» CUANDO EL GATO NO ESTÁ

I

—Han llegado más soldados —masculló Sango, ayudando a uno que se sostenía una herida a sentarse. Sostener a alguien así, el peso muerto de un cuerpo, era algo que no podría seguir haciendo todo el día.

Kagome suspiró, mirando hacia la entrada. Escuchó el «mierda» de Inuyasha, que estaba por demás ofuscado para ese momento. Miroku se acercó a ayudar al soldado que Sango había traído a cuestas, dejando de inmediato lo que estaba haciendo, mientras la exterminadora se masajeaba los hombros como podía.

—Estará bien. ¿Hay muchos más allí, Sanguito?

—Por lo menos diez —aseguró ella. La puerta de la cabaña que hacía de enfermería estaba abierta. El calor del día se filtraba por allí inclemente, y nuevas gotas de sudor bajaron por la frente de la joven mujer.

—¿Están seguras que quieren estar solas con todo esto?

—Por favor, Inuyasha. Estaremos bien —agregó Kagome, con una sonrisa. Sin embargo, se la notaba cansada. Miroku e Inuyasha intercambiaron una mirada, sin estar completamente seguros.

—Ya hemos hablado de esto —dijo Sango, mirándoles ceñudos—. Kagome y yo podemos ocuparnos de las cosas aquí entre tanto estén fuera. Y necesitamos provisiones con urgencia.

Con el nuevo brote de una especie de gripe (ya ni siquiera estaban completamente seguros de qué era) que tenía a una buena parte de la aldea enferma (incluida Kaede) y con la llegada de heridos que buscaban refugio y ayuda, apenas había gente que pudiera realizar las tareas que tenían asignadas. Los recursos comenzaban a escasear y la última sequía había terminado con las esperanzas en los cultivos. Necesitaban hierbas, vendas, telas, eso sin contar la comida, lo que hiciera falta para la reconstrucción de muchas viviendas y cualquier cosa que sirviera para realizar intercambios.

—La recompensa de la que habló Hachi es algo que no podemos dejar escapar ahora —añadió Kagome—. Podremos ocuparnos de todo aquí.

—Podemos retrasar la partida unas horas más y ayudarles —acotó Miroku, a pesar de que él mismo había insistido en partir. Comenzaban a escucharse el cansado caminar de aldeanos cargando consigo soldados heridos. Ni Kaede ni Kagome le decían que no a quienes buscaran cobijo y ayuda. Si había una batalla cerca de la aldea, los soldados acudían sin dudar.

—¿Y arriesgarnos a que alguien más haga el trabajo? —rezongó Sango, acercándose a la puerta para cargar con otro soldado. El aldeano que lo había llevado hasta ahí le sonrió con rostro cansino. Sango le hizo un gesto y siguió—. Además, cuanto antes vayan, antes volverán.

—De acuerdo —aceptó finalmente Miroku. Inuyasha seguía cruzado de brazos, apoyado sin cuidado contra la pared. Miraba enfurruñado al par de soldados heridos—. Tenemos todo listo, será mejor que salgamos ya.

—Los acompañaré y veré a los soldados de la entrada —dijo Kagome, acercándose a su esposo, que comenzaba a seguir a Miroku fuera. Sango determinó que se quedaría allí a ayudar y justo después le dedicó unos segundos a la despedida con Miroku, dejándole un largo beso (incómodo para Inuyasha) en los labios. Le indicó luego a Kagome que la estaría esperando.

Miroku y Kagome se adelantaron fuera de la cabaña, y la joven sacerdotisa no tardó en enumerar un montón de cosas que necesitaba de inmediato que trajera de su camino o bien como parte de la recompensa. El monje tomó nota mental de todas y cada una. Muchas tenían que ver con las cosas pertinentes para curar el montón de heridas de los soldados recién llegados, pero muchas otras tenían que ver con las hierbas para preparar algo que ayudara a los enfermos. Y Miroku quería poner especial atención porque sus hijos aún podían contagiarse, aún a pesar de todas las medidas de seguridad que tomaban.

Inuyasha los siguió detrás, con los pies descalzos saboreando el contacto con el suelo, los brazos cruzados y el ceño fruncido. Tenía un mal presentimiento, pero lo tenía desde hacía tanto que había perdido la cuenta. Tenía que ver con la enfermedad que los asolaba, con el montón de batallas que se estaban librando en los alrededores, con la creciente manifestación de yōkais que solo sabían joderle la existencia, hasta el momento. Y dejarlas a Sango y Kagome solas —sin contar los niños de Miroku— en la aldea (realmente poco le importaba todo el entrenamiento de los aldeanos, para él seguían estando solas), no le agradaba en lo más mínimo. Era demasiado trabajo. Y a pesar de que se había postulado él para ir solo en busca de la recompensa, todos habían insistido en que era necesario tener un acompañante.

De modo que así estaban.

—¿Recordarás todo?

—No te preocupes, Kagome, traeré todo. Y si Kami-sama nos lo permite, lo traeré mañana mismo.

Kagome le sonrió. Ya estaban pisando la entrada de la aldea (una de las cabañas que funcionaban como enfermería no estaba muy lejos, pues siempre querían atender las heridas de los recién llegados), y ahí mismo se estaban acumulando un buen puñado de hombres. Muchos eran aldeanos que estaban ayudando a organizar el acceso a la aldea (tal como les había indicado Kagome). Otro montón eran soldados. No solo por sus vestimentas, sino por el montón de sangre y heridas que traían. Inuyasha arrugó la nariz. Odiaba ese puñetero olor.

—Gracias, Miroku.

Miroku le dejó un rápido beso en la mano y luego indicó a Inuyasha que no se quedara atrás, mientras se acercaba a la carreta ya preparada para el viaje. Inuyasha se acercó a Kagome, sin dejar de observar al monje realizar los últimos preparativos y saludar con ternura a los caballos.

—Deben tener cuidado —gruñó, sin dirigir una sola mirada a su esposa—. No dejes que los niños de Sango se acerquen a esas cabañas.

—Ya sé qué cuidados debemos tomar, Inuyasha.

—Y tú también cuídate. Descansa. Presta…

—Atención alrededor. Lo sé —terminó la oración y lo observó con cariño. Inuyasha se giró a verla y no pudo evitar una sonrisa—. Me cuidaré teniendo en cuenta todo lo que siempre me dices. Tengan cuidado también.

Inuyasha entonces la observó durante un momento y finalmente le tomó el rostro con una mano y acercó sus bocas, dejándole un suave beso cálido. Kagome no pudo evitar sonrojarse un tanto. No importaba cuanto tiempo hubiera pasado ya, ni cuantos besos hubieran compartido. El sonrojo sacó una sonrisa socarrona en Inuyasha, aunque igual se sentiría incómodo pronto, cuando notara la mirada que le estaba dedicando Miroku. Indicaba una futura larga charla sobre dejar descendencia.

—Nos vemos pronto.

Kagome asintió, e Inuyasha rápidamente se acercó a Miroku, listo para golpearlo o para subir a la carreta, todo dependía de lo que dijera el monje. Sin tiempo para perder, la sacerdotisa se acercó al grupo de soldados que esperaban por asistencia y eligió a uno que parecía gravemente herido para acercarlo y atenderlo.

—Me llamo Kagome y voy a ayudarte, ¿de acuerdo? —saludó. Otro soldado cargaba con él, y parecía casi completamente fuera de sí. El soldado herido no podía decir gran cosa, estaba prácticamente inconsciente y, por el modo de sostenerse el estómago, parecía que el contenido iba a salirse en cualquier momento, así que decidió dirigirse al soldado que lo cargaba—. De acuerdo, debes ayudarme. ¿Cómo te llamas?

—Kaage.

—Kaage, ayúdame a cargarlo hasta la cabaña. Debemos tratarlo de inmediato.

El soldado asintió, pálido.

Fue una larga tarde para Kagome y Sango. Los soldados requerían de cuidados que a duras penas podían darle, tanto por falta de tiempo como por falta de suministros. Más temprano que tarde se quedaron sin las hierbas suficiente para apaciguar los intensos dolores. Tuvieron que utilizar ropas cuando las vendas escasearon. No conforme con estos cuidados, debían tomarse el tiempo para asegurarse que los enfermos de la otra parte de la aldea estuvieran bien. Debían controlar la situación, pues ya habían tenido algunas pérdidas, sobre todo en ancianos y niños, y el miedo se propagaba rápidamente en el pequeño pueblo.

Se acostaron entrada la noche, cansadas y sin haber cenado bien. Kagome decidió dormir en casa de Sango, acostada junto a las gemelas, mientras los dos niños más pequeños compartían la cama matrimonial con Sango. No tardaron más de unos minutos en dormirse.

Los primeros rayos del sol las encontraron en la misma posición en la que habían caído rendidas. Las gemelas intentaron no molestar a su tía para levantarse unos minutos antes y prepararles un desayuno, pero los niños más pequeños requirieron la atención de Sango de inmediato. Y una vez que el día comenzó, nuevamente tuvieron dificultades para frenar.

Comieron rápidamente el desayuno que las gemelas les habían preparado, agradeciéndoles con besos y abrazos. Sin embargo, no pudieron quedarse más tiempo. Volvieron a revisar la situación tanto en los enfermos como en los heridos en la batalla. Permitieron que las aldeanas encargadas de los cuidados durante la noche pudieran finalmente ir a descansar. Por otro parte, pidieron nuevamente la preparación de la comida para los enfermos.

Cuando el día prometía estar un poco más tranquilo que el anterior, una nueva tropa de soldados heridos llegó ante la aldea, asustados, moribundos, sedientes, sin fuerzas, desesperanzados. Kagome no tuvo otra opción que aceptarlos, así como hacía con todos. Dada la falta de espacio, tuvieron que usar una nueva cabaña para crear una enfermería improvisada, pero para el momento estaban completamente sin provisiones. No podían permitirse perder el tiempo en viajes, únicamente quedar a la espera del regreso de Inuyasha y Miroku, rogando que volvieran en condiciones y con lo que necesitaban.

—Ya no sé qué podemos hacer. Hemos agotado casi completamente todo —le comentó Kagome a Sango cuando pudo retenerla un momento fuera de la cabaña—. Las hierbas que Jinenji nos dio del último viaje las estoy guardando para nuestros enfermos, pero esta gente necesita… el dolor que sienten…

—Kagome, debemos mantener a nuestra gente sana. Los soldados serán atendidos tan bien como podamos, pero… —Sango suspiró. Tomó a su amiga de las manos con fuerza y la observó a los ojos—. Escucha, suena cruel, pero no podemos seguir atendiendo toda la gente que llega. Estamos en un momento demasiado crítico aquí.

—No podemos dejarlos morir. Ni sufrir.

—¡Lo sé! Solo que ya no tenemos nada —dijo, cansada. Las ojeras comenzaban a tomar fuerza—. Usa las hierbas con nuestra gente. Esperemos que Miroku e Inuyasha lleguen para ver cómo hacemos con los soldados.

Kagome miró el suelo apesadumbrada. No estaba segura de querer dejar sufrir a esa gente. Muchos vivirían aún a pesar del sufrimiento. Otros no. Pero simplemente no podía verlos así. Los gritos comenzaban a escucharse a varias casas de distancia ya. Y lo cierto es que sus enfermos comenzaban a mostrar signos de mejoría, no requerían inmediatamente las hierbas. Sin embargo, si algo iba mal, quería tener algo con qué ayudarlos. Las últimas hierbas de lo que Jinenji les había mandado estaban reservadas.

—¿No habrá algo más? ¿No habrá más guardado en algún lugar?

—Las aldeanas ya han registrado sus casas y nos han dado lo que tienen.

Kagome suspiró y Sango se decidió a darse un segundo pensamiento al respecto. A lo mejor sí les había quedado algo sin registrar. La cabaña de Kaede y las suyas propias habían sido las primeras. La de los enfermos había sido lo siguiente en registrar. Luego, la parte de la aldea que permanecía «en cuarentena» (donde estaban los enfermos, y que solo algunas aldeanas y ellas transitaban tomando todas las precauciones que podían). Finalmente, el resto de la aldea accedió a dar sus cosas para el bienestar común. Después de todos, se cuidaban las espaldas entre todos. Podría estar creciendo, pero seguían conociéndose.

—Más allá de los cultivos —murmuró de pronto, lo que provocó que Kagome levantara la vista—. Las casuchas más allá de los cultivos. La utilizan los aldeanos para guardar las herramientas del campo, pero muchas veces se utiliza como un depósito de cosas inútiles. No vas a encontrar hierbas, pero tal vez…

—Vendas. Creo que lo que sea servirá ahora. Iré a ver. ¿Puedes ocuparte de las cosas por ahora?

Sango le aseguró que sí, además, contaba con la ayuda de varias aldeanas disponibles. Mientras Kagome se alejaba en dirección a los cultivos, al este de la aldea, Sango ingresó a la cabaña a atender a los nuevos soldados heridos que la requirieran.

Kagome pasó las cabañas hasta llegar a los extensos cultivos. Secos, sin plantas a la vista casi en su totalidad. La sequía aquel verano estaba resultando atroz. Comenzó a caminar entre la tierra seca, que le ensuciaba los zapatos y las ropas con extrema facilidad. Algunas partes estaban tan resecas que se agrietaba. A veces creía pisar rocas, pero se deshacían ante el peso de su cuerpo, montones de tierra árida.

Sango tenía razón. Estaban teniendo dificultades desde todos los ángulos. Y su gente siempre debía ser la prioridad, le gustara o no.

Apuró el paso, ansiosa por llegar a las casuchas. Eran pequeños casas de madera, con espacio suficiente para guardar herramientas varias utilizadas en las labranzas del campo. Estaban separadas por varios metros unas de otras, cubriendo gran parte de los cultivos, de modo que cada aldeano se acercara a aquella que estuviera más cerca. Se preguntó vagamente cuánto tiempo se remontaba su construcción, si acaso el mismo Inuyasha fue participe en los años en los que Kikyō vivía.

Recorrió una a una, rebuscando en su interior. Las telarañas se encontraban en aquellos lugares menos utilizados, así que más de una vez tuvo que tomarse unos momentos para limpiarse las manos rudamente en su traje. Pudo recolectar algunas ropas y vendas maltratadas, pero que, dadas las circunstancias, servirían luego de lavarlas.

De repente, un ruido detrás de ella hizo que se sobresaltara. Miró hacia atrás y se encontró con uno de los soldados, aquel que había traído consigo a un joven moribundo entre sus brazos. El joven que intentaba que sus órganos internos sigan en su interior, se encontraba ahora en paz. Posiblemente, no podría decir lo mismo del soldado delante de ella.

Balanceó la canasta con lo que había encontrado en las chozas en su mano, un tanto intranquila.

—Oh, Kaage, ¿cierto? —le saludó, con una tímida sonrisa. El hombre parado en la puerta proyectaba a sus pies una larga sombra. Tenía el cabello marrón demasiado largo y despeinado. Sus ropas estaban manchadas con sangre ajena. Sus rasgos eran duros y estaban cubiertos con una corta capa de barba—. ¿Cómo… estás bien?

—Tú —murmuró, dando otro paso adelante—. Tú te llamas Kagome, ¿cierto?

La sacerdotisa asintió. Había visto muchas otras veces ese tipo de comportamiento, la gente que terminaba perdida, acabada luego de una batalla, luego de la muerte de alguien más en sus manos. Esperaba notar en los ojos oscuros de aquel soldado cierto pesar, la mirada opaca y vacía, el dolor…

No encontró nada de eso. Sus ojos negros parecían sonreír, tanto como él mismo.

—Kagome, Kagome… el pájaro en la jaula.

—Kaage… ¿qué ocurre? ¿Necesitas ayuda? —preguntó, mirándolo con desconcierto. Era una reacción que no conocía en los soldados. Se estremeció al seguir escuchando el tarareo incesante del joven. Observó detrás de él, a la puerta abierta. Era un largo camino desde la aldea, atravesando los cultivos. Se tardaba unos buenos minutos a pie. Los aldeanos no estaban trabajando esa tarde, pues requerían de toda la ayuda posible en la aldea. Una alarma en su interior se activó. ¿Hacía cuanto tiempo había llegado ella allí? ¿Cómo la había encontrado, si había estado en el interior de las chozas la mayor parte del tiempo?—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Me has seguido?

—… ¿Quién se encuentra detrás de ti?

—Deja de cantar esa estúpida canción —masculló, un tanto enojada—. ¿Qué haces aquí y qué quieres?

—Kagome, me gusta tu nombre —aseguró. Con la mano y sin girarse a ver, cerró la puerta, ocultando de la vista de Kagome el exterior. El corazón de Kagome pareció saltarse un latido. Comenzaba a impacientarse, sintiendo un miedo creciente en su interior. No estaba comprendiendo lo que ocurría, pero una cosa era segura: aquella era una especie de trampa y de alguna forma había caído en ella, demasiado fácil incluso.

No había tomado los recaudos suficientes al atravesar el campo. No había llegado consigo su arco y flechas, ningún arma de ningún tipo, sintiéndose confiada y a salvo en su aldea. No siquiera había mirado atrás una sola vez para asegurarse de si la seguían. Su mente estaba tan ocupada pensando en el montón de cosas que estaban ocurriendo que, de haber alguien siguiéndole y haciendo ruido detrás, posiblemente ella no lo hubiera escuchado.

—Estarás pensando qué ocurre. No mucho, lindo pajarito —murmuró. Kagome dio un paso atrás, pero no pudo hacer mucho más. Aquel depósito era minúsculo, lleno de cosas que no usaban en la aldea, de utilería para los cultivos, de cosas inútiles. De repente, era incapaz de recordar porqué razón estaba allí—. Seguro creíste la historia del soldado que pierde a un amigo, y eso es normal. He jugado esa carta un par de veces en los últimos tiempos… con tantas batallas en todos lados. Pero no, pajarito, no soy un soldado. Soy un bandido, ¿has oído hablar de ellos? Hay muchos por aquí.

Kagome frunció el ceño, intentando contener el miedo que crecía en su interior. No había caso en asustarse. Debía enfrentarlo y obligarle a marcharse. Debía hablar con voz clara, con fuerza, sin miedo. Los tipos como aquellos amaban escuchar su propia voz, y cuanto más la escuchaban, más poder creía tener. Lo sabía por experiencia, Naraku se lo había enseñado.

—Ya ves que la aldea no está pasando un buen momento. No hay nada para robar aquí. Sigue camino y estarás bien.

Kaage soltó una risa, visiblemente divertido. Le mostró las palmas de las manos, sucias, cubiertas de sangre. Kagome intento parecer indiferente a esta confianza creciente en aquel hombre que había simulado ser un soldado.

—¿O qué? ¿Tus amigos me lastimarán?

Kagome no respondió. Sí, seguramente de enterarse lo lastimarían. Pero sus amigos no estaban por ahí. El mismo Kaage los había visto partir, si no se equivocaba. A Inuyasha y Miroku en aquella carreta, ¿cuánto tiempo era de viaje? Lo suficiente para que tardara en llegar, si acaso lograba escuchar su llamado. Y Sango, que estaba más cerca, aún así estaba lejos y ocupada, agotada a más no poder.

Kaage ensanchó la sonrisa y observó alrededor, haciéndose el desentendido.

—No veo a nadie por aquí, pajarito. Estás lejos de tu jaula —aseguró. Kagome frunció el ceño. Comenzaba a impacientarse con ese cuento del pajarito y la canción de Kagome, pero junto a la impaciencia crecía un miedo que estaba descontrolándose—. No pienso robarte más que un poco de tiempo, pajarito.

—¡Deja de llamarme así y lárgate de aquí!

La respiración de Kagome ya no era tranquila. La preocupación inicial dio paso a un miedo que le era ligeramente conocido. Como el miedo que se instalaba en su estómago y pecho cada vez que ciertos jóvenes —y no tanto— le murmuraban cosas al oído en algún viaje en tren especialmente atiborrado, allí, en su época. La clase de miedo que una chica experimentaba diariamente en su futuro. No creía que esa clase de miedos tendrían lugar en la aldea de Kaede, en ese pasado en donde siempre había estado tan bien protegida.

—No me iré, pajarito.

Kaage dio otro paso adelante y Kagome sintió la textura de la pared de madera, que le impedía ir más atrás, escapar de aquel individuo que no dejaba de llamarle de aquella forma que lograba que sus tripas se retorcieran. La canasta con las pocas cosas que había encontrado cayó de sus manos cuando chocó la pared, y esparció el contenido sobre el piso. Kaage lo observó quedo, sin esconder esa sonrisa que Kagome veía sucia y pérfida.

No tenía su arco, las flechas, ni siquiera un cuchillo o arma de algún tipo. Miró alrededor buscando algo que le sirviera para defenderse, pero no lograba encontrar nada útil y el eterno parloteo de Kaage (que había comenzado nuevamente a cantar Kagome, Kagome) le estaba confundiendo, impedían que pudiera concentrarse en lo que tenía delante.

El hombre estaba delante de ella, a solo un paso de distancia. Kagome tenía la garganta seca, la vista enfocada en los ojos oscuros del bandido, en su sonrisa torcida, en el modo en que los dedos de sus manos se abrían y cerraban sin parar, con la melodía siniestra de fondo.

—Aléjate de mí.

—En un rato me habré ido —sentenció. Sí, claro, logró pensar Kagome en el caos que era su mente, que comenzaban a mezclarse pesadillas y miedos, ¿pero qué te habrás llevado para entonces?

Luego, sin ningún tipo de pausa, la tomó del cabello y el grito que soltó Kagome quedó escondido debajo de la mano ancha y tosca de Kaage.


Nota
Hola de nuevo, y esta vez con un mini!fic en respuesta a un reto propuesto por Kris' Neckerchief en el foro ¡Siéntate! (cof cof al cual están invitados, link en mi perfil cof cof).
Sé que el título debería ser 'Cuando el perro no está' (mal chiste, ja-ja-ja). ¿Qué más puedo decir de momento? ¿Qué hay mucho dolor y shalalá? Lo único que sí puedo decir es que espero lo disfruten (si es que disfrutan el dolor de su otp XDD) —en especial, Kris— y que nos leeremos pronto en el siguiente capítulo.

Mor.