Título: La vecina de al lado.

Crossover: Bleach y South Park

Categorías:Romance/Drama/Angst/Family/Suspense/

Advertencias:Ninguna por el momento

Capítulo:1/(¿?)

N/A: Lo único que puedo decir es… ¡disfruten esta nueva y loca historia!

Disclaimer:Todos los personajes del Anime/MangaBleachson propiedad de Tite Kubo.

Todos los personajes de la serie South Park le pertenecen a Trey Parker & Matt Stone.

Música: Amor Marinero–Macaco(Esta sección es puro relleno)

Facebook: www. Facebook. Com / Jazz Otaku Shinigami

Prologo

Si hubieran podido hacer su voluntad, Rukia e Ichigo se habrían fugado. Ella tenía treinta años, él treinta y seis, y solo querían casarse. Pero el padre de la novia insistió en que su única hija tuviera una gran boda, a su madre le encantaba gastar dinero y a la familia de Ichigo le entusiasmaban las fiestas.

Así pues, en junio organizaron una boda por todo lo alto en el club de campo de Cape Cod, del que el padre de Rukia era socio. La ceremonia se celebró frente a una marisma, con golondrinas de mar y trescientas personas como testigos. Después, precedidos por los novios, que caminaban cogido del brazo, esos trescientos invitados marcharon a través del Green dieciocho y rodearon el chalé para tomar la cena fría que se serviría en el jardín. El lugar estaba exuberante de verdor, preñado de lilas y peonías, perfumado de rosas, todo lo cual fue mucho más apreciado por los invitados de la novia, afectos a las formas, que por los del novio, afectos a la diversión. También los brindis obedecieron a esta diferencia, comenzando por el del padrino.

De los ocho hermanos, Kaien Kurosaki era el que precedía en edad a Ichigo, el menor. Con la copa de champán en la mano, dirigió a su esposa y a sus cuatro hijos una sonrisa al estilo Kurosaki antes de volverse hacia el novio.

—Aunque yo sea un año mayor que tú, seguirte ha sido difícil, Ichigo Kurosaki. Siempre fuiste mejor en la escuela y en los deportes. Siempre era a ti a quien elegían delegado de la clase, ¡y la verdad es que a veces llegué a odiarte!

Hubo risas sofocadas.

—Pero ahora no, porque yo sé algo que tú ignoras. —Su sonrisa se tornó pícara—. Aunque hayas heredado el porte y el cerebro de la familia, en la oscuridad de la noche eso no tiene mucha importancia. De modo que os deseo a ti y a Rukia todo lo que yo he tenido en estos últimos quince años. —Alzó la copa—. Por vosotros. Que vuestra vida se llene de dulces secretos, risas francas y muy buen sexo.

Hubo vítores y gritos burlones, tintineo de copas, y la bebida desapareció.

Al atenuarse el bullicio una de las tres damas de honor, vestida elegantemente de azul marino, se acercó al micrófono. Bebe Stevens habló con suavidad.

—Rukia ha estado soltera mucho tiempo, esperando que apareciera el hombre de su vida. Solíamos lamentarnos juntas por eso. Luego yo conocí al mío; Rukia interrumpió su búsqueda para dedicarse a su trabajo. Cuando vio a Ichigo por primera vez no lo estaba buscando, pero así es como suelen suceder las mejores cosas de la vida. —Alzó su copa—. Por Rukia y Ichigo. Porque os améis eternamente.

Más que interrumpir su búsqueda, Rukia había perdido las esperanzas de hallar a un hombre en el que pudiera confiar hasta el punto de amarlo. De pronto, una insospechada tarde de verano, buscó refugio contra el calor de Manhattan visitando a su antigua asesora de tesis, que vivía en Greenwich. Allí estaba Ichigo, desnudo hasta la cintura, apuesto y sudoroso, plantando enebros en la ladera de una colina, junto a la casa de la mujer.

Eran seis los hombres que trabajaban allí. Rukia no tenía idea de por qué fue Ichigo quien atrajo su mirada en lugar de alguno de los otros.

No; eso no era cierto. Sabía muy bien por qué. Simplemente llamaba la atención: cabello anaranjado, barba muy corta, más alta y musculosa que los demás, aunque descubriría más adelante que rara vez se ocupaba de cavar. Él era el cerebro de la operación. Y Rukia aseguraba que eso también la había atraído.

Pero ¿cómo pudo saber algo de su cerebro al verlo desde treinta metros de distancia? Por sus ojos. Habían buscado los de ella a través de la ladera para sostenerle la mirada de una manera que sugería bien un descaro total o una confianza suprema. Ambas cosas eran extrañas a su experiencia en materia de hombres, y la una tan excitante como la otra. Durante la visita, cuando apenas habían transcurrido quince minutos, él llamó a la puerta para mostrar los planos de otra zona del jardín.

La interrupción fue deliberada. Él lo admitió desde el comienzo mismo. Quería que los presentaran. Y así fue.

Wendy Kurosaki, la hermana mayor del novio, se acercó al micrófono. Lucía un traje verde que le sentaba mejor cuando aún no habían nacido los tres menores de sus cinco hijos. Sin dejarse intimidar, segura de sí, se volvió hacia Ichigo, que estaba de pie, rodeado de amigos, con un brazo en torno de su rubia novia, vestida de encaje blanco y cuentas.

—Yo tenía doce años cuando naciste —barbotó Wendy—. Te he cambiado más pañales de los que tú o yo querríamos admitir. De modo que ahora te toca el turno. —Alzó la copa—. ¡Que tengas muchísimos bebés! ¡Y muchísima paciencia!

— ¡Eso, eso! —exclamó la multitud.

Las voces fueron apagándose y otra dama de honor, también vestida de azul marino, se acercó al micrófono.

—Rukia y yo nos conocimos en los cursos de posgrado —explicó Rangiku Matsumoto con tono amable—. En Nueva York fuimos psicólogas de escuelas vecinas, hasta que Ichigo se la llevó. No sé si alguna vez podré perdonárselo, pero lo cierto es que Ichigo ha sido una sonrisa en los ojos de Rukia desde el día en que se conocieron. En un mundo donde las sonrisas escasean, eso es muy importante. Quien se gana la vida con nuestra profesión lo sabe bien. Sabe lo preciosas que pueden ser las sonrisas. También sabe reconocer las auténticas, como la que luce ahora mi amiga. —Se volvió hacia la radiante pareja con la copa en alto—. Por Rukia y Ichigo. Lo vuestro puede haber sucedido deprisa, pero es de verdad. Brindo por muchos millares de sonrisas y por una vida llena de salud y prosperidad.

Por lo general a Rukia no le gustaba que las cosas sucedieran deprisa. Prefería explorar; reflexionar, planificar. Cuando salía con un hombre, quería saberlo casi todo sobre él antes del primer beso porque estaba escarmentada. Había visto en su propio hogar lo que era una pareja mal avenida mucho antes de comenzar a oír a los estudiantes a los que asesoraba quejarse de sus padres. Y no creía en el amor a primera vista. Eso podía ser lujuria, pero no amor. Lo que de terapeuta había en ella exigía orden y concierto.

La atracción que sentía por Ichigo Kurosaki puso en evidencia sus ideas. En la primera cita, un día después de aquel encuentro en Greenwich, él la convirtió en aficionada al sushi. A la noche siguiente salieron a bailar, y esa fue su perdición. Ichigo era un bailarín excepcional. La guiaba con gracia y fluidez, y ella, por independiente que se creyera, lo seguía. Una canción llevó a la siguiente, y luego a otra más. Cuando él le cogió una mano para acercársela al corazón, Rukia sintió que el resto de su ser también se acercaba.

Para Ichigo aquel fue un momento decisivo. No necesitaba una mujer que casara con la imagen de su madre o de sus hermanos. Ya había pasado por eso. En esta oportunidad necesitaba una mujer que casara con él. Algo en el modo en que Rukia se acomodaba contra su cuerpo decía que ella casaba... y eso iba más allá de lo físico, tal como él lo necesitaba. Tenía treinta y cinco años. Sabía qué era la atracción física, pero en Rukia había más que eso. Era una joven de buena familia, reservada y elegante, pero parecía sentir la chispa que existía entre ambos con tanta intensidad como él La sorpresa que vio en sus ojos al atraerla hada sí, segundos antes de que se hundiera en su cuerpo, indicaba que, si bien no le resultaba fácil confiar, en él confiaba.

Ichigo recordaría ese momento hasta el día de su muerte. Se había sentido fuerte. Incomparable. Necesario.

Masaki Kurosaki, la madre del novio, no alzó su copa para brindar. Su sonrisa era forzada y tenía los ojos brillantes. Se mantenía a un lado, con la familia de su hermano. Parecía ajena a la fiesta hasta que el tercero de sus hijos varones se acercó al micrófono. Solo entonces se le aclararon los ojos y sus facciones adquirieron más suavidad.

Eric Cartman Kurosaki era sacerdote jesuita. Poseía un carisma notable, que el cuello clerical no hacía sino realzar. Después de acallar al gentío sin dificultad dijo a los novios:

—Me Habría preocupado que prefirierais casaros en un club de campo antes que en una iglesia si no hubiera pasado tanto tiempo con vosotros en estos dos últimos meses. Si acaso existen las relaciones perfectas, la vuestra lo es. —Se apartó del micrófono para acercarse a los recién casados y, apoyando una mano en el hombro de Ichigo, alzó su copa—. En vuestras caras refulge el amor. Que sea siempre así. Quiera Dios que viváis muchos años, que deis más de lo que toméis y que sirváis a Nuestro Señor de maneras misteriosas. —Hizo una pausa, con los ojos chispeantes, y sucumbió al Kurosaki que llevaba dentro—: ¡Y qué os reproduzcáis bien!

Rukia no era promiscua. Antes de Ichigo había tenido dos amantes. Salió durante varios meses con cada uno y escogió bien el momento, el lugar y las precauciones antes de quitarse la ropa.

Con Ichigo todo fue diferente. El había propuesto una excursión, lo que a Rukia le pareció una estupenda aventura. Había supuesto que duraría un solo día, pero Ichigo apareció con sacos de dormir, alimentos, bebidas y la llave de la cabaña de un amigo, seis kilómetros bosque arriba.

A ella no se le pasó por la mente rehusar. No era excursionista y nunca había tenido un saco de dormir; cuando menos, no de los que protegen el cuerpo contra el frío de una noche en la montaña, como los que había traído Ichigo. Pero él era hábil y coordinador, le gustaba explicarle cosas y se le daba bien. No le importaba hacerle preguntas cuando conversaban de temas de los que ella estaba mejor informada. ¡Y por añadidura, su sonrisa! Era despreocupada, sincera y tan ancha que abría un surco en cada mejilla a través de la barba. En resumidas cuentas, estar con él era lo más estimulante que le había sucedido.

La montaña por la que caminaban estaba cubierta de un verdor lozano, con arroyos claros, dulces trinos y vistas deslumbrantes que la convertían en un lugar embriagador. El la guiaba por el sendero con tanta habilidad como en la pista de baile. Rukia se puso en sus manos, tal como había hecho entonces.

No llegaron a la cabaña. Apenas terminada la comida, él la tendió en un claro protegido, muy cerca del camino, y le hizo el amor allí, a plena luz del día. Estaban sudorosos, polvorientos y cansados, según ella creía, pero una vez que comenzaron ya no pudieron parar. Rukia recordaba haber pensado que, si él no se hubiera ocupado de la anticoncepción, ella la habría pasado por alto. Lo necesitaba demasiado para andarse con cautela. Y se sentía tan completa con él dentro que aquello no le importó.

—Mi familia es incorregible —declaró Patty Kurosaki, desde el micrófono. Su mirada se dirigió brevemente a Inoue Orihime, la novia de Ichigo en la infancia y luego su primera esposa, que seguía siendo una querida amiga de la familia. Luego se posó en Ichigo y Rukia—. Este mensaje es mío y de Orihime. Mi hermano es de lo mejor, Rukia. Además de guapísimo, es inteligente, sensible y especial. Me parece que tú también lo eres. —Hizo una pausa y sonrió—. De modo que podemos esperar bebés guapos, inteligentes, sensibles y especiales. Os deseo a ti y a Ichigo toda la felicidad del mundo. —Sus ojos se centraron en el novio, tres años menor que ella—. En cuanto a ti, Ichigo Kurosaki, que sea la última vez que debo hacer esto por ti.

El aplauso fue largo y fuerte; solo menguó al acercarse al micrófono la tercera dama de honor, alta, delgada y tímida. Mientras miraba por encima de un mar de caras, todas con la ancha sonrisa de los Kurosaki, dijo suavemente:

—No tengo hijos ni hermanos como vosotros, pero sí una larga amistad con la novia. Conozco a sus padres, y ahora me gustaría darles las gracias por esta fiesta tan bonita.

Alzó su copa hacia Hisana Kuchiki, que estaba a un lado; luego hacia Byakuya, en el costado opuesto, y esperó a que cesara el aplauso para continuar hablando.

—De cuantos estamos aquí, soy la más antigua de las amigas de Rukia. Nos conocimos en el parvulario y hemos permanecido unidas durante todo este tiempo. Rukia ha estado conmigo en todos estos años, como solo ella y yo sabemos. Sabe escuchar como nadie, piensa con claridad y no hay confidente más leal que ella. No me sorprende que se entienda tan bien con los adolescentes. A menudo he envidiado a esos niños. Ahora envidio a Ichigo.

Ichigo se habría envidiado a sí mismo si hubiera sido posible. Sabía qué era eso de mirar desde un altar a lo largo de un pasillo alfombrado de flores, hacia el fondo de la multitud, en el momento en que aparece la novia. Lo que no esperaba era que todo lo demás se esfumara... por completo. No estaba preparado para eso, y tampoco para el pequeño nudo que se le formó en la garganta y le llenó los ojos de lágrimas.

A tal punto estaba prendado de ella que tenerla era un privilegio. Era inteligente, culta, fina; todo cuanto siempre había admirado y suponía que él no era por provenir de una familia como la suya. No obstante, pese a todas las diferencias, él y Rukia nunca habían discutido. Les gustaban los mismos muebles, las mismas comidas, la misma música. Ambos querían la misma casa, con una familia numerosa. Ya la primera vez que la vio de espaldas, en aquella ladera de Greenwich, tuvo la convicción, absolutamente sentimental, de que su matrimonio con Orihime había muerto por el mejor de los motivos: porque Rukia lo estaba esperando.

Y ese día, en efecto, todo se esfumó. No veía sino a ella, que se acercaba caminando por el césped. Y cuando su corazón giró hacia una dirección que él supo definitiva, le pareció bien.

Para concluir su brindis, la dama de honor de Rukia buscó la mirada de Ichigo.

—Mi amiga es preciosa. Cuídala bien, por favor. —Y alzó la copa—. Por vosotros. Que cada minuto de la espera haya valido la pena.

Hubo suspiros y palabras de asentimiento. Luego se oyó una voz grave: «Hablando de esperas...», y comenzó la inevitable marcha de Kenny Kurosaki hacia el micrófono. Era el mayor de los hermanos, padre de cinco hijos y propietario, junto con Kaien, el segundo, de la ferretería de su difunto padre. Levantó la copa.

—Tengo un solo consejo para mi guapo hermano y su bella novia. ¡Manos a la obra, Rukia e Ichigo! Comenzáis tarde.

Rukia e Ichigo celebraron su primer aniversario de boda visitando una casa. Habían visto otras, pero ninguna tan grande ni tan bonita, ninguna que estuviera situada en un vecindario de tan buen tono ni que los entusiasmara tanto como esa. Su precio era elevado, pero Ichigo tenía tanto trabajo como arquitecto paisajista que había contratado un ayudante a tiempo completo, y Rukia acababa de ser designada psicóloga escolar en esa misma ciudad.

Esa ciudad era Woodley. Se levantaba, próspera y prístina, sobre un conjunto de colinas ondulantes, en el oeste de Connecticut, a noventa y tantos minutos de Nueva York viajando en coche. Entre sus catorce mil residentes se contaban cinco o seis altos ejecutivos de grandes empresas, innumerables médicos y abogados, y una lista creciente de personas que habían hecho fortuna con Internet. La población era cada vez más joven. A medida que brotaban grandes casas nuevas en las parcelas arboladas y los antiguos residentes se jubilaban y mudaban al sur, en las calles de la ciudad crecía el desfile de coches adecuados para familias.

La mansión, que tenía apenas diez años, era la primera de un círculo de cuatro casas victorianas, construidas en torno de un boscoso callejón sin salida. Por su generosa mole amarilla con bordes blancos, su amplio porche, que la rodeaba por completo, su primorosa cerca de madera y sus farolas de gas, era tan pintoresca como las vecinas. Pero la belleza no se limitaba al exterior. El vestíbulo era amplio y luminoso; lo flanqueaban el salón y el comedor, con molduras talladas, armarios de caoba empotrados y ventanas altas. En la parte trasera había una cocina grande, con encimeras de granito, suelo de madera y un comedor de diario acristalado. Una escalera curva, repleta de asientos bajo las ventanas de los dos descansillos, ascendía hacia los cuatro dormitorios del piso superior, uno de los cuales era una lujosa suite matrimonial. Por si eso no bastara, la agente de la inmobiliaria los condujo a un par de habitaciones construidas sobre la cochera.

—Oficinas —murmuró Rukia entusiasmada en cuanto la mujer se apartó para atender su teléfono móvil.

Ichigo respondió con otro susurro:

— ¿Podrías atender aquí a tus pacientes?

—Por supuesto. Y tú ¿podrías dibujar aquí tus planos?

—Desde luego. —Los murmullos continuaron—. Mira esos bosques. Huele las lilas. Si no es esta, ¿cuál? ¿Has visto los dormitorios?

—Son enormes.

—Exceptuando el que está junto al nuestro. Podría ser la habitación del bebé.

—No, no. —Rukia planeaba algo distinto—. Yo pondría la cuna en nuestro dormitorio y convertiría ese en salita de estar. Sería perfecto para leer cuentos antes de ir a la cama.

—En ese caso, Zoe y Emma dormirán en la habitación de enfrente. Y Hal y Tyler, en la más apartada.

—Hal no —suplicó Rukia. Era una vieja discusión—. Ichigo Jr. Si se parecen a ti y a tus hermanos harán muchas travesuras; por eso conviene que estén más cerca.

—Hal —insistió Ichigo —. Y los quiero lejos. Los varones arman más jaleo. Te lo aseguro.

Le rodeó la cintura con un brazo para acercarse a sus caderas. Su mirada se tornó más intensa, se acentuó el color en sus mejillas y su voz sonó más grave al susurrar:

— ¿Guardamos el diafragma?

El momento era tan perfecto que Rukia apenas podía respirar.

—Sí.

— ¿Vamos a hacer un bebé?

—Esta noche. —Habían decidido aguardar ese año para poder disfrutar sin interrupciones antes de que su vida experimentara el cambio inevitable.

—Si esta casa fuera nuestra... —la voz de Ichigo se volvió más sensual—, ¿dónde te gustaría...?

—En el comedor de diario —musitó ella—. De ese modo dentro de diez años podremos mirarnos por encima de las cabezas de los niños y compartir nuestro pequeño secreto. ¿Y tú?

—En el jardín trasero. En los bosques, lejos de los vecinos. Sería como repetir nuestra primera vez.

Pero no era la primera vez. Llevaban un año de casados y tenían sueños acuciantes.

—Esta casa es perfecta, Ichigo, y el vecindario también. ¿Has visto las casitas construidas en los árboles y los columpios? Aquí hay gente simpática con niños. ¿Podemos pagar tanto?

—No. Pero lo pagaremos.

Celebraron el segundo aniversario con una consulta al ginecólogo de Rukia. Llevaban un año haciendo el amor sin métodos anticonceptivos, pero no había surgido ningún bebé. Tras meses de negarlo, de asegurarse mutuamente que era solo cuestión de tiempo, empezaban a preguntarse si habría algo anormal.

Después de examinar a Rukia el médico declaró que gozaba de buena salud. Cuando Ichigo se unió a ellos, el veredicto fue el mismo. Ella solo se sintió aliviada cuando su esposo, con una ancha sonrisa, la estrechó contra sí.

—Estaba asustada —dijo al médico con timidez, ahora que lo peor estaba descartado—. La gente cuenta cosas horribles.

—No preste atención a esas cosas.

—A veces es más fácil decirlo que hacerlo.

Las peores cosas eran las que explicaban sus cuñadas. Y ella ¿qué podía hacer? No era cuestión de volverles la espalda y dejarlas con la palabra en la boca. Por otra parte, no hablaban por experiencia propia. Referían anécdotas de amigas o de amigas de sus amigas. Los Kurosaki tenían bebés sin ninguna dificultad. Rukia e Ichigo eran una anomalía.

El médico se arrellanó en el sillón y cruzó los dedos sobre el vientre adoptando una actitud paternal.

—Hace más de treinta años que me dedico a esto y conozco bien los problemas que se plantean. El único que veo en este caso es la impaciencia.

— ¿No es comprensible? —preguntó Ichigo —. Rukia tiene treinta y dos años. Yo, treinta y ocho.

— ¿Y llevan dos de casados? ¿Y solo uno buscando un bebé? No es tanto tiempo. —El ginecólogo echó un vistazo a las notas que había garabateado—. Podría ser la tensión nerviosa, pero ambos parecen muy satisfecho con su trabajo. ¿No es así?

—Sí —respondieron los dos. Había sido otro año excelente.

— ¿Y les gusta vivir en Woodley?

—Mucho —aseguró él—. La casa es un sueño.

—Y los vecinos también —añadió Rukia—. Hay seis niños. Los padres son estupendos. Y una pareja mayor... —Se interrumpió y dirigió una mirada dolorida a Ichigo. Él la atrajo hacia sí.

—Nell acaba de morir —explicó al médico—. Le diagnosticaron un cáncer y falleció seis semanas después. Tenía apenas sesenta años.

Rukia todavía estaba afectada.

—La traté solo durante un año, pero la quería mucho, como todo el mundo. Nell era como una madre, quizá mejor. Podías contárselo todo. Te escuchaba y hacía que las soluciones parecieran sencillas. Grimmjow está como perdido desde su muerte.

— ¿Y qué dijo Nell de esto? —preguntó el médico.

Rukia no negó que hubiera hablado del tema con ella.

—Que tuviera paciencia, que ya vendría.

Él asintió.

—Y así será. Usted se encuentra bien, créame. Todo está como debe estar. Su ciclo es regular. Sabemos que ovula.

—Pero ya ha pasado un año. Los libros dicen...

—Cierre los libros —ordenó él—. Vaya a casa con su esposo y diviértase.

En el tercer aniversario, Rukia e Ichigo fueron a Manhattan para consultar con un especialista. En realidad, era el tercero. Desecharon al primero porque continuaba asegurando que no había nada anormal; en realidad ellos no creían que lo hubiera, pero consideraban que se imponían unos cuantos análisis. Por eso buscaron al segundo, un especialista en fertilidad, quien atribuyó el problema a la edad.

—Qué bien —dijo Ichigo, expresando la frustración que compartía con Rukia—. ¿Cómo lo solucionamos?

El hombre se encogió de hombros.

—No se puede volver el tiempo atrás.

Rukia reformuló la pregunta.

— ¿Que tratamiento hay para... las parejas mayores que quieren tener hijos?

Ichigo la miró, boquiabierto.

— ¿Parejas mayores? El promedio de nuestras edades es de treinta y seis años. No se puede decir que seamos viejos.

Ella levantó una mano para pedirle que dejara al médico responder.

—Hay cosas que pueden hacer, desde luego —explicó el especialista—. Por ejemplo, la IA. Y luego la IIU y la IICE. Si todo eso falla, siempre nos queda la FIV.

—Traduzca —ordenó Ichigo.

—Sí, por favor —añadió ella.

— ¿No han leído nada sobre el tema todavía? —Inquirió el médico con extrañeza—. En su situación la mayoría de las parejas habrían investigado.

Rukia quedó desconcertada.

—El último médico que nos atendió insistía en que todo estaba bien. Nos indicó que siguiéramos como hasta entonces y no nos preocupáramos por procedimientos especiales.

— ¿Quieren tener un hijo o no?

Más que una pregunta, era una aseveración. Y aunque no fue pronunciada con dureza tuvo ese efecto. Ichigo se levantó.

—No nos entenderemos.

Rukia estuvo de acuerdo. Necesitaban a alguien que supiera comprender en lugar de juzgar. El especialista se encogió de hombros.

—Consulten con diez médicos más y les dirán lo mismo. Las opciones son: inseminación artificial, inseminación intrauterina, inyección intracitoplásmica de esperma y fertilización in vitro. Los procedimientos son más costosos a medida que se pasa al siguiente. Además, la mujer es cada vez menos apta para la concepción según envejece.

Cuando Ichigo buscó la mirada de Rukia y señaló la puerta con el mentón, ella estuvo a su lado en un segundo. Fue así que el tercer aniversario los encontró en Nueva York. Ese último médico, que parecía comprensivo y lleno de recursos, comenzó con una batería de exámenes; por primera vez practicaron algunos a Ichigo. Como los resultados inmediatos no revelaron ningún fallo, les proporcionó un montón de material para leer y una carpeta llena de gráficos y consejos. Después de asegurarles que no esperaba ninguna sorpresa de los exámenes que faltaban, los envió a casa con unas instrucciones. Rukia debía identificar sus períodos de fertilidad tomando su temperatura corporal. Ichigo tenía que aumentar al máximo su cantidad de esperma dejando pasar al menos dos días entre una eyaculación y otra.

Bromearon sobre el tema durante todo el viaje de regreso a Woodley, pero las risas eran nerviosas. Inevitablemente ya no hacían el amor con tanta despreocupación como antes. El objetivo de tener un bebé se anteponía al placer. Y al pasar los meses sin que ese objetivo se alcanzara, la inquietud de ambos fue en aumento.

El cuarto aniversario transcurrió tranquilo. Rukia se estaba recuperando de una pequeña operación. Esta vez, el especialista era una mujer que dirigía una clínica de fertilidad, a treinta minutos de Woodley, una cuarentona con tres hijos menores de seis años. La disgustaban los colegas que atribuían a problemas emocionales todo cuanto no podían diagnosticar, como había hecho finalmente el médico de Manhattan. Insistió en que la llamaran por su nombre de pila (Emily), y no solo les hizo preguntas que nadie hasta entonces había formulado, sino que realizó exámenes diferentes. Fue así cómo descubrió un leve bloqueo en una de las trompas de Rukia; aunque no estaba segura de que fuera tan grave como para ser la causa, aconsejó un raspado.

Rukia e Ichigo accedieron de buena gana. Por entonces ya habrían debido tener tres hijos (Tyler, Emma y Hal), nacidos en tres años consecutivos. Tal como estaban las cosas, la casa que tanto les gustaba para su familia empezaba a parecerles demasiado grande y silenciosa. Aunque trataban de no obsesionarse, a veces dudaban de que llegaran los niños.

En ese cuarto aniversario no hicieron el amor. Rukia aún estaba demasiado dolorida. Aun sin la operación, no habría sido un buen momento para el sexo. Fue una mañana de diálogos tiernos. Ichigo le llevó el desayuno a la cama y le regaló un par de pendientes en forma de corazón. Ella le dijo que lo amaba y le entregó un libro sobre arbustos exóticos. Luego él se fue a trabajar.

De hecho, en ese cuarto año lo bueno era el trabajo. Diseños Paisajísticos Kurosaki prosperaba. Por entonces Ichigo había alquilado unas oficinas en el centro de Woodley, donde trabajaban dos asistentes a tiempo completo y un administrador comercial. Los tres viveros más grandes de Connecticut le reservaban los mejores ejemplares; comerciaba constantemente con cultivadores de Washington, Oregón y las Carolinas. Mantenía ocupados a dos de los equipos plantando con regularidad.

Rukia, por su parte, había sido nombrada psicóloga coordinadora del sistema escolar de Woodley, con lo cual tuvo facultades para modernizar un organismo algo anticuado. Eso requería intimar con los estudiantes en situaciones que no los hicieran sentirse amenazados: seminarios de liderazgo, grupos de almuerzo y programas de servicios comunitarios. Requería abrir la puerta de su oficina, permitiendo tanto las sesiones de cinco minutos como las de cuarenta y cinco, y comunicarse con algunos estudiantes por correo electrónico si esa era la única manera en que podían tolerar a una psicóloga. Debía consultar con otros terapeutas en los casos difíciles y con abogados en asuntos confidenciales. Tenía que formar y preparar un equipo de crisis.

Así pues, ella e Ichigo tenían casa, trabajo, vecinos y amor. Lo único que habría podido embellecer esa celebración del cuarto aniversario era un hijo.

Cuando faltaban dos meses para el quinto aniversario y Rukia se sentía, no ya mujer, sino un robot productor de óvulos, ella e Ichigo se reunieron para comer. Hablaron de trabajo, del clima, de qué entremeses podían elegir. No mencionaron lo que Rukia había hecho esa mañana (someterse a una prueba de ultrasonidos para medir sus folículos ováricos) ni la actividad de la tarde, momento en que Ichigo debería producir esperma fresco para que Rukia fuera inseminada artificialmente. El procedimiento ya había fracasado una vez. Ese era el segundo de tres intentos posibles.

Ese mismo día, poco después, Rukia yacía sola en una sala esterilizada de la clínica. Ichigo había vuelto al trabajo después de hacer su parte. Emily asomó la cabeza para saludarla, desde el pasillo. Después de una espera que se le hizo interminable entró una técnica a quien ella no conocía. Rukia calculó que no tendría más de veintiún años. Y la palabra «técnica» era la más adecuada. La muchacha carecía de habilidades sociales y de simpatía personal, y la paciente estaba tan nerviosa que apenas hizo un breve intento de entablar conversación. Como no obtuvo respuesta, se limitó a clavar la vista en el techo mientras la muchacha le inyectaba el esperma de Ichigo. Hecho eso, la dejaron sola.

Rukia ya sabía qué vendría a continuación. Pasaría veinte minutos tendida allí, con la pelvis elevada para dar al esperma un impulso en la dirección debida. Luego se vestiría para regresar a su casa. Y pasaría los diez días siguientes con el alma en un hilo, preguntándose si esta vez habría «prendido».

Pero en ese momento, mientras yacía a solas con el silencioso esperma de Ichigo, sintió una punzada en el pecho. Le habría gustado pensar que era algo místico, el anuncio de que en ese instante un bebé iniciaba sus nueve meses de vida intrauterina. Pero no se dejó engañar. Esa punzada era de miedo.

¿Continuará…?