Prólogo
Gira de la Victoria de los 74º Juegos del Hambre
Camino al Capitolio
Pese a las protestas de Haymitch, lo sigo después de un momento y golpeo su puerta. No hay respuesta. Casi podría pensar que no está adentro o que está durmiendo si es que eso no fuera imposible. Peeta acababa de salir de la habitación, visiblemente alterado, tras mi propuesta de que nos comprometiéramos en el Capitolio. Mañana. La conversación con Haymitch que siguió sigue fresca en mi mente, casi como si la siguiera escuchando: "Pensé que esto era lo que él quería" "No así. Él quería que fuera real".
E incluso, aunque eso no lo hubiera afectado, ambos sabíamos muy bien a estas alturas que el alcanzar el sueño rápido y sin problemas era un lujo que nuestro estatus de vencedores no nos permitía.
Cuando el fin de la Gira llega me encuentro más y más ansiosa. Por un lado, no puedo esperar a que este desfile de cámaras, vestidos y sonrisas forzadas termine, huir al bosque e intentar borrar de mi mente las caras de los familiares de los tributos fallecidos. Aún así, sé que una vez que regrese a casa no podré evitar el regreso de las pesadillas. Mi cama volverá a estar vacía y quedaré sola para enfrentar la noche una vez más.
Golpeo la puerta de nuevo, pero sé que no tiene ningún sentido. Suspirando, tomo la manilla y para mi sorpresa veo que la puerta no está con llave. Sin permitirme pensarlo mucho entro rápidamente, antes que las protestas de Haymitch me convenzan finalmente que es mejor que lo deje solo.
La habitación está completamente a oscuras y debo esperar que mis ojos se acomoden a la oscuridad antes de ver su forma sobre la cama, acostado sobre su estómago con los brazos abiertos, su cabeza girada hacia el otro extremo de la habitación.
Ninguno de los dos habla. Lentamente y sin hacer ruido, pese a que mi presencia es obvia a estas alturas, me acerco a la cama y me recuesto a su lado, doblando con cuidado su brazo izquierdo para hacerme espacio.
—Lo siento—susurro bajito. Peeta no se mueve, pero su voz rompe el silencio: —No es tu culpa.
Su brazo se mueve y me acerca hacia su costado. Su cabeza gira hacia mi y ahora, aunque el cuarto sigue igual de oscuro, sus ojos azules brillan al mirarme. —Es mi culpa realmente—me dice, y debo poner cara de confusión, porque continúa: —Yo debería haber muerto en los juegos.
Me siento de su salto en la cama y sin pensarlo lo golpeo en la espalda. —No vuelvas a decir algo así—mascullo entre dientes. —¡Nunca!
Peeta se gira sobre su espalda y me mira con el ceño fruncido. Decido ignorar su mirada y me acuesto sobre su costado, como tantas otras noches de estas últimas semanas. Sus brazos me rodean automáticamente. —Vamos a estar bien—le digo. —Estamos juntos en esto.
Distrito 12
10 meses después.
El dolor no cesa, pero se vuelve secundario. Escucho los murmullos de mi madre y mi hermana, veo la preocupación en sus rostros. Aún no he podido sujetar a mi bebé y pese a que no he asistido a demasiados nacimientos, pues la sangre y los gritos me ahuyentan antes que aparezca la criatura, sé que una de las primeras cosas que se hacen después de limpiarlo un poco es entregárselo a la madre para que ella lo amamante. Tiene algo que ver con el vínculo entre madre e hijo y es aparentemente muy importante. Sólo una cosa lo retrasa. Que algo saliera mal.
Aprieto la mano de Peeta, cuyos ojos están fijos en las manos expertas de mi madre, en la pequeña figura que es nuestro bebé. Veo el terror en su mirada usualmente clara y risueña. Él también sabe que algo no está bien.
Es Prim la primera en acercarse a nosotros, una expresión solemne y sombría en sus delicadas facciones, y sin bebé en sus brazos. Me preparo para lo peor.
—Katniss, Peeta. Hay un problema con el bebé.
Siento que el mundo se cae a mis pies, lágrimas instantáneamente llenando mis ojos. Intento hablar, preguntarle que significa, pero no logro formular palabras ya.
—¿Está vivo?—la voz de Peeta suena pequeña a mi lado.
Mi madre se acerca con un pequeño bulto en sus brazos. —Sí, pero quizás eso no sea lo mejor.
El pequeño bulto celeste me es entregado finalmente y me veo a mi misma frenéticamente revisándolo. No me demoro mucho en comprender las palabras de mi madre. Mis manos encuentran rápidamente la pequeña forma que debería ser su brazo, notoriamente más corta que el brazo perfectamente normal del lado izquierdo.
Puedo escuchar a Peeta llorar a mi lado y de pronto siento que no puedo respirar. Recuerdo nuestras conversaciones sobre lo peligroso que era el tener un hijo. Un hijo de dos vencedores. Un hijo que el Capitolio no podría resistir poner en los juegos. Un hijo que muy probablemente tendríamos que observar morir.
Pero ninguno de los dos anticipó esto. Que nuestro pequeño nacería con problemas y que ni siquiera tendríamos oportunidad de ayudarlo a sobrevivir.
Mi madre toma mi mano a mi lado y veo que sus labios se mueven.
—En estos casos, generalmente, la gente pide... deshacerse de...
—¡No!—la voz de Peeta resuena mi lado y lo siento limpiarse la cara de lágrimas. —No. Es nuestro hijo y debemos protegerlo. No hacerle daño.
Yo asiento y abro mi blusa para permitirle al bebé tomar leche por primera vez. Ambos sabemos lo que tenemos que hacer.
