Capítulo 1
Era como una escena salida de una pesadilla. Peeta Mellark, vizconde de St. Justin, se detuvo en el umbral para contemplar esa alegre y pequeña antesala del infierno. Había huesos por doquier. Cráneos que sonrían salvajemente, costillas blanqueadas y fémures hechos trizas, diseminados por allí como desechos del diablo. En el antepecho de la ventana se amontonaban trozos de piedra en las que se veían dientes, dedos y otras piezas incrustadas. En un rincón, diseminadas por el suelo, un puñado de vértebras.
Ocupaba el centro de ese indigno desorden una esbelta silueta, con un delantal cubierto de manchas y una cofia de muselina blanca torcida sobre su salvaje maraña de rizos castaños. La mujer, obviamente joven, estaba sentada ante un pesado escritorio de caoba, vuelta hacia Peeta la elegante espalda. Dibujaba con aplicación, concentrando todo su interés en algo que parecía un hueso largo, incrustado en un trozo de piedra.
Desde su sitio, Peeta notó que no tenía anillo de bodas en los gráciles dedos que sostenían la pluma. No era, pues, la viuda del difunto reverendo Everdeen, sino una de sus hijas.
"Justo lo que yo necesitaba", pensó Peeta, "otra hija de párroco."
Cuando el apesadumbrado párroco anterior abandonó la vecindad, tras la muerte de su hija, el padre de Peeta había designado al reverendo Everdeen en su lugar. Pero al morir Everdeen, cuatro años atrás, Peeta estaba ya a cargo de las propiedades de su padre y no se molestó en designar a un nuevo párroco. El bienestar espiritual del pueblo de Upper Biddleton no le interesaba mucho.
Según las condiciones que Everdeen había establecido con el padre de Peeta, su familia continuó viviendo en la casa parroquial. Los alquileres se pagaban en fecha y eso era lo único importante, por lo que a Peeta concernía.
Después de contemplar la escena por un momento más, echó un vistazo a su alrededor, buscando alguna señal de quien hubiera dejado abierta la puerta de la casa parroquial. Como no aparecía nadie, se quitó el sombrero de castor y entró en el pequeño vestíbulo. La fuerte brisa del mar lo siguió al interior. En esos primeros días de primavera, aunque el tiempo fuera desacostumbradamente templado para esa época del año, el aire del mar aún resultaba frío.
Peeta se sintió divertido y (según admitió para sus adentros) intrigado por el espectáculo de la joven sentada entre los antiguos huesos que sembraban el estudio. Cruzó el vestíbulo en silencio, cuidando de no hacer ruido con sus botas de montar. Era un hombre corpulento (monstruoso, al decir de algunos) y había aprendido a moverse sin ruido, en un vano esfuerzo por compensar su tamaño. Demasiado lo miraban ya por su aspecto.
Se detuvo a la puerta del estudio, observando por un momento más a la mujer que trabajaba. Una vez convencido de que ella estaba demasiado absorta en su dibujo como para percibir su presencia, rompió el hechizo de mala gana.
—Buenos días—dijo.
La joven sentada ante el escritorio dio un chillido de sobresalto y, dejando caer la pluma, se levantó de un brinco. Giró en redondo para enfrentarse a Peeta, con expresión de naciente horror.
Peeta estaba habituado a esa reacción. Nunca había sido hermoso, pero la profunda cicatriz que le cruzaba la mandíbula izquierda como un rayo no había mejorado las cosas.
—¿Quién demonios es usted?—La joven había puesto las dos manos detrás del cuerpo. Obviamente, trataba de ocultar sus dibujos bajo algo que parecía un periódico. La expresión de espanto de sus enormes ojos color plata se iba convirtiendo rápidamente en tenebrosa sospecha.
—St. Justin.—Peeta le dedicó una sonrisa fríamente cortés, conociendo el efecto que causaba en la cicatriz, y aguardó que esos ojos, increíblemente luminosos, se llenaran de repulsión.
—¿St. Justin? ¿Lord St. Justin? ¿El vizconde St. Justin?
—Él mismo.
La mirada gris se llenó, no de disgusto, sino de un alivio enorme.
—Gracias a Dios.
—Rara vez se me recibe con tanto entusiasmo—murmuró Peeta.
La damisela se dejó caer abruptamente en la silla, ceñuda.
—Santo cielo, milord, me ha dado usted un susto terrible. ¿Cómo se le ocurre entrar de esta manera?
Peeta echó una mirada significativa hacia la puerta de la cabaña, que estaba abierta.
—Si la perturba la posibilidad de ser molestada por un intruso, sería mejor mantener la puerta cerrada con llave.
La mujer siguió la dirección de su mirada.
—Oh, caramba. La señora Sae debe de haberla abierto. Es una firme partidaria del aire fresco, ¿sabe usted? Pase, milord, pase.
Volvió a levantarse de un brinco para quitar dos enormes volúmenes de la única silla para visitantes que había en la habitación. Por un momento permaneció indecisa, buscando entre el desorden un sitio donde acomodar los libros. Con un leve suspiro, abandonó el intento y los dejó caer al suelo, sin más cuidados.
—Tome asiento, caballero, por favor.
—Gracias.
Peeta entró lentamente en el estudio y se instaló cautelosamente en la pequeña silla de respaldo oval. Los muebles delicados que estaban a la moda no se adecuaban a su peso ni a su tamaño. Para alivio suyo, la silla resistió.
Echó un vistazo a los libros que habían ocupado su asiento unos segundos atrás. El primero era Teoría de la Tierra, de James Hutton; el otro, Ilustraciones de la teoría huttoniana de la Tierra, de Playfair. Los textos, sumados a todos esos huesos, explicaban muchas cosas; su anfitriona sentía pasión por los fósiles.
Quizás era esa familiaridad con los cráneos calcinados y sonrientes lo que le permitía no alarmarse ante su cara deforme, decidió Peeta irónicamente. Era obvio que la muchacha estaba habituada a ver cosas horrendas. La estudió por un instante, mientras ella recogía el resto de sus dibujos y notas. Sin exagerar en absoluto, era una señorita muy fuera de lo común.
Su indócil maraña de pelo había escapado hacía tiempo de la confinación impuesta por la cofia y las pocas hebillas que la sujetaban precariamente. La masa densa y esponjosa formaba una especie de suave nube alrededor del rostro. No era bella, ni siquiera bonita, si uno se guiaba por las modas imperantes. Pero poseía una sonrisa brillante, cargada de energía y vitalidad, como el resto de su persona. Peeta notó que dos de sus pequeños dientes estaban algo superpuestos; por algún motivo, el efecto le pareció extrañamente encantador.
La naricita respingona y los pómulos altos, combinados con la despierta inteligencia de esos ojos espectaculares, le daban un aire inquisitivo y dotado de cierta agresividad. No era tampoco una señorita tímida y remilgada. Con ella uno siempre sabría exactamente a qué atenerse. Eso le gustó.
Su rostro recordaba el de un gatito sagaz; Peeta sintió el súbito impulso de mimarla, pero se contuvo. Sabía, por dolorosa experiencia, que las hijas de párroco solían ser más peligrosas de lo que parecían. En otros tiempos había recibido una buena mordedura. Y con una bastaba.
Peeta calculó que su anfitriona tendría veintidós o veintitrés años. Se preguntó si era la falta de dote o si evidente entusiasmo por los huesos viejos lo que ahuyentaba a posibles pretendientes. Pocos caballeros se sentirían tentados de proponer casamiento a una mujer más interesada en los fósiles que en el coqueteo.
La mirada de Peeta paseó brevemente por el resto de la mujer, reparando en el vestido de muselina, de talle alto, cuyo color posiblemente broncíneo se había desteñido hasta un vago tono pardusco. Un canesú plisado cubría el modesto escote.
Entre el canesú y el envolvente delantal había mucho dejado a la imaginación. Aun así, Peeta recibió una impresión de suaves pechos redondeados y una cintura estrecha. Observó con atención a la damisela, que retomaba apresuradamente su asiento detrás del escritorio. Al girar en la esquina, la leve muselina se adhirió por un instante a las lozanas curvas del trasero.
—Me pilla usted desprevenida, milord, como podrá ver— Empujó algunos otros dibujos para ocultarlos bajo un ejemplar de "Actas de la Sociedad de Fósiles y Antigüedades", mirando a Peeta con un gesto dereproche —Debo disculparme por mi aspecto, pero no esperaba verlo aquí esta mañana; no puede usted reprocharme el que no estuviera vestida para recibirlo.
—No se preocupe por su aspecto, señorita Everdeen. Le aseguro que no es ofensivo—Peeta se permitió enarcar una ceja en cortés inquisición —. Porque usted es la señorita Katniss Everdeen, ¿verdad?
Ella tuvo la decencia de ruborizarse.
—Sí, milord, por supuesto. ¿Quién otra podría ser? Usted ha de pensar que soy una terrible mal educada. En realidad, mi tía vive diciéndome que no tengo roce social. El hecho es que, en mi situación, una mujer debe de cuidarse mucho.
—Comprendo—replicó Peeta, serenamente—La reputación de una señorita es algo muy frágil. Y la hija de un párroco debe poner más cuidado que nadie, ¿verdad?
Katniss lo miró sin comprender.
—¿Qué dice usted?
—Quizá convenga llamar a un familiar o al ama de llaves para que nos acompañe. En bien de su reputación, claro está.
Katniss parpadeó, dilatando de estupefacción los ojos glaucos.
—¿Mi reputación? Oh, señor, no hablaba de mi reputación. En toda mi vida no he corrido ningún peligro de ser vejada y, como ya estoy cerca de los veinticinco años, no es probable que eso deba preocuparme en el futuro.
—¿Su madre no se molestó en advertirla contra los desconocidos?
—Bueno, no—Katniss sonrió, rememorando—Mi padre decía que mamá era una santa viviente. Era generosa y hospitalaria con todos. Murió en un accidente de carruaje, dos años antes de que nos mudáramos a Upper Biddleton. Era pleno invierno y ella iba a repartir ropa de abrigo entre los pobres. Todos sentimos mucho su falta por largo tiempo. Sobre todo papá.
—Comprendo.
—Si le preocupa el decoro, milord, temo que no puedo hacer nada —continuó Katniss, en tono parlanchín —Mi tía y mi hermana han ido caminando a la aldea, para hacer algunas compras. El ama de llaves está en algún lugar de la casa, pero dudo de que sirviera de mucho si usted tratara de violarme. Tiende a sufrir un desmayo al menor amago de crisis.
—Dice usted la verdad—reconoció Peeta—Por cierto, no sirvió de mucha ayuda a la última damisela que habitó esta casa.
Katniss pareció algo interesada en el tema.
—Ah, ¿conoce usted a la señora Sae?
—La conocí hace algunos años, cuando yo vivía en el vecindario.
—Por supuesto. Era el ama de llaves del párroco anterior, ¿verdad? La heredamos junto con la casa parroquial. Dice tía Effie que es una presencia deprimente y yo estoy de acuerdo, pero papá decía siempre que es preciso ser caritativos. Decía que no era posible echarla, pues difícilmente podría hallar otro empleo en el distrito.
—Una actitud muy elogiable. No obstante, la deja a usted cargada con un ama de llaves bastante lúgubre, a menos que la señora Sae haya cambiado mucho en estos años.
—Al parecer, no. Parece la Voz de la Fatalidad. Pero papá era un hombre bondadoso, aunque le faltara sentido práctico, y yo trato de hacer lo que él habría deseado, aunque a veces me resulte muy difícil— Katniss se inclinó hacia delante, cruzando las manos—Pero eso no viene al caso. Ahora, si usted me permite retomar el tema...
—Por favor—Peeta cayó en la cuenta de que empezaba a divertirse.
—Cuando dije que debía cuidarme mucho, me refería a la necesidad de proteger algo infinitamente más importante que mi reputación, señor.
—Me sorprende, señorita Everdeen. ¿Puede haber algo más importante que eso?
—Mi trabajo, por supuesto—Ella se apoyó en el respaldo de la silla, clavándole una mirada sapiente —Usted es hombre de mundo, señor. No dudo de que ha viajado mucho. Ha visto la vida tal como es, por así decirlo, y sin duda sabe que hay pillos acechando por doquier.
—¿De veras?
—No lo dude. Le aseguro, señor, que hay gente capaz de robarme los fósiles para presentarlos como descubrimientos propios sin el menor remordimiento. Sé que a un caballero honorable y de buena crianza como usted ha de costarle creer en semejante bajeza, pero existe. Así son las cosas. Debo estar en vigilancia constante.
—Comprendo.
—Ahora bien, no quiero mostrarme muy desconfiada, milord, pero ¿tiene usted alguna prueba de su identidad?
Peeta quedó atónito. A casi todo el mundo le bastaba con la cicatriz de su cara para identificarlo, sobre todo allí, en Upper Biddleton.
—Ya le he dicho que soy St. Justin.
—Temo que debo pedirle alguna prueba, señor. Como le he dicho, debo andarme con mucho cuidado.
Peeta estudió la situación, indeciso entre reír o prorrumpir en maldiciones. Por fin hundió la mano en el bolsillo y sacó una carta.
—Creo que usted me envió esto, señorita Everdeen. Sin duda, el hecho de que la tenga en mi posesión es prueba suficiente de que soy St. Justin.
—Ah, mi carta, sí—Ella sonrió con alivio—Así que la recibió. Y vino de inmediato. Estaba segura de que lo haría. Todo el mundo dice que a usted no le importa lo que suceda aquí, en Upper Biddleton, pero yo sabía que eso no era cierto. Al fin y al cabo, usted nació aquí, ¿verdad?
—Tengo ese honor, sí—respondió Peeta, seco.
—En ese caso debe de tener vínculos muy firmes con este suelo. Sus raíces están para siempre ligadas a este lugar, aunque haya preferido asentarse en otra de sus fincas. Es seguro que usted experimenta un sentido del deber y la responsabilidad para con esta región.
—Señorita Everdeen...
—No podría volver la espalda a la aldea que lo vio nacer. Es usted vizconde, heredero de un condado. Sabe lo que es una obligación y...
—¡Señorita Everdeen!—Peeta levantó una mano para acallarla. Lo sorprendió un poco ver que la táctica daba resultado—Aclaremos un punto, señorita. No me interesa mucho el destino de Upper Biddleton, mientras las tierras que mi familia posee aquí continúen rindiendo sus frutos. Si dejaran de proporcionar los ingresos adecuados, le aseguro que las vendería de inmediato.
—Pero casi toda la gente de esta zona depende de usted, de un modo u otro. Como es el mayor terrateniente del vecindario, proporciona estabilidad económica a toda la región. Y usted lo sabe, sin duda.
—Mi interés por Upper Biddleton es financiero, no emotivo.
Katniss pareció algo desconcertada por ese pronunciamiento, pero de inmediato continuó:
—Se burla usted de mí, milord. Es lógico que se preocupe por el destino de esta aldea. ¿Acaso no ha acudido en respuesta a mi carta? Eso es prueba de su interés.
—Si estoy aquí es por la más pura curiosidad, señorita Everdeen. Su carta era nada menos que una orden real. No estoy acostumbrado a que me convoquen jovencitas a las que no conozco; mucho menos, a que me endilguen sermones sobre mis deberes y mis responsabilidades. Admito que me interesaba mucho conocer a quien se creía con derecho a hacerlo.
—Oh...—La expresión de Katniss se tornó cautelosa. Por primera vez desde la llegada del visitante, parecía entender que esa entrevista no agradaba mucho a Peeta. Intentó una sonrisa —Perdone usted, milord. ¿Tal vez mi carta era algo perentoria?
—Eso es muy poco decir, señorita.
Ella se mordisqueó el labio inferior, estudiándolo atentamente.
—Reconozco que tengo una leve tendencia a ser... ¿demasiado directa, digamos?
—Autoritaria, diría yo. O quizá prepotente. Hasta tiránica.
Katniss suspiró.
—Consecuencia de tener que tomar decisiones a cada rato, supongo. Papá era un hombre maravilloso, en muchos sentidos, pero prefería ocuparse de los asuntos religiosos de su rebaño antes que de las cuestiones prácticas de la vida cotidiana. Tía Effie es un tesoro, pero no la educaron para hacerse cargo de las cosas, si sabe usted lo que quiero decir. Y mi hermana apenas ha salido de la escuela; no tiene mucha experiencia del mundo.
—Por lo tanto, usted tomó el mando de esta casa y ha adquirido la costumbre de mandar también en otros asuntos—concluyó Peeta— ¿Es eso lo que quiere decir, señorita Katniss?
Ella sonrió, obviamente complacida por la percepción de su visitante.
—Exactamente. Veo que usted comprende. Como usted sabrá, en toda situación dada alguien debe tomar las decisiones y hacerse cargo de la dirección.
—¿Cómo en un barco?—Peeta sofocó una sonrisa fugaz al imaginar a Katniss Everdeen como capitana de un barco de Su Majestad. El uniforme naval le sentaría de maravilla. Por lo que había observado hasta ahora, estaba dispuesto a apostar una suma considerable a que el trasero de la señorita Everdeen quedaría perfecto con un par de pantalones.
—Sí, como en un barco—confirmó Katniss —Bueno, en esta casa, quien debe tomar las decisiones soy yo, en general.
—Comprendo.
—Ahora bien, dudo de que usted hiciera este viaje, desde sus fincas del norte, sólo para satisfacer su curiosidad por una mujer que le escribía en términos algo autoritarios. Es obvio que le interesan las cuestiones de Upper Biddleton; admítalo, milord.
Peeta, encogiéndose de hombros, volvió a insertar la carta en el bolsillo.
—No voy a discutir ese punto, señorita. Puesto que he venido, continuemos con el asunto. Quizá tenga usted la bondad de decirme con exactitud cuál es esa "tenebrosa amenaza" a la que alude en su carta y por qué es necesario manejarla "con gran discreción".
La suave boca de Katniss se curvó con ironía.
—Oh, caramba. Además de utilizar un tono algo perentorio, me expresé en términos bastante siniestros, ¿no? Mi carta debe de haber parecido sacada de alguna novela gótica de la señora Radcliffe.
—En efecto, señorita Everdeen, así fue.—Peeta no encontró motivos para mencionar que había releído esa carta en varias ocasiones. Había algo en esa vigorosa solicitud de ayuda y en la redacción vivaz, aunque excesivamente dramática, que despertó en él la curiosidad de conocer personalmente a su autora.
—Bien, señor, el hecho es que deseaba asegurarme su plena atención.
—Le garantizo que la ha conseguido.
Katniss volvió a inclinarse hacia adelante, cruzando las manos frente a sí con un aire muy comercial.
—Si he de ser muy franca, milord, hace poco he descubierto que Upper Biddleton es utilizada como cuartel general de una peligrosa banda de ladrones y matasietes.
La irónica diversión de Peeta se disolvió. Súbitamente consideraba la posibilidad de estar tratando con una demente.
—¿Le molestaría explicar esa observación, señorita?
—Las cuevas milord. ¿Recuerda usted esa vasta extensión de cuevas en los acantilados? Están dentro de sus tierras.—Agitó una mano impaciente hacia la puerta abierta, señalando los acantilados que, por debajo de la casa parroquial, custodiaban las tierras a lo largo de la costa —Los villanos utilizan una de las cavernas, por encima de la playa.
—Recuerdo muy bien esas cuevas. Nunca fueron de utilidad alguna para la finca. Mi familia siempre ha permitido que los buscadores de fósiles y de curiosidades las exploraran a voluntad—Peeta frunció el entrecejo — ¿Dice usted que alguien las utiliza para actividades ilegales?
—Justamente, milord. Descubrí el hecho hace un par de semanas, mientras exploraba un pasaje nuevo en los barrancos—Los ojos de Katniss se iluminaron de entusiasmo—En ese corredor he hecho descubrimientos muy prometedores, señor. Un fémur precioso, entre otras cosas...— Se interrumpió abruptamente.
—¿Hay algún problema?
—No, no, por supuesto— Katniss frunció la nariz en una mueca autodespectiva —Perdone, milord. Me pierdo en disquisiciones. Tiendo a hacerlo cuando toco el tema de mis fósiles. Pero a usted no pueden interesarle mis exploraciones. Pues bien, con respecto a las cuevas utilizadas con propósitos criminales...
—Continúe, por favor—murmuró Peeta —Esto se pone cada vez más interesante.
—Bien, como decía, la otra mañana, mientras exploraba un corredor nuevo...
—¿No es un pasatiempo peligroso, señorita Everdeen? Hay quienes se han extraviado en esas cuevas por días enteros. Algunos murieron allí.
—Le aseguro que soy muy cuidadosa, milord. Uso una lámpara y marco mi ruta. De mi padre aprendí a explorar correctamente. Pues bien, en una de mis últimas expediciones di con una caverna estupenda. Grande como una sala, y llena de las formaciones más prometedoras.— Katniss entornó los ojos —Pero también estaba llena de algo que parece un botín robado.
—¿Botín?
—Botín, cosas robadas. Usted ha de saber a qué me refiero, señor.
—Ah, botín, sí, por supuesto.—A Peeta ya no le importaba que esa mujer fuera demente. Era la mujer más intrigante que hubiera encontrado en siglos —¿Qué tipo de botín, señorita Everdeen?
Ella frunció el entrecejo, pensativa.
—Veamos... Había una vajilla de plata excelente. Candelabros de oro muy finos. Algunas joyas... Todo parecía de primera calidad, milord. Sospeché de inmediato que no provenían de los alrededores de Upper Biddleton.
—¿Qué la llevó a pensar eso?
—En el distrito tenemos una o dos casa que se jactan de poseer piezas tan excelentes como ésas, sin duda, pero si alguna de ellas hubiera sido robada todos lo habríamos sabido. Y no se ha informado de ninguna falta.
—Comprendo.
—Sospecho que se traen esas piezas por la noche, de otros lugares, y se las deposita en las cuevas hasta que los propietarios hayan renunciado a localizarlas. Cierta vez me dijeron que los detectives de Bow Street apresan con frecuencia a los ladrones cuando tratan de vender la mercancía.
—Está usted bien informada.
—Bueno, sí, es obvio que algunos villanos muy sagaces han tenido la idea de acumular la mercancía robada en mis cuevas hasta que se aplaque el furor y el interés. Luego deben de retirar los artículos para venderlos en Bath o en Londres, a diversos joyeros o casas de empeño.
—Señorita Everdeen...—Peeta empezaba a preguntarse si no ocurriría realmente algo peligroso en las cuevas del acantilado—¿Puedo preguntarle por qué no ha denunciado este asunto a mi administrador y al magistrado local?
—Nuestro magistrado es ya muy viejo, señor, y no podría atender esta situación. Y se he de serle franca, no tengo mucha fe en el señor Crane, su nuevo administrador.—Katniss ahuecó los labios—Me cuesta decir esto, milord, pero me parece posible que esté al tanto de las actividades de la banda y haga la vista gorda.
Peeta entornó los ojos.
—Ésa es una acusación muy seria, señorita.
—Sí, lo sé. Es que no puedo confiar en ese hombre. No me explico por qué lo contrató usted.
—Fue el primero que solicitó el puesto cuando quedó vacante — respondió Peeta, descartando el asunto—Y sus referencias eran excelentes.
—Como sea, ese hombre no me gusta. Ahora bien, yendo a los hechos: por lo menos en dos ocasiones he visto a unos hombres que entraban en esas cuevas, ya avanzada la noche. Al entrar llevaban paquetes, pero cuando regresaron a la playa lo hicieron con las manos vacías.
—¿Ya avanzada la noche?
—Pasada la medianoche para ser exacta. Sólo con marea baja, naturalmente. Con la marea alta las cuevas se tornan inaccesibles.
Peeta analizó la novedad y la encontró profundamente perturbadora. La idea de que la señorita Everdeen correteara sin protección en medio de la noche le resultaba muy desagradable. Sobre todo si sus conclusiones con respecto a las cuevas eran acertadas. Por lo visto, a esa damisela le faltaba supervisión.
—En nombre del cielo, ¿qué hacía usted en la playa en medio de la noche, señorita?
—Vigilar, por supuesto. Desde la ventana de mi dormitorio se ve una parte de la playa. Cuando descubrí la mercancía robada en mis cuevas comencé a vigilar regularmente. Una noche, al ver luces en la playa, entré en sospechas y bajé para mirar de cerca.
Peeta no podía creerlo.
—¿Abandonó usted la seguridad de su casa, en plena noche, para seguir a hombres que bien podían ser ladrones?
Ella le clavó una mirada impaciente.
—¿De qué otro modo podía enterarme con exactitud de lo que ocurría?
—¿Sabe su tía de esa extraña conducta suya?—Preguntó Peeta, sin rodeos.
—No, por supuesto. Si se enterar de que hay villanos en la zona no haría sino preocuparse. Tía Effie tiende a inquietarse mucho con ese tipo de cosas.
—No es la única. Comprendo perfectamente su modo de sentir en este asunto.
Katniss pasó eso por alto.
—De cualquier modo, ya tiene demasiado en qué pensar. He prometido buscar el modo de que mi hermana Primrose haga su presentación en sociedad, ¿sabe usted? Y tía Effie está dedicada a ese proyecto.
Peeta enarcó las cejas.
—¿Usted, financiar la presentación en sociedad de su hermana? ¿Sin ayuda de nadie?
Katniss dejó escapar un pequeño suspiro.
—Es obvio que no puedo hacerlo sin ayuda. La pequeña pensión que mi padre nos dejó no alcanza para tanto. De vez en cuando la amplío vendiendo algunos fósiles, pero me sería imposible presentar a Prim en sociedad con lo que obtengo por ese método. Sin embargo tengo un plan.
—No sé por qué, pero no me sorprende.
Ella sonrió con entusiasmo.
—Tengo la esperanza de persuadir a tía Octavia para que nos ayude, ahora que el avaro de su esposo ha dejado este mundo. Acumuló una fortuna y, contrariamente a lo que pensaba, no pudo llevarla consigo. Pronto tía Octavia tendrá todo en sus manos.
—Comprendo. ¿Y usted tiene la esperanza de que ella financie la presentación de su hermana?
Katniss rió entre dientes, obviamente complacida con sus planes.
—Si podemos llevar a Prim a Londres, tengo la certeza de que podemos casarla bien. Mi hermana no se me parece en absoluto. En realidad, es de una belleza deslumbrante. Los hombres caerán en bandadas a sus pies. Pero a fin de que eso suceda debo llevarla a Londres. El mercado matrimonial, ¿sabe usted?
—Lo sé.
—Sí, por cierto—La expresión de Katniss se tornó astuta— Debemos exhibir a Primrose ante el beau monde, como si fuera una fruta madura, y esperar que algún gentil caballero la arranque del árbol.
Peeta apretó los dientes; recordaba demasiado bien su propia experiencia en las temporadas de Londres, varios años antes.
—Conozco bien cómo funciona el sistema, señorita Everdeen.
—Sí, eso imagino, milord. Bien, volvamos a la limpieza de mis cuevas.
—Dígame, señorita: ¿ha hablado usted de sus descubrimientos con alguna otra persona?
—No. Cuando me di cuenta de que no podía confiar en el señor Crane, tuve miedo de mencionar mis observaciones a nadie más. Me preocupaba la posibilidad de depositar mi confianza en alguien que, con toda inocencia, se sintiera obligado a recurrir directamente a Crane. Si eso ocurriera, la evidencia podría desaparecer. Por añadidura, si he de serle franca no quiero que nadie entre en esa caverna.
—Hum...—Peeta la estudió en silencio por un largo instante, mientras analizaba lo que acababa de escuchar. No se podía negar que Katniss Everdeen hablaba en serio. Ya no era posible descartarla por demente o tomarla por una divertida excéntrica—Usted está convencida de que en esa cueva hay mercancía robada, ¿verdad?
—Completamente convencida—Ella levantó el mentón—Para mí es muy importante, señor, que usted desaloje de allí a esos villanos de inmediato. Debo insistir en que atienda el asunto cuanto antes. Ésa es su responsabilidad.
Peeta dio a su voz un tono muy suave. Quienes lo conocían bien solían correr en busca de refugio cada vez que él utilizaba ese tono.
—¿Insiste, señorita Everdeen?
—Temo que sí.—Katniss parecía ignorar por completo la suave amenaza de esas palabras —Esos villanos me estorban el paso, ¿comprende?
Peeta creyó estar perdiendo nuevamente el hilo de la conversación.
—¿Qué le estorban el paso? No comprendo.
Ella lo miró con impaciencia.
—Me impiden explorar, señor. Estoy muy deseosa de revisar esa cueva en busca de fósiles, pero no me atrevo a hacerlo mientras esos ladrones no hayan sido eliminados. Existe la posibilidad de que, si yo comienzo a trabajar allí con mi maza y mi cincel, los delincuentes noten que alguien ha estado en la caverna. Dios mío...—Peeta olvidó el fastidio que le provocaba esa insistencia en darle órdenes. La impetuosidad de la mujer era mucho más grave.
—Si la mitad de lo que usted me dice es cierto, señorita, no piense siquiera en acercarse a esa cueva.
—Oh, durante el día no hay ningún peligro. Los ladrones sólo frecuentan el lugar por la noche. Ahora bien, con respecto a sus nuestros planes para capturar a esta banda, tengo una idea que quizá le interese. Probablemente usted tendrá algunas ideas propias. Será mejor que trabajemos juntos.
—Me parece que usted no me ha oído, señorita Everdeen— Peeta se levantó para dar un paso adelante, empinado sobre el escritorio. Apoyó las dos manos en la superficie de caoba y se inclinó hacia ella, seguro de lo intimidante de su actitud. Katniss se vio obligada a mirar directamente su cara salvajemente distorsionada. Abrió los ojos, sorprendida por esa inesperada táctica, pero no mostró ninguna alarma.
—Lo he oído, milord.—Y comenzó a retroceder.
Peeta detuvo ese pequeño intento sujetándole la barbilla. Con un arrebato de súbito placer, notó que su piel era increíblemente suave y muy delicada. Los finos huesos de esa mandíbula parecían frágiles dentro de su enorme mano.
—Permítame ser muy sincero—gruñó, sin molestarse en disimular sus intenciones tras la fachada de la cortesía. Katniss Everdeen era capaz de franquear de un salto cualquier fachada—Usted no volverá a acercarse a esos acantilados mientras yo no haya tenido tiempo de estudiar todo este asunto en detalla y haya decidido un curso de acción. ¿Está claro, señorita?
Katniss abrió los labios para protestar pero, antes de que pudiera decir nada, la interrumpió un terrible alarido en el vano de la puerta. La muchacha dio un brinco y giró hacia allí. Peeta siguió la dirección de su mirada.
—Señora Sae — dijo Katniss, como si estuviera muy fastidiada.
—¡Dios del cielo, es él! ¡La Bestia de Blackthorne Hall!—La mujer se llevó una mano trémula al cuello. Miraba a Peeta con espanto y repugnancia —Conque ha vuelto, cerdo lascivo y asesino. ¿Cómo se atreve a poner las manos en otra joven pura? ¡Huya, señorita Katniss! ¡Huya y sálvese!
Peeta sintió que el estómago se la anudaba de furia. Soltó a Katniss y dio un paso decidido hacia la mujer.
—Silencio, vieja estúpida.
—No, no me toque—chilló la señora Sae—No se me acerque, monstruo. ¡Oooh!—Puso los ojos en blanco y cayó al suelo, completamente sin sentido.
Peeta miró con disgusto a la mujer caída. Luego volvió la cabeza, para ver cómo tomaba Katniss todo eso. Desde su silla, la joven miraba con fastidio la forma inerte de su ama de llaves.
—Cielo santo—dijo.
Ya ve usted por qué no frecuento mucho las vecindades de Upper Biddleton, señorita Katniss—comentó tristemente Peeta —En estas latitudes no se me tiene mucha estima. Más aún, hay una o dos personas, como la señora Sae aquí presente, que preferirían verme muerto.
—¡Dios mío, esta mujer es un constante engorro! — Katniss se levantó para arrodillarse precipitadamente junto al ama de llaves —Suele tener su frasco de sales por aquí... Ah, aquí está.
De un voluminoso bolsillo que la señora Sae tenía en su vestido gris, Katniss sacó un frasco diminuto y, después de echar una mirada a Peeta, se lo acercó a la nariz.
—Sería mejor que usted no estuviera junto a ella cuando recupere el sentido. Parece haber sido usted el que provocó su desmayo, esta vez.
Peeta echó una mirada ceñuda a la mujer.
—Está usted en lo cierto, sin duda. Me retiro, señorita Katniss. Pero antes de hacerlo voy a repetirle lo que estaba diciendo cuando nos interrumpieron. No se acercará usted a las cuevas del acantilado mientras yo no haya resuelto este asunto de los bandidos. ¿Está claro?
—Muy claro — dijo Katniss, impaciente —pero dista mucho de ser una orden práctica. Debo acompañarlo hasta las cuevas para mostrarle la caverna que están utilizando para acumular el botín. De lo contrario es muy difícil que usted la descubra por su cuenta. En verdad, podría vagar años enteros buscándola. Yo misma la descubrí hace muy poco.
—Señorita...
Ella vio el destello decidido de esos ojos azulados e intentó su sonrisa más conquistadora, en un esfuerzo por imponerse. Al fin y al cabo, estaba habituada a manejar a su padre. Entonces recordó que llevaba mucho tiempo sin un hombre en la casa. Los hombres solían ser criaturas tan tercas. Y ése, decididamente, parecía más inclinado hacia esa tendencia que ningún otro.
—Sea razonable, señor — dijo Katniss, en tono deliberadamente tranquilizados —Durante el día no hay ningún peligro en esa playa. Los ladrones van y vienen sólo durante la noche, una o dos veces al mes. Es por la mareas, claro. Yo no correría ningún peligro por señalarle mañana la caverna.
—Puede dibujarme un mapa — replicó Peeta, con frialdad.
Katniss comenzaba a irritarse. ¿Creería ese hombre que ella iba a entregarle algo tan importante? ¡Estaban en juego sus preciosos fósiles!
—Temo que, si bien sé dibujar bastante bien, no tengo el menor sentido de la orientación — dijo, locuaz —Pero he aquí mi plan. Mañana daré mi habitual paseo matutino por la playa. Usted puede salir a caminar a la misma hora, ¿verdad?
—Eso no viene al caso.
—Nos encontraremos de una manera tan casual que, si alguien nos ve, parecerá un accidente. Le mostraré el pasaje de los acantilados que conduce a la caverna utilizada por los ladrones. Y luego podremos discutir el mejor modo de atraparlos. Y ahora, si usted me disculpa, debo atender a la señora Sae.
—¡Condenada mujer!—Las cejas rubias de Peeta se unieron en un ceño feroz —Por muy habituada que esté a repartir órdenes, hará bien en cuidarse de dármelas a mí.
En ese momento la señora Sae emitió un gemido.
—Oh, oh, cielos, qué mal me siento.—Sus pestañas dieron una sacudida.
Katniss le acercó las sales a la nariz y ahuyentó al vizconde.
—Por favor, salga, milord—dijo mirándolo de soslayo—Disculpe si insisto. La señora Sae se pondrá histérica si lo ve aquí cuando abra los ojos. Lo esperaré mañana en la playa, a eso de las diez. No hay otro modo de que usted pueda descubrir la caverna en cuestión. Créame.
Peeta vacilaba, obviamente fastidiado por tener que acotar lo obvio. Entornó los párpados, ocultando a medias sus ojos azulados.
—Muy bien. En la playa, a las diez de la mañana. Pero ése será el fin de su participación en este asunto, señorita Katniss. ¿Me he expresado con claridad?
—Con toda claridad, milord.
Esa mirada de soslayo encerraba una profunda desconfianza. La sonrisa tranquilizadora de Katniss no parecía haberlo convencido por completo. El hombre pasó a su lado y salió al vestíbulo.
—Buenos días, señorita Katniss.—Y se plantó el sombrero en la cabeza.
—Buenos días, milord—saludó ella—Y gracias por acudir tan pronto en respuesta a mi carta. Le agradezco francamente su ayuda en este asunto. Creo que usted lo resolverá muy bien.
—Me alegra saber que soy un candidato adecuado para el puesto que usted deseaba cubrir—gruñó él—Ya veremos si continúa mostrándose tan complacida cuando yo quiera cobrar por la misión cumplida.
Katniss hizo una mueca dolorida ante el gélido sarcasmo. Lo vio cruzar el vano de la puerta y salir al sol de marzo, sin echar una sola mirada hacia atrás.
La joven echó un vistazo al gigantesco potro bayo que esperaba fuera, paciente. Era un animal realmente enorme, como su amo: grandes patas, músculos poderosos y una obstinada curva en el hocico. No había en él ninguna refinación ni elegancia. Parecía lo bastante grande y decidido como para llevar al combate a un caballero de otros tiempos, con toda su armadura.
El vizconde se alejó hacia los acantilados. Por un largo instante, Katniss permaneció inmóvil, de rodillas junto al ama de llaves. Una vez más, el vestíbulo de la cabaña parecía cómodo y amplio. Por un rato, estando St. Justin allí, le había dado lo sensación de estar atestado.
Katniss cayó en la cuenta de que las facciones salvajes y deformadas de St. Justin se le habían grabado a fuego en el cerebro. Nunca había conocido a un hombre como él. Era increíblemente grande, como su caballo: alto y de constitución sólida, hombros y músculos anchos y fuertes. Las manos eran tan enormes como los pies. Ella se preguntó si los fabricantes le cobrarían algo extra por la cantidad de material que requeriría cada par de guantes o de botas. Aparentaba unos treinta y cinco años. Todo en él era duro, fuerte y potencialmente feroz.
Su rostro le hacía pensar en el magnífico león que, tres años antes, había visto en el zoológico doméstico del señor Petersham. Hasta sus ojos se parecían a los de la bestia salvaje. Eran ojos extraordinarios, casi dorados, llenos de una serena inteligencia. Su pelo rubio, sus anchos pómulos, la nariz audaz y la mandíbula autoritaria aumentaban la impresión leonina. La cicatriz no hacía sino realzar la impresión de que estaba ante un poderoso animal de presa, al que no era extraña la violencia.
Katniss se preguntó dónde y cómo habría adquirido St. Justin esa cicatriz de aspecto malvado que le cruzaba la mandíbula. Parecía antigua. Probablemente había recibido esa terrible herida varios años atrás. Y tenía suerte por no haber perdido el ojo.
La señora Sae volvió a removerse y a gemir. Katniss se obligó a prestar atención a ese problema, más inmediato, y agitó el frasquito bajo su nariz.
—¿Me oye, señora Sae?
—¿Qué? Sí, sí, oigo. — La mujer abrió los ojos y la miró a la cara. Luego frunció penosamente el ceño —¿Qué diantre...? Oh, buen Dios, ya recuerdo. Él estuvo aquí, ¿no? No fue una pesadilla. La Bestia estuvo aquí. En carne y hueso.
—Tranquilícese, señora Sae. Ya se ha ido.
La mujer ensanchó los ojos con renovada alarma y aferró a la joven por el brazo, cerrando los dedos huesudos como una morsa alrededor de su muñeca.
—¿Está usted sana y salva, señorita Katniss? ¿La ha tocado, ese sucio perro del infierno? Lo vi erguirse ante usted como una gran serpiente monstruosa.
Katniss reprimió su irritación.
—No hay ningún motivo para preocuparse, señora Sae. No hizo más que ponerme una mano bajo el mentón por un brevísimo instante.
—Dios nos proteja. — La señora Sae parpadeó y volvió a cerrar los ojos.
En ese momento se oyó un repiqueteo de zapatos en el umbral y, un momento después, se abrió la puerta tan firmemente cerrada por el vizconde, dejando ver a Euphemia Everdeen y a Primrose, la encantadora hermana de Katniss.
Todo el vecindario de Upper Biddleton reconocía en Prim a una belleza espectacular, y con buenos motivos. Además de ser extraordinariamente hermosa, tenía una elegancia natural que lucía aún en las reducidas circunstancias financieras que las hermanas Everdeen se veían obligadas a soportar. Ese día estaba encantadora con su vestido de paseo, a rayas blancas y verde intenso. Una pelliza verde oscura y una toca emplumada del mismo color completaban su atuendo. Tenía ojos azul claro y pelo rubio dorado, rasgos ambos heredados de la madre. El corte de su vestido subrayaba también otro legado de su progenitora: un busto de gloriosa abundancia.
Euphemia Everdeen Trinket entró la primera, quitándose los guantes. Había quedado viuda poco antes de la muerte de su hermano, el reverendo Everdeen, y poco después aterrizó en el umbral de sus sobrinas. Se acercaba a los cincuenta años y en otros tiempos había sido una gran belleza. Katniss la encontraba aún muy atractiva. Tía Effie se quitó la toca, dejando al descubierto la plata de su pelo, antes oscuro. Sus ojos tenían el característico gris mercurio de los Everdeen, como los de Katniss.
Effie miró al ama de llaves con aguda alarma.
—Oh, Dios mío, ¿otra vez?
Prim entró en el vestíbulo siguiendo a su tía y, después de cerrar la puerta, echó una mirada a la señora Sae.
—Cielo santo, otro desmayo. ¿Por qué fue, esta vez? Confío en que haya sido por un motivo más interesante que la vez pasada. Si no me equivoco, en esa ocasión la derribó la simple noticia de que la hija mayor de Lady Barker se había casado con un adinerado comerciante.
—Bueno, es que el hombre era un mercader, al fin y al cabo—le recordó tía Effie—Como bien sabes, la señora Sae sabe apreciar la importancia de mantener la debida posición en la vida. Cashmere Barker descendía de una familia muy buena. La señora Sae tenía razón al pensar que esa niña podría haber conseguido algo mucho mejor que un tendero.
—Si quieres mi opinión, Cashmere hizo muy bien—declaró Prim, con su típico pragmatismo—El marido la adora y le ha concedido una asignación ilimitada. Viven en una hermosa mansión, tienen dos carruajes y no sé cuántos sirvientes. Cashmere se ha asegurado una buena vida.
Katniss, con una gran sonrisa, acercó nuevamente las sales a la nariz de la señora Sae.
—Y por añadidura, dicen que también está locamente enamorada de su rico mercader. Estoy de acuerdo contigo Prim. No le ha ido nada mal. Pero no creo que tía Effie y la señora Sae aprecien las cosas desde nuestro punto de vista.
—De esa alianza no saldrá nada bueno—predijo tía Effie—Nunca se logra nada permitiendo que las jovencitas sigan los dictados de su corazón. Sobre todo si esos dictados las hacen descender por la escala social.
—Eso nos dices siempre, tía Effie.—Prim estudió al ama de llaves —Bueno, ¿y qué le ocurrió esta vez?
Antes de que Katniss pudiera responder, la desmayada se incorporó con un doloroso esfuerzo, parpadeando.
—Ha vuelto la Bestia de Blackthorne Hall—entonó.
—Dios mío—exclamó Effie, asombrada—¿De qué habla esta mujer?
—El demonio ha vuelto a la escena del crimen—continuó la señora Sae.
—¿Se puede saber quién es la Bestia de Blackthorne Hall?— Inquirió Prim.
—St. Justin— gimió el ama de llaves—¿Cómo pudo atreverse? ¿Cómo se atrevió a volver aquí? ¿Y cómo se atreve a amenazar a la señorita Katniss?
Prim echó una mirada a su hermana, con los ojos dilatados por el interés.
—Cielo santo, ¿el vizconde St. Justin estuvo aquí?
—En efecto—admitió Katniss.
La tía quedó boquiabierta.
—¿Qué el vizconde estuvo aquí? ¿En esta misma casa?
—Correcto—confirmó Katniss—Y ahora, tía Effie, si tú y Primrose tenéis la bondad de dominar vuestra estupefacción, quizá podamos poner a la señora Sae en pie.
—No lo puedo creer, Katniss—exclamó tía Effie, con voz horrorizada —El terrateniente más importante del distrito, un verdadero vizconde que va a heredar un condado, viene a visitarnos ¿y tú lo recibes así vestida? ¿Con ese delantal viejo y sucio y ese vestido espantoso, que habrías debido volver a teñir hace meses?
—Pasaba por casualidad—explicó Katniss, intentando un tono manso.
—¿Qué pasaba por casualidad?—Prim estalló en una carcajada —¡Caramba, Katniss! Los vizcondes y otros aristócratas nunca "pasan por casualidad" por nuestra cabaña.
—¿Por qué no?—Quiso saber Katniss—Blackthorne Hall es su hogar y no está lejos de aquí.
—El vizconde St. Justin nunca se ha molestado en venir a Upper Biddleton, mucho menos en pasar por nuestra casa, en los cinco años que llevamos viviendo aquí. En verdad, papá dijo que sólo había conocido a su padre, el conde en persona. Y lo vio una sola vez, en Londres, cuando Heavensbee lo designó párroco de esta parroquia.
—Créeme, Prim: St. Justin estuvo aquí y fue una simple visita social —aseguró Katniss, con firmeza—Me parece completamente natural que visite las propiedades que su familia tiene en este distrito.
—En la aldea se dice que St. Justin nunca viene a Upper Biddleton. Dicen que odia este lugar—Tía Effie se abanicó con la mano —Buen Dios, yo misma me siento a punto de perder el sentido. ¡Un vizconde en esta cabaña! ¡Imaginad!
—En su lugar, señora Trinket, no me alegraría tanto—la señora Sae echó a Effie una lúgubre mirada de mujer a mujer—Puso las manos en la señorita Katniss. Yo lo vi. Doy gracias a Dios por haber entrado en el estudio justo a tiempo.
—¿Justo a tiempo para qué?—El interés de Prim era obvio.—No es cosa suya, señorita Primrose. Usted es muy jovencita para saber de esas cosas. Pero agradezca que esta vez yo no haya llegado demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde para qué?—Insistió Prim.
Katniss suspiró.
Tía Effie la miró frunciendo las cejas.
—¿Qué es lo que ocurrió, querida? ¿Nos quedamos sin té o algo así de espantoso?
—No, tía. No nos quedamos sin té, aunque no se me ocurrió ofrecerle una taza—admitió Katniss.
—¿No le ofreciste té? ¿Viene un vizconde de visita y no se te ocurre ofrecerle un refrigerio?—La expresión de tía Effie era de auténtico horror—¿Qué voy a hacer contigo, Katniss? ¿No tienes un poquito de roce social?
—Quiero saber qué ocurrió—interrumpió Prim, de inmediato —¿Qué es eso de que el hombre te puso la mano encima, Katniss?
—No ocurrió nada y tampoco iba a ocurrir absolutamente nada —le espetó Katniss—El hombre no me puso la mano encima— Recordó tardíamente el enorme puño del vizconde, sosteniendo su mentón, y su ceñuda mirada de advertencia—Bueno, quizá lo hizo, peor sólo por un instante. Nada que valga la pena mencionar.
—¡Katniss!—Prim ya estaba sobre ascuas—¡Cuéntanos todo!
Pero fue la señora Sae quien respondió.
—Atrevido como el mismo diablo, el hombre—Retorcía en los pliegues del delantal las manos gastadas por el trabajo, haciendo relumbrar en sus ojos una indignación justiciera—Cree que puede salirse siempre con la suya. Esa Bestia no tiene vergüenza—Y sollozó.
Katniss la miró frunciendo las cejas.
—Por favor, señora Sae, no empiece a llorar.
—Disculpe, señorita Katniss—La mujer emitió otro pequeño sollozo y se limpió los ojos con el borde del delantal—Es que verlo otra vez, después de tantos años, me trajo tantos recuerdos espantosos...
—¿Qué recuerdos?—Preguntó Prim, con ávida curiosidad. —Recuerdos de mi pequeña y hermosa señorita Delly—El ama de llaves se tocó los ojos.
—¿Quién era esa Delly?—Interpeló tía Effie—¿Su hija?
La señora Sae se tragó las lágrimas.
—No, no era de mi sangre. Era demasiado fina para ser pariente de alguien como yo. Era la única hija del reverendo Snow. Yo cuidaba de ella.
—Snow—Tía Effie reflexionó por un instante—Ah, sí, el párroco anterior, que fue reemplazado por mi querido hermano.
La señora Sae asintió. Su boca estrecha temblaba.
—Cuando murió la buena de la señora, al reverendo sólo le quedó la señorita Delly. Ella trajo a esta casa la alegría y el sol. Hasta que la Bestia la destruyó.
—¿La Bestia? — Prim puso la misma cara que cuando leía sus novelas favoritas, los góticos de terror —¿Se refiere usted al vizconde St Justin? ¿Él destruyó a Delly Snow? ¿Cómo?
—¡Ese monstruo libidinoso!—Murmuró el ama de llaves, enjugándose los ojos otra vez.
—¡Sálvenos!—Tía Effie parecía atónita—¿Qué el vizconde arruinó a esa niña? Por favor, señora Sae, eso no se puede creer. Es un caballero, al fin y al cabo. Heredero de un conde. Y ella era hija de un párroco.
—Él no es un caballero — afirmó la señora Sae.
Katniss, perdida la paciencia, se giró hacia la exasperante mujer. —Creo que ya ha dramatizado bastante por hoy, señora Sae. Puede usted volver a la cocina.
Los ojos acuosos se llenaron de angustia.
—Es cierto, señorita Katniss. Ese hombre mató a mi pequeña señorita Delly, igual que si hubiera apretado él mismo el gatillo de esa pistola.
—¿Qué pistola? — Katniss la miraba con fijeza.
Hubo en el vestíbulo un momento de horrorizado silencio. Effie estaba muda. Hasta Prim parecía incapaz de formular otra pregunta. Katniss sentía la boca seca.
—Señora Sae — dijo por fin, con mucha cautela —¿dice usted que el vizconde St. Justin mató a una de las personas que habitaba esta casa? Porque en ese caso, temo que no podré conservarla en este puesto si va a continuar diciendo cosas tan horribles.
—Pero es cierto, señorita Katniss, lo juro por mi vida. Oh, todos dijeron que era suicidio, que Dios la tenga en Su Gloria, pero yo sé que él la obligó. La Bestia de Blackthorne Hall es tan culpable como el demonio y en esta aldea todos lo saben.
—Cielo santo — susurró Prim.
—Debe de haber algún error — musitó tía Effie.
Pero Katniss, que miraba al ama de llaves a los ojos, comprendió de inmediato que decía la verdad, al menos tal como ella la conocía. De pronto se sintió descompuesta.
—¿Cómo fue que St. Justin obligó a Delly Snow a suicidarse?
—Estaban comprometidos para casarse — explicó la señora Sae, en voz baja —Eso fue antes de que él heredara el título. Aún vivía Finnick, el hermano mayor de Peeta Mellark, ¿comprendéis? El heredero del viejo conde era Finnick, por supuesto. ¡Qué fino caballero, ése! Un noble heredero para el conde de Heavensbee, hombre digno de seguir los pasos de su señoría.
—¿A diferencia de la Bestia? — Adivinó Prim.
El ama de llaves le echó una mirada extraña y redujo su voz a un susurro.
—Hasta se dijo que Peeta Mellark había matado a su propio hermano para conseguir el título y las fincas.
—Esto es fascinante — murmuró Prim.
—Increíble. — Tía Effie parecía aturdida.
—Si os interesa mi opinión, todo esto es pura tontería — anunció Katniss. Pero sentía algo frío en la boca del estómago. La señora Sae estaba muy convencida de lo que decía. Aunque tuviera una pronunciada inclinación por el melodrama, Katniss la conocía bien y la sabía básicamente honrada.
—Es muy cierto — aseguró la mujer, ceñuda —Os lo aseguro.
—Continúe, señora Sae. Cuéntenos cómo fue que la Bestia... digo, el vizconde... obligó a la damisela a suicidarse — la instó Prim.
Katniss renunció a todo intento de cortar el relato. Enderezando la espalda, se dijo que siempre era preferible conocer los hechos.
—Sí, señora Sae. Ya que ha comenzado a hablar, será mejor que nos diga el resto. ¿Qué sucedió con Delly Snow?
El ama de llaves apretó los puños.
—Él la tomó por la fuerza. La pervirtió, como Bestia que es. Y le hizo un hijo. La usó para sus fines lascivos. Pero en vez de hacer lo correcto, en vez de casarse con ella, la repudió. No es ningún secreto. Podéis preguntarle a cualquier vecino.
Tía Effie y Prim guardaban silencio, con estupefacta incredulidad.
—Oh, Dios mío. — Katniss se sentó abruptamente en un pequeño banco acolchado. Cayó en la cuenta de que tenía las manos entrecruzadas con tanta fuerza que le dolían los dedos. Se obligó a aspirar hondo para tranquilizarse —¿Está bien segura de eso, señora Sae? Realmente, no parece ser el tipo, ¿sabéis? Más aún... me cayó simpático.
—¿Qué puedes saber tú del tipo de hombre capaz de hacer semejante cosa? — Preguntó tía Effie, con irrefutable lógica —Nunca has tenido ocasión de conocer a alguien así. Ni siquiera te presentaron en sociedad porque mi hermano, que en paz descanse, no nos dejó dinero suficiente para hacerlo. Quizá si hubieras ido a la ciudad, si hubieras visto un poco del gran mundo, ahora sabrías que no siempre se puede distinguir "ese tipo de hombre" a primera vista.
—Tienes razón, tía Effie. — Katniss se vio obligada a admitir que su tía estaba en lo cierto. En realidad, no tenía ningún conocimiento práctico del tipo de hombre capaz de pervertir a una joven inocente para luego abandonarla —Una oye hablar de estas cosas, por supuesto, pero no es lo mismo que tener una experiencia directa, ¿verdad?
—Dios te libre de las experiencias directas — señaló Prim. Y se volvió hacia el ama de llaves —Por favor, continúe con la historia.
—Sí—dijo Katniss, en voz baja—Será mejor que nos cuente todo, señora Sae.
La mujer levantó el mentón, mirando a las señoritas con ojos llenos de lágrimas.
—Como estaba diciendo, Peeta Mellark era el hijo menor del conde Heavesbeen.
—Por ende, todavía no era vizconde — murmuró Prim.
—No, por supuesto— tía Effie asumió su habitual aire de autoridad en esos temas —Por entonces no tenía ningún título, puesto que era sólo un segundón. El vizconde habría sido el hermano mayor.
—Lo sé, tía Effie. Continúe usted, señora Sae.
—La Bestia quiso a mi dulce señorita Delly en cuanto la vio, cuando hizo su presentación en Londres. El reverendo Snow había echado mano de todo cuanto tenía para que ella tuviera su temporada en sociedad. Y la Bestia fue la primera en pedir su mano.
—¿Y Snow decidió no desperdiciar la oportunidad?— Preguntó Katniss.
La señora Sae la fulminó con la mirada.
—El reverendo dijo a la señorita Delly que debía aceptar la propuesta. La Bestia no tenía título, pero sí dinero y buenos vínculos familiares. Era una alianza excelente, dijo.
—Bien vistas las cosas, tenía razón —murmuró Effie.
—En otras palabras, debía casarse por dinero y por la oportunidad de vincularse con una familia poderosa — dedujo Katniss.
—Mi señorita Delly fue siempre una hija buena y obediente — se lamentó la Sae —Aceptó las indicaciones de su papá, aunque Mellark era sólo un segundón y feo como el demonio. Ella habría podido conseguir algo mejor, peor el papá tenía miedo de esperar. No podía mantenerla en Londres por mucho tiempo.
Katniss levantó la vista, irritada.
—A mí no me pareció feo en absoluto.
La señora Sae hizo una mueca.
—Una bestia grande y monstruosa. ¡Pero si con esa espantosa cicatriz parece recién salido del infierno! Siempre fue así, aun antes de que le arruinaran la cara. Mi pobre niña se estremecía al verlo, pero cumplió con su deber.
—Y con creces, al parecer — murmuró Katniss.
Tía Effie meneó melancólicamente la cabeza.
—¡Ah, estas jovencitas tontas que insisten en obedecer al corazón y no a la cabeza! ¡Qué locura! ¿Cuándo aprenderán que deben conservar el buen tino y la virginidad hasta estar bien casadas, si no quieren acabar en la ruina?
—Mi Delly era una niña buena, sí — dijo la señora Sae, con lealtad —Os digo que él la pervirtió. Era un corderito inocente que nada sabía de la carne y él se aprovechó de ella. Por otra parte, estaban comprometidos. Más adelante, cuando descubrió... lo del bebé, confió en que él haría lo correcto.
—Sin duda creía que un auténtico caballero jamás rompería un compromiso — musitó Katniss.
—Bueno, un auténtico caballero no lo habría hecho — apuntó tía Effie, agria —Lo cierto es que una nunca está segura de que los hombres tengan sentido del honor, en este tipo de situaciones. Por eso no debió permitir que la comprometiera, para empezar. Cuando te llevemos a Londres, Primrose, harás bien en recordar esta espantosa historia.
—Sí, tía Effie.
Prim miró a su hermana y puso los ojos en blanco. Katniss disimuló una sonrisa melancólica. No era la primera vez que ambas soportaban el sermón de su bienintencionada tía.
Effie se consideraba árbitro inapelable de la buena conducta social de su familia, guía y guardián en tales asuntos, aunque Katniss solía recordarle que allí, en Upper Biddleton, no había nada notorio contra lo cual custodiarlas.
—Como dije, St. Justin no es un caballero. Es una bestia cruel, libidinosa y sin corazón. — La señora Sae se limpió los ojos con el dorso de una mano huesuda —El hijo mayor del conde murió poco después de que la señorita Delly descubriera lo de su embarazo. Paseaba a caballo por los acantilados, no lejos de aquí, y dicen que el caballo lo arrojó. Cayó al vacío y se hundió en el mar. Y se partió el cuello. Fue un accidente, según dijeron. Pero más adelante hubo quien dudó, al ver el modo en que el nuevo vizconde trató a la señorita Delly.
—¡Qué horror! — Prim aún tenía los ojos dilatados.
—En cuanto Peeta Mellark supo que iba a recibir el título, rompió el compromiso con la señorita Delly.
—¡No! ¿De veras? — Exclamó Prim.
El ama de llaves asintió, luctuosa.
—La abandonó sin más, aun sabiendo que ella iba a tener un hijo suyo. Le dijo que, siendo vizconde y con perspectivas de llegar a ser el conde de Heavensbeen, podía buscar algo mejor que la hija de un pobre párroco de aldea.
—¡Dios bendito! — Katniss recordó la calculadora inteligencia de esos ojos turquesa. Ahora que lo pensaba mejor, era preciso admitir que no parecía ser de los que se dejan llevar por las emociones más suaves, tanto menos teniendo otros objetivos en vista. Había en él algo de inflexibilidad. Se estremeció —¿Dice usted que él conocía el estado de Delly?
—Sí, maldita sea su alma, lo sabía. — La señora Sae abría y cerraba las manos —Yo estaba con ella cuando cayó en la cuenta de que iba a tener un bebé. Lloró en mis brazos toda la noche y por la mañana fue a verlo. Y cuando volvió de la mansión, por la expresión de su rostro, comprendí que él la había repudiado. — Las lágrimas se desbordaron y corrieron por las anchas mejillas.
—¿Qué pasó después? —Preguntó Prim, con una vocecita aturdida.
—La señorita Delly fue al estudio, descolgó la pistola que su padre tenía en la pared y se disparó. Fue el pobre reverendo Snow quien la encontró allí.
—¡Pobre niña desgraciada!—Susurró tía Effie —Si hubiera sido más prudente... si hubiera cuidado su reputación, en vez de confiar en un caballero... Te acordarás de este caso cuando llegues a Londres, ¿verdad Primrose?
—Sí, tía Effie. No creo que lo olvide jamás. — La muchacha parecía auténticamente impresionada por ese penoso relato.
—¡Dios mío! —Murmuró Katniss —Me parece tan increíble.— Echó una mirada al estudio sembrado de fósiles y tragó saliva con dificultad, recordando a St. Justin inclinado sobre su escritorio, levantándole el mentón con esa mano poderosa —Señora Sae, ¿está usted completamente segura de los hechos?
—Por completo. Vuestro padre, si viviera, os diría que todo es cierto. Él sabía lo sucedido con la hija del reverendo Snow, claro, pero guardó silencio porque no le parecía adecuado repetir eso delante de dos jovencitas. Cuando me dijo que podía continuar en mi puesto, me advirtió que no mencionara el asunto. Y yo he callado hasta ahora. Pero ya no puedo.
Tía Effie asintió.
—No, por supuesto, señora Sae. Ahora que St. Justin ha vuelto al vecindario, todas las damiselas decentes debes estar en guardia.
—Ultrajada y abandonada.—Prim meneó la cabeza, sobrecogida —Imaginad.
—Espantoso —aseveró tía Effie —Completamente espantoso. Las señoritas deben andarse con muchísimo cuidado. Primrose, no salgas sola mientras el vizconde esté en la vecindad, ¿me entiendes?
—Oh, tonterías—La muchacha apeló a Katniss—¿Vais a tenerme prisionera en mi propia casa sólo porque St. Justin está en el distrito?
Katniss frunció el entrecejo.
—No, por supuesto.
Tía Effie adoptó una expresión severa.
—Primrose debe tener cuidado, Katniss. Supongo que lo comprendes.
Ella levantó la vista.
—Prim tiene la cabeza bien puesta, tía Effie. No hará ninguna estupidez. ¿Verdad hermana?
La muchacha sonrió.
—¿Cómo voy a perder la oportunidad de que me presenten en Londres? Puedes estar segura de que no soy tan idiota. Katniss.
La señora Sae apretó la boca.
—St. Justin tiene predilección por las jóvenes inocentes y hermosas, esa gran bestia hambrienta. Y ahora que ya no está su papá para protegerla, señorita Primrose, tendrá usted que andarse con cuidado.
—Muy cierto — concordó tía Effie.
Katniss enarcó una ceja.
—¿Así que ninguna de vosotras se preocupa por mi reputación como por la de Prim?
Tía Effie se mostró inmediatamente contrita.
—Oh, querida, bien sabes que eso no es cierto. Pero ya tienes casi veinticinco años. Y los pillos libidinosos como el que la señora Sae describe tienden hacia las jóvenes inocentes.
—Y no hacia las viejas inocentes, como yo — murmuró Katniss, ignorando la sonrisa provocativa de su hermana —Oh, bueno, supongo que tienes razón, tía Effie. No corro ningún peligro de ser pervertida por St. Justin. — Hizo una pausa —Creo recordar que así se lo dije.
—¿Qué dices, mujer? — Tía Effie la miraba con fijeza.
—No importa, tía Effie. — Katniss echó a andar hacia el estudio —Estoy segura de que Prim sabrá conservar el buen tino y todo lo que sea importante, si se encuentra con el vizconde St. Justin. No es ninguna tonta. Y ahora, si me disculpáis, tengo un trabajo que terminar.
Se obligó a caminar serenamente hacia su pequeño refugio y cerró la puerta con suavidad. Luego, con un sincero gemido, se dejó caer en la silla, con los codos en el escritorio, y hundió la cara entre las manos, sacudida por un profundo estremecimiento.
La tonta no era Prim, decidió ceñudamente. Era ella, Katniss, la que había cometido la estupidez de hacer que la Bestia de Blackthorne Hall retornara a Upper Biddleton.
HOLAAA! Qué tal? Como han estado?
Uff! Que tiempos enserio siento mucho no haber publicado nada en tanto tiempo, pero bueno entenderán que mi pc no ha estado muy bien y pues ni modo estaba algo así como exiliada del mundo cibernético jajajja.
Pero bueeeno aquí le traigo otra adaptación esta vez de Amanda Quick y los personajes, como ya saben, son de Suzanne Collins.
Espero disfruten de la lectura!
Nos leemos pronto. .lll.
