Desde chica, supe que mi vida no estaba destinada a ser tranquila. Tal vez fuese por ser hija de una respetada pareja de empresarios, o porque me obligaron a aprender a tocar el piano y el violín a partir de los cuatro años. Puede que fuese porque, al tan solo aprender a escribir, mi padre ya me había dicho que mi firma tendría precio, o porque nunca estuve durante más de un año en el mismo colegio.
Siempre supe que no podría tener la vida de una chica normal. Quizá porque siempre vestí con las mejores ropas de marca o porque siquier podía elegir lo que usaría para presentarme en público. Posiblemente porque solo he tenido una verdadera amiga sincera que no se acercó a mí por mis padres –sabiendo quiénes eran desde el principio–, o porque me habían enseñado a ser reservada y flemática.
Era consciente de que nadie me vería como una simple adolescente. Puede que por los alaridos de sorpresa que soltaba la gente al saber quiénes eran mis padres. O porque nunca pude ir a un centro comercial sin una escolta, o porque nunca tuve un novio, o porque simplemente no me apetecía tenerlo, o porque tenía que escuchar la música que realmente me gustaba a escondidas.
Pero nunca pensé que, del hecho de que mi vida no fuese tranquila, pasaría a ser toda una locura. Nunca conté con que una persona llegase a poner mi vida de cabeza. Nunca pensé que mi vida podría transformarse en mi infierno personal. Mucho menos que no quisiese salir de ahí. Nunca pensé que podría llegar a obsesionarme de tal manera con alguien así.
Desde pequeña, mi padre siempre había dicho que el amor era un obstáculo en el camino hacia el éxito. Quizá por éso nunca tuve una mascota o un peluche para dormir. Él nunca me dijo por qué lo decía. Pero llegué a una edad en la que no era tan tonta como para darme cuenta por mí misma: él no estaba enamorado de mamá. Nunca lo estuvo.
¿Cómo estoy tan segura de ello? El que las reglas que me imponían fuesen tan estrictas como serían en cualquier escuela militar, no significaba que siempre las cumplía. Un día, cuando tenía ocho años, en el que mis padres habían ido a una importante reunión y, por tanto, a mí me correspondía quedarme en casa, entré en una habitación donde mis padres guardaban muchas de sus cosas de jóvenes.
Se suponía que yo tenía prohibido entrar allí, puesto que el conservar recuerdos de aquella época, en la que cursaban la universidad, iba en contra de todo lo que me habían enseñado sobre no mirar hacia atrás. Así pues, era obvio que en algún momento terminaría por entrar allí. Una caja con doble embalado llamó particularmente mi atención.
La caja ponía el nombre Jackie. Intrigada, la abrí. Dentro, había una gran cantidad de fotos viejas, en blanco y negro, a color, de una atractiva mujer joven de cabello rubio y ojos esmeraldas. Unos cuantos cuadernos de clases cuyos bordes estaban repletos de mesajillos. Más fotos, pero en esas, la tal Jackie estaba acompañaba de una versión más joven de mi padre.
Claro que, para mí, esas fotos no dibujaban la realidad de esos personajes a simple vista. Solo los vi como dos amigos, pese a que mi padre nunca había mencionado a nadie con ese nombre. Éso, hasta que encontré la carta. En realidad, eran dos. Una de ellas tenía como remitente a Jackie C. y como destinatario a Akthar A. En la otra, se invertían los papeles. Decidí leer primero la que tenía fecha más lejana, la de Jackie hacia mi padre.
Querido Akthar:
Es lamentable que las cosas tengan que ser así, pero no voy a interponerme en tu camino. A veces, querer las cosas no es suficiente para que sucedan. Pese a todo, te agradezco por hacer de los últimos cinco años los mejores de mi vida. Nunca hube conocido antes a alguien como tú y nunca conoceré a nadie igual. Tal vez, el destino no tenía planeado aquello para nosotros. No podré dejar de envidiar a esa mujer, pero no me corresponde a mí evitar que las cosas pasen. Mañana mismo parto a Italia, así que no pienses en buscarme. Ten por seguro que nos volveremos a encontrar. Hasta entonces.
Siempre tuya:
Jackie C.
Ya en ese momento dudaba si debería leer la respuesta que no envió mi padre. Bien, mi padre había tenido un amorío en sus años de la universidad. Éso no decía que no amase a mamá, solo me decía que aquella mujer estaba igualmente enamorada de él. Leí la contestación de mi padre, porque necesitaba convencerme de que sí amaba a mamá, pero estaba muy equivocada.
Amada Jackie:
No hay persona que lamente este compromiso más que yo. Mi padre nunca ha entendido que el amor no ha de combinar con los negocios. Pero no puedo desobedecerlo y, de hacerlo, mucho menos ir contigo. Él nunca entendió que la única persona a la que podría pertenecer mi corazón eres tú. Debo casarme con ella y así unir nuestras empresas. Pero mi corazón siempre estará contigo; jamás podré amarla a ella como te amo a ti. No creo en el destino, pero tal vez sea cierto que no nos correspondía dar ese paso. Te aseguro que, el día en el que nos encontremos nuevamente, mis sentimientos seguirán intactos.
Tuyo por siempre:
Akthar A.
Ese día no me atreví a ver a mi padre a la cara. Nunca imaginé que mi padre, pese a lo estricto o duro que pudiese ser conmigo, un buen padre, un esposo amoroso, no amase realmente a mi madre. Quise pensar que, con el tiempo, hubo aprendido a amarla, pero las cosas no funcionan así. Con el tiempo, uno aprende a fingir.
Y éso fue lo que yo hice. Aprendí a fingir que nunca hube leído aquella carta, que estaba de acuerdo con las lecciones que me daba mi padre acerca de llegar a enamorarme. Porque ya sabía por qué me lo decía. El había amado a alguien y fue obligado a estar con otra persona. No solo era un suplicio para él estar atado a alguien a quien no amaba, sino, también, para mi madre, al estar con alguien que no la amaba. Y todo por enamorarse de la persona equivocada.
Aprendí a fingir que me apasionaba la música clásica que interpretaba a la perfección. Aprendí a fingir que me interesaban aquellas eternas reuniones de negocios en las que mi padre siempre salía victorioso. Aprendí a fingir que me encantaban los innumerables vestidos de las telas más finas que mi madre compraba para mí.
Aprendí a fingir que no me importaba el que nadie fuese sincero con respecto a mí y que me complacía que las personas se impresionaran al decirles quiénes eran mis padres. Aprendí a fingir que me daba igual el que mi padre no se hubiese interesado demasiado en mi educación moral. Aprendí a fingir que mi madre no se quedaba conmigo durante las noches y me decía que las lecciones de mi padre acerca del amor eran erróneas.
Aprendí a fingir que no la había escuchado decir claramente que: «El amor es infierno, si es de uno; tortura, si no es correspondido; arma, si es imposible; pero el más delicioso de los placeres divinos, si es devuelto». Aprendí a fingir que ella nunca me dijo que, el día en que encontrase el amor, me aferrase a él sin miedo, que no cometiese el mismo error que mi padre al permitir que le fuese arrebatado.
Aprendí a fingir que no quería que llegase alguien y me hiciese sentir especial, fuera de todo lo referente a mis padres. Que no quería que alguien se fijase en algo que no fuese la fortuna y la gran empresa de la que me convertiría en heredera. Que no necesitaba que alguien fuese sincero conmigo, que la máscara de frialdad que usaba a diario era mi faceta real.
Por varios años tuve que hacerlo. Pero siempre llega un momento en el que ya no puedes seguir fingiendo. Y ese momento llegó junto a la muerte de mi madre. Fue una fría noche de septiembre, el otoño se había adelantado y fuera se había desatado una de las mayores tormentas que se habían visto desde hacía años.
Yo tenía apenas quince años cumplidos. Desde hacía ya seis meses atrás, mi madre había presentado síntomas de estar enferma, pero nunca se pensó que sería algo mayor. Se había sometido a tratamiento y aparentaba dar resutados, nadie se esperó esa súbita caída. Desde hacía que estaba en cama, doctores y enfermeras salían cada pocos minutos de su habitación.
Mi padre no me dejaba entrar. No quería que yo viese a mi madre así. Me pasaba los días fuera de la puerta de su habitación, esperando a que alguien se apiadase de mí y me dejase verla. Pero éso no pasó. Mi padre me mantenía informada acerca de su estado, que iba desmejorando, pero no me permitía verla.
No fue sino hasta su último día que pude entrar. Ya me había resignado en el hecho de que no importaba por cuánto estuviese sentada en el piso fuera de la alcoba, no me dejarían entrar. Estaba en mi habitación, intentando hacer los deberes que tenía atrasados por la preocupación. La lluvia golpeaba los cristales de la ventana, casi amenazando con echarla abajo.
No escuché los golpes desesperados a la puerta de mi habitación, que se mezclaron con el tamborileo de las gruesas gotas de lluvia. Me sobresalté cuando la puerta se abrió de golpe, mi padre entró apresurado, pálido, apesadumbrado. Dijo que mi madre quería verme. Supe, por la forma en que lo dijo, que ésa sería la última vez que la vería.
Lo seguí hasta su habitación, apenas podía escucha el fuerte repiqueteo de la tormenta y nuestros pasos haciendo eco en los pasillos solitarios. No estaba lista para que fuese tan pronto. No estaba lista para que me dejase tan pronto, tan imprevisto. No me había preparado para su ausencia. Pero el doloroso nudo en mi garganta me aseguraba que así sería, aunque no lo quisiera.
Mi padre se quedó frente a la puerta y, con una sombría mirada, me indicó que entrase. La habitación estaba tan limpia como la habitación de hospital, con los diferentes aparatos rodeando su cama. Aunque conservaba aquel confortable ambiente que siempre había encontrado allí cuando tenía un mal sueño.
Allí estaba ella. Postrada en la cama, cubierta con sábanas blancas de seda, con los ojos apenas entrecerrados y la mirada clavada en la nada. Su cabello castaño había perdido brillo, pero sus ojos centelleaban como siempre lo habían hecho. Me acerqué, cautelosa, procurando no moverme demasiado y no hacer mucho ruido.
Al estar a su lado, volvió la mirada a mí. No pude evitar que mis ojos se empañaran, tuve que reprimir un lamento, en mi pecho se instaló una fuerte opresión ardiente, permitiéndome respirar apenas y obligando a mi corazón a esforzarse para latir.
–Elsa… –pronunció mi nombre en un susurro.
–Aquí estoy, mamá. –me apresuré a responder con voz quebradiza y me arrodillé a su lado, tomando su mano, que reposaba junto a su cuerpo, estaba helada. Apretó mi mano en la suya.
–Me iré –presagió sin rodeos, el nudo se apretó en mi garganta –. Pero no quiero hacerlo sin haber hablado contigo antes… –cada palabra era un suspiro y cada suspiro era un aliento menos, le costaba mucho el que su voz fuese audible.
–Mamá…
–Shh –me hizo callar, a mis oídos sonó como el levísimo siseo de una serpiente profesando una advertencia –. Deja que hable, no tengo demasiado tiempo… –su respiración era pesada, debía tomar aire muy a menudo antes de seguir hablando –Elsa, sé que, durante demasiado tiempo, tu padre te ha inculcado que el amor no es más que un obstáculo…
–Sí…
–Pero no es así. Y espero que hayas prestado atención a todo lo que me he esforzado por enseñarte respecto a ello –hizo una pausa, tomó aire – Porque, ahora, más que nunca, debes recordarlo… No debería revelarte ésto, pero soy consciente de su falta de tacto, así que quiero prepararte… Está negociando tu mano…
Sus palabras me llegaron como un fuerte golpe en el pecho. Por momentos, solo pude mirarla respirar ruidosamente, guardando silencio. ¿Negociando mi mano? ¡Acaso todos estos años de preparación en cuanto al amor habían sido para resignarme a renunciar a mi derecho de elección? ¿Qué no fue lo suficientemente terrible que lo separasen de su amada y lo obligasen a casarse con alguien a quien no amaba como para no querer hacércelo a su propia hija?
Recuperé la compostura al oír a mi madre toser, recordando que éso era lo de menos en ese momento. Ya tendría tiempo para oponerme o reaccionar a esa decisión, en cambio, mi madre…
–No permitas que lo haga… –más que una petición o un consejo, sus palabras tuvieron un matiz que las convirtió en una orden –Intenté convencerlo… pero no quiso escucharme… Quiere que te cases con el descendiente mayor de su principal rival comercial… Le dije que no lo hiciera, que no te hiciera sufrir lo que sufrió él…
– ¿Tú lo…? –no pude contenerme al escucharle decir aquello.
–Sí; sé que su matrimonio conmigo estuvo arreglado, que él amaba a otra mujer –tomó aire, no parecía ni mucho menos triste –. Pero éso ya no es importante… Elsa, no se puede negociar con el amor… y, como fue éso lo que le ocurrió a él, no lo entiende… Pero, por favor, no dejes que te haga lo mismo…
–Mamá, yo… –mi voz temblaba, no me esforzaba más en retener las lágrimas, que resbalaban silenciosamente por mis mejillas.
–Prométeme… –me interrumpió –Prométeme que no dejarás que lo haga… que no dejarás que manipule tu felicidad… tu derecho a elegir… tu deber a amar…
–Mamá…
–Por favor, Elsa, promételo… –ya no me miraba, su mirada había vuelto a perderse en la nada, o, tal vez, en un infinito que solo ella podía ver. No sabía qué debía decir, estaba abrumada y la visión que tenía en ese momento solo servía para apretar el nudo en mi garganta. Aun así, hice un denuedo para que las palabras saliesen de mi boca.
–Lo prometo. –arranqué las palabras de mi garganta, pero con toda la convicción que se me permitía reunir en ese momento.
–Bien… –suspiró y esbozó una sonrisa se satisfacción –Tal vez nunca pude ser feliz, pero, al menos, puedo ayudarte a ti a serlo… Y recuerda…: «el amor es infierno, si es de uno… tortura, si no es correspondido…; arma, si es imposible…».
– «…pero el más delicioso de los placeres divinos, si es devuelto». –completé formando una media sonrisa. Pero ella no dijo nada más. Había cerrado completamente los ojos, no veía el más mínimo movimiento en su cuerpo. No fui consciente de que ya se había ido sino hasta que reparé en que su mano había dejado de aferrar la mía – ¿Ma-mamá? –mi voz se quebró, no obtuve respuesta –Mamá. –seguía sin responder, con expresión imperturbable y relajada, el fantasma de su sonrisa aún grabado en su rostro sin brillo – ¡Mamá!
Ese fue mi último llamado antes de obligarme a aceptar que no iba a responderme más. Ya no estaba. Me lancé sobre su rígido e inerte cuerpo, frío pese a las mantas que lo cubrían. Me permití quitarme esa máscara que había estado confeccionando desde hacía ya tanto tiempo. Dejé que las lágrimas, amargas y calientes, brotasen con libertad de mis ojos.
Ése fue el único día en que me permití hacerlo. Cuando mi madre murió, se fue la única verdadera guía que tenía. La luz que me guiaba a través de la oscuridad se había apagado. La luciérnaga que me decía que le siguiese en medio de la bruma se había esfumado. El día del funeral y el entierro, no me permití derramar una sola lágrima. Mi padre no se molestó en comprobar si lo hacía o no.
Pensé mucho en las palabras que me había dedicado. Y, pese a no saber cómo, tenía intención de cumplir con la promesa que le hice a mi madre. Quizá fuese por el luto, que mi padre no mencionó, ni insinuó, mi supuesto compromiso con el primogénito de su mayor rival comercial: Angels Sharrow. Pasó el tiempo y, aunque encontraba sospechoso que se reuniese más frecuentemente con él, nunca percibí ningún indicio de que pudiesen estar tratando algo como éso.
A partir de ese momento, aquella máscara se fusionó con mi rostro, de forma que no había manera de saber si había una o la otra. No volví a quitármela. Ya no fingía, ahora me aferraba a aquella faceta de mí; sabía que no había forma de salir herida siendo así y que, mientras siguiese elaborándola con el mismo esmero, no habría forma de quitármela.
El año siguiente a su fallecimiento, mi padre pensó que, tal vez, el doblar el rendimiento que me exigía, tanto en la secundaria como en las tutorías particulares que él me daba, me ayudaría a no pensar en el dolor y, por lo tanto, no sentirlo. En cierto modo, funcionó. Pero no puede dejar de sentir algo, por más que pretendas que no está allí.
Por las noches, me forzaba a dormir cuanto antes pudiese hacerlo. Pero jamás pasé una sola noche sin pensar en sus palabras. ¿Sería tan terrible convivir con alguien que no te ama, aunque, tú, sí a él? ¿Sería tan horroroso perder a un amor como para no importarte si los demás sufrian? ¿Sería lo prohibido tan peligroso como para ser éso: algo prohibido? ¿Serían el placer y la deleite de encontrar a aquella persona que pudiese amarte incondicionalmente, tan sublime?
No podía estar segura de qué era el amor. Sabía que mis padres me amaban, pero solo por el lazo instintivo e, incluso, primitivo que ataba a los padres de sus hijos, en un esforzado acto evolutivo y compasivo por la supervivencia de la especie. Pero, ¿qué era aquel placer divino del que alguna vez me habló mi madre? ¿Qué significaba enamorarse?
¿Era soportar el dolor por la felicidad o, mejor dicho, la comodidad del otro? ¿Era saber que no eres correspondido, y que no lo serás, y, aun así, permanecer junto a esa persona? ¿Significaba acaso que lo imposible se convertía en la meta, pese a los riesgos o al rechazo?
¿Significaba obsesionarse hasta el grado de ya no conocerte a ti misma y soportar la agonía de la duda solo con la esperanza de poder tener a esa persona? ¿Significaba estar dispuesta a todo solo para poseerle, así fuese de una simple y carnal manera? ¿Era seguir ciegamente a esa persona, dejarse llevar solo con su presencia? ¿Era el rechazarle por querer protegerle? ¿Era el contenerse de todo lo que te dicte el corazón por su propio bien? ¿El no querer corromper algo, o el dejarse arrastrar? ¿El intentar olvidar, o el intentar aceptar? ¿El herir, o el soportar? ¿Era amor lo que sentía? ¿Cómo podría estar segura? Nunca lo conocí, o, al menos, nunca me interesé especialemente en hacerlo.
Aun así, cuando tenía diecisiete, mi padre y yo nos mudaos a Maine. Nunca esperé que pudiese descubrir, en un ambiente tan frío –en comparación con California, donde habíamos estado viviendo antes–, sentimientos tan ardientes. Nunca cruzó por mi cabeza la más nimia sospecha de que pudiese encapricharme de esa manera con alguien así. Nunca pensé que podría tratarme de esa manera tan dulce, y a la vez destrozarme sin compasión alguna. Nunca supuse que podría tocar el cielo mientrasme encadenaba en el infierno. Nunca creí que tendría otra faceta que no fuese con la que me sedujo hasta el grado de volverme vulnerable ante ella.
Pero tampoco supe qué era lo que sentía hasta que no hubo vuelta atrás… Y todo se seguía resumiendo a una pregunta con una respuesta tan simple que, ni los mayores sabios, ni los más experimentados, ni nadie ha podido responder…
¿Qué significa enamorarse?
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Hi! I'm Black Wolf.
Ésta, señoras y señores, es mi nueva historia ElsaxOC (ElsaxAshley), a la que he decidido llamar: That Means Falling In Love; como ya lo notaron. Debo hacer las aclaraciones, porque me siento en deber de hacerlo, de que ésta es una historia que se inclina hacia el Yuri (contenido lésbico), y no me hago responsable de los posibles traumas por capítulos futuros.
Como es evidente, en esta historia todos son seres humanos comunes y corrientes, nadie posee magia ni nada por el estilo. Para aquellos que estén leyendo Blutmond, en esta historia se encontrarán con otra de las muchas facetas de Ashley. Debo hacer contar que su historia original (la verdadera) es la que pone en Blutmond. Debo anticipar la aparición de cierta pareja compuesta por una pelirroja y una morena, ambas ojiverdes, en futuros capítulos (y sí, son personajes Disney).
Bueno, díganme, ¿qué pinta tiene el fic? ¿Quieren que lo continúe? Porque, si no, sería una pena, pero tengo otro as bajo la manga. Acepto críticas, sugerencias y todo lo que quieran escribir en los comentarios. Espero les haya gustado este pequeño prólogo. Nos leemos por ahí.
Chau chau.
