Mi primer intento de "comedia" en este fandom…
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[ El favor de una diosa ]
I
El grito de la mujer se había escuchado en todo el Santuario. Shion estaba seguro de que incluso el mismísimo Zeus había podido escucharla. Suspiró, resignado, intentando hacer comprender a su diosa, pero Saori Kido, alias Athena, se negaba a escuchar razones.
– ¡No, no y no! – replicó la mujer – ¡Ya te lo dije, Shion! ¡No voy a invertir esa cantidad de dinero en la reconstrucción de este Santuario! ¡Es absurdo!
– Pero, señorita Athena…
– ¡Olvídalo! Soy la diosa venerada en este Santuario, ¿por qué debería usa mi dinero para repararlo? – negó frenéticamente con la cabeza – Es el deber de quienes me sirven reparar mi Santuario.
– Diosa malvada y tacaña – murmuró Shion por lo bajo.
– ¿Dijiste algo? – lo miró con gesto inquisidor, elevando su cosmos para intimidar al Patriarca.
– N-Nada, no se preocupe. Pero… es que tiene que comprender que es imposible para nosotros conseguir los recursos económicos para reparar los destrozos que dejó la batalla contra Hades.
– Hades es un estúpido, debería ir al mismísimo Inframundo para cobrarle por los destrozos que provocó en mi Santuario – hizo una breve pausa – Oh, espera, el inútil de mi tío ya no está – y comenzó a reír perversamente – Sí, bueno, volviendo al tema en cuestión…
– Le digo, señorita Athena, que es imposible para nosotros, ¿cómo vamos a conseguir esa exorbitante suma de dinero? Piénselo bien, los santos de Athena sólo servimos para pelear. No tenemos ningún talento adicional, salvo la habilidad para reparar armaduras mía y de Mu, pero, está claro que la gente común no sale a la calle vistiendo armaduras. Es decir, no es como si pudiéramos poner un puesto de reparación de armaduras en las calles de Rodorio.
– Bueno, puede que tengas razón – dijo la diosa – Bandada de inútiles que sólo sirven para destruirlo todo – murmuró por lo bajo.
¿Y ella es la diosa de la sabiduría? ¡Por todos los dioses! Si lo único que hace es repetir, "Seiya, Seiya", diablos, si te gusta consigue un cuarto y…
– ¡Ya sé! – exclamó, victoriosa, la mujer – Por Zeus, soy tan brillante que me sorprendo.
– ¿Señorita Athena?
– Shion, dejo el santuario, o lo que queda de él, a tu cuidado – se levantó de su silla y tomó el báculo de Niké – Me voy a Olimpo.
– ¿A-Al Olimpo? – preguntó el ariano, atónito – ¿Pero qué…?
– Le pediré dinero a mi padre – respondió alegre – Ya sabes, con todo eso de que soy su hija favorita, estoy segura de que no será capaz de negarme nada.
– ¿Eh?
– Ya lo escuchaste, me marcho. Cuida del santuario.
Y así, Athena desapareció, envuelta en el resplandor dorado de su cosmos. Shion suspiró profundamente, preguntándose cómo había terminado sirviendo a una diosa tacaña, despreocupada y altanera como ella.
II
El Olimpo, sagrada residencia de los dioses. Envidiables palacios, jardines y edificaciones majestuosas componían el lugar, haciendo que la diosa se sintiera diminuta. Se sentía ciertamente incómoda y el silencio poco común que inundaba el lugar no era precisamente agradable. Cierto que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado ahí y no esperaba una efusiva bienvenida; pero no pensaba que fuera mucha molestia guiar a la hija favorita de Zeus hasta los aposentos de su padre.
Athena frunció el ceño y continuó su camino, empezando a hartarse de tener que cargar a Niké por todo el trayecto. Y ella se llamaba su compañera, ¡era una holgazana! Bien podría liberarse de ese báculo y guiarla, pero no, Niké quería seguir en su absurdo letargo. Pero, cuando estaba a punto de desesperarse, escuchó una juguetona voz a sus espaldas.
– Vaya, vaya, miren nada más quién regresó.
– Hebe…
Frente a Saori se presentó una mujer de aspecto joven, como una adolescente. Tenía el cabello rubio y corto, y unos vivaces ojos celestes, más profundos que le mismísimo cielo. Vestía una túnica blanca, que le quedaba por encima de las rodillas, sujeta en la cintura con una cinta de oro.
– A mí también me da gusto verte, hermanita – arqueó una ceja y rió – Bueno, en realidad no, sólo vine porque sentí un cosmos extraño y perturbador. Además, estaba aburrida, porque Ares está fuera y no tengo a quién fastidiar.
– Sí, genial. ¿Sabes qué? No me interesa, pero ahora que estás aquí, llévame con mi padre.
– Claro, su Majestad – hizo una exagerada reverencia, a modo de burla – Debes estar bromeando, Athena, llegaste sola, encuentra el camino por ti misma.
Hebe comenzó a alejarse, internándose en un bosque. Athena, molesta, la siguió. No iba a dejar que la inmadura de su hermana se saliera con la suya. La diosa de la sabiduría se dio cuenta pronto de que, quizás, no estaba en muy buena forma, ya que le estaba costando trabajo seguirle el paso a la rubia. Hebe volteaba de vez en cuando, para comprobar que la mujer la seguía, sólo para burlarse del rostro enrojecido de Athena y sus jadeos, por el esfuerzo que le estaba significando seguirla.
Athena se detuvo tan sólo un segundo para recuperar el aire, cuando se dio cuenta de que había perdido de vista a Hebe. Maldijo su suerte y siguió caminando. Los árboles crecían cada vez más cerca, por lo que su blanco vestido – su carísimo vestido de diseñador – se atoraba en las ramas, provocando que se rompiera. Cuando estaba a punto de soltar una sarta de improperios, inadecuados para la sabia diosa que era, Athena salió a un claro y, frente a ella, se erguía un palacio, alejado de la "civilización".
Lo reconoció al instante. Era el sitio desde donde Zeus observaba el mundo y… ¿por qué no decirlo? Acosaba a aquellas mujeres u hombres que quería llevarse a la cama. Gobernante déspota y abusivo, pensó.
Athena abrió las puertas de madera y caminó por un largo pasillo, hasta que, virando a la derecha, escuchó voces. Intrigada, continuó y llegó hasta el jardín secreto del palacio. La diosa no pudo evitar sorprenderse cuando se encontró con… todas aquellas diosas, de las cuales la mayoría normalmente serían enemigas. Se aclaró la garganta para hacer notar su presencia. Hebe fue la primera en acercarse a ella y decir:
– Hasta que por fin me alcanzaste, hermanita – se burló – Necesitas hacer más ejercicio. Tal vez, si combatieras más, en vez de dejar que tus queridos santos peleen tus batallas…
– Por todos los cielos, sí que eres irritante, Hebe – se quejó Athena.
– Hebe, deja de discutir con Athena, que quiero verla.
Hera tenía un largo cabello rojizo, que llevaba adornado con el polos, sus ojos eran de un tono verde brillante e iba vestida con una magnífica túnica blanca con ornamentos de oro. La diosa madre se levantó del trono de oro donde reposaba y caminó con elegancia hasta donde estaba su hijastra. La miró de pies a cabeza, con gesto evaluador y luego le sonrió.
– Athena, ¿has aumentado un par de kilos? – la aludida frunció el ceño y apretó con fuerza su báculo – Es broma, querida, dime, ¿a qué debo el honor de tu visita?
– En realidad, vine a ver a mi padre – respondió, en tono cortante. Hera supo disimular su enfado.
– Oh mi niña, es una lástima que hayas venido hasta aquí cuando Zeus no está. En realidad ninguno de los dioses está aquí hoy, sólo quedamos nosotras – señaló a la multitud de diosas que se ocupaban de sus asuntos, jugando cartas, bebiendo vino, contemplando su reflejo en sus espejos.
– ¿No está? ¿Adónde fue?
– Créeme que a mí también me gustaría saberlo – respondió Hera – Si al menos pudiera encontrar sus cosmos, podría darme una idea de a quién debo destruir ahora, pero… – se calló. Athena la miró con un dejo de temor – Ah, olvida que escuchaste eso. En fin, tu padre no está, no sé dónde está, ni cuándo regresará, así que, ¿por qué no te unes a nosotras?
– Olvídalo, sólo son un puñado de diosas holgazanas – replicó. Un par de diosas elevaron sus cosmos, de forma amenazante. Hera les hizo una seña para que retrocedieran – Sólo vine a pedirle un favor a mi padre, pero dado que no está, sólo puedo confiar en la gran Hera, la verdadera regente del Olimpo – Athena sabía cómo alimentar el orgullo de la pelirroja – Ya sabes lo que dicen, detrás de todo gran hombre, siempre hay una gran mujer.
– Bien, deja los halagos y dime qué es lo que quieres – la cortó Hera.
– Dinero – fue la simple respuesta de Athena. Hera le devolvió una atónita mirada.
– ¿Dinero? ¿Qué clase de broma es esta, Athena?
– Ninguna. Mi tío Hades tuvo la genial idea de destruir mi Santuario y necesito dinero para repararlo, ah y creo que mano de obre divina no me vendría mal, estoy segura de que un par de dioses menores podrían terminar la reconstrucción en un par de días. Aunque también podría obligar a los dorados a trabajar horas extra – reflexionaba la mujer, más para sí misma que para Hera.
– A ver, déjame ver si entendí – dijo – Destruiste tu santuario en alguna absurda pelea con Hades…
– Bueno, no sé si "absurda" sea el término correcto para describirla, pero…
– … y ahora vienes a mí pidiendo dinero y mano de obra para la reconstrucción, cuando tú, siendo una mujer adinerada en la tierra, podrías costear las reparaciones, pero, como eres una gran tacaña, no lo harás. Así que pensaste en mí, la gran Hera, para socorrerte.
– En realidad vine a pedírselo a mi padre, sabes que no me niega nada, pero… – Hera levantó una mano, indicándole que no continuara.
– Olvídalo, Athena, ¿acaso viste un letrero de "banco" en la entrada de este lugar?
– Pero…
– No, olvídalo, no obtendrás nada de mí…
– ¡Por favor Hera! – suplicó, con ojos llorosos – Eres la única en quien puedo confiar ahora, en ti, oh gran y bondadosa Hera – la pelirroja arqueó una ceja y se cruzó de brazos – Mi santuario es un desastre, si sigue así, pronto seré el hazmerreír del Olimpo y tú no quieres eso, ¿cierto
– ¿Crees que me importa si te conviertes en el hazmerreir o no? – replicó.
– Bueno, puede que no, pero quizás podamos encontrar una forma, una manera en la que ambas ganemos – Hera se quedó pensativa.
– ¡Por Zeus, muero de aburrimiento! – se quejaba Afrodita, dejándose caer en el césped. Entonces, Hera recordó lo que habían estado haciendo antes de que Athena llegara y una perversa sonrisa se formó en sus labios. Athena no lo vio como un buen augurio y supo que ya era demasiado tarde para retirar sus palabras.
– Podría pensarlo, sí, quizás si tú, pequeña Athena, pudieras hacer algo por mí, por nosotras – señaló a las diosas a sus espaldas, que morían de aburrimiento – Ven acércate.
Hera le susurró unas palabras al oído a su hijastra, que abrió los ojos como platos y dejó caer a Niké, por la sorpresa. El quejido de protesta de la diosa encerrada en el báculo no se hizo esperar, pero ninguna le prestó atención. Hera continuó hablando y las mejillas de Athena se tiñeron de color carmín.
– ¿Y bien? – Athena tragó saliva, sabiendo que, probablemente se arrepentiría luego. Pero ante situaciones desesperadas, medidas desesperadas – El favor de una diosa como yo no es gratis, Athena. Pero, en fin, tú decides – le dio la espalda, dispuesta a volver a tomar su lugar en el trono.
– ¡Espera! – exclamó Athena – ¡De acuerdo, lo haré! – Hera sonrió ampliamente.
– Entonces, ¿tenemos un trato? – ella asintió – Excelente, considéralo hecho. Te daré todo lo que necesites para reconstruir tu santuario.
Athena estrechó la mano de su madrastra, sellando así el pacto entre ambas, con una pulsera de oro apareció alrededor de la muñeca de cada una: la prueba del contrato, del cual no podrían liberarse hasta que se cumplieran las demandas de ambas partes. Hera se volteó hacia las demás diosas y dijo:
– ¡Se acaba el aburrimiento, chicas! ¡Nos vamos a Atenas!
Las diosas vitorearon, al tiempo que se abalanzaban sobre Athena para abrazarla. La diosa simplemente reía nerviosamente, cruzando por su mente un único pensamiento:
Los muchachos van a matarme.
III
Los santos dorados se miraban preocupados, preguntándose la razón por la cual la mismísima Athena los había convocado a un Concejo Dorado de urgencia. Los guerreros temían lo peor, pero aún había quienes eran optimistas y pensaban que sólo se trataba de alguna idea absurda acerca de la nueva decoración que debía tener el santuario, o por qué no, que Saori hubiera recapacitado y se hubiera decidido a costear ella misma la restauración del santuario.
Las pocas esperanzas de continuar vivos se desvanecieron al ver aparecer a los santos de bronce y a una Athena con una expresión demasiado seria en su rostro. La diosa entonces se sentó en su trono, con Shion a su derecha. Los dorados se miraron de nuevo, nerviosos, y estuvo a punto de darles un infarto cuando escucharon a su diosa reír a carcajadas.
Ahora sí que esta se volvió loca, pensaba Shion.
– No tienen por qué ponerse tan nerviosos – dijo Athena – Solamente los reuní para informarles que finalmente he conseguido los recursos económicos y mano de obra, para reparar los destrozos del santuario.
– ¡No me digas! Fuiste con tu querido padre y él simplemente accedió – comentó Milo, con tonó burlón.
– ¡Milo, no seas tan irrespetuoso! – lo reprendió Camus. El de Escorpio le guiñó un ojo, coqueto, haciendo que se sonrojara y guardara silencio.
– Sí, bueno, dejando de lado los groseros comentarios de algunos santos, – Athena miró de reojo a Milo – les comento que he conseguido el favor de la gran Hera para llevar a cabo las reparaciones.
– ¿El favor de Hera? – preguntó Afrodita, atónito – ¡Vaya! Nunca pensé que esa mujer fuera a soltar algo, a cambio de nada.
– Sí, verás, hay un pequeño precio que debemos pagar… – comentó la diosa, comenzando a ponerse nerviosa. Los santos le dedicaron una seria mirada – Pero es algo insignificante, ¡en serio! No requiere más que un mínimo esfuerzo de su parte – rió, nerviosa.
– ¿"De nuestra parte"? – la interrogó Aioria, desconfiado.
– No importa lo que sea, si es por el bien de Athena, yo lo haré – habló el noble Aioros.
– Gracias, Aioros, tú sí me comprendes – dijo Athena.
Pobre ingenuo, pensó Afrodita.
– ¿Y bien? ¿De qué se trata ese "pequeño precio" del que habla? – preguntó Saga, cruzándose de brazos.
– Ah… pues… verán…
El grito de trece hombres y las risas de cinco más, hicieron eco en toda Grecia. En el Olimpo, Hera supo que había llegado la hora de que las diosas se divirtieran. ¡Oh sí! Si Zeus y los demás habían desaparecido a quién sabe dónde, ¡ellas también podían!
It's party time!
