El aire corría tímidamente. Era otoño. Las hojas de los árboles se mecían de un lado a otro, muy despacio, lentamente. El viento les susurraba y a ella también. Escuchaba aquel frío rumor al que había aprendido a acostumbrarse; tenía que acostumbrarse a muchas cosas desde que había empezado a trabajar como especialista. Sí. Así lo llamaba ella. Ella se dedicaba a la mecánica. Al arte de ajustar piezas para que el sistema encajara.

Ya era la hora.

Podía ver a su objetivo con claridad a pesar de la terrible distancia. Conocía a ese hombre, lo había visto algunas veces en la televisión, y ahora caminaba por una concurrida calle de Nueva York con un teléfono móvil en la mano y rodeado de cinco hombres que velaban por su seguridad. Pero cuando alguien le encargaba algo a Wanheda, podía asegurarse de que obtendría lo que quería. El viento mecía su corto cabello, provocándole leves cosquillas en la nuca. Respiró profundo; contuvo el aire. Seguía los pasos de su objetivo, su exasperado andar. Acarició el gatillo y, tras soltar la bocanada de aire que guardaba en el pecho, disparó.

Un hombre se desploma en mitad de la calle. Los cinco guardaespaldas se vuelven locos intentando identificar la procedencia del proyectil, lo cubren, intentan que resista hasta que venga la ambulancia- pero es demasiado tarde. Le ha dado justo en el hígado. Eso le daba un margen de dos minutos de agonía antes de que finalmente muriera. Wanheda desmontó el arma y la guardó en el maletín, tras cerrarlo, caminó a paso ligero hacia la puerta que daba al interior del edificio.

América es un gran país para los especialistas. Hay mucha mafia y mucha corrupción; se crean muchos enemigos y eso requiere a muchos mecánicos que se ocupen de subsanar esas diferencias de sistema. Wanheda entró al edificio. Era un edificio bastante bonito, estaba en la zona cara de Nueva York. Pero ese era un capricho que podía permitirse con su sueldo. Justo cuando se aproximaba a la puerta del 2º C, la suya, salía su vecina, que parecía llevar a su perro a dar un paseo. Wanheda no sabía ni el nombre ni la vida de sus vecinos; de no ser porque ella y su padre vivían justo al otro lado de la pared, ni siquiera tendría constancia de su existencia. Era una niña rica, sin preocupaciones. Solo tenía que estudiar. Papá se encargaba de complacer sus caprichos, podía pagarlos, el señor G. Woods estaba envuelto en asuntos turbios que le daban buenos ingresos. Ella, entre muy poca gente, sabía lo que en realidad encubría aquella cadena de perfumería. Sí, "La fragancia de Alexandria" estaba en cada esquina de todas las ciudades del país, pero esa no era su principal fuente de ingresos. Wanheda la miró a los ojos, solo por un instante. La castaña pelirroja le dedicó una corta y tímida sonrisa de cortesía, y después desvió sus ojos verdes de los azules de Wanheda, caminando hacia la salida. Wanheda entró a casa y se quitó la gorra negra, depositándola categóricamente sobre la mesa; el único mueble que había en su departamento además de una silla y una cama que realmente no utilizaba.

Ring, ring.

-Wanheda. –Respondió ella poniéndose el teléfono móvil en la oreja.

-Buen trabajo, especialista. Han dicho que ni siquiera ha habido tiempo de que llegara la ambulancia. Te veo en Dino's dentro de cinco minutos.

-Quiero que empieces a pagarme con dinero americano, Walls. –Cage Wallace, mejor conocido como "Big Walls" era el representante de Wanheda. Él le conseguía a ella los trabajos y cobraba una comisión del veinte por ciento. Llevaba exiliado de su país alrededor de ocho años, por alistarse en el ejército y luego desertar. Había huido a América para evitar que lo metieran en un calabozo.

-¿Por qué coño quieres que haga eso?

-Porque quiero irme a Australia.

-¿Cuándo?

-Cuando tenga el dinero suficiente.

-Tú no puedes marcharte de Nueva York, esta es tu ciudad, es tu cuna, Wanheda. ¿Qué harás en Australia?

-No lo sé. Pero quiero irme de aquí. Tú solo has lo que te pido.

-Como quieras. –Wallace colgó el teléfono algo molesto. No le parecía bien que su mejor cliente fuera a dejarlo para irse a Australia. Solo los traidores dejaban su país por otro mucho menos desarrollado.

Wanheda salió sin demasiada prisa. Dino's estaba en la esquina de su calle. Era un bar elitista, Wanheda daba el cante con su ropa oscura y su cabello alborotado, pero eso nunca le había importado. Wallace era todo un hombre de negocios, trajeado y afeitado, esperando en la barra a que ella se aproximara. Se miraron a los ojos y él sonrió deslizando un periódico hasta hacerlo llegar a ella.

-Toma. Creo que la página veintisiete puede interesarte. –Wanheda se lo colocó con cuidado bajo el brazo y caminó hacia la salida. –Te llamaré esta noche. Te he conseguido trabajo. –Ella giró su rostro y asintió sin mirarle directamente a los ojos.

Cuando entró a su edificio, nuevamente estaba allí la castaña. Esta vez la acompañaba un muchacho alto y con buena planta. Bien vestido y peinado como un cretino, la agarraba por la cintura mientras la aprisionaba contra la pared. La chica volvió a mirar a Wanheda, esta vez sin desviarle la mirada, el chico había tenido que girar la cabeza para verla pasar. La castaña rodeaba su cuello con las manos. Wanheda entró sin más y miró en la página diecisiete del periódico. Habían pagado bien por aquel hombre.

-¿Esa vive ahí? –Preguntó el chico refiriéndose a Wanheda con desprecio.

-Sí. –Respondió la castaña.

-Parece que la ropa se la dio la caridad. –Él se rio. La chica no le respondió. Solo se quedó mirando a la puerta. Esa chica llevaba casi dos años viviendo ahí y jamás había cruzado palabras con ella. No sabía su nombre, ni siquiera había oído su voz. Nunca la visitaba nadie, no hacía ruido alguno. Parecía un fantasma. –Lexa, ¿sigues ahí?

-Sí. –Repuso rápidamente volviendo a mirarlo.

-¿Entramos? –Se acercó a ella de forma sugerente, acariciando su cintura. Ella despegó de él sus manos como respuesta.

-Mi padre vuelve temprano hoy. Mejor otro día.

-Vamos, gatita. –Susurró él besándole el cuello. –La última vez fue increíble, me dejaste con ganas de repetir.

-No, Andrew, hoy no puedo. Ya hablamos mañana. –Ella se libró de él, quien, ofuscado, asimiló el hecho y le dio un beso en los labios antes de irse.

Ella se quedó apoyada en la pared, indecisa, mirando a la puerta del 2º C con las llaves en la mano. Su padre no iría a casa esa noche, pero tampoco quería pasarla con Andrew, así que prefirió mentirle y deshacerse de él. Suspiró y se decidió a meter la llave en la cerradura para relajarse dentro de casa, pero al intentar girarla, se partió, quedando el trozo de llave metido en la rendija.

-Mierda. –Musitó al verse con media llave en la mano. –Mierda. –Repitió dando media vuelta sobre sí misma, como si la solución a aquello estuviera tirado en el suelo junto a sus pies. Podría llamar a su padre, pero tardaría, al menos, hora y media en venir, si es que venía, y además llegaría con mal humor. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Pasar la noche en la calle? Podría llamar a un cerrajero y pagarle con la tarjeta.

Tras buscar el número de una cerrajería con su móvil, marcó.

-Cerrajería Johnson, buenas tardes. –La saludó una amable mujer al otro lado.

-Buenas tardes. Llamo porque acabo de tener un percance con mi llave, se ha partido en dos y ha quedado una mitad en la cerradura.

-Le enviaremos un especialista, en menos de una hora estará allí.

-¿Una hora?

-Sí, lo sentimos. Pero estamos desbordados, no hay operadores disponibles en este momento.

-Está bien. –Bufó llevándose la mano a la frente y dejando caer los párpados.

-¿Qué tipo de puerta tiene?

-Madera de cerezo con doble blindaje.

-¿Una o dos cerraduras?

-Una.

-Bueno… -Dijo la mujer no muy convencida. –En ese caso puede que tardemos algo más.

La castaña, resignada, le dio su dirección y se apoyó contra la pared a esperar. No iba a sentarse en el suelo. Miró de nuevo hacia la puerta del 2º C. Quizás podría pedirle algo de beber, o un lugar para sentarse a esperar dos horas a que el cerrajero llegara. Pero realmente sentía inseguridad por la respuesta de su vecina. Tenía que dejar de ser tan prejuiciosa, quizás solo fuera una chica tímida que está sola en la ciudad; quizás también le viniera bien algo de conversación. Suspiró y se acercó a la puerta, golpeando tres veces sobre ella con los nudillos.

¿Quién estaba llamando a la puerta? Wanheda se sobresaltó. Sacó el revolver de debajo de la mesa y se dirigió con sigilo hacia ella. Esa era su arma favorita, la primera que se había comprado ella misma. Se apoyó contra la pared, sabía que si alguien iba a matarla, tendría el cañón apoyado en la puerta.

Estaba tardando demasiado en responder, quizás estuviera durmiendo, o quizás simplemente no quisiera abrirle.

Wanheda se asomó, apoyándose para ver a través de la mirilla. Era su vecina, la castaña. Se preguntó qué diablos querría y por qué estaría llamando a la puerta. Se quedó mirándola un rato, divagaba, movía la cabeza de arriba abajo, con las manos unidas delante de la cintura. Wanheda se rascó la nuca con indecisión. No esperaba ni deseaba visita. Sin embargo, decidió atenderla. Abrió la puerta sin soltar la pequeña cadena, solo descubriendo su rostro.

Sus ojos azules se asomaron tras la puerta. La miraba seria, sin decirle nada.

-Hola, -Comenzó la castaña sonriendo nerviosamente. –eh, he tenido un problema con la llave y tengo que esperar por el cerrajero… Tardará en venir y necesito utilizar el baño.

Wanheda la miró poco convencida. No quería dejarla entrar, pero tampoco quería cerrarle la puerta en las narices. Realmente estaba conmovida, el rostro de esa chica era inocente y dulce, a pesar de ser una mimada caprichosa, algo hacía que se le removieran las entrañas al mirarla a los ojos. Volvió a rascarse la nuca, ocultando en la otra mano el revolver tras la puerta. Cerró de golpe.

La chica ha cerrado la puerta sin decir nada. La castaña realmente no esperaba aquella respuesta, se ve que su vecina era más solitaria de lo que ella se había figurado.

Wanheda escondió el revolver bajo la mesa nuevamente y volvió a la puerta. Solo sería un momento. Cuando utilizara el baño, se iría. Podría soportarlo. Giró el picaporte y dejó la puerta abierta.

La vecina seguía perpleja por aquella reacción, y más aún cuando Wanheda abrió la puerta para dejarla entrar. Era una invitación un tanto extraña, pero no iba a quejarse. Necesitaba un vaso de agua y un lugar donde sentarse. Sonrió y dio dos pasos para entrar.