PRÓLOGO

Había pasado casi una semana desde su cumpleaños número dieciséis. Yuri, había cenado con su abuelo, recibió mensajes de parte de muchas mujeres que ni siquiera conocía, la mayoría provenían de su ejército de fans, llamadas "Yuri Angels"; a pesar de no demostrarlo a menudo, y de temerles la mayoría de tiempo, el tigre ruso, Yuri Plisetsky se enorgullecía de tener tan fieles seguidoras. Más tarde de aquel día, recibió llamadas, entre ellas la de su madre, Yakov, Lilia, Mila, y también una video llamada de Viktor, desde Japón, con Yuuri por supuesto; le costaba admitirlo, pero ya se había acostumbrado a verlos juntos, y se veían bien así como estaban.

Muchos patinadores también lo saludaron por redes sociales, así que en la noche de su cumpleaños, se pasó respondiendo saludos, intentando ser lo más cortés que podía. Luego vino la llamada de Otabek, él también estaba visitando a su familia, la conversación fue extensa, Yuri se sentía muy a gusto cada vez que hablaba con él, a pesar de que Otabek fuese muy frío y reservado, Yuri sentía que no lo era del todo, especialmente cuando sus conversaciones se trataban de música, él podía extender mucho la conversación y emocionarse en demasía, lo cual hacía carcajear a ambos. Era la primera vez que Yuri tenía un amigo tan cercano, al cual podía contarle todo.

Aquel día, la pista de patinaje estaba vacía, Yuri había despertado excesivamente temprano, la inactividad física, los videojuegos y los libros lo habían aburrido, él necesitaba al hielo, ahora era el oro del Grand Prix, no podía descuidar su posición, y no era su intención dejarle el camino libre ni a Viktor ni al katsudon.

Terminó de cambiarse y se sujetó una coleta en el cabello, por alguna razón, le gustaba llevarlo largo, a pesar de que fuese molesto tener una melena tan grande. Cerró el locker y salió con destino al hielo. Hielo que ya estaba siendo usado por alguien más.

Un hombre alto y moreno, se hallaba dando giros, perfectos, sin vacilaciones y con una autoconfianza que encendía el ambiente, parecía derretir la pista y hacer bailar el agua al ritmo que se le antojase. El hombre dejó de patinar, y con una sonrisa brillante, incluso hiriente para la vista, se volteó en dirección a Yuri.

¡Hey, Lady!

Aquel irritante tono de voz, lleno de arrogancia y aires de autosuficiencia sólo podían venir de la persona más desagradable que alguna vez haya conocido, Jean Jacques Leroy, o al menos eso pensaba Yuri, hasta ese momento.