jinetes de Sangre cerraban aquella improvisada comitiva.

La luz trajo consigo el calor. Tenue al principio, reconfortante después. El pasillo se adentraba en las entrañas del castillo, con bifurcaciones a los lados desde el que rostros demudados les contemplaban atónitos, para echarse precipitadamente hacia atrás cuando el cuerpo acorazado del dragón pasaba ante sus ojos, la punta de las alas plegadas rozando ocasionalmente contra la piedra en un baño de chispas de pedernal. Finalmente, tras atravesar otro umbral de piedra tallada, llegaron al comedor.

Habían hecho a un lado los tableros y caballetes de las mesas, para dejar sitio a los braseros que caldeaban la estancia. La mayoría de los bancos estaban puestos contra las paredes, con sólo dos asientos ocupando el estrado al fondo. La paja crujió bajo sus pies mientras se acercaba a ese estrado y sus ocupantes, desatando por el camino los lazos que le ajustaban la capucha de la capa al rostro, para liberar su cabellera argéntea de su encierro.

Había toda una cohorte de cortesanos en aquella sala: los señores nobles del Norte, soldados, hombres de la Guardia y salvajes por igual que se apresuraron a dejar espacio para ella y los suyos. Drogon alzó la cabeza sobre su largo cuello reptiliano y olfateó el aire cálido, siseando con una lluvia de chispas ardientes ante el olor de los huargos.

Siendo niña, en alguna de las casas nobles en las que Viserys y ella habían recalado en su exilio, había pasado horas enteras absorta en la contemplación de los ricos tapices que adornaban las paredes. Tejidos en seda de brillantes colores, en su urdimbre se mezclaban animales fantásticos con personajes vestidos de mil y una formas. Uno de sus pasatiempos favoritos, cuando aún podía permitírselos porque era lo bastante pequeña como para ser casi insignificante en las intrigas de su hermano, era imaginar historias para aquellas figuras dibujadas con todo detalle por los dedos hábiles del artesano. Ahora, de pie frente a aquel estrado, le parecía estar de nuevo frente a alguno de aquellos tapices.

La joven dama de relucientes trenzas castañas que ocupaba una de las sillas de respaldo alto debía ser Sansa Stark. Junto a ella, en la otra silla, estaba su hermano Brandon, con sus piernas tullidas y el lobo huargo de pelaje plateado y ojos dorados tumbado a sus pies. El más joven de la familia, Rickon, estaba sentado en los escalones, con una mano apoyada en el lomo de su huargo, que con su pelaje erizado gruñía roncamente descubriendo las fauces de colmillos amarillentos. A un lado, cerca el uno del otro, la otra hija de la familia con sus ojos y cabello oscuro, junto al que en otro tiempo fuese el Lord Comandante de la Guardia de la Noche, Nymeria y Fantasma medio ocultándose a la vista tras sus piernas. Y, por fin, con la corona de cobre y hierro ciñéndole la frente, los ojos azules entrecerrados clavados en ella, Robb Stark, el Rey en el Norte, con Viento Gris junto a sus piernas, la gran bestia de brillantes ojos ambarinos tan atentos como los de su señor.

"Tanto tiempo oyendo hablar de ellos. Los hijos del amigo más querido del Usurpador". Volvió los ojos violetas hacia Jon Nieve, con su cabello negro y sus solemnes ojos grises. "Salvo tú, sangre de mi sangre, hijo de mi hermano".

― Los cuervos llegaron a las casas de los nobles mayores y menores, a Dorne y Altojardín, al Tridente, los Ríos, incluso a las islas del Hierro. También hubo un cuervo para la Fortaleza Roja. Todos con el mismo mensaje: los Otros se acercan al Muro, nos amenaza el invierno eterno, la aniquilación del hombre― habló con voz alta y clara, sin apartar los ojos del rostro del Joven Lobo― Se pidieron espadas y fuego contra los espectros... Aquí estamos.

El salón entero pareció suspirar de alivio. Los hombros de Robb se aflojaron ligeramente, abandonando una rigidez casi imperceptible. Descendió del estrado y, cuando estuvo frente a ella, se inclinó ligeramente en una reverencia.

― Gracias.

Sólo esa palabra. Pero, tras todo lo dicho y hecho, bastó para calentarle por dentro y dibujar una sonrisa en sus labios. Extendió su mano y permitió que él, tras tomarla, la condujese con la gracia de un paso de baile hacia el estrado.


Drogon acompañaba a sus hermanos en su vuelo vigilante por el cielo nocturno. Las antorchas y hogueras iluminaban cada almena, cada ventana, cada espacio que pudiera ser reclamado por la oscuridad. Los vigías se recortaban contra su luz en lo alto del Muro, que relucía en vetas de color rojizo allá donde las llamas alcanzaban a proyectarse. Una visión hermosa, pese a todo.

Bran Stark aseguró que los Otros no atacarían hasta el siguiente atardecer. El último atardecer, había dicho con voz grave, porque si perdían esa batalla el sol no volvería a ser visto sobre Poniente en largos años. La vuelta del Largo Invierno, aquel del que hablaban los cuentos, con los hombres agonizando en sus miserables refugios, mientras la muerte y el frío campaban a sus anchas en el exterior. Nadie había dudado de sus palabras y ella, después de asomarse a la antigua sabiduría que anidaba en sus ojos, comprendió por qué.

Habían cenado en medio de un ambiente casi festivo. Antes, cuando sus palabras y sus actos aún no habían llevado a empapar la tierra con la sangre de miles, no lo hubiera entendido. Pero, de alguna forma, la inmediatez de la muerte llevaba a aquello, a la celebración de la vida. Jhago y Rakharo habían aceptado de buen grado su lugar en la mesa inmediatamente por debajo de la que ocuparon ella y los Stark. Lo bastante cerca como para permanecer vigilantes ante cualquier posible amenaza, lo bastante lejos como para dejar claro que su khaleesi, La Que No Arde, la Madre de Dragones, no temía a nada ni a nadie.

Y ella no había temido, más allá de los nervios que le habían atenazado el estómago con las primeras palabras que había cruzado con Jon Nieve. Tanto tiempo esperando, imaginando cómo sería ese encuentro con su sobrino (bastardo quizás, pero un Targaryen nacido del lado equivocado de la cama seguía siendo de la sangre del dragón), si él sería una de las cabezas del dragón... Y se había encontrado con un Stark de la cabeza a los pies. Amable, formal, honorable, tan parecido en carácter a la descripción que tenía de Ned Stark. Sin el cabello, ni los ojos, ni los rasgos de Rhaegar. Era un hombre del Norte, pero al final había podido ver en él ese fuego que había buscado. Brillaba en sus ojos grises al posarlos en la muchacha que se sentaba a su lado, al oír su voz o su risa, cada vez que sus manos se rozaban. Y Daenerys, mientras contemplaba como su sangre caía rendida otra vez ante la belleza salvaje de la joven loba, comprendió porqué hacía casi veinte años el reino había ardido.

Había intercambiado cortesías con todos ellos, admirado la forma en la que Sansa detallaba cómo se había evacuado a las mujeres, ancianos y niños del Norte a las zonas presumiblemente más seguras, cómo se había hecho acopio de comida tanto para ellos como para el ejército. Rickon, el más joven, aprovechó cada pequeña pausa en la conversación para preguntarle sobre los dragones, con el rostro reluciente por la excitación. Arya aportó más detalles sobre las ciudades al otro lado del mar, enriqueciendo sus descripciones de las Ciudades Libres con sus propios recuerdos. Jon Nieve habló de los distintos Pueblos Libres, de sus costumbres y tradiciones. Mientras que Bran, apoyado por los comentarios de dos jóvenes lacustres de la mesa inferior, relató historias de los Niños del Bosque que le dejaron la misma sensación de maravilla que cuando, siendo niña, le contaban las historias fantásticas de las tierras del otro lado del Mar Angosto.

El leve repiqueteo sobre la piedra le hizo volverse. Viento Gris pasó a su lado, levantando una leve corriente de aire que le acarició el dorso de la mano, para tumbarse a sus pies. Perdida en la inmensidad dorada de sus ojos, con la misma mirada consciente y poco animal que tenían sus dragones, apenas prestó atención a la llegada del Joven Lobo al mismo nicho de la ventana.

― ¿Nunca os separáis de ellos?― volvió el rostro hacia Robb, con una sonrisa a medio dibujar en los labios― Aunque admito que cuando mis dragones eran más pequeños era más fácil llevar a mi enseña siempre conmigo.

― No es bueno para nosotros estar lejos de nuestro huargos. No diré que no hayan ocurrido desgracias teniéndoles cerca pero...― hizo una mueca al recordar― Encontrar a los cachorros fue una señal de los dioses y nada bueno puede salir de despreciar sus dones. Cualquiera de mis hermanas podría deciros lo que han vivido al estar separadas de sus lobas, el sentimiento de estar incompleto y desprotegido.

Dany volvió la mirada hacia la sala. Cinco huargos y seis Stark. A lo largo de la cena había reparado en que, de cuando en cuando, uno de los lobos se acercaba a Sansa y colocaba su enorme cabeza en su regazo, incluso el salvaje Peludo. La expresión de tristeza que se asomaba a sus ojos en aquellos momentos podría enternecer el corazón de cualquiera.

― ¿Creéis que me arrancará la mano si le acaricio? Mis dragones tendían a morder si algún desconocido trataba de tocarles.

Él negó con la cabeza. Algo se le apretó en el pecho cuando la vio acuclillarse para poner sus ojos al mismo nivel que los del lobo y apoyar la mano sobre la gran testuz, enterrando los dedos en el espeso pelaje plateado. Recordó el pánico de Jeyne cada vez que el huargo estaba cerca, cómo era incapaz de compartir la misma habitación con el animal. Él había llegado a sentirse partido en dos, dividido entre su joven esposa y el afecto y la lealtad incondicional de Viento Gris. Desde la propia y amarga experiencia, podía muy bien decir que nada bueno esperaba a un Stark que desdeñaba a su huargo.

― Pensaste que llegaba aquí dispuesta a emular a Aegón a lomos de Balerion, ¿verdad? Preparada para pasar el Norte a sangre y fuego.

Se sobresaltó, por lo repentino del tuteo. No lo había esperado, no con él desde luego. Con Jon había sido casi inmediato, pero él era "sangre de su sangre" tal y como ella había dicho. Puesto que durante meses creyó que había perdido a toda su familia, salvo a aquel medio hermano que luego resultó no serlo, entendía perfectamente cómo podía sentirse la Targaryen al no saberse sola en el mundo.

― Ni Bran ni Jojen Reed vieron eso en sus sueños verdes.

― Y tú confías ciegamente en los verdevidentes, ¿no es así?

― Con mi vida― respondió solemne. Le tendió la mano, como antes. Sólo que esta vez no había todo un reino contemplando ese baile de confianzas― Si sobrevivimos al Largo Invierno, ¿tomarás las mismas decisiones que Aegón y pasarás al Norte a sangre y fuego?

Ella permitió que diese el suave tirón que la incorporase. Leve, delicado, pero aún así se sintió vacilar sobre la punta de los pies.

― Tu padre se alzó en armas contra su legítimo soberano. ¿Crees que no me asiste la razón en esto?

Robb torció ligeramente el gesto. Pero, cuando volvió a mirarla, la luz firme y sincera de sus ojos no había cambiado ni un ápice.

― Ya sabes qué detonó la guerra. El rapto de Lyanna por parte de Rhaegar pudo haber quedado como algo menor... de no ser por la reacción del rey Aerys cuando mi señor abuelo y mi tío acudieron a él pidiendo su liberación― una ligera crispación en la mano que todavía sostenía la suya― Quizás pienses que Rhaegar estaba en su derecho a reclamar a cualquier mujer del reino, sin importar siquiera la afrenta que estuviera haciéndole a su legítima esposa. Que su sangre real le permitía disponer a su antojo de cualquier doncella...

Dany volvió a verse a sus trece años, apenas una doncella florecida que es ofrecida como una yegua al mejor postor. Amó a su sol y estrellas, pero no podía pasar por alto la facilidad con la que los hombres de poder usaban a las mujeres a su antojo.

―... pero Aerys asó vivo a mi señor abuelo mientras su hijo y primogénito se estrangulaba a sí mismo en sus intentos por salvarle. Creo que esa fue la gota que colmó el vaso, Daenerys. Creo que muchas casas nobles temieron ser víctimas también de la "justicia" del rey.

El Rey Loco. Ser Barristan había tardado meses en contarle la verdad, la pura y cruda verdad de las acciones de su padre en los últimos años, sin edulcorar el recuerdo para la hija que nunca le conoció. Muchos más habían hablado, ante su insistencia, temblorosos como conejos ante su posible reacción, pero habían terminado hablando y ella se había obligado a escuchar sin cuestionar. Aunque no le gustase lo que oyó. Aunque muchas veces, mientras escuchaba relatos de furia homicida y sinsentido, viese ante sus ojos el rostro de Viserys, con los ojos violeta encendidos por la rabia mientras la golpeaba por despertar al dragón.

― Pero Rhaegar...

Robb negó con la cabeza.

― Eso fue responsabilidad de Robert Baratheon, Daenerys. Si mi señor padre hubiera encontrado antes a Lyanne y ella le hubiera dicho que era feliz... No puedo hablar por él, ni siquiera Bran con ayuda de los Niños del Bosque es capaz de comunicarse con los muertos para que estos nos desvelen los hechos del pasado.

Una sonrisa triste curvó los labios de ella.

― El Usurpador ya ha muerto y con él tu padre y muchos de los señores que se levantaron contra la casa Targaryen. Y yo... Yo tengo una deuda con Eddard Stark, porque se apiadó de una chiquilla que apenas había comenzado a vivir para defender ante su rey y amigo que el asesinato de niños no era en absoluto honorable― sacudió la cabeza en una negativa― Si sobrevivimos al Largo Invierno, Robb Stark, no asolaré el Norte con fuego de dragones.

Él sonrió, una sonrisa de chiquillo en el rostro de un hombre joven que había vivido más de lo que le correspondería por edad. Pensó en todas las semejanzas que había entre ellos. Ambos huérfanos por mano ajena, viudos, padres de niños muertos, ambos abandonando la inocencia de la juventud entre baños de sangre... Y todo aquello había marcado ese rostro, había forjado al Joven Lobo en medio de una ordalía de muerte que, de alguna forma, había sido tan determinante para él como para ella el baño de fuego que despertó a sus dragones.

Le examinó como minutos antes había mirado en los ojos de su huargo. Habían sido necesarias las penalidades y el sufrimiento para sacar a la superficie el Norte que había en él, para que este asomase por debajo de los rasgos de los Tully. No era como su primo o su hermana, con aquel cabello castaño rojizo que, aunque llevaba muy corto, tendía a rizarse y a centellear con destellos cobrizos, destacando contra la piel pálida. Aunque la fachada evocase el cálido Sur de veranos eternos, las raíces y cimientos eran claramente del Norte. Porque en la profundidad de sus ojos azules estaban las nieves calladas, de belleza mortal, la fortaleza de los arcianos de hojas rojas, que soportaban invierno tras invierno sin que sus ramas se quebrasen... Se sorprendió a sí misma con la mirada fija en sus labios y le acompañó en su sonrisa.

― Después de todo, Dorne ya nos enseñó que la espada no es la única forma de conseguir un reino.

El sobresalto de Robb fue tan evidente que Daenerys no pudo evitar estallar en carcajadas.