Capitulo I
Después de otra cucharada más de las que ya parecían veintenas, miré el cuenco y descubrí que este se hallaba casi completamente lleno, un milímetro por debajo de como Sae lo había puesto delante de mi hace rato. No es que no supiera bien, era delicioso. Pero por alguna razón mi estomago estaba cerrado.
No era por alguna razón. Sabía por qué.
Desde que había vuelto al Distrito 12, ya había pasado la primavera, y luego pasó el otoño, y ahora esperábamos la parte más fría del invierno. Las calles ya se hallaban cubiertas por la nieve y la gente solo salía para ir a comprar cosas en las pocas tiendas o para ir a la fábrica. Hacía ya dos meses que la fabrica de medicinas que puso el gobierno comenzó a funcionar, y eso había traído consigo numerosas familias.
Aun no me acostumbraba a la idea del "gobierno", para mí seguía siendo el Capitolio; puesto que se hallaba en el Capitolio y era llevado a cabo, en su mayoría, por gente del Capitolio; solo unos pocos representantes de los distritos y las elecciones cada par de años daban a entender que no era así. Habían tomado la idea de la democracia de los sistemas anteriores a la existencia de Panem; para mí era casi lo mismo que antes, la diferencia entre el centro y los distritos aun era abismal, pero ya no existían los Juegos.
Con solo pensar en ellos un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Los juegos, la rebelión, las muertes eran cosas que evitaba pensar durante el día, durante la noche no podía impedirlo.
Me forcé a tomar otra cucharada de caldo, consciente de que Sae me miraba, ya solo venía para el almuerzo y nunca los fines de semana. Pero si yo no comía o mostraba retrocesos debía incrementar el número de visitas.
Jugué con los fideos en forma de letras (un nuevo producto disponible ahora en las tiendas), e intenté tragar, pero la consistencia espesa del caldo lo dificulto. Fue entonces cuando vi la palabra que había formado en los bordes del cuenco. Peeta.
Inmediatamente tire con la cuchara esas letras de vuelta al cuenco y me levanté diciendo que me dolía el estómago, que iba recostarme un rato. La mirada de Sae me dio a entender que vio lo que había escrito y que lo dejaba pasar por esta vez, pero dijo:
- Mañana vendré más temprano, Katniss, he de revisar unas cosas.
- De acuerdo – dije y me dirigí al sofá en frente del fuego, acurrucándome en una manta.
Estúpidos fideos con formas de letras, pensé. Estúpida yo. Estúpido Peeta. Y la razón de mi falta de apetito apareció en mi cabeza.
Volvía de la tienda esta mañana, donde había ido a comprar una cuerda de repuesto para mi arco, pues temía que la que tenía se rompiera pronto por el uso.
Decidí ir a ver a Peeta dado que me sobraba tiempo, y quizá pudiera sacarle algún pan nuevo que estuviera creando. Desde que él había vuelto y lo había encontrado plantando los arbustos de Primrose en el costado de mi casa, me había costado mucho hablar con él. No por falta de oportunidad, ya que el venía siempre a traer pan por las mañanas, sino por una especie de vergüenza. No podía olvidar que casi me había suicidado en frente de él, y si no fuera por él, que lo había impedido.
Tampoco podía olvidar como lo traté cuando lo rescataron del Capitolio, y en cierta manera, ahora que ya no parecía haber peligro inminente, no podía mirarlo sin recordar esa noche en la arena durante el Quarter Quell, esos besos me perseguían en las noches en que las pesadillas no, y despertaba igual de agitada y sudorosa.
Sin embargo con el tiempo, había podido enfrentarlo, y lo primero que hice fue agradecerle por las flores que había plantado. Desde ese momento, hablábamos cada vez con un poco mas de confianza, evitando siempre ciertos temas, como dos personas conociéndose, de una manera casi demasiado formal y superflua.
Cuando estaba caminando hacía su casa, atravesando ilegalmente el patio de la de Haymitch, escuché la risa de una mujer. Y la de Peeta. Inmediatamente paré y avancé pegada a la pared, para no ser vista.
Estaban en frente a la puerta trasera de su casa, a ella nunca la había visto, supongo que habrá venido para trabajar en la fábrica. Tendría cerca de 20 años, era como mínimo 10 cm más chica que yo, grandes ojos verdes y cabello castaño ondulado. Me recordó a Annie Cresta (seguramente del mismo distrito), y no pude evitar recordar que Peeta le dijo una vez a Finnick que podía querer robársela.
Pero no fue hasta que vi a Peeta sonriendo que sentí un agudo dolor en el pecho y salí corriendo de vuelta a casa.
No quería pensar en eso, no quería pensar en nada, pero el sueño no vendría a esa hora, así que prendí la televisión, y me entretuve con una vieja película de acción de la época del Capitolio, nadie podía negar que eran las mejores, por los efectos y porque las historias ocurrían en otros mundos, así que nada recordaba a la realidad.
Supongo que me dormí, porque cuando abrí los ojos la televisión estaba apagada, no entraba luz por la ventana (aunque en invierno la noche llegaba muy pronto) y había alguien más en la casa, pensé por un momento en Sae, que había vuelto a asegurarse de que estuviera bien, pero no podía ser por el ruido que hacia.
El miedo me invadió y pensé en correr, pero me armé de valor y tomé un pisa papeles de la mesita de té que adornaba la sala y me dirigí hacia la cocina, de donde venía el ruido.
Pero no era nadie, solo Peeta, calentando el caldo. Por un momento una sonrisa se formo en mi cara, pero recordé a la muchacha y no tuve ganas de verlo, así que sigilosamente volví a mi lugar y fingí dormir.
Al rato él llegó, lo sentí arrodillarse en el suelo al lado del sillón, y sentí inmediatamente su mano en mi hombro, y recordé su risa de hoy a la mañana con ella; sentí que las lágrimas se agarrotaban en mis ojos, e hice lo primero que se me ocurrió para que se vaya y me deje en paz:
- ¡Gale! – medio llamé, medio lloriqueé.
Inmediatamente lo sentí tensarse y su mano dejó mi hombro, a la vez que una punzada de culpa y una más fuerte de satisfacción, recorrían mi cuerpo.
Lo sentí pararse, escuche un cuenco posarse en la mesita de té y al instante sus labios presionar sobre los míos. Fue un beso fuerte y breve, tanto que me hizo olvidar las lágrimas y preguntarme si fue real.
Pero cuando iba a abrir los ojos, sentí la puerta cerrarse.
¿Qué había sido eso, Peeta Mellark? ¿Celos, odio, amor?
Desde que había vuelto, no había mencionado su amor por mí. Al punto de que yo me había resignado a creer que no me volvería a amar.
Pero ese beso, ese mínimo y fugaz beso, había hecho que quiera descubrir que pasó.
Y lo que es más, despertó en mí la necesidad de que me vuelva a amar.
