El Lado Bueno del Lobo Feroz
Capítulo I
Sudor, Sangre y Barro.
Corría desesperadamente por entre los altos cipreses de aquel lúgubre bosque. La neblina le impedía ver más allá de unos cuantos metros pero eso a la vez se convertía en una ventaja. Sus pesados y presurosos pasos dejaban grandes huellas sobre la tierra húmeda y se oía el crujir de ramas que se quebraban bajo su peso confundiéndose con su acelerada respiración. No sabía cuánto más podrían aguantar sus piernas que, adoloridas, clamaban por un descanso; sólo esperaba que fuera lo suficiente para alcanzar a encontrar un lugar seguro que le permitiera esconderse. Esconderse, como un vil cobarde. Pero sabía no tenía más opción.
Su corazón se estrellaba fuertemente en su pecho, recordándole que si detenía su marcha, también se detendría su latir, pues un verde rayo no se dejaría esperar para atravesarlo implacablemente. Mas ya casi no le quedaban fuerzas para proseguir, y aun así continuaba corriendo haciendo caso omiso del dolor que sentía pues el miedo muchas veces es un motor todavía más fuerte que el peor de los suplicios. Aun podía escuchar los gritos de sus perseguidores y algunas veces veía un rayo pasar muy cerca de él aunque otros se dirigían en direcciones tan diversas que pudo suponer que ya no lo veían y aprovechaban su gran número para correr por distintas direcciones y así poder hallarlo. Estaba acorralado.
Él era el lobo. Ellos, los cazadores.
Se encontraba exhausto y con gran temor supo que no podía continuar, su visión se volvió borrosa e incluso a ratos veía todo negro, le fallaban las piernas y el dolor punzante de la herida en su hombro se hizo inaguantable. Se apoyó en un árbol y cayó pesadamente sobre la tierra. Un gemido que salió de su boca quedó suspendido un momento en ese silencio sobrecogedor que sólo es capaz de producir la naturaleza, casi como si intuyera el triste destino de uno de sus seres que volvería a ser parte de ella, entregándole su cuerpo ya inerte. Permaneció unos segundos inmóvil, sus palmas estaban en contacto con el suelo y el inconfundible olor de la tierra le inundaba el cerebro, cerró su mano y sus dedos arrastraron parte de ella.
La apretó con fuerza.
No, él no moriría así, sus captores le encontrarían con la frente en alto, desafiante, como había vivido.
Haciendo uso de las fuerzas que sabía no le quedaban, se aferró al árbol e intentó pararse, mas sus piernas no respondieron y volvió a caer. Resignado, apoyó su espalda al tronco y su cabeza cayó hacia atrás.
Cerró los ojos un momento.
Ya no oía nada, se sentía como en un sueño. Miró sus manos, cubiertas de sangre que no era completamente suya, sus largas uñas que tantas veces habían cogido y desgarrado presas con una crueldad inimaginable. Las llevó hacia la herida de su hombro que no dejaba de sangrar, pero no alcanzó a tocar esa oscura mancha. No tenía caso. Para qué constatar una de las múltiples heridas provocadas por hechizos furtivos que le habían alcanzado si nada podía hacer.
Miró la luna una vez más. Su compañera y testigo silencioso de las atrocidades que había cometido. Pero también testigo de las razones, causas y consecuencias.
Su respiración se hacía lenta, paciente, pero no acompasada, notaba la sequedad en su garganta y cómo el frío implacable se colaba por sus vías, congelando su pecho.
Sudor, sangre y barro. Eso era todo lo que él era en ese momento. Pero no lo que siempre había sido. Porque Greyback no siempre fue un lobo.
