Naruto y sus personajes son propiedad de Masashi Kishimoto.

Un pequeño homenaje a uno de mis personajes favoritos, Deidara. La escena en que Itachi lo vence con su genjutsu siempre será para mí una de las más memorables de la serie.


La creación, la destrucción, el destello. Finalmente, el arte.

En cada explosión, apreciaban sus ojos la luz fulminante y maravillosa. Tan hermosa como efímera, la iluminación se hacía presente para que los vivientes pudiesen ver el genuino arte por apenas un momento, para luego esfumarse y convertirse en un humo tosco y plomizo.

¿Cómo era posible que de la perfección más prístina naciese algo tan vulgar y enfermizo? Pues la estela mundana que dejaba atrás semejante belleza era el precio que debíamos pagar por permitirnos ser sus indignos espectadores.

El arte lo había elegido a él cómo su profeta, pues era el único que podía entender su naturaleza, su majestuosidad intangible que otros atribuían a simples y banales piezas inmóviles, frías, muertas. ¡Cuán equivocados estaban, blasfemos! ¡Cuánta mentira había en sus bocas paganas!

¡Cuánta ignorancia!

¡Si tan sólo abandonaran sus sacrílegas costumbres! ¡Si tan sólo se detuvieran a contemplar la pureza de su arte!

Herejes fueron los de su aldea por querer prohibir esa técnica divina que ahora yacía en sus manos virtuosas. Él sería el medio para alcanzar el despertar del más grandioso y perfecto arte, el cuál sería venerado hasta por los más escépticos ojos. Incluso esos ojos perversos que se atrevieron a desafiar su creación. Malditos orbes de sangre que recibirían su castigo por haberlo engañado, por hacerle admirar el arte de otro. El artista del espacio y del tiempo lo había vencido, y se mostraba ante él bañado en la más empírea de las luces.

Esto es arte.

Pensó su mente pecadora, encandilado por la diáfana imagen frente a él. El hombre que se alzaba radiante y luminoso aún en un cuerpo sombrío y lóbrego, imponente. ¡Como si acaso fuese superior a él! ¡Superior a su arte!

Cómo se atrevía a profanar su adorado resplandor de una forma tan vil, tan impura.

¡Era obra de esos mortíferos ojos que tenía!

Sólo él se encargaría de hacerlos pagar. Dejaría en vergüenza sus trucos infames para mostrarles su grandeza y poder, se arrepentiría hasta las lágrimas de haber subestimado su destreza. Prepararía su obra final, el espectáculo más sublime que este mundo repugnante hubiese visto. Les daría a los demás mortales e inmortales la oportunidad de ser testigos de un esplendor tan exquisito que nunca más serían capaces de elogiar a otra cosa.

Él sería el artista supremo. Sería su luz la más inmensa y destructiva, la más pura, la que aplastaría la ilusión de aquel difamador. Su cuerpo sería la pólvora y su voz el detonante de la perfecta gloria que le aguardaba. La tierra se estremecería desde lo profundo y cedería ante su irascible poder, mientras él se elevaría a los cielos en regocijo, perdiéndose en el fulgor magistral de su creación.

Él y su arte serían uno, como siempre debió haber sido.