Los Juegos del Hambre no me pertenece. Este fic es para Jeannine Matweus, por el Intercambio "Debajo del árbol" del foro El diente de león.
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La flor y el corazón de alambre
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I.
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Es extraño. La luz del sol entra por las ventanas y me ciega. Los olores son dulces, limpios. Los colores brillantes, los objetos suaves.
El tren se mueve sin que apenas se note, pero mi estómago se queja como si hubiera un gran traqueteo.
Después de pasar cinco años bajo el Capitolio, esto es un cambio muy brusco. No hay oscuridad, la luz es natural y no estoy rodeado de cloacas ni deshechos humanos.
Aunque, en muchos sentidos, siento que yo mismo soy un deshecho. Una persona rota. Incapaz de hablar, esclavizado con unas cadenas simbólicas, obligado a hacer todos los trabajos que el Capitolio quiera.
Cuando los veo llegar, siento que hubiera preferido cualquier otro trabajo a este.
El chico se llama Peeta Mellark. Llora, sin que le importe que otros le vean. La chica se llama Katniss Everdeen. Está aquí porque se ha ofrecido en lugar de su hermana.
No es justo. Estos dos tributos no deberían ir a una Arena a enfrentarse a otros veintidós.
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Haymitch Abernathy, el mentor del Doce, está completamente borracho.
Me acerco a Peeta y lo miro fijamente, esperando que pueda entender que quiero ayudarlo. Un chico como él, más joven que yo y que ni siquiera es mayor de edad, no debería presenciar hasta qué punto las personas pueden hacerse daño a sí mismas.
Sus ojos se clavan en mí durante casi un minuto, como si intentara leerme. Al final me sonríe, con una calidez que no he visto en mucho tiempo.
—No te preocupes —me dice—. Yo cuidaré de él.
No puedo replicar nada. Trago saliva, con dificultad, pero con la práctica de quien lleva ya más de cinco años sin lengua. Asiento con la cabeza y me marcho a la habitación de servicio, que comparto con los demás avox.
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Intento dormir, pero me es imposible. Esta es una de esas noches en las que las pesadillas me persiguen.
Sueño con el momento en el que me declararon traidor. Con volver a estar encerrado en aquella oscura prisión. Con ser mandado de nuevo a las profundidades del Capitolio.
Debería arrepentirme de mis actos, de aquello que hizo que perdiera la capacidad de hablar y que me ha conducido hasta aquí. Pero no lo hago. No me siento culpable.
Me levanto del pequeño colchón, camino descalzo por la habitación, escuchando los extraños ronquidos que es capaz de emitir uno de mis compañeros, y me encierro en el minúsculo lavabo. La luz es muy blanca. Al mirarme al espejo veo cada imperfección, cada pequeña cicatriz por los castigos físicos, la palidez de mi piel producto de no haberla expuesto al sol durante cinco años. Mi pelo anaranjado también parece haber cambiado de color, quizá por el estrés, quizá por la falta de aire libre, es más oscuro de lo que recordaba. Y mis ojos parecen más grandes, más azules y con pupilas más pequeñas. Quizá exponerse a la oscuridad los ha cambiado.
Me han cambiado por entero. Me han hecho sufrir una y mil veces por la decisión que tomé. Y la volvería a elegir otras mil veces más.
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El sol se asoma poco a poco por encima de las edificaciones del distrito por el que estamos pasando. No sé cuál es, aunque me gustaría.
Castor, Cressida y yo solíamos imaginar a qué lugares viajaríamos si hubiera más libertad. Mi hermano soñaba con los bosques llenos de animales y vida, Cressida con la fuerza imponente del mar, y yo… Yo siempre soñé mucho menos que ellos.
¿Por qué? ¿Quizá, de alguna manera, algo dentro de mí sabía que esos sueños acabarían truncados?
Parpadeo varias veces, para intentar acostumbrarme a la luz mañanera, y voy a la cocina a ayudar con el desayuno aunque mi labor solo es servirlo. Lo único que se escucha son golpecitos de los utensilios o el burbujear de las bebidas calientes. Una anciana me hace un gesto con la cabeza y tardo en entender que es un saludo.
Cuando llega mi turno de servir el desayuno en el comedor, la escolta, el mentor y Peeta Mellark están ya allí. Vierto con cuidado el café en la taza que la capitolina me señala y ella se lo da a Katniss Everdeen cuando entra.
Después dejo delante de la chica huevos, jamón y patatas fritas. Por su gesto, nunca ha podido comer cosas como estas. Y algo se me revuelve en el estómago al pensarlo.
Mi familia era de las más modestas del Capitolio, pero algo de lo que mi madre nunca se privó era de comer bien. Castor y yo nos dedicamos a buscar trabajillos desde muy jóvenes para costearnos otras cosas, como ropa nueva o equipo de grabación. Y esos problemas que teníamos ahora no me parecen más que frivolidades.
El desayuno transcurre con normalidad y acabo cerca de la pared mirando al infinito esperando por si necesitan algo más. Varios compañeros míos están en la misma postura perfecta. Al sacarme de los túneles tuve que pasar un cursillo de modales y protocolo para poder tener este trabajo. Lo bueno fue que en las semanas que duró me dejaron dormir en mi casa. Castor se despertaba cada hora para comprobar que yo seguía allí y no era un sueño.
Ahora volveremos a estar lejos un tiempo, pero al menos está la promesa de que nos volveremos a ver. Y él sabe que estoy a salvo.
O todo lo a salvo que se puede estar mientras tu conciencia te grita que no eres más que una marioneta de unos monstruos que mandan a unos niños a matarse.
Me sobresalto cuando Peeta tira la copa de su mentor, Haymitch le pega un puñetazo y Katniss clava un cuchillo en la mesa. No nos han explicado qué tenemos que hacer en una situación así. Pero ellos siguen hablando y me doy cuenta de que, de alguna manera, los tres están en el mismo barco. Y se necesitan.
El hombre se marcha y el tren entra en el túnel que lleva hasta el Capitolio. Por unos angustiantes segundos siento como si volviera a estar bajo tierra, en las cloacas de la ciudad. Pero me obligo a mantenerme quieto y recobrar la calma.
Sobre todo, porque Katniss y Peeta parecen sentirse igual de mal que yo por estar en el túnel. Recobro la compostura por ellos y, sin que nadie me lo pida, le llevo a cada uno un vaso de agua. Él vuelve a sonreírme, ella no es capaz de mirarme. Pero me siento bien por este insignificante gesto, como si pudiera cuidarlos.
El tren sale por fin al exterior y el Capitolio se extiende ante nuestros ojos. Los tributos se acercan a las ventanas, parecen impresionados por el colorido y la estética de por aquí. Yo por primera vez siento que esas personas son demasiado artificiales para ser llamadas así.
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—¡Pollux! —No llego a verle la cara, porque Castor ya me está abrazando.
Se me escapa el extraño sonido en que se ha transformado mi risa. Lo estrecho contra mí y después me aparto.
«Solo han sido unos días» le digo, mediante el lenguaje de señas que usan los avox y que él aprendió cuando fui transformado en uno.
—Para mí es como si hubieran pasado siglos. ¿Qué tal el viaje?
Mi gesto, quiera o no, se oscurece.
«Esos niños… no merecen esto».
Me sostiene las manos y sonríe, pero es una sonrisa forzada. Mira con disimulo alrededor, donde los demás camarógrafos, directores y ayudantes se preparan para el espectáculo.
Nada más llegar, me hicieron cambiarme y me trajeron aquí. No soy el único avox, pero sí el único que va a sostener una cámara. Al parecer, uno de los que van a grabar se ha lesionado la mano y no puede usar su equipo. Cressida, que es la que se encarga de dirigir los planos que se sacarán de los distritos Nueve, Diez, Once y Doce, pidió expresamente que yo ayudara como si fuera el último recurso que tenían.
Y aquí estoy, trabajando codo con codo con mi hermano y mi amiga; como si nada hubiera pasado, como si no hubiera estado cinco años alejado de ellos.
Es una sensación muy placentera cuando comienzo a grabar. No sabía cuánto lo echaba de menos, hasta ahora. Por la sonrisa que me dedica Castor, debe notárseme en la cara.
Pero el buen ambiente se desvanece cuando los tributos aparecen.
—Pollux, tú te encargas de las chicas —me pide Cressida—. Castor, de los chicos. Cuando se acerquen, quiero un plano general de Pollux. Cuando ya se alejen, uno general de Castor.
Seguimos sus órdenes con la experiencia de toda una adolescencia jugando a ser alguien. Y ahora que hacemos eso que siempre quisimos, siento que tampoco somos nadie.
No lo somos cuando nos dedicamos a grabar la cara de esa niñita de piel oscura del Once sin hacer nada por ayudarla. La mandíbula de Cressida se aprieta cuando me pide un plano más cercano de la pequeña, sé que para ella esto también es difícil.
Todas las imágenes son grabadas de forma simultánea y en la sala de control las van eligiendo para ir emitiendo en las pantallas las que consideren que necesitan.
Entonces aparecen los del Distrito 12 envueltos en fuego y, tras el estupor inicial, muchos los vitorean.
—Acerca el zoom al fuego y luego ve alejándolo para que se vea la cara de la chica —me ordena Cressida.
Castor hace lo mismo con el chico.
El Capitolio se vuelve loco cuando Katniss y Peeta empiezan a saludar a la multitud, imponentes con las llamas rodeándolos y haciendo que brillen, literalmente. Nuestra grabación acapara las pantallas gigantes porque lo que todo Panem quiere ver ahora es a esos tributos tan llamativos.
Esto será muy bueno para ellos. Y me siento aliviado, pero a la vez asustado. ¿Por qué tendría que apoyar a estos dos tributos por encima de los demás?
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Me siento extraño vestido de un blanco tan impoluto. Es un color que no vi durante cinco años, nada podía mantenerse blanco allí abajo.
Una mujer se encarga de repartir nuestras tareas, nos muestra un panel donde irá actualizándose el horario y un dispositivo, donde deberemos poner nuestro dedo para que nos lea la huella dactilar, que debemos usar al comienzo y fin de cada turno. También nos enseña el ascensor de servicio y la habitación comunitaria, además de un par de baños minúsculos. Y nos advierte de que siempre habrá varios Agentes de la Paz vigilando.
Cuando se marcha, mis compañeros y compañeras no relajan su postura. Simplemente comprueban el horario y fichan los que deben hacerlo. Me acerco al panel y me fijo en mi nombre. Tengo turno de noche para estar atento por si alguno de la planta del Distrito 12 pide algo. Debo estar listo para cocinar, preparar bebida o cualquier cosa que requieran, lo pedirán por un micrófono.
En el momento en que me aparto, una chica algo más joven que yo se acerca y pone su dedo en el lector dactilar. Tiene el pelo de un rojo oscuro, rasgos llamativos y piel de porcelana. Hace un contraste muy curioso y tardo en apartar la mirada de ella un par de segundos más de lo necesario.
Más tarde, mientras lo único que puedo hacer es esperar a que pase el tiempo, la veo ir al ascensor de servicio llevando una tarta.
Probablemente no le habría dedicado más pensamientos a esa pelirroja si no fuera por el aspecto que tiene cuando vuelve. Sus ojos están más abiertos de lo normal, como si hubiera visto algo aterrador. Se encierra en el baño y la escucho respirar profundamente varias veces.
No sé qué le ha pasado, pero algo le ha afectado.
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«¿Estás bien?» pregunto, mediante señas.
Ella parpadea y mira alrededor. Los dos compañeros que están de guardia conmigo dormitan en sus sillas, esperando por si alguno de los que se hospedan en la doceava planta necesita algo. Yo hace mucho tiempo que me acostumbré a tener los horarios de sueño cambiados. En las cloacas nunca sabes si es de día o de noche, a veces daba la sensación de que trabajábamos más de veinticuatro horas seguidas.
Sigo mirándola, hasta que clava sus grandes ojos marrones en mí. Le hago un gesto para que se acerque y señalo mi nombre en el panel. Sus labios se aprietan ligeramente, creo que conteniendo una pequeña sonrisa, antes de que me indique su nombre.
Lavinia.
«Es muy bonito» digo, en ese lenguaje de signos.
Ladea la cabeza, no sé qué quiere decir con ese gesto. Después se sienta en una silla vacía frente a mí.
«No puedo dormir» me explica.
«Yo a veces tampoco».
«¿Y qué haces para conseguirlo?».
«Imagino cosas. Otros mundos. Imagino lugares donde sigo siendo libre, mi hermano, mi familia y amigos son felices, podemos explorar todo lo que queramos, podemos volar si eso queremos».
Lavinia, esta vez, sonríe un poco.
«¿Funciona?» me pregunta.
«No siempre. Otras veces me dedico a recordar. Dicen que es imposible vivir en el pasado, pero yo a veces pude. Trabajaba como un robot mientras recordaba días y días de mi vida anterior».
Ella suspira y cierra los ojos. Pronto su respiración se vuelve acompasada y sé que se ha dormido.
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Espero junto a la larga mesa de un lateral de la estancia, con los platos que han estado preparando en las cocinas. Demasiado pronto y con aspecto de haber dormido poco, aparece Katniss.
—¿Puedo servirme yo misma? —me pregunta.
Yo, sin mirarla directamente, como nos han enseñado, asiento con la cabeza.
Mi turno acaba cuando llega la hora oficial de desayuno, bajo el ascensor después de que llegue mi relevo. Empiezo a estar cansado y supongo que es hora de dormir un poco.
Me encuentro a Lavinia al entrar en la habitación. Está terminando de recogerse el pelo, que es una larga y rebelde melena de un rojo casi tan oscuro como el carmín. Me mira y me saluda con un gesto de la cabeza. Yo sonrío, no sé por qué razón.
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Sigo sin saber qué le ocurrió a Lavinia la primera noche que estuvimos aquí.
Se lo pregunté anoche, cuando volvió a hacerme compañía en una guardia, parece que me han asignado casi todas las noches porque saben que duermo poco. Me perturba cuánto saben.
No quiso responderme, en lugar de eso volvió a cerrar los ojos, cortando así toda posibilidad de charla, y su respiración no se relajó. Fingió dormir hasta que Haymitch pidió una bebida y se la preparé. Cuando el montaplatos subió hasta la habitación del mentor, Lavinia ya no estaba en su silla.
Y ahora, mientras me dejo caer en mi cama, vuelvo a tenerla al lado. Con ese gesto de terror. Se ha sentado en la cama vacía que hay a la derecha de la mía, el hombre que suele usarla tiene ahora turno en la cocina.
Me incorporo, aunque estoy muy cansado, y me siento mirando hacia ella.
«Tengo miedo a los túneles y todo lo que sea bajo tierra» le cuento. «Trabajé en las cloacas mucho tiempo».
No entiende el signo de "cloacas" así que le explico lo que es. Parece sorprendida, y horrorizada, cuando lo comprende.
«¿Cuánto tiempo?» me pregunta.
Le enseño una mano con los cinco dedos extendidos. Su ceño se frunce y su boca se abre un poco. Tarda en responderme, pero cuando lo hace parece encontrarse mejor.
«Yo lo he tenido más fácil».
«Nunca es fácil».
Lavinia sonríe antes de decirme que duerma, y ese gesto, que da un toque de color rosado a sus blancas mejillas, es lo último que veo antes de empezar a soñar.
Por una vez, no son sueños malos.
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Amaso la mezcla con esmero, pero está claro que esto no es lo mío. En lugar de masa para galletas, estoy consiguiendo una piedra dura. Me rasco la cabeza, sin darme cuenta de que me voy a pringar el pelo, pensando en cómo arreglarlo. Usar el codo no ayuda.
Escucho un extraño sonido que tardo en reconocer. Varios de mis compañeros miran con curiosidad a Lavinia. Ella parece tan sorprendida como ellos por haberse reído.
Se acerca a mí, llena de harina sus manos y la masa y me salva de mi estropicio. Pasa el resto del tiempo indicándome qué hacer y gracias a eso las pastas de té que me tocaban cocinar salen bien.
Después la ayudo a cocer patatas, son el acompañamiento para otro plato. Mientras esperamos a que el agua hierva, me dedico a juguetear con las mondas de patata. Hago el intento de dibujar con ellas una cara.
«Eres tú» le digo, por señas.
Lavinia apenas cambia el gesto, pero empiezo a interpretar los pequeños detalles. Los ojos un poco entrecerrados, como fingiendo molestarse; las mejillas un poco hinchadas, en señal de que le ha hecho gracia; los labios apretados, porque no está acostumbrada a mostrar lo que siente.
Porque nos enseñan a que no lo mostremos y con ella lo consiguieron al extremo.
De pronto me siento frustrado. Aquí abajo casi todos somos avox, quitando a los guardias que de vez en cuando nos echan un vistazo. Podríamos conocernos, ser amigos, charlar en los ratos libres, inventar juegos para entretenernos… Acompañarnos y dejar de estar solos.
Es como si al perder la lengua también nos hubiera quitado lo que nos hace personas. Puede que nos torturaran, puede que yo pasara mil y una penurias bajo tierra… pero no les concederé también quitarme mi capacidad de relacionarme con otros.
Por eso cojo más trozos de la piel de las patatas y hago un intento de cara mucho más feo.
«Este soy yo» digo.
De nuevo ese extraño sonido, que nunca podrá ser una carcajada pero es lo más alegre que podremos emitir nunca, sale de Lavinia.
Se tapa la boca con la mano, sorprendida. Pero sigue sonriendo cuando echa las patatas a la olla.
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«A ella le ha ido bien en la prueba» me dice Lavinia, a la luz de la pequeña lámpara junto a mi cama.
Me incorporo. No estaba durmiendo, me toca de nuevo guardia en una hora y no merece la pena.
Miro a los demás, pero todos parecen descansar. Y digo parecen, porque sé por experiencia que muchos no lo consiguen.
Tardo en procesar lo que me ha dicho. Al final, asiento con la cabeza.
«¿Puedes hablar un rato?» me pregunta.
Sus ojos van hacia la puerta de la habitación comunitaria y entiendo que no quiere hablar aquí, por si algún compañero no duerme. Me levanto, me calzo y la sigo por el pasillo. Me lleva hasta la gran despensa de la cocina, se sienta sobre una caja y yo la imito. Dejamos la puerta entreabierta para poder vernos.
«Es extraño» dice, moviendo con suavidad las manos, y casi noto que está susurrando en mi oído. «No sé cómo me siento porque le haya ido bien. Debería frustrarme y desearle mal, pero no puedo. Me alegro. Y no sé por qué, cuando durante mucho tiempo la he culpado, tontamente, de muchas cosas».
«¿A la chica? ¿Os conocéis?».
Asiente con la cabeza y yo frunzo el ceño. ¿Conocía a Katniss Everdeen?
«¿Eres del Doce?».
Niega. Su gesto se vuelve pensativo durante un rato y yo me limito a mirarla. El pelo, que ahora lleva suelto, le cae en ondas sobre los hombros. Al cabo de un minuto vuelve a hablarme.
«Estoy aquí porque mis padres no estaban de acuerdo con lo que pasa. Quisieron darnos otro tipo de vida, no la del Capitolio, a mi hermano y a mí. Hablaban de un refugio más allá del distrito 12, aunque allí que yo sepa solo están las ruinas del Trece. Escapamos, colándonos en un tren de mercancía, pero se dieron cuenta. Atraparon a mis padres y mi hermano mayor y yo conseguimos huir. Corrimos por un gran bosque y así llegamos cerca del Doce. Pero un aerodeslizador apareció y nos capturó. Justo antes de ser atrapados, vi a una chica y un chico. Les pedí ayuda, pero siguieron escondidos».
«¿Era ella?». Lavinia asiente. «No podría haber hecho nada, lo sabes, ¿verdad?».
«Siempre lo he sabido. Pero mientras me torturaban y con mi familia muerta, porque asesinaron a mi hermano en la captura… necesitaba alguien a quien culpar».
Deja la caja y se sienta en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Dudo un instante, pero acabo sentado junto a ella. Mi corazón late más deprisa que en mucho tiempo cuando apoya la cabeza en mi hombro.
Al de un rato, coge mi mano para conducirla hasta las suyas. Así siento los gestos que va haciendo.
«¿Cuál es tu historia?» me pregunta.
«Algún día te la contaré» prometo, y eso parece bastarle.
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Jeannine, espero que te guste tu regalo. Iba a ser un one-shot pero se alargó tanto que decidí separarlo en tres partes. Elegí escribirte porque Pollux es un personaje al que adoro y Lavinia también me llama mucho la atención, ha sido fantástico tener la oportunidad de escribir de ellos, gracias.
Espero que todos disfrutéis leyendo :)
