La trilogía del error.
O del cómo los Jinetes de Berk son llamados a aprender los misterios de la fragua y qué resultó de eso.
O, del cómo Estoico aprendió a no permitir que Astrid y Brutilda se acercaran al horno juntas.
El día de Patapez
Patapez no pudo dormir nada. Estaba ansioso, muy ansioso y estuvo dando vueltas toda la noche, incluso leyendo y estudiando, manteniéndose ocupado, tratando de no pensar en eso. Sin embargo, la cruda realidad no se escapaba de su sobre agitado cerebro: Hipo se iba a ir en la mañana hacia Berk, dejando la Orilla del Dragón sin su líder. Y, aunque Astrid se iba a quedar a cargo, Patapez sabía que eso no saldría bien: Astrid no tenía paciencia.
A decir verdad, a Patapez no le agradó Hipo siempre: cuando eran niños Hipo siempre se esforzaba demasiado y no obtenía resultados favorables, y en el fondo de su mente, Patapez sabía que si alguien como el hijo del jefe no lo lograba, él, Patapez, tampoco tenía una oportunidad. Patapez tenía la apariencia de un vikingo mortífero, carecía del alma de uno.
Poco a poco, Patapez llegó a desarrollar hacia Hipo un sentimiento muy cercano a la lástima, del cual se avergonzaba mucho ahora. Pues, Hipo ya no estaba en la misma posición de antes: sí, seguía esforzándose demasiado y seguía cometiendo locuras impensables, pero ahora la gente lo valoraba por ello. Y si alguien como Hipo era valorado por quien realmente era, Patapez decidió que él también podía. Y le agradeció al muchacho por mostrarle eso cuando le pidió información, exclusivamente a él, durante la batalla contra la Muerte Roja.
Ahora Hipo no sólo era el hijo del jefe para Patapez: era su líder, era quien conocía sus fortalezas y debilidades, era su amigo, su compañero en la búsqueda del conocimiento y quien le había ayudado a encontrar a Albóndiga. Y Patapez sabía que el único que podía controlar al grupo completo era Hipo (o Bocón o Estoico, claro está). Así que la ansiedad se instauró en el pecho del muchacho con una presión que no se iba y casi no le dejaba respirar.
Patapez sabía que Hipo tenía que irse, su padre, el jefe de la tribu, lo había llamado. Pero también sabía que Viggo había descolocado a Hipo, y que ahora el muchacho estaba en un limbo de incertidumbre, miedo y culpa. Además, se recordó a sí mismo, Hipo todavía no se había recuperado del todo de su enfermedad. Hipo no se encontraba bien, no hasta donde Patapez podía verlo. Así que una reunión con su padre, el temible Estoico el Vasto, tal vez no era lo que Hipo necesitaba en estos momentos.
O tal vez sí.
O tal vez no.
O tal vez…
Patapez no pudo dormir nada. Y, antes de que saliera el sol, él se dirigió a los establos a ver a su amada Albóndiga. En el establo de su amiga, mientras veía desayunar a la dragona, Patapez escuchó pasos y voces acercándose. Con miedo irracional producto de su creciente ansiedad, Patapez asomó con sigilo su cabeza, obteniendo una visión perfecta hacia la entrada de los establos. Ahí, entre las sombras del día que aún no comenzaba, se dibujaban las figuras de dos personas.
—Vendré antes del mediodía— dijo la figura más alta, quien resultó ser Hipo—. Si Chimuelo y yo nos vamos ya— terminó él de decir, mientra un gruñido juguetón se escuchaba como respuesta. Chimuelo también estaba ahí, realmente Patapez no debería haberse asustado, pero es que ni siquiera había visto una silueta -por supuesto que no, dragón negro en la oscuridad-.
—¿No prefieres que te acompañe?— dijo la otra figura. Astrid. Por supuesto que era ella. Luego de unos segundos ella siguió en voz de protesta—. ¡¿Por qué no?! ¿Qué pasa si te mareas de nuevo? ¿Quieres que te recuerde lo que sucedió hace dos días?
—No es necesario— se apresuró a contestar Hipo con un deje de aprensión en la voz. Seguro estaba hablando sobre el primer vuelo después de su enfermedad, se había mareado y todos creyeron que se iba a caer de Chimuelo y a partirse la testa—. Que me acompañes— se apresuró él a agregar—. Chimuelo y yo iremos con cuidado.
Patapez se removió incómodo ante el silencio que siguió a esas palabras, casi no podía ver nada y, realmente, no sabía qué estaba sucediendo. Hasta que Astrid habló de nuevo, quebrando la atmósfera pesada que se había formado.
—Antes del mediodía, Hipo, o te iremos a buscar.
Con el paso de las horas, Patapez se fue relajando. Brutacio y Brutilda siempre se levantaban muy temprano, les gustaba aprovechar el día haciendo lo que sea que hicieran, pero esta mañana ni él ni Albóndiga les habían visto ni los pelos. Y Patán siempre se levantaba tarde. Así que, en su refugio de meditación, Patapez buscó la paz interior que tanto necesitaba.
Él estaba afectado por las palabras de Astrid y su salida impetuosa con Tormenta luego de que Hipo se fue. Ella estaba preocupada que Hipo cayera al mar y se ahogara, y ahora Patapez también se sentía así. En realidad, se moría de ganas de recuperar al viejo Hipo, bueno, no al viejo viejo, si no al medio nuevo quien era un soporte para ellos.
—¿Estoy siendo egoísta, nena?— le preguntó Patapez a Albóndiga, quien lo miró con atención—. Digo, él tiene derecho a sentirse mal, ¿verdad? Al menos de vez en cuando…
Estaba avergonzado, sí, quería que Hipo siempre estuviera en perfecto estado, porque no se sentía lo suficientemente fuerte como para levantarse, establemente, sin su ayuda. De hecho, los jinetes eran tan diferentes entre sí que era imposible para ellos trabajar en equipo sin alguien diciéndoles cómo hacerlo. Eran muy tercos, muy orgullosos, muy egoístas y ambiciosos. Todos querían llevar el mando, todos pensaban que podían hacerlo mejor que los demás, y sólo escuchaban a Hipo -e incluso a veces lo ignoraban.
En ese momento, escuchó el sonido inconfundible de un furia nocturna. Sobresaltado, Patapez miró al cielo y vio la silueta del dragón acercándose a la Orilla. Con rapidez y con la coordinación propia de muchos años juntos, subió en el lomo de Albóndiga y voló. Con suerte llegaría antes que Hipo.
Al acercarse notó los gritos enfurecidos, el caos y la violencia. Oh, sí, mucha violencia.
En el área común, Patán y Brutacio gritaban improperios y exclamaciones de ánimo, porque unos pasos más allá Astrid y Brutilda estaban peleándose. Con puñetazos, patadas, mordiscos y jalones de pelo. Estaban como… ya saben, como peleándose en serio.
Se bajó corriendo de Albóndiga y se acercó a los chicos.
—¡Eso hermanita! ¡Demuéstrale de lo que estamos hechos los Thorston!— y luego, murmuraba bajito hacia Patán—. Te apuesto un barril de hidromiel a que Astrid le saca los dientes a Brutilda.
—¡Hecho!— dijo Patán—. ¿Qué…? ¡Oye, no! ¡No! ¡No hecho! ¡No apuesto en contra de Astrid! ¡Es una bruta!
Patapez miró con aprensión a sus compañeros. Hipo no iba a tardar en llegar…
—Tenemos que separarlas— dijo Patapez con firmeza y un poco de miedo, ¿cómo las iban a separar?
—¡De ninguna manera! ¡Hay un barril de hidromiel en juego!
—¡Yo no aposté, tarado!
Esto iba a salir tan mal. Patapez no podía controlar a esta gente, ni siquiera lo escuchaban. Bueno, a decir verdad no podía controlar gente, y ya.
—¡Hipo ya viene para acá!— y con eso se ganó la atención de sus amigos—. ¡Hay que separarlas!
—Tengo una idea— dijo Patán, y en contra de su instinto, Patapez le pidió que continuara—. ¡Arrojemos barro a las chicas!— terminó él con una sonrisa triunfante y con los brazos en alto.
—No creo que eso las separe, Patán…
—¿Quién dijo nada sobre separarlas?
Ante eso, Patapez se golpeó la frente.
—¡¿Qué, en el nombre de Vidar, está pasando aquí?!— se escuchó la exclamación enfadada de Hipo.
Patán, Brutacio y Patapez voltearon hacia el origen de su voz. Hipo se bajó del lomo de Chimuelo y corrió hacia donde estaban ellos.
—¡¿Y bien?!
Pero, antes de que le contestaran, Astrid le propinó una patada a Brutilda que la mandó al suelo, y seguidamente, se acomodó el cabello con un movimiento de cabeza. Si ella creía que la pelea había terminado estaba muy equivocada, porque con un rugido, la gemela se levantó y takcleó a Astrid, yéndose las dos al piso de piedra en un colocho de brazos y piernas.
Con paso seguro y enojado, Hipo se acercó a las chicas y sujetó a Brutilda de la cintura, jalándola, intentando que se alejara de Astrid, movimiento que Astrid usó como ventaja para golpear más a Brutilda. De un empujón, Astrid se quitó a Brutilda de encima, lanzándola de espalda contra Hipo y saltándole encima. El pobre Hipo terminó en el piso debajo de las dos chicas.
Medio aplastado, Hipo les hizo señas a los otros de que lo ayudaran. Con miedo, Patapez, Patán y Brutacio se acercaron a Astrid. Lograron arrastrarla lejos y la chica pataleaba, gruñía y le gritaba improperios a Brutilda, quien, en un salto, se liberó de los brazos cansados de Hipo. Lo último que Patapez recuerda es que Astrid lo golpeó en el estómago, sacándole el aire.
Dioses, qué dolor.
Respira, Patapez. Respira.
Albóndiga se le acercó y lo olisqueó hasta que se hubo calmado. Trolles y gnomos, Albóndiga era la mejor.
Cuando pudo tener otro pensamiento coherente se fijó en la escena frente a sus ojos. Hipo, a quien le sangraba la nariz, tenía a una muy despeinada y sucia Astrid sujeta de la cintura; Brutacio, por otro lado, tenía a una muy sucia y despeinada Brutilda sujetada con una llave a su cuello. Las chicas respiraban duramente, pero parecían más calmadas. A un margen, Patán se sostenía su… ejem... región privada, con una mueca de dolor.
—¡¿Está claro?!—dijo Hipo con enojo e impaciencia, ganándose el asentimiento de las dos chicas. Claramente, Patapez se había perdido de mucho cuando estuvo en el mundo del dolor.
Con furia, Hipo soltó a Astrid y se encaminó hacia su cabaña. Y habló sin voltearse, con tanta furia que Patapez sintió temor de él por primera vez en su vida.
—Vayan por sus dragones, nos vamos a Berk de inmediato. Es una orden.
El viaje a Berk fue incómodo y desagradable. Y Patapez no tiene nada más que decir al respecto. Hipo tenía muchas actitudes de Estoico, eran padre e hijo después de todo, pero Hipo nunca le había dado miedo a Patapez como lo hacía Estoico. Hasta ese momento.
Tal vez recibirlo con una pelea no había sido el mejor de los escenarios. Tal vez se había peleado con su padre -lo que no era una novedad-, o quizás volar ya no se le facilitaba como antes. El caso era que, independientemente de las razones, Hipo estaba siendo imposible.
Imposible de hablar con él.
Imposible de mirarlo sin acabar asesinados con la mirada.
Imposible de descifrar.
Imposible de entender.
Imposible.
Y eso a Patapez no le gustaba ni un poquito. Incluso los dragones habían percibido el aura peligrosa que rodeaba al gran amo de los dragones, así que no se le acercaban. Incluso Albóndiga, quien amaba que Hipo le rascara detrás de las orejas. No, olviden eso: incluso Chimuelo estaba evitando a Hipo.
Cuando llegaron a Berk, Chimuelo se alejó de Hipo, quien caminó sin detenerse a explicarles, pero cuando se hizo obvio que ninguno lo seguiría se volteó y les dijo "¿qué están esperando?", y siguió caminando. Llegaron a la fragua e Hipo entró, haciéndoles señas para que entraran también.
—¡Bocón! ¡Papá!— llamó Hipo, buscando con la mirada a los dos hombres que, obviamente, no se encontraban ahí. O sea, eran tan grandes con montañas y si Patapez a duras penas podía moverse en el lugar con libertad, entonces ni Bocón ni Estoico podrían esconderse ahí—. "Estaremos esperando, hijo. No te tardes demasiado…"— empezó a murmurar Hipo con una voz falsa y desagradable mientras se limpiaba con un trapo la sangre de la cara.
No lo había notado antes, pero a Hipo le encantaba imitar a las personas. Tal vez era su personalidad sarcástica y burlona que Patapez no terminaba de comprender.
—Hipo— dijo Astrid con una voz más o menos normal—, lamento mucho haberte golpeado. Fue un accidente.
—¿Oh…? ¿Cuál golpe?—dijo él con fingida confusión, luego, su expresión se iluminó con alegría—… ¡Ah! ¡Ya sé cuál! ¿Te refieres al que me diste cuando estaba evitando que tú y Brutilda se mataran? ¿O el que me diste con el mango de tu hacha sólo porque estabas celosa de que era mejor que tú en el entrenamiento?
Ante esas palabras, Astrid dio un paso atrás, como si la hubieran golpeado.
—¿Disculpa...?—murmuró ella.
—Déjalo— contestó él, cortante, y se encaminó más adentro de la fragua.
Nadie parecía saber qué decir. Patapez no sabía qué decir. Sin embargo, no soportaba la tensión en ese lugar, así que iba a romper el silencio. ¿Con qué? ¿Diciéndole a Hipo el nuevo descubrimiento que había hecho sobre la dieta de Albóndiga? ¿O tal vez preguntándole por qué estaban en la fragua? Sin embargo, antes de decidirse, Patán abrió su bocota. La abrió para reírse y soltar esto:
—¡Eres un debilucho! ¡No pudiste separar a dos mujeres!
En realidad, Patapez pensó, costó mucho que entre los cuatro las separaran. Pero, de nuevo alguien le ganó la mano al hablar.
—¡Hipo no es debilucho! ¿Le has prestado atención a su figura?— dijo Brutilda.
Ooookay. Eso fue raro. Fue aún más raro cuando Astrid le propinó un manotazo detrás de la cabeza a Brutilda y cuando esta sólo pudo responder con una risita malvada. Patapez volteó a ver la reacción de Hipo y notó que estaba rojo.
Así que no pudo evitar prestarle atención.
Hipo siempre había sido bajito y flaco, pero Patapez acababa de descubrir que ya no era tan bajito. De hecho, era casi tan alto como el mismo Patapez. Y, también descubrió que ya no era tan flaco. Sí, era flaco todavía, pero ya no tanto. En realidad, a Patapez no le importaba mucho, pero, en el fondo se alegraba: si Hipo no era tan vulnerable físicamente -lo que había sido su problema hasta el momento-, quizás no se sentiría inestable emocionalmente con mucha frecuencia.
Pero, mientras a Patapez no le importaba (mucho), parecía que a Brutacio sí.
—Es verdad...—comentó el muchacho rascándose la barbilla de manera pensativa y acercándose a Hipo de manera "furtiva"—... Este que está aquí le derribó tres dientes— y levantó cuatro dedos en el aire— a Patán.
Y se acercó tanto a Hipo que parecía que podría lamerlo o algo. Patapez no culpó a Hipo por retroceder asustado… y más cuando Brutacio empezó a agitar sus brazos de manera... aterradora.
—¿Qué secretos se esconden, oh Gran Maestro Tira Dientes, debajo de tus harapos?
Ante esto, Hipo se indignó y Brutacio comenzó a caminar en círculos a su alrededor.
—¿Cuáles harapos? ¡Yo hago mi ropa! ¡No son…! ¡OYE!— gritó Hipo cuando, sin previo aviso, Brutacio le metió mano (porque no hay otro término apropiado), tocando sus muslos y la pantorrilla.
—Esto está muy firme...—murmuraba Brutacio, con tono de comprador testeando la mercancía.
—¡Deja de toquetearme!— decía el pobre de Hipo mientras apartaba como podía al pulpo Brutacio, ante las miradas asombradas/shockeadas de todos.
Brutacio aparentemente se detuvo, pero, como si nada, y con las palmas hacia arriba, manoseo las nalgas del heredero de la tribu, ocasionando que él soltara un gritito y que brincara sorprendido.
—¡Disculpa!— gritó Hipo más que enojado y le daba un codazo a Brutacio en la cara.
En eso, Estoico y Bocón entraron.
—¿Qué está pasando aquí?— preguntó Estoico con voz de ultratumba—. ¿Y por qué tienes sangre en la cara?
Hipo miró a su padre y se cruzó de brazos, pero antes que respondiera lo hizo Astrid.
—Brutilda y yo nos peleamos y hubo daños colaterales, jefe.
—¿Se pelearon…?— dijo Estoico, para luego voltearse hacia su hijo, enfadado— Hipo, te he dicho que controles a tu gente. Es tu responsabilidad.
Ooookay. No había nada más incómodo que ver a Estoico y a Hipo peleando. Nada. Ni siquiera ver a Brutacio sobando a Hipo.
—Ya no se están golpeando—respondió Hipo, con las palabras llenas de veneno—…. ¿o me equivoco?
—Hipo…
Ante la inminente pelea, Bocón intervino.
—¿Por qué se estaban peleando, chicas?
—Porque Brutilda no sabe respetar lo ajeno— respondió mirando enfadada a la susodicha.
Como respuesta, Brutilda sonrió malvadamente. Esa sonrisa que decía: "¡vienen problemas, agárrense de donde puedan!".
—No vi tu nombre escrito en ninguna parte….Y me fijé muy bien.
Astrid siseó.
—¡Es obvio que es mío! ¡Soy la única con derecho legítimo!
Bocón intervino. Otra vez:
—Ya, ya— dijo Bocón con gesto conciliador—. ¿Por qué no empezamos de una vez?
—¿Con qué?— preguntó Patapez deseando, necesitando, que la tensión desapareciera. Sentía que podía desmayarse pronto.
—Mi padre cree que necesitan aprender las labores básicas de la fragua: afilar y reparar armas, y reparar sillas y monturas— y, como previendo una revuelta, Hipo añadió—. Y yo también lo creo.
Ante esto, Patán saltó.
—¿Por qué necesitamos saber eso si está Bocón?
—Porque no estamos en Berk, estamos viviendo en la Orilla del Dragón y yo no puedo estar disponible todo el día y toda la noche. No cuando son reparaciones menores y ustedes podían hacerlo por sí mismos— contestó Hipo con un tono que no dejaba lugar a réplicas.
Hipo seguía con los brazos cruzados, y era tan extraño, él siempre agitaba las manos y los hombros y no se podía quedar quieto… Antes que el ambiente se volviera más pesado, Patapez intervino:
—Pero...—Hipo lo miró—… Ya sabemos las bases, ¿recuerdas cuando probamos las armaduras? Y… afilamos las armas también…
Para su sorpresa, Bocón se rió.
—Según lo que nos dijo Hipo no, no saben.
Hipo tuvo la delicadeza de lucir abochornado. Aunque no descruzó los brazos, era como si se protegiera de algo. O como si intentara contener algo. Sumamente extraño. Entre más rápido Hipo volviera a hablar haciendo ademanes exagerados, mejor para Patapez.
Cuando Bocón les pidió que le mostraran cómo afilaban, todos lo hicieron con total naturalidad y confianza. Hasta que Bocón negó con la cabeza y chasqueó la lengua, incluso hacia Astrid, quien frunció el ceño.
—¿Los has dejado hacerlo así todo este tiempo sin decirles nada?
Hipo miró a Bocón, aún con los brazos cruzados, y respondió con gesto cansado.
—Claro que les he dicho… Es obvio que me han escuchado atentamente todo este tiempo.
Y eso fue todo.
Inmediatamente, todos se pusieron un delantal de trabajo. Hipo, quien finalmente había dejado sus inquietos brazos libres, se colocó su indumentaria con la experticia característica de alguien que lo ha hecho miles de veces. Astrid y Brutilda se colocaron el delantal con gracia, Brutacio no parecía encontrar dónde meter la cabeza, pero Patapez y Patán… Uno creería que en la fragua de Bocón, donde ocasionalmente también trabajaba Estoico, habrían delantales del tamaño apropiado. Patán tuvo problemas para atarlo, y le quedaba muy largo, con eso de que se había quedado medio enano, pensó Patapez con gracia. Y él… Bueno, hasta ese momento Patapez no había sentido la necesidad de una dieta.
Las primeras horas de la tarde fueron pacíficas. Tanto Bocón como Hipo eran excelentes maestros: Hipo tenía paciencia y Bocón tenía sentido del humor (y mano fuerte para golpearlos cuando lo necesitaban). Les habían enseñado a reparar armaduras y sillas (de la manera más básica, como cuando aprendes a remendar tu camisa): Patán y Brutacio eran particularmente buenos en ese aspecto, y seguían hablando pestes sobre el punto bastilla (fuera lo que fuera eso). Sin embargo, todo se fue al Helheim cuando el hierro, el de verdad, el afilado, entró en el ruedo.
Patapez podría pensar que un grupo de jóvenes vikingos se comportarían civilizadamente si estaban siendo vigilados de cerca por el jefe de la tribu y el hijo del jefe de la tribu y la mano derecha del jefe de la tribu (sin intención de broma con eso de la mano, en serio). Sobre todo cuando estaban cerca de un horno gigantesco y caliente en la fragua. Sí, Patapez podría pensar que se comportarían bien. Pero pensar eso sería un error.
Es decir, los tres hombres ya antes mencionados debieron haberse preparado para el desastre.
Iban a reparar armas, así que Bocón les enseñó a encender el horno y cuál era la temperatura que necesitaban. Cuando preguntó quién tenía un arma rota fue cuando ardió el infierno.
—Brutilda. El hacha de Brutilda está rota— dijo Astrid con despreocupación.
Después de esas palabras, la otra chica se quedó confusa y examinó su hacha.
—Yo no veo nada.
—¿Me la permites?— y Brutilda se la pasó.
Astrid, con rapidez y eficiencia y una muy desconcertante sonrisa gigantesca, tomó el hecha de Brutilda y la golpeó contra la piedra del horno una, dos, tres, veinte veces, hasta que un sonoro crack se escapó. Cuando la levantó y la examinó, ante los rostros asustados de todos, se notó como la hoja se había fracturado y caído.
—A mí me parece un poco astillada.
Entonces, y Patapez se preguntó por qué no había sucedido antes, Brutilda gritó y se avalanzó contra Hipo. No contra Astrid. Contra Hipo.
Con la fuerza del impacto, Hipo cayó sobre una mesa cubierta de martillos con Brutilda en su regazo. La mesa, lamentablemente, no resistió el impacto y se vino al piso. Pero Astrid ya estaba en marcha y había tomado a Brutilda de una de sus trenzas y la había alejado del shockeado (porque no había otro término apropiado) Hipo.
Patapez, de pie en una esquina, pudo observar como Bocón y Estoico separaban (o intentaban separar) a las chicas, sin salir ilesos de la situación. Y, un poco más allá, Patán y Brutacio reanudaban su apuesta. Y, cuando eso no salió tan bien y con los ánimos caldeados, también comenzaron a pelear.
La gente afuera se paraba a ver el espectáculo o se alejaban de ahí antes de ser arrastrados a ese pandemonium.
Patapez corrió, entonces, a ayudar a Hipo a levantarse, parecía que tenía dificultades: quizás estaba mareado, o tal vez le dolía su pierna, o quebrar una mesa con tu espalda es tan doloroso como suena. Ya de pie, Hipo miró la situación y una expresión de horror (porque no hay otro término para describir ese sentimiento) se le instaló en el rostro y en el cuerpo.
Siguiendo la mirada de Hipo, Patapez vio que las riñas estaban cerca de una mesa que tenía una espada extraña, hacían que la mesa oscilara entre caerse y no, y estaba muy cerca del fuego. Hipo comenzó a correr hacia la mesa, pero, cuando vio que la espada iba a caer al fuego, retrocedió y arrastró a Patapez con él, escondiéndose detrás de un mostrador, y se cubrió los oídos.
Patapez hizo lo mismo.
La gente afuera, notó Patapez, también imitaron a Hipo.
Y luego:
¡BOOOOOOOOOM!
—¡Nunca, en toda mi vida, había visto un comportamiento tan irresponsable!— decía Estoico, paseándose frente a los Jinetes de Berk. Estaban todos en una fila, mirando al frente, avergonzados, incluso Patapez, que no había tenido nada que ver. Frente a ellos se encontraban Hipo, Bocón y, por supuesto, Estoico. Además, estaban en plena calle, así que el juicio era un poco demasiado público.
Debían ofrecer una vista graciosa, porque estaban sucios, completamente cubiertos de hollín y con las ropas arruinadas, excepto claro, por Hipo y Patapez, quienes en contraste, se veían prístinos.
—¿No recuerdas el incidente de los huevos de dragón?—dijo Bocón rascándose el bigote ennegrecido con su garfio.
—Sí—dijo valientemente Brutilda—-. Y ese también fue culpa de Astrid.
Estoico la calló con su mirada asesina número cuatro. Una que Patapez había visto dirigida hacia Hipo muchas veces. Y hacia ellos después del incidente de los huevos previamente mencionado.
—Ustedes dos, en especial tú—dijo señalando a las dos chicas y luego, específicamente a Astrid— me han decepcionado mucho. ¡No es el comportamiento que espero de mis vikingos!
Y así, el regaño siguió y siguió: por horas, años, qué más daba cuánto, parecía que por siempre. Y luego, tan intempestivamente como les habló, Estoico se hubo ido, no sin antes mirar a Hipo, cómo, Patapez no tenía idea, pero a juzgar por la expresión de Hipo, probablemente con decepción. Después de un tiempo prudencial, Bocón se acercó a ellos con una expresión agria, como cuando cometían un error peligroso en el ruedo.
—Como explotaron mi fragua yo les pondré el castigo: reconstruirla.
Después se volvió a Hipo y lo miró con gracia y exasperación.
—La espada explotó. Como te dije.
Hipo se rió, y Patapez suspiró aliviado.
—Te dije que no la dejaras cerca del horno, sólo hace falta calibrar un poco el mecanismo para que no se salga el combustible… Bueno, no. Ahora hay que construirla desde cero.
Dándole una palmada cariñosa en el hombro a Hipo, Bocón se fue al gran salón cojeando dejándolos solos. Hipo dio un paso al frente y miró a lo lejos, pensando, meditando, con expresión seria. Luego habló.
—No tengo nada que decirles. Todo ya fue dicho— y, luego miró a Patapez con intensidad—. Me alegra saber que al menos tengo el apoyo de un jinete serio.
Sin mirar a ningún otro, Hipo se fue.
No se movieron de donde estaban, era como estar paralizados.Y, de la nada, Astrid dejó escapar un sollozo. Patapez la miró y vio que se cubrió la cara y luego se marchó.
Poco a poco, todos los jinetes se marcharon y sólo quedó Patapez. ¿Era el final del equipo? ¿Hipo ya había tenido suficiente? Patapez esperaba que se solucionaran las cosas pronto. Pero si no lo hacían, él tomaría cartas en el asunto: iba a corresponder la confianza que Hipo le había mostrado.
Nota de la autora:
Hola! Esta es la tercera parte de una trilogía que al principio era un one-shot. Esta historia es una secuela de "Vértigo", que a su vez es la secuela de "Me lo agradecerás, en serio" (etiquetada como M). No es necesario leer las otras para enternder esta, no del todo, pero sí es necesario para entenderla por completo.
El título y el formato del fic está basado en el capítulo de Los Simpson "La trilogía del error". Ya tengo escrito todo el fic, sólo le estoy dando los últimos toques al último capítulo, así que actualizaré muy pronto (como en los próximos días).
Gracias a quienes han apoyado las otras dos historias y a quienes comentaron pidiendo por más, sin ustedes no existiría esta historia (y si existiera, sería diferente, jaja).
Espero que disfruten el capítulo :D
