Estúpido.

Estúpido. La primera vez que Arthur escuchó aquél improperio proveniente de los labios de Merlin se quedó pasmado. Probablemente no era la primera vez que le insultaba, o que le llamaba idiota, o necio, o imbécil; pero aquella vez, en la que discernió como el hechicero movía los húmedos labios o como su lengua rozaba los grandes y amarillentos dientes, permaneció estancado, conmocionado, cohibido por cuan carnosos eran los labios de su sirviente.

Porque mientras la nieve caía, y en plena víspera de navidad, Merlin arrastraba el inexorable tronco de un frondoso pino – aún fresco, y desgraciadamente poblado de ardillas- Arthur lo observaba desde la pequeña y colorida ventana de sus recamaras.

Oía las blasfemias y quejas, y también la tersa y cantarina risa de su criado en cuanto se cayó sobre los cuartos traseros, habiéndose resbalado con la sucia y medio blancuzca nieve, mientras trataba de arrastrar una rama del enorme árbol de navidad (y que conste que cuando Gwaine y Lancelot corrieron en su ayuda, Arthur gruñó como un animal que perdió a su preciada presa).

Porque aquella vez que Emrys le servía vino por decimocuarta vez, en el banquete que se celebraba tradicionalmente por Noche Buena, oyó como murmuraba entre dientes que alguna vez se iba a cansar de ser su siervo, de soportar las burlas y malos tratos, y que lo iba a dejar. Y el mundo casi se le cae a pedazos al joven príncipe de Camelot.

Y a eso le siguió la visita a altas horas de la noche, habiéndose terminado ya la celebración.

Las gruesas puertas de algarrobo de las recámaras del príncipe se abrieron lentamente, sus ojos se encontraron (aquél trozo de cielo por encima de los pómulos del mago brillaba cual rubíes), y el dragonlord le pidió que sea rey, no como lo había sido Edipo, complicado y trascendental, sino que sea rey. El Único Rey, el absoluto y futuro Monarca de aquellos desolados parajes.

Y en cuanto Pendragon realizó que su mejor amigo pensaba en volver a su absurdo pueblo natal, en las desastrosas tierras de Cenred, más allá de las filosas montañas, en el medio de la nada, dejó de buscar muchachitas bonitas y desveladas en la fría plaza principal, y se acercó a su warlock, rodeando la fina cintura del delgado muchacho con ambos brazos, golpeando sus caderas fuertemente.

Y Merlin le susurró, entonces, que le quería; le quería porque era un estúpido.

Ambos lo eran. Eran dos estúpidos; dos estúpidos jóvenes estúpidos que se encontraban bajo el muérdago (que, casi por arte de magia, apareció por casualidad por encima de sus cabezas).

Sí; y los estúpidos labios de su sirviente sabían a gloria.