Capítulo 1: No harás estallar objetos.
El sonido de una pequeña explosión, seguida de ruido de cristales rotos y acompañado de risitas mal disimuladas, convenció a Harry Potter que no podría acabar de leer el informe sobre Las diez maldiciones del año esa lluviosa mañana de junio. Era la tercera vez que su lectura se veía interrumpida por los tres infantes que ocupaban la habitación de al lado. También era la tercera vez que Harry suspiraba, se levantaba y salía de su despacho para averiguar lo ocurrido.
El despacho era luminoso y espacioso. El escritorio, de madera de roble, estaba situado en el centro de la sala. Detrás de él, una gran estantería recubría la pared, cargada de libros, fotografías, y objetos mágicos que los niños tenían prohibido tocar. Era una restricción que cumplían… casi siempre.
En esa habitación Harry solía terminar el papeleo que no hacía en la oficina. También llevaba desde allí algunas investigaciones, pero intentaba separar su vida familiar de su condición de auror. Por esa razón, eran pocas las veces que recibía a alguien ajeno a la familia en ese despacho, pero cuando ocurría estaba preparado. Tenía un sistema que insonorizaba la habitación del resto de a casa: ningún sonido podía oírse desde fuera, ni viceversa. Este sistema lo habían ideado Ron y George en la tienda, y había surgido como método de protegerse contra las orejas extensibles que tan bien se vendían. Harry también lo usaba cuando tenía mucho que hacer y no quería ser interrumpido por sus ruidosos hijos. Pero ese día en concreto tenía que estar pendiente de ellos y estaba desactivado, en la estantería, al lado de un detector de tenebrismo.
A un lado del gran escritorio, justo debajo del ventanal responsable de la luminosidad de la habitación, había otra mesa más pequeña, llena de papeles y considerablemente más desordenada.
Allí era donde trabajaba Ginny. La mesa tenía un ordenador muggle (con varias alteraciones mágicas que permitían que funcionara sin necesidad de corriente) y varias carpetas con fotos, reportajes y recortes de periódico. Ginny no era especialmente desordenada, pero en su mesa de trabajo siempre reinaba un caos que solo ella dominaba. No permitía que nadie lo tocara, y eso les había acarreado más de una bronca a sus hijos.
La señora Potter no se encontraba en la casa. Llevaba cinco días de viaje, acabando un reportaje sobre los juegos de quidditch en el polo norte. A pesar de que había hablado con ella todos los días desde su partida por la chimenea, Harry la echaba mucho de menos.
Y sus hijos también. Esa era la razón por la que estaban tan nerviosos esa tarde. A eso se le añadía el tiempo: el continuo chubasco que caía sobre Godric's Hollow desde hacía un par de días hacía que los niños no pudieran gastar sus energías en el exterior. El colegio muggle al que iban había terminado hacía dos semanas, y no estaban acostumbrados a estar inactivos. Sabiendo lo inquietos que eran por naturaleza, Harry no había sido muy duro con ellos las últimas dos veces que habían provocado una explosión.
Pero a la tercera va la vencida, y por lo que Harry había escuchado, esta vez habían causado algunos destrozos.
Se movió con agilidad y en silencio para sorprender a sus hijos in fraganti. Cuando llegó al cuarto de juegos se dio cuenta de que su sigilo había sido innecesario, porque esta vez la trastada de sus hijos era difícil de esconder.
La pequeña Lily, de cuatro años, se hallaba en el centro de la habitación, con aire de estar debatiéndose entre la risa y el enfado. Estaba cubierta de arriba abajo de lo que parecía ser tarta de chocolate.
James y Albus se revolcaban por el suelo de la risa. También ellos estaban un poco cubiertos de pastel, pero parecía que lo gordo se lo había llevado su hermana pequeña.
Ni que decir tiene que los restos de chocolate también se habían esparcido por toda la habitación.
El sonido de cristales rotos procedía de la alarma anti-magia-accidental que tenían instalada en el techo de la sala de juegos. Se trataba de una bola de cristal, de aspecto parecido al de una recordadora, que actuaba absorbiendo los retazos de magia accidental que detectaba en la habitación. Cuando eso ocurría, la niebla que parecía contener en su interior se volvía de color azul marino.
El objetivo de este artilugio, también creado por los hermanos Weasley, era proteger a los niños magos de la magia sin control que utilizaban sin darse cuenta. Su objetivo no era el de frenar sus poderes, no. Solamente absorbía la magia propia de arrebatos infantiles.
Harry había comprobado su utilidad varias veces a lo largo de los últimos años.
Sin embargo, el invento tenía sus limitaciones. No podía, por ejemplo, evitar que James y Albus hicieran estallar, conscientemente, petardos con su magia. Y últimamente Lily se había vuelto lo suficiente poderosa para que el artefacto no pudiera asimilar toda la magia que soltaba de sopetón. Así que estallaba. Como ese día.
No era la primera vez que ocurría. Ni la segunda. De hecho, era la tercera vez desde que los niños estaban de vacaciones.
Se había convertido en uno de los pasatiempos favoritos de James y Albus: hacer que su hermanita perdiera el control e hiciera estallar el artilugio.
Al percatarse de la presencia de su padre en la puerta, con los brazos cruzados, los dos niños intentaron poner cara seria. Lily enseguida les acusó con el dedo, chillando:
- Papi, ¡James rompió el pastel!
El primogénito de los Potter, de siete años, alzó las manos con aparente inocencia.
- Yo no lo toqué. Te lo dio Albus.
Este le miró con reproche. Albus no era tan travieso como su hermano mayor, pero debido a la poca diferencia de edad entre ellos, apenas un año, era su cómplice, compañero de fechorías… y de castigos. Muchas veces James se las apañaba para que pareciera que Albus era el único responsable de sus travesuras, pero sus padres lo conocían demasiado bien como para que sus tretas le dieran resultado.
Harry recorrió la habitación con la vista, buscando más desperfectos, pero no los encontró. Reconstruyó los hechos con facilidad: James se había hecho con uno de los últimos inventos de su tío George (lo había birlado de la tienda o su propio tío se lo había dado, de eso Harry no estaba seguro), los pasteles explosivos, y había convencido a Albus para que se lo ofreciera a Lily.
A sus cuatro años, la pequeña de los Potter era muy espabilada, y había aprendido a desconfiar de sus hermanos mayores. Pero también era muy golosa, y ante la vista del jugoso pastel de chocolate no había dudado en hincarle el diente.
En ese momento, el pastel encantado le había explotado en la cara.
Harry se obligó a mantener la cara seria mientras observaba a su hija lamerse el chocolate de los dedos. Teniendo en cuenta a lo que estaba acostumbrado, la broma había resultado inofensiva y no demasiado difícil de solucionar.
-¡Fregotego! – dijo Harry, casi con desgana.
Los hechizos hogareños nunca habían sido el fuerte de Harry, pero este lo había tenido que realizar con tanta frecuencia en los últimos años que lo único que quedó del pastel fue una pinta de chocolate en la nariz de Lily.
James y Albus estudiaban la expresión de su padre con cuidado, aunque se notaba que estaban haciendo esfuerzos por no echarse a reír. Harry sabía que lo hacían para comprobar si estaba enfadado.
Harry no solía gritarles ni castigarles. Era Ginny la que tenía el genio más vivo. Pero los tres niños habían aprendido pronto que no era buena idea enfadar a su padre.
Esa no era una de esas veces. Harry se agachó al lado de su hija y le limpió el chocolate que le quedaba en la nariz con un dedo. Luego se lo llevó a la boca y torció el gesto.
- Está bastante bueno, considerando que nadie se lo iba a comer. Debería decírselo a vuestro tío Ron. ¿O fue George quien te dio el pastel, eh James?
El interpelado, un poco más confiado al ver que Harry no iba a enfadarse, sonrió.
- Lo hizo el padrino con uno de los pasteles que estaba haciendo la tía Hermione.
Harry se imaginó la escena: cuando el día anterior Harry había llevado a sus hijos a merendar con sus primos Rose y Hugo, Ron debía haber aprovechado algún momento de distracción de su mujer para encantar el pastel y dárselo de extranjis a su ahijado.
Harry estaba convencido de que el día que había puesto a su primogénito el nombre de dos de los viejos merodeadores lo había destinado a seguir sus pasos de alborotadores. No ayudaba el hecho de que por sus venas corriera la misma sangre que los gemelos Weasley, famosos entre otras cosas por su huida del régimen de Umbridge en escobas voladoras y por la creación de la mejor tienda mágica de bromas del mundo.
Para más inri, su padrino era (no podía haber sido otro) Ron. Este sentía debilidad por cada uno de sus sobrinos, que eran muchos, y no podía evitar darles caprichos de vez en cuando.
Y, por supuesto, estaba el hecho de que era un Potter, y Harry sabía por experiencia que eso conllevaba cierta tendencia a meterse en líos.
La profesora McGonagall había amenazado varias veces con jubilarse de su puesto de directora el día en que James Sirius Potter pisara los terrenos de Hogwarts por primera vez. Harry no estaba seguro de que lo dijera en broma.
El cabeza de familia de los Potter decidió que era inútil castigar a esos maleantes un día como aquel. Su madre volvía esa tarde, y entonces podrían hablarlo y decidir si tenían que imponerles alguna penitencia. Pero, al mismo tiempo, no podía seguir como hasta ese momento.
- Está bien. No voy a castigaros… por ahora. De momento, esta tarde toca excursión muggle.
- ¡Bieeeen! – chillaron los críos.
Como uno de los principales personajes dentro del Ministerio que defendían la igualdad entre magos y muggles, Harry había educado a sus hijos enseñándoles aspectos de la vida de aquellos que no podían recurrir a la magia. Durante el curso los mandaba a una escuela muggle, lo que les permitía hacerse amigos de niños iguales que ellos pero sin magia.
Y de vez en cuando hacían excursiones muggles. Iban a un sitio que los no magos usaban frecuentemente. A los niños les entusiasmaban esas salidas.
A James le fascinaban los coches de carreras. A Albus todos los cacharros electrónicos y a Lily le encantaban los tiovivos. El invento preferido de los tres, sin embargo, era el cine, pero solo iban en alguna ocasión especial, como un cumpleaños.
- ¿A dónde iremos hoy? ¿A dónde, papi? – le preguntaron los tres mientras este les ayudaba a calzarse con zapatos de agua y a ponerse un impermeable.
- Ya lo veréis – respondió el con misterio, pero lo cierto es que lo estaba pensando.
Como llovía, tenía que ser un sitio resguardado. No quería llevarlos a un centro comercial, porque un día como ese podía haber mucha gente y con lo inquietos que estaban los chicos se le podían descontrolar.
Entonces se le ocurrió una idea: un sitio elegante, serio, con suficiente tecnología muggle.
Antes de irse por la chimenea hacia el Caldero Chorreante, desde donde podría llegar andando a su objetivo, se acordó de dejarle una nota a su mujer, por si acaso llegaba antes de lo previsto:
Los niños están inquietos.
Me los llevo de excursión muggle al banco de Londres.
Te quiero
Harry
¡Buenas a todos! He aquí el inicio del fruto de muchos viajes en metro. Este verano no he tenido muchas ocasiones de escribir. La otra historia que tengo (Después de la batalla y antes) aun no está terminada, ni mucho menos, pero me vino la inspiración de escribir esta otra historia, mucho más corta (solo tenéis que comparar la longitud de los capítulos), y me puse a escribirla.
Viene a ser más o menos lo que se puede esperar uno del título: vemos a un Harry adulto, buen padre, que lleva a sus hijos a un banco muggle… y que acaba en medio de un ataque. ¿Cómo reaccionará? ¿Y qué harán sus hijos? Hay que agitar muy rápido una varita para frenar una bala en pleno vuelo…
Nota: esta historia se situaría en el futuro de la otra que estoy escribiendo, pero es independiente y no depende para nada de ella.
Como siempre, se agradecen (mucho, a lot, beaoucoup) los reviews (guiño guiño).
¡Nos leemos!
Tinta Invisible
