«Desaparecidos. No es que aquella palabra figurara de extraña para esos tiempos, e independientemente de ello, siempre se crea cierta tensión al pronunciarla. La desaparición física de alguien, sea de la mano del emisario de la muerte o no, crea alteración donde ocurra, sobretodo el tipo de desaparición que no tiene explicación alguna; como la de un cofre de tesoro pirata sumergiéndose en lo profundo del océano: no sabes a donde va a parar, lo que sí es seguro es que irá a un lugar donde tus manos, por más que las estires, jamás lo alcanzarán.
Con la muerte al menos tienes la certeza de que el alma ha dejado su cuerpo y no hay nada que puedas hacer al respecto, ¿pero qué tienen que decir sobre los que aún poseen cuerpo y alma; y sin embargo, no regresan al mundo que los vio nacer?
Nadie lo sabe.»
El número de personas desaparecidas en distintos poblados del occidente del siglo XVIII incrementó a cuarenta y cinco para esa semana, sin contar con los mismos caballeros de bronce que eran enviados como exploradores. Los reportes no pararon de llegar en todo lo que iba del mes, y las investigaciones que se hacían desde un perfil bajo no conducían a nada contundente. No era obra de las estrellas malignas que hace varios años despertaron y empezaron a esparcir el caos en distintos puntos de la tierra; el recipiente de Hades aún no era encontrado, los Dioses Gemelos no estaban en movimiento, y Ares desde su última derrota no osaba alzarse con otra santa cruzada.
¿Entonces de qué se trataba todo esto?, esa pregunta rondaba día a día en la cabeza del Patriarca. Sage consultó la sabiduría de Athena en el archivero más recóndito del Santuario, y no encontró nada que se asociara a esas desapariciones sin rastro, estudió todos los informes y posibilidades, unas más descabelladas que otras, pero ninguna logró satisfacer su ansiada interrogante.
Una noche especialmente estrellada mandó a llamar al caballero de Acuario para que le asistiera en la lectura astrológica de las constelaciones. En aquel hermoso y a la vez incierto mar oscuro de piedritas brillantes se mostró como en los años que Sage dedicaba horas exhaustivas al estudio aritmético, demasiado ambiguo. Dégel tampoco lo comprendía, y a ambos no les quedó más remedio que continuar con sus investigaciones por otro camino.
—Ni siquiera las estrellas han sido capaces de enseñarnos que está perturbando la calma previa a nuestra guerra prometida con Hades. —Habló desde su trono al santo de oro que se encontraba en frente, inclinado por el respeto que le confería al Patriarca del Santuario. —Los que han presentado sus informes no han encontrado rastro del enemigo, tampoco han sentido la presencia de cosmos maligno ni visto algún espectro. No debe ser obra de ellos a menos que eso nos quieran hacer pensar… puedes incorporarte, Albafica.
El santo de Piscis atendió a la petición, recargando el casco de su armadura en el regazo y el semblante atento y formal.
—Se que debería conferirle esta misión a Shion de Aries siendo que su templo es el primero, o incluso a Aldebarán de Tauro u otro caballero más próximo. Pero ellos ya tienen sus misiones y labores designadas por otro lado, y considero que lo poco que logré entrever en las estrellas es lo indicado. La constelación de los peces. Pueda que seas el indicado para llegar a la verdad de este misterio.
—Cumpliré con esta misión. Llegaré al fondo de lo que sucede. —Aseguró e hizo una pequeña reverencia para ponerse en marcha de inmediato.
Era extraño el tener que ser quien atendiera esa misión, ciertamente contaba con el nivel para hacerlo, como todos sus compañeros de mantos del mismo rango, los cuales estaban en su mayoría disponibles: ¿Por qué las estrellas lo erigirían a él?, ¿Al santo qué más distancia cobraba del mundo fuera de los límites de su templo y su jardín de rosas mortales?; su maestro no le enseñó a cuestionar órdenes de sus superiores, sino a obedecerlas en silencio, pero con todo y ello no evitaba el hacerse esas preguntas durante su marcha.
Por alguna razón desconocida, una voz interior le advertía que algo grande iba a ocurrir.
Un viaje que duró quince días, afortunadamente sin contratiempos. Su barco atracó en el puerto de Alejandría, ciudad donde el índice de desapariciones era mayor, y donde los caballeros de bronce fueron vistos por última vez. Debía encontrarlos, a ellos o a sus armaduras en el caso de ocurrir lo peor: resolver el misterio, descubrir el paradero de las víctimas y los santos de Athena eran sus objetivos. Lo que tuviera que hacer se haría dependiendo de la situación.
Era todo lo que pasaba por su mente, hasta que el sutil susurro de una invitación cortó con toda cavilación, en el momento en que se paseaba por el centro de la ciudad, donde el mercado exhibía sus mercancías al público.
—Si los estás buscando, puedes hallarlos a media noche en el Serapeum. Allí te esperarán.
Cuando se volvió para buscar a quien pertenecía esa voz que se antojaba femenina, juró que por un instante veía la silueta de una mujer casi espectral pasearse por las calles. En vano, porque ya no había nadie.
Tarde para plantearse si era o no una alucinación lo escuchado, decidió aceptar la invitación a aquello que en lo profundo de su ser, sentía que le llamaba.
Toda búsqueda de día y hasta el final de la tarde fue inútil. La gente no hablaba de los desaparecidos, casi como si los hubieran olvidado por voluntad. Al santo de Piscis le tocaba conformarse con el hecho de ir al encuentro en el Serapeum, antiguo templo que servía de adoración a un dios híbrido resultante de la mezcla cultural de la ciudad y que para ese tiempo se encontraba algo deteriorado, pero en pie.
Portando la armadura dorada se adentró en la zona monumental, columnas se alzaban con dificultad, otras más conservadas con detalles propios de la cultura egipcia y detalles de la griega, así como las estatuas en distintas versiones del dios Serapis. El viento susurraba por lo bajo una débil melodía que no tenía nada que ver con el roce del mármol gastado ni las filtraciones de la arquitectura. Era música, sus sentidos no le engañaban.
Viene de atrás, pensó antes de adelantar sus pasos a la salida de la plaza central de aquella ciudadela fantasma. Allí estaba, esa mujer, cubierta por un velo azul cobalto que le daba un aire nocturno y misterioso, con las piernas cruzadas bajo el borde de la fuente seca; a ella se le sumaban las siluetas de aquellos caballeros desaparecidos que le miraban con ojos desenfocados y vacíos.
—Maldita, ¿qué les has hecho? —interrogó frunciendo el entrecejo, tenía que ser la responsable de las desapariciones sin duda.
Advirtió entre el velo azulado que cubría parcialmente su rostro, la aventurada sonrisa de gozo que enmarcaban sus comisuras. —Ha sido puntual, estamos felices por eso, felices de que estés entre nosotros. —Hablaba con la dulzura de una madre para con su hijo querido, en sus manos había una rosa azul que giraba con delicadeza entre sus dedos.
Albafica no comprendía nada de lo que acababa de decir.
—No me interesa, quiero saber que les has hecho —repitió tajante, los observaba y no encontraba más anormalidad en sus signos vitales, sospechaba de algún cosmos manipulador o habilidad desconocida por el enemigo. Cómo si leyera sus pensamientos, la mujer soltó una pequeña risa que no pretendía ser burlesca.
—No se preocupe por ellos, estarán bien… —musitó conforme se enderezaba dejando correr los pliegues del vestido azulado que hacía juego con el velo, apuntó con la rosa azul al santo de oro—ya han cumplido con su propósito y pueden marcharse por donde han venido. No habrá problema por ello… el único que no puede irse de aquí, es usted, Albafica-sama.
Los pétalos de la intrigante rosa se desprendieron a causa de un misterioso viento que los arrastró meciéndolos en círculos hasta chocar con la fisonomía de Albafica. Inmediatamente sintió los efectos del cosmos invasor en su cuerpo, era incapaz de moverse, sus nervios no le respondían. Estaba por entero paralizado.
—No puedo… moverme —musitó apenas, le costaba incluso hablar, como si la garganta se le cerrara lentamente.
—Le agradecería que abandonara su postura defensiva, no somos sus enemigos. —Seguía hablando en plural siendo que solo la veía a ella; y entonces reparó que en los alrededores de la abandonada plaza se escondían otras siluetas que en las sombras no se distinguían sus rasgos. No los había sentido al principio, podía jurar que aparecieron de la nada por absurda que fuera la explicación. —Nosotros seríamos incapaces de hacerle daño a usted, que es tan preciado para nuestra señora. —Hablaba con voz melosa conforme se acercaba con cortos pasos.
—¿Qué es lo que quieren? —se esforzó por formular.
La sonrisa que venía suscitándose en el rostro de aquella mujer de azul se ensanchó sin perder parte de aquella dulzura que contrastaba oscuramente con sus misteriosas intenciones.
—Ya he respondido a esa pregunta, lo queremos a usted Albafica-sama —contestó con voz ceremoniosa improvisando una breve reverencia tomando con ambas manos los pliegues del vestido azul. —Las preguntas pueden esperar, no debemos perder más tiempo~
Observó cómo alguien emergía del manto de sombras que hacía muy difícil de reconocer las demás siluetas anónimas. La luz de luna bañó a otra mujer de la misma estatura que su compañera. También vestía un vestido pero este era en su lugar rojo, idéntico al de la rosa que se había quedado presa en los dedos inmóviles de Albafica. A diferencia de la mujer de azul, la de rojo no llevaba un velo que ocultara su rostro; este era limpio, puro y blanco como el mármol joven, sus ojos eran tan claros y etéreos como sus largas hebras lisas escurridas bajo los hombros.
—Es perfecto, justo como dijo la señora —dijo la mujer de rojo, colocando sus manos sobre los lados correspondientes al rostro del caballero, que acababa de sobresaltarse por el contacto y la cercanía. Estaba a punto de musitar la advertencia de que no le tocara, y sin embargo ninguna palabra salió. —Incluso se le parece.
—Sólo lo suficiente para ser el elegido por ella, Dita —añadió la de azul—puedes proceder.
—Sí, Selene-sama.
Los ojos celeste del caballero se dilataron de la impresión, la mujer del vestido rojo acababa de empujar su rostro contra el suyo y de unir sus labios en un beso invasivo, que se abrió paso en su boca traspasando algo que apenas percibió en la superficie de su lengua. Algo pequeño, con un ligero sabor dulce que se coló por su paladar y descendió sin reparo por su garganta.
Tosió al momento de la separación, no sabía qué demonios le habían hecho tragar. Estaba seguro de que no era nada bueno.
—¿Qué… —tosió—me has dado? —volvió a toser, de repente sentía que podía mover su cuerpo y podía inclinarse a intentar devolver lo ingerido a la fuerza.
—Es inútil, no logrará vomitarlo Albafica-sama, la semilla ya ha sido "sembrada" —explicó la mujer de azul llamada Selene—ahora solo debemos esperar a que germine.
—¿Qué germine?
—Va a empezar. —Anunció Dita.
Las piezas de la armadura dorada de Piscis abandonaron sin razón aparente el cuerpo de su dueño. Albafica observó sin explicarse cómo repentinamente su cloth le rechazaba, y antes de proferir la pregunta un terrible dolor asaltó cada rincón de su cuerpo. Extendiéndose desde el centro de su pecho hasta la punta de sus extremidades. No pudo evitarlo, aquello le arrancó un grito agónico que en su vida imaginó proferir.
Sentía que su cuerpo hervía y al mismo tiempo se contraía, como si hicieran pedazos sus órganos, músculos y huesos desde dentro. Por puro orgullo se contuvo de lanzar un nuevo alarido de dolor, pero no tardó ni diez segundos en repetir uno más desgarrador que el primero. Acababa de sentir como si estiraran y comprimieran a velocidad inhumana toda su masa sin parar.
Esas mujeres lo observaban en el suelo retorcerse, mientras sujetaban con inesperada firmeza sus brazos separándolos del resto de su fisonomía para que no se hiciera daño. Veía de reojo como unos rosales azules de enredadera reptaban por distintas partes de su cuerpo con el propósito de mantenerle sujeto de cintura, piernas, brazos y cuello. Aún pegado al suelo, seguía removiéndose incontrolable por aquellas horrendas descargas de puro dolor.
No es que fuera ajeno a esa sensación, la vida de un santo, y sobre todo, uno de su categoría, estaba repleta de terribles sufrimientos, para asegurarles de insensibilizarles lo suficiente al dolor, o mejor dicho, a soportarlo. Pero era muy distinto a todo eso, salía de su conocimiento, de su imaginación. Era imposible que un humano soportara todo eso y siguiera con vida, aunque él lo estaba haciendo.
—No morirá, se lo prometemos Albafica-sama —susurró Selene—este, el dolor que solo un dios es capaz de infringir y que solo un dios puede resistir, es necesario para que cumpla con el objetivo de nuestra señora.
—Afortunadamente, los santos más poderosos de Athena son casi tan resistentes como los dioses… sobrevivirá sin duda alguna, después de todo él…
Las palabras de Dita fueron ahogadas por otro grito que rompió las cuerdas vocales del santo y le llenó su boca de sangre caliente y espesa, sangre que se disparó en los rostros y ropas de las mujeres. Sangre que la mujer de azul tanteó con sus dedos y degustó con la punta de sus dedos cual si saboreara un divino manjar.
—Sí, no hay duda, este sabor es inconfundible. Es él.
Albafica no entendía nada, pero su mente ocupada en soportar el infierno viviente que estaba obligado a sufrir le impedía plantearse preguntas, ni formularlas. Su misma mente estaba siendo aplastada por el dolor. ¿Cuánto tiempo llevaba así?, ¿Cinco minutos?, ¿Una hora?. El tiempo era relativo, sentía que llevaba una eternidad contorsionándose de puro e insoportable dolor.
Las mujeres contaron exactamente catorce minutos antes de que él se desplomara conmocionado en la sangre que empezaba a brotar de sus espaldas, tintando las rosas azules de violeta a causa del rojo que rodeaba todo su cuerpo. Había resistido más de lo esperado, y eso bastaba para confirmar las palabras que su señora les confiaba. A las otras siluetas tampoco les quedaba duda alguna.
Albafica de Piscis era el avatar que necesitaban.
Y pronto, tras su metamorfosis, se daría el inicio de una nueva e inesperada guerra santa.
Notas de Dreamy:
~El Serapeum (en latín) o Serapeión (en griego) es el nombre que le daban los romanos a una especie de templos/ciudadelas que estaba consagrado al dios Serapis. Hay varios alrededor de occidente (España, Italia, Grecia y Egipto si no me equivoco), el del fic pertenece obviamente al de Alejandría, que actualmente muy poco queda de él, imagino que en el siglo XVIII estaría más conservado pero con sus fallas. Serapis es un dios híbrido como prefiero decirlo yo, ya que viene de la combinación de dos dioses egipcios (Osiris y Apis), y dos dioses griegos (Zeus y Hades). Se le representa como un hombre que tiene una especie de canasto o cuenco de barro que está repleto de semillas u alimentos, como señal de abundancia y fertilidad.
El prólogo me quedó algo largo para mi gusto, no me esperé explayarme tanto, pero creo que está "decente", o eso quiero pensar(¿?).
Insultos, cartas bomba, amenazas de muerte y comentarios son bieeeen recibidos x3
