Las sakuras eclosionaron aquella primavera, con toda su fuerza y sus color más vivo. Tsukki pensaba que se debía a la leyenda que le contaba su hermano cuando él era pequeño: las flores del cerezo tenían esos colores rosáceos porque la sangre de los muertos las bañaba y la Luna más hermosa las volvía pálidas antes de florecer.

Tsukki sacudió la cabeza y se concentró en subir la colina poblada de cerezos a toda prisa. Anochecía y no era momento para perderse entre los pensamientos de la niñez. La hoja afiladísima de su katana, que desenvainó para contemplar su reflejo cristalino, le recordaba que debía acudir a enfrentarse a su destino. No cabía la añoranza en la guerra ni la compasión en la traición.

Cuando llegó a la cima, se sentó sobre el lecho verde de musgo y apoyó su cuerpo contra el tronco del árbol que coronaba el bosque. Puso las piernas en posición de loto y disminuyó el ritmo de su respiración. Los pétalos de las flores caían sobre él, pero no parecía ó los ojos y se concentró en llamar al bakeneko.

Kei soñaba con ser como su hermano: uno de los samurais mas famosos de todo Japón. Akiteru siempre le reñía debido a sus ensoñaciones ya que, para él, el valor de un samurai se medía por la sabiduría de su espada y no por la fama que el pueblo medio le otorgase. Kei debía entender que si quería formar parte del cuerpo tenía que proteger al clan Yamaguchi y sobre todo, al miembro más pequeño de la familia; Tadashi. Sin embargo, Tsukkishima lo comprendió demasiado tarde. Akiteru se había enamorado de una joven del clan enemigo y el señor feudal de Yamaguchi, al descubrirlo, fue inflexible. Delante del cuerpo de espadachines y del propio Kei, fue decapitado por una hoja hermana, la de su señor. Kei entendió que si quería sobrevivir y no caer en desgracia, debía enmendar el error de su hermano.

Con la reverencia más servil que pudo realizar, se postró ante el general y solicitó unirse a la élite. Los guerreros de la comitiva rompieron a reír al ver que ese mocoso se atrevía a pedir semejante favor. El señor de Yamaguchi no pudo tomárselo en serio y se apresuró a exigir su destierro. Pero una voz delicada y tímida, aunque determinada a hacerse escuchar, se alzó por encima de las carcajadas. Era Tadashi, que dio un paso al frente y logró que volviera de nuevo el silencio.

»—Su espada me protegerá. Él será mi nuevo guardián y nadie deberá tocarle. Formará parte de todos nosotros

El silencio sepulcral se volvió incómodo. Tadashi tomó la espada de Akiteru, manchada con la sangre aún caliente de su cadáver y se la tendió a Kei, que observó todo aquello, boquiabierto. ¿Por qué el hijo del hombre que había matado a su hermano, tenía compasión por él? Mientras se hacía esa pregunta, Tadashi recogió sangre de la hoja con su dedo índice y dibujó a Kei sobre su frente, el kanji de la Luna.

Así fue como Kei se convirtió en la mano derecha del hijo de Yamaguchi. Y fue el guerrero más leal y obediente que pudo tener el clan en su historia. No obstante, todo lo que tenía de fiel le faltaba en cuanto a la destreza con su espada. Su constitución enclenque, su apariencia desgarbada y su torpeza de movimientos le impedían desenvolverse con soltura en sus incursiones. Pronto se granjeó el odio del resto de su escuadrón y fue relegado a guardaespaldas de Tadashi. El joven, a diferencia de su severo y estoico padre, era cálido y amable con Kei. Crecieron juntos y se volvieron grandes amigos. El joven Yamaguchi no tenía hermanos y sentía que tener a aquel muchacho junto a él, era lo más parecido a brindarle amor a alguien de su sangre. Kei, que había perdido a su hermano, se encontró de nuevo con ese calor fraternal al que tanto había echado de menos y se volvieron inseparables.

Sin embargo, en el interior de Tsukishima aún permanecía el resentimiento. Por mucho que Tadashi quisiera. de alguna forma, enmendar el asesinato de su hermano a manos de su padre con aquel noble amor de guerreros, Kei acariciaba, a veces con deleite y otras con vergüenza, la posibilidad de vengarse de la familia que regentaba el feudo. ¿Qué hubiese hecho Akiteru en su lugar? Sentía que había traicionado el honor de su hermano ofreciendo sus servicios al asesino que había acabado con su vida. Y, aunque el deber de Kei como samurai, era el de defender a su señor, la injusticia de haber perdido a su hermano debido a un amor que acabó en desgracia, seguía atormentándolo.

»—Oh, Oni-chan. ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? —se preguntó una noche de luna llena adentrándose en el bosque de cerezos aledaño.

De repente, iluminado por el fulgor plateado de aquel gigantesco espejo en el cielo nocturno, apareció ante el guerrero una oscura criatura. Era un hombre, de eso estaba seguro Kei. Pero algo en su interior le advertía de que emanaba una temible aura y que debía huir de ella costara lo que costase.