CAPÍTULO 1
NO PUEDE SER ELLA.
Abrí la puerta del cuartillo y salí al pasillo con un bostezo mientras me cruzaba con Kate, la enfermera nueva, que me sonrió tímidamente. Era importante tener cuidado con los que llegaban nuevos al hospital, especialmente si eran mujeres. Solían estar demasiado pendientes de mí. En alguna ocasión algunas hasta me seguían por los pasillos y se hacían las encontradizas en cualquier esquina. Por supuesto yo hacía como que no me daba cuenta. Como si pudiera. Oía sus pasos desde el otro extremo del hospital. Era capaz de distinguir el acelerado latido de su corazón cuando espiaban detrás de las esquinas esperando a que pasara para fingir un choque fortuito. Siempre respondía a estos intentos de seducción con una sonrisa cálida pero intentaba que, sin dejar de ser amable, ellas no interpretaran lo que no era.
Esta era sin duda una de las peores cosas de ser diferente a los demás. No poder abrirte a una persona, convivir, dejar fluir sentimientos como si no pasara nada, simples gestos como un abrazo, o un beso. Se hace imposible en mi circunstancia, aún cuando mi habilidad para controlarme era superior a la de ningún otro que hubiera conocido en mis casi 300 años de existencia. De existencia, que no de apariencia.
Llegué a la sala de curas y me puse manos a la obra. A ambos lados había, alineadas, un montón de camillas con enfermos, a cada cual peor. Lo mejor de ser médico sin duda era cuando les veías salir por la puerta del hospital mejor de lo que entraron, pero también existía la sensación de impotencia al saber que no puedes hacer nada para salvar sus vidas. Los humanos eran tan frágiles que llevaba años preguntándome cómo pueden sobrevivir 70 años. Con unos sentidos tan limitados, no ven el peligro llegar hasta que lo tienen delante de las narices, y cuando ya es imposible reaccionar. Me costó décadas poder estar en una sala como esta sin lanzarme encima de alguno, incapaz de controlar mis instintos y mi sed. Sin embargo, estas décadas de espera merecieron la pena. No solo para mí, sino también para tantos enfermos a los que pude ayudar gracias a mis sentidos sobre desarrollados. Era muy útil a la hora de diagnosticar, pero a la hora de tratar ya no tanto. Cuantos más años pasaba trabajando más me convencía de que la medicina avanzaba demasiado despacio.
Me incliné sobre uno de los enfermos. Su corazón latía muy despacio, y de sus pulmones salían los estertores de un moribundo. Cerré los ojos y murmuré una oración por su alma. A lo largo de mi vida me crucé con muchos como yo, y todavía no he encontrado a ninguno que tenga inquietudes religiosas. Quizá sea por la educación que me dio mi padre, clérigo intransigente que dedicó su vida a perseguir monstruos. Monstruos. Sonreí. Qué ironía. Si no fuera por su obsesión con lo sobrenatural y lo terrorífico yo no sería como soy.
Me miré las manos, pálidas como la nieve, y le hice un gesto a una de las enfermeras. Ella sonrió al enfermo con compasión y le acarició la cara. El hombre, haciendo un enorme esfuerzo consiguió cogerle la mano. Unos segundos después, su corazón había dejado de latir.
Pobre hombre, es el tercero esta mañana. – murmuró Mary, la enfermera.- ¡Maldito frío! Los que no mueran de pulmonía morirán de hambre si se siguen estropeando las cosechas.
Fruncí el ceño. Tenía razón. En las últimas semanas las temperaturas habían bajado mucho, cogiendo a todos por sorpresa y haciendo que muchos enfermaran. Además, el granizo había arruinado la mayor parte de las cosechas y no tardaría en empezar a escasear el alimento. Con la consiguiente subida de precios, claro. Y la ola de violencia que se desencadenaría.
En Northbrook la gente empezaba a estar inquieta. El alcalde estaba últimamente un poco…caprichoso con las penas de muerte. En los últimos meses, una ola de asesinatos y desapariciones en los alrededores del pueblo había vuelto paranoico a Mr. Bolton, que veía asesinos y conspiraciones por todas partes y que había mandado ejecutar a, por el momento, ocho inocentes campesinos. Yo sabía que eran inocentes. No era la primera vez que algo así pasaba en alguna de mis múltiples residencias y supe reconocer los signos desde que me trajeron al primero de los cadáveres.
Estaba vacío. Simplemente no había ni una gota de sangre en su cuerpo. La mordedura la localicé en un costado y hice un corte en la piel disimuladamente que hizo irreconocible la marca en forma de media luna en las costillas de la mujer. Era uno de los míos, y tenía que encontrarlo antes de que alguien descubriera algo. Gracias a Dios, era el único médico del pueblo y también hacía las veces de forense, por lo que no era complicado ocultar las señales comprometidas, pero más valía no tentar a la suerte.
¡Dr. Cullen!
Me giré y vi a uno de los muchachos que rondaba siempre por el mercado, intentando robar algo que llevarse a la boca. Tenía una expresión de terror en el rostro y su corazón latía aceleradamente.
¡Dr. Cullen, por favor, tiene que venir conmigo!
¿Qué pasa Terry? – pregunté impaciente.
¡Abajo! ¡En el acantilado! ¡Una mujer!
Dios mío.
Tenía que actuar rápido. Si iba a caballo puede que la mujer muriese, por lo que no me quedaba más remedio que correr. Y si iba a correr, tenía que asegurarme de que nadie me viera.
Escúchame Terry – le agarré por los hombros.- Tienes que buscar a la enfermera…a la enfermera pelirroja. Y le dices que me fui, explícale por qué. Diles que no es necesario que vengan, que me llevo el carro y el caballo y que si hay que traerla, lo haré yo, pero que ellas se queden aquí cuidando al resto de los enfermos.
Corrí a una velocidad razonable hacia la parte trasera de la casa de enfermos y me subí al caballo. Le espoleé con impaciencia y galopó por el camino hasta llegar al bosque. Me aseguré de que no hubiera nadie y dirigí al caballo fuera del camino. Una vez que estuve bastante alejado, me bajé apresuradamente del caballo, lo até a un árbol y eché a correr.
Los árboles pasaban a mi lado a una velocidad increíble, se volvían borrones, pero yo solo pensaba en llegar al acantilado. Intentaba convencerme de que no podía ser ella, aunque mi sentido de la lógica me decía que estaba en lo cierto.
El único edificio cercano a los acantilados era el manicomio donde la habían internado. La última vez que la vi, su depresión se había agravado y había intentado suicidarse con un fragmento de porcelana. Esa vez conseguí salvarla de milagro. No dejaba de repetir que quería ir con su niño, con el bebé, el bebé que había perdido y que su marido tiró al mar cuando nació muerto. Enloqueció de dolor, y el hombre, incapaz de controlarla, la internó en el manicomio, donde la drogaban con morfina y la mantenían adormilada casi todo el día.
Ella era la única mujer por la que se había sentido atraído en toda su vida. Si es que a su existencia se le podía llamar así. La primera vez que la vio, algo extraño sucedió en él. Ante sus ojos, todas las mujeres habían pasado de largo sin quedarse con los rasgos de ninguna, pero cuando vio a Esme, quiso que cada rincón de su cara se le quedara grabado en la memoria para guardarlo ahí por toda la eternidad. La forma de sus labios sonrosados, el contorno de sus cejas, el brillo de sus ojos. La había amado desde entonces, y por ello se había mantenido alejado de ella. Me tuve que tragar mi dolor cuando vi que el niño que llevaba en su interior no vivía, y si hubiera podido, hubiera llorado con ella cuando le comuniqué la noticia.
Llegué al acantilado y miré abajo. Un cuerpo se hallaba tendido de forma grotesca sobre una enorme roca. Salté. Aterricé con suavidad al lado del cuerpo y sentí que algo se me rompía por dentro.
Era ella.
