Descargo de responsabilidades: el universo de Los Juegos del Hambre pertenece a Suzanne Collins, y los veinticuatro protagonistas a las adorables personitas que me manden tributos.
Prólogo: rompiendo el hastío.
Marco Jansen – cuarenta y dos años – Vigilante en Jefe de los Juegos Anuales del Hambre.
Corté la comunicación dando un suspiro. No diría que es de satisfacción, como en años anteriores, pero debía reconocer que Aureliano Grez, diseñador de arenas, había hecho un trabajo tal y como le pedí. O quizá mejor, y en un tiempo récord. Faltaban más de cinco meses para la realización de los Juegos del Hambre y la arena ya estaba en fase de prueba, alta e imponente, con todo lo que antes conversamos y las nuevas ideas que Grez implementó. Tenía veintidós años y trabajaba como un joven, impetuosa y eficientemente.
Tomé un sorbo de mi café, queriendo levantarme en seguida de aquel escritorio. Ya hace tiempo había dejado de intentar motivarme con mi trabajo, esforzándome en encontrar atractivo algo que tiempo atrás perdió su sabor. Con suerte, era ya el último.
«El último y el mejor. Después de ostentar este cargo por doce años, no me iba a perder el cuarto vasallaje»
¿Lo sería? Más me valía, aunque fuese en honor a la ilusión de antaño. Recuerdo cuando comencé mi carrera como vigilante, todavía me quemaba el sentimiento de venganza. Ni psicólogos, ni mi pobre madre, ni siquiera quien entonces era mi novia me hacían sonreír o dejar de pensar en mi padre, muerto por causa de los rebeldes y el Sinsajo. No importaba que la rebelión se hubiese vuelto a nuestro favor en el último momento, daba igual que la sarnosa de Katniss Everdeen estuviese muerta y los dirigentes del distrito 13 erradicados. Los odiaba por habernos hecho aquello, en los Días Oscuros y después de más de setenta años.
«Pero pasó, ¿no? Ya no te importa», dice una voz en mi cabeza. Y es cierto, los perdoné. Participar en los Juegos del Hambre me ayudó a hacerlo, me siento reivindicado. Pero eso no implica que voy a dejar el Vasallaje en manos de cualquier inepto, menos después de las geniales ideas que tengo en mente. Por supuesto que sí, entonces. Será el último y el mejor, y después me retiraré a descansar o trabajaré en otra cosa menos aburrida.
Me levanté del asiento, por fin. Iba a bajar a la cocina, servirme un vaso de leche o algo así, para ver los anuncios de la tarde. Al fin, la presidenta Boadicea leería la tarjeta y a los Distritos se les caerían los pantalones por el miedo.
Estoy en mi casa, por cierto. Aquí tengo un estudio y si no hay Juegos, trabajo desde mi oficina. Nadie puede decir que no es un trabajo cómodo, bien remunerado y envidiado por muchos.
En la sala es que me encuentro con mi palomita.
–¿Terminaste ya de trabajar, papi? –Me pregunta, con una sonrisa que le devuelvo, dejando mis enormes colmillos a la vista.
–Sí, ¿quieres comer algo?
Al final terminamos tomando leche y pastelillos hechos por nuestro avox. Quien nos viese se llevaría una sensación extraña; la niña de diez años, pequeña y pelirroja junto al hombre alto, de piel casi traslúcida, ojos rojos y enormes colmillos. Pero es hogareña para los dos, la moda vampira la adopté hace demasiado tiempo para que a ella le asuste y yo me siento cómodo así.
Es mientras terminamos nuestra merienda cuando las transmisiones habituales se cortan, y aparece el anfiteatro de las entrevistas tan conocidas de los Juegos del Hambre. Hay bastante gente allí, por suerte no me tocó ir a trabajar.
–Papi, mira, ¡Mira! ¡Ahora van a decir lo del Vasallaje!
–Sí, cariño.
–¿No es linda la presidenta? ¿No tiene estilo? ¡Oh, estoy emocionada! –Y, en efecto, daba saltitos en su silla mirando a Boadicea Grant, con sus cabellos largos y rubios, de apariencia bastante más joven de lo que realmente era.
–Sí es linda, Palomita, pero… –le hice un gesto de silencio. Ella, por suerte, entendió y cerró sus labios.
En ese momento, Caesar Flickerman –que llevaba su cabello tan rubio como el de la presidenta Grant– estaba hablando.
–¡Mire cuánta gente se ha reunido, ansiosa, para saber el tema de nuestro cuarto Vasallaje! –Y la presidenta sonreía, mirando a la multitud–: ¡Estoy con los nervios de punta, señora Grant!
–Yo también, Caesar –expresó dulcemente ella.
Al fin, acercaron el cofre con los sobres del vasallaje. Mi niña empezó a morderse las uñas, así que tomé su manita entre las mías para impedírselo.
Fue la presidenta quien, con su voz delicada, lo leyó.
–Como demostración de que los rebeldes pueden estar en todas partes, y que el Capitolio sabe dónde están aunque se escondan –comenzó–: en los centésimos Juegos Anuales del Hambre, se extenderá la restricción de edad en los tributos cosechados, desde los doce a los sesenta años. Así los Distritos aprenderán...
«Perfecto», no importaba nada más. Mi hija dejó de ver el programa cuando Caesar pronunció la última frase y hasta la repitió con él, «Que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte», pero mi mente hace rato estaba divagando. Cuando la niña me miró, su cara lució preocupada.
–¿Papi...? ¿Estás... estás bien?
Volví en mí. Estaba sonriendo, como hace tiempo no hacía por cuestiones del trabajo.
–Todo bien, cielo. Mejor que nunca.
¡Buenas! Mi SYOT. Sé que está bastante de moda eso de hacerlos, pero tenía muchas ganas de comenzar el mío.
Está ambientado en un AU donde la Rebelión del Sinsajo no tuvo éxito. Pensaba desarrollar un contexto político más largo, donde decir, por ejemplo, que ahora los alcaldes de los distritos son ciudadanos del Capitolio para tener más control, o que los civiles del Distrito 13 están siendo pobladores del 12 pero creo que será muy aburrido. Eso, en resumen. Las cosas siguen como antes, solo que ya no era como antes en el 12 donde no había tanto control, y las personas andaban más a su aire... eso se acabó.
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Recuerdo (si tiene):
¡Eso! Iré sacando capítulos de seis tributos, cada dos semanas más o menos porque la universidad y eso consume algo.
¡Abrazos!
